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Abril de 1847.
Agata no es amada en el monasterio
y hace de todo para abandonar la clausura
Desde entonces, Agata vivió en el monasterio como una extraña y una rebelde. Seguía participando asiduamente en el coro, pero se saltaba las misas, pese a confesarse con regularidad. Atendía a sus obligaciones de enfermera, que veía como un deber cívico propio, y por lo demás se pasaba el tiempo leyendo, preparando sus cucchitelle, sobre las que ahora dibujaba hibiscos y camelias, y haciendo maravillosos paperoles con plumas de aves, papelillos, hilos sacados de trapos, hojas secas y flores prensadas. Caminaba mucho por el claustro; recorría un itinerario que se había creado ella misma, pasando por delante de las escaleras que llevaban al cementerio subterráneo, en el claustro de las novicias, para subir después a los dormitorios deshabitados, cruzaba salas abandonadas, enfilaba escalas y pasajes, abría puertas jamás abiertas, ocultas por cortinajes adensados por el polvo y llegaba hasta terracillas secretas en los tejados del monasterio. Desde allí veía Nápoles y sentía su fusión con el mundo externo. Y rezaba por los demás. ¿Cuántas veces había buscado la ciudad desde lo alto? ¿Cuántas veces la había vivido como un reclamo, como una esperanza, como un destino natural? La suya era una plegaria que exigía plenitud, espacio, acción. No era capaz de sentir vergüenza ante tamaño sentimiento. Pero se notaba confusa. Se dejaba crecer el pelo y estaba distraída, vaga. Preparó la solicitud, pero no la mandó. Su tía Orsola, a la que había hablado de sus deseos de abandonar San Giorgio Stilita, le había sugerido otro camino, menos controvertido: optar al nombramiento como canóniga de Baviera, una antigua orden caballeresca y religiosa cuyo efecto sería el de mantener los votos de castidad y pobreza, pero no los otros dos: las canónigas de Baviera tenían derecho a vivir con independencia, lejos del claustro. El almirante Pietraperciata se había declarado dispuesto a usar sus contactos con ciertos nobles alemanes y a pagar los trescientos noventa ducados del título.
La lega de la abadesa vino a traerle la embajada de que el cardenal esperaba ver a doña Maria Ninfa. Fue un encuentro formal, en la sala de la abadesa y en presencia de ésta.
—Me siento dichoso en aprobar este nuevo título de doña Maria Ninfa —dijo él, y la miró fijamente a los ojos—. Sin embargo, en lo que al presente se refiere, no quiero privar a la nueva corista de los placeres de la vida en el claustro. Por lo tanto, autorizo que lleve el distintivo de la orden de Baviera en la cogulla.
Después apretó los párpados y le comunicó que podía retirarse. Agata se sintió desfallecer: se daba perfecta cuenta de que también su solicitud para colgar los hábitos quedaría anulada por la curia de Nápoles.
En el monasterio, el ambiente se había vuelto insoportable. Las acusaciones veladas y las alusiones al suicidio de Brida no cesaban. Desde aquella noche se añadió a las habladurías la de que Agata había causado la muerte de doña Maria Celeste administrándole fármacos equivocados, y que por esa razón había intentado abandonar el monasterio, primero con la solicitud de los Breves y después con la estratagema de su nombramiento como canóniga de Baviera. Agata se sentía bajo sospecha. Doña Maria Giovanna della Croce la invitaba a confiarse a ella, pero estaba obligada al silencio por obediencia a la abadesa.
Se hallaban bordando una casulla al aire libre.
—Hay un nuevo tormento en ti.
—Tengo la noche oscura en el alma —contestó Agata, de un tirón.
Doña Maria Giovanna della Croce prendió la aguja con el hilo violeta en el damasco y dejó vagar los ojos por el claustro, a sus pies; después murmuró, manteniendo la mirada lejos de Agata:
—Cuando todo parece ir mal, cuando vives en el alma la «noche oscura», es cuando comienza tu proceso de purificación. La clausura no es inútil, la vocación es vivir cada instante con amor por el universo.
La noche oscura de Agata no terminaba. Para evitar murmuraciones y la hostilidad evidente de sus hermanas, no acudía al refectorio con la excusa de hallarse indispuesta y de esta forma se acostumbró a no comer. Se iba consumiendo a simple vista, pero no le importaba. Y volvió obsesivamente a querer saber, a querer saber qué sucedía fuera del convento, a través de la Gazzetta del Seggio, que de manera indefectible hallaba la forma de penetrar en la clausura, y de los resúmenes de la conversaciones en el parlatorio de las otras monjas. Agata empezó a tener trato con las coristas más «mundanas» y de menos luces, con tal de saber por ellas lo que ocurría fuera y los chismorreos en el seno de sus familias. Con cada colada mandaba a Sandra billetitos solicitando ayuda, en tubitos de papel de aluminio ocultos en las cucchitelle. Le devolvía la ropa limpia, pero nada más. Y pese a todo, dejaría el convento, Dios estaba con ella.
