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Agata Padellani se reúne en secreto durante la procesión con Giacomo Lepre, su enamorado
Adosada a los montes Nebrodi y enfrente de la montuosa Calabria, Mesina la noble, fiel al rey Borbón, segunda capital de Sicilia y ciudad de frontera, controlaba el tráfico naval del estrecho al que daba nombre. En constante conflicto con Palermo y martirizada por las catástrofes naturales, había resurgido de la peste de 1742, del terremoto de 1783 y del temporal de 1824, y era ahora de nuevo una de las mayores ciudades del reino. Mesina estaba protegida por una cinta amurallada con siete puertas y presumía de una universidad de tres siglos de antigüedad, numerosos conventos y monasterios, dos teatros y cuatro bibliotecas, cinco plazas, seis fuentes y veintiocho palacios nobiliarios; la actividad portuaria había atraído un importante contingente de extranjeros, que residían en la ciudad, poseían industrias y gestionaban empresas comerciales.
La unidad de la población y el orgullo civil de los mesineses se expresaba en las celebraciones de las fiestas de la Asunción, que mezclando lo sagrado y lo profano, daban comienzo el 12 de agosto y culminaban en la procesión del 15, famosa en el reino entero por su extraordinario aparato. En la plaza del Arzobispado habían sido erigidos dos caballos de un tamaño desmesurado montados por dos gigantes, todo ello de cartón piedra. En los días anteriores a la procesión del día 15, dos hombres cubiertos con una piel de camello recorrían la ciudad acompañados por varias bandas, los fieles y el populacho, y se acercaban a los vendedores ambulantes y a los tenderos para la colecta; era señal de devoción meter en la enorme boca abierta del camello santero parte de la propia mercancía, que más tarde se recogía en sacos para los gastos de la fiesta. En otros tiempos hubo otras figuras de cartón piedra y animales movidos por humanos, pero después de los desastres del último terremoto el tono de las celebraciones se había rebajado notablemente.
Se veía crecer de forma palpable la intensidad del sentimiento popular. El 15 de agosto, las calles de Mesina, y no sólo las adyacentes al recorrido de la procesión, rebosaban de gente: fidelísimos mesineses que regresaban del continente a su ciudad natal con ocasión de la fiesta, abundantes partidas de gentes venidas de los pueblos cercanos y centenares de calabreses que cruzaban el estrecho para pasar allí el día; además de los fieles que realizaban el peregrinaje por un voto, para pedir una gracia o simplemente por devoción: el espectáculo resultaba extraordinario.
Agata se había retirado al balcón. La ondulada falda de muselina con lunares rosas y celestes llenaba la barandilla abombada, sobre la que el zapatito de seda celeste seguía el compás de la banda musical. Toda ella era un temblor. Su aguda mirada vagaba de la multitud al palacio de los Lepre, pues sabía que Giacomo estaba allí. Oculta entre los pliegues de las cortinas, Annuzza la observaba; de vez en cuando escrutaba la multitud. Los fieles, separados en grupos, repetían las jaculatorias propias de la ocasión; las voces se alzaban al unísono como el murmullo del mar, interrumpidas por los gritos estridentes de cuantos buscaban entre la multitud a sus compañeros extraviados o de quienes se habían hecho con los mejores sitios y los defendían a voces y empellones. Otros, visiblemente emocionados, permanecían de pie, con los ojos clavados en el cruce por el que había de pasar el carro de la Asunción. Por doquier, niños vestidos de angelotes.