El comportamiento de Agata y su delgadez llamaban la atención y la abadesa informó de ello a la princesa di Opiri; ésta escribió a doña Gesuela, que en esta ocasión reaccionó con diligencia: no solamente viajó a Nápoles a propósito, sino que parecía arrepentida por haber descuidado a su hija, y sugirió a Agata que fueran juntas a ver al cardenal para solicitarle los Breves. La petición de una entrevista encontró rápida respuesta, y madre e hija fueron al convento de San Martino, donde el cardenal, en retiro espiritual, las recibiría.
La carroza velada subía por la via Moezzocannone y había llegado hasta el cruce con la via della Certosa. Durante el recorrido, Agata evitaba mirar afuera, pues estaba mareada. Apartó las cortinas sólo para ver el perfil lejano del castillo de Sant'Elmo; se recortaba macizo contra un cielo intensamente azul y brillante, como una pintura sobre el cristal. Rememoró su paseo en carroza con Carmela y Annuzza, antes de la boda de Anna Carolina, y del orgullo con el que les había enseñado su Nápoles, recuerdos de otra vida. A sus veintiún años se sentía vacía, carente de vitalidad y de esperanza.
El tiro se esforzaba en las últimas curvas. La abadía de San Martino estaba a plena vista, en lo alto de la colina.
Agata empezaba a ponerse nerviosa; no comprendía la actitud del cardenal, que oscilaba de la benevolencia al castigo sin razón alguna. Le imponía su propia voluntad con dureza casi sádica, propia de un amo, aunque le daba la impresión, con todo, de que sentía afecto por ella y de que hubiera preferido verla doblegarse espontáneamente a su voluntad. Agata tampoco entendía su propia reacción ante el comportamiento del cardenal. Ella, que no era rebelde por naturaleza, se mostraba como tal casi de forma instintiva hacia él.
Cruzaban los aposentos del abad acompañadas por el secretario del cardenal. Agata, con el rostro tapado, caminaba con la cabeza inclinada, sin apartarse de su madre. No era solamente la amplitud del cielo y de la tierra lo que la desorientaba, sino también los interiores desconocidos; seguía los dibujos de los rombos blancos y verdes del pavimento de mayólica. El secretario las dejó en el claustro de los Procuradores, que ofrecía unas magníficas vistas del golfo; volvería más tarde, para enseñarles la cartuja. El aire estaba fragante a causa del ligero aroma de las flores de tilo. Los arcos de traquita gris destacaban contra la piedra de arenisca y el enlucido de las paredes. Agata levantó la mirada y volvió a bajarla enseguida, sobrecogida.
El cardenal se reunió con ellas tras aparecer por la puerta opuesta. Pareció molesto por el beso ritual del anillo y les conminó a que se levantaran.
—¿Tenemos otra vez problemas con nuestra joven corista? —preguntó con voz cortante. La punta fina de la pantufla derecha golpeaba repetidamente contra el suelo.
La madre le levantó el velo con gesto de posesión:
—¡Mi hija se está consumiendo, mírela! Mándemela a casa por un periodo, la próxima vez que venga.
Doña Gesuela se había erguido, con la espalda derecha y el busto hacia fuera; de la falda, levantada del suelo, asomaban las puntas de piel verde claro de sus zapatos.
Agata mantenía tozudamente la mirada fija en el suelo. Los zapatitos monos le gustaban mucho, antes. Los de su madre, con hebillas de plata y tacones finos, junto a los suyos, negros y toscos, hacían que se sintiera incongruente y fuera de lugar, al igual que las suaves pantuflas de tafilete del cardenal, justo delante de ella.
—Si es tan urgente, ¿no debería usted pretender llevársela ahora mismo?
—Tengo un marido al que cuidar. He venido a toda prisa porque Orsola estaba muy preocupada por mi Agatuzza, que...
—¡Por doña Maria Ninfa! —le corrigió él.
Doña Gesuela se apoyó contra una columna y cruzó los tobillos, dejando uno de sus zapatitos con el tacón levantado y la punta apoyada en el suelo.
—No deja de ser hija mía, se llame como se llame... ¿Va a dármela o no?
Y dio un taconazo.
—No veo la razón. Su solicitud de los Breves es por motivos de salud. O su hija tiene realmente necesidad de aire puro y en tal caso hay que atenderla de inmediato, o no es así, y en tal caso no hay nada que hablar. ¿Está usted dispuesta a llevársela mañana mismo?
La pantufla púrpura escandía el tiempo.
—¿Y cómo lo hago? ¡Dígamelo usted! Mi marido no se encuentra bien... —Y se le quebró la voz.
—Cada uno de nosotros toma sus decisiones y asume sus compromisos, que después debe mantener. Doña Maria Ninfa tomó el velo por propia voluntad, tras los debidos exámenes. Su salud espiritual y física es preciosa para mí. —Una pausa y prosiguió—. Como la de todas las siervas de Dios de la diócesis.
Y echó hacia delante el pie derecho, que por poco toca la punta del de doña Gesuela. Agata alzó los ojos pero no se atrevió a mirarle a la cara. Los dos estaban casi frente a frente.
—¿Y bien?
—¿Y bien qué? Usted, generala, debería volver junto a su marido. Nuestra monjita regresará a San Giorgio Stilita, donde sus hermanas le prepararán toda clase de exquisiteces para animarla a que coma. —El cardenal se había vuelto hacia Agata y susurró—: Verdad que vas a comer, ¿no es cierto?
Ella no contestó.
—¡Pero si la chiquitina no tiene ni fuerzas para hablar! ¿Es que quiere verla muerta? —Doña Gesuela bramaba—: ¡Concédale esos dichosos Breves!
Con la espalda apoyada contra la columna, doña Gesuela retorcía el lazo de seda del sombrero que le caía sobre los senos, y rezongaba. Él contestó retorciendo la cruz de su pecho.
Había una cuestión pendiente entre ambos, y ella era la víctima, como una liebre atrapada en un cepo.
—Me gustaría que hablara doña Maria Ninfa.
Y volvió a adoptar la rigidez de su posición inicial, con los pies bien plantados en el suelo, paralelos y abiertos.
—Yo también querría hablar con su Eminencia, a solas.
Agata se había armado de valor. El cardenal hizo una breve inclinación a la generala y se apartó con Agata en los soportales que daban a la bahía de Nápoles.
—Dígame, hija mía.
Agata retomó la historia del padre Cutolo, pero fue interrumpida de inmediato.
—Conozco el asunto, por otros —dijo él, bastante expeditivo. Después, con voz casi suave, prosiguió—: Le ruego que tenga compasión. No somos justicieros, ni jueces; cometidos semejantes son prerrogativa del Señor. —Y repitió—: Compasión, eso es lo que le pido. —Le clavó la mirada, con el negro reluciente de las pupilas brillando bajo los párpados cerrados.
Agata aceptó el desafío.
—Usted no ha demostrado jamás compasión hacia mí. Jamás. Y debería haberlo hecho, usted en particular. A mí me gustaría ser mejor que usted... —Agata había hablado de un tirón. Se sintió sin aliento. Después continuó—: Al igual que usted, tampoco yo siento compasión por un sacerdote que seduce a una mujer, sea monja, solterona o casada.
Inclinó la mirada hacia el parapeto. La escarpadura rocosa le dio vértigo.
Después de lo que a ambos les pareció un tiempo interminable, el cardenal, posó la mano en su hombro.
—Venga, vamos, su madre la está esperando. —Y la sostuvo mientras caminaban.
El secretario del cardenal, en el pronaos de la cartuja, les explicaba las pinturas de la destrucción de la cartuja por parte de los ingleses en tiempos de la Reforma. Los cuerpos vestidos de blanco de los monjes degollados estaban en primer plano. Agata y su madre le escuchaban distraídas. El cardenal se mantenía apartado, en silencio. Pero en ese momento, dijo:
—Recuerden que fueron los ingleses quienes hicieron eso, pues traidores eran y traidores seguirán siendo.
Ella lo entendió como una crítica personal y se dio la vuelta, pero le bastó una mirada y decidió no contestar: le daba pena.
En la carroza, Agata estaba serena. La madre bufaba a causa del retraso con el que regresaba a casa.
—¡Mira qué contenta estás, como si no te importara en absoluto dejar o no el convento —le dijo—, pero para mí ha sido un día perdido!
Tres días más tarde, el doctor Minutolo recibió una llamada del monasterio en plena noche: Agata se estaba retorciendo de dolor. La hermana farmacéutica no sabía qué hacer. Intentaron averiguar algo de su última comida: una ensalada, que había quedado en la bandeja, en la celda. Descubrieron que había sido aderezada con cardenillo. Agata la había pedido a las cocinas y la bandeja la habían dejado delante de la puerta: cualquiera podría haber añadido el aceite envenenado.
La abadesa puso a una criada de doña Maria Brigida y a Sarina, la lega de doña Maria Crocifissa, al cuidado de Agata. Nadie más tendría acceso a su celda y nada podría llegarle del exterior, incluida la ropa limpia de parte de Sandra. Había alguien, una vez más, que quería hacerle daño.