Agata vigilaba con el rabillo del ojo el balcón de enfrente; de vez en cuando se tragaba algunas lagrimitas de dolor y orgullo heridos. Por fin, con gran esfuerzo, lo localizó: desde la penumbra del zaguán de su palacio, Giacomo la estaba mirando; le dio a entender, mediante gestos, que estaba esperando una respuesta a su billete. Agata, temiendo que la madre le hubiera retirado a Annuzza y le hubiera puesto al calcañar una criada para espiarla, no sabía siquiera si resultaba arriesgado contestarle. Pareció vacilar. En ese momento, Annuzza, que había demorado la entrega del billete obedeciendo a los deseos del ama, se lo sacó del bolsillo y se acercó al balcón. Agata lo leyó, impaciente, y permaneció con la cabeza gacha. Estaba pensando. De repente, levantó la cara y agitó los párpados, una sola vez, y permaneció así, muy erguida, con la barbilla ligeramente elevada, el cuello en tensión y los labios inquietos. El chal de muselina se le había abierto en el escote y revelaba un pecho bien modelado. Los ojos ávidos de la muchacha que se volvía mujer estaban fijos en la figura de la penumbra. Giacomo dio un paso hacia delante; se apoyó lánguido en la pesada hoja del portal y desde allí le devolvió la mirada sin volver a apartar los ojos de los suyos. Agata desgarraba la hoja y se llevaba a la boca los trozos de papel. Lentamente. Los masticaba y se los tragaba después, uno por uno, hasta que no le quedó ninguno. Entonces se secó los ojos con el dorso de la mano y volvió a entrar en casa.
Envuelta en el frescor de la seda adamascada, Annuzza se quedó salmodiando una letanía a san José para que protegiera a aquella muchacha, copia exacta de su madre y como ella, de niña, víctima de un amor imposible.
El caballero Carnevale había dejado a los Padellani justo cuando los primeros invitados subían por las escaleras. La recepción duraría exactamente lo mismo que la procesión. Los invitados iban y venían, salían para seguir al Paso y volvían para refocilarse cuando lo deseaban: una nueva manera de recibir introducida por doña Gesuela, open house, como le había enseñado la gobernanta inglesa.
El mariscal, pese a su avanzada edad y a sus achaques, recibió a los invitados de pie en el umbral del segundo salón: después deambuló intercambiando unas palabras con todos, intercalando los chascarrillos por los que era famoso. Además del juez de primera instancia y de los miembros del senado ciudadano, estaban allí la flor y nata de la aristocracia local, de la oficialidad de la guarnición de Mesina y de los extranjeros residentes en la ciudad, más una plétora de gente que, sin ser noble, podía resultar útil o a la que los Padellani debían ciertos favores o tenían intención de solicitar alguno: profesionales liberales, comerciantes, minoristas o hasta artesanos. Nadie rechazaba la invitación. Don Peppino, que al decir de muchos estaba cargado de deudas, parecía desmentir tales habladurías cada año con aquella fiesta: desde el principio de la recepción hasta la noche, la tablattè estaba siempre a rebosar de las famosas viandas preparadas bajo la supervisión de doña Gesuela. Pasteles, helados y granizados basados en recetas familiares de los Padellani y manjares cocinados siguiendo las recetas del Monsú3 que el difunto padre de doña Gesuela había sustraído a un príncipe austríaco ofreciéndole un sueldo fabuloso, que, según se vociferaba, era igual, si no mayor, que el que don Peppino percibía del ejército de su Majestad. Los invitados desconocían que muchos de los camareros eran prestados o suplentes y que el hermano mayor de doña Gesuela, Francesco Aspidi, barón di Solacio, que había sido para ella más que un hermano y que seguía sintiendo debilidad por ella, le enviaba para la ocasión carretas y mulos cargados de toda clase de manjares. Doña Gesuela ejercía de anfitriona ayudada por sus dos hijas casadas en Mesina, Amalia y Giulia; a sus treinta y siete años, con ojos grandes y negros, labios rojos como cerezas maduras y una pechera de todo respeto, era con mucha diferencia más atractiva que sus hijas, de veintiséis y veinte años respectivamente. Anna Carolina, de dieciséis, sonreía muy erguida junto a su prometido: los demás Carnevale se habían marchado antes de que se abrieran las puertas del tablattè, para respetar el luto, y parecían haber quedado satisfechos. Gesuela se consoló: hasta Agata, la última que le quedaba por casar, encontraría marido, aunque con mayores dificultades, pues, aparentemente dócil como las demás, aquella hija suya era todo lo contrario.
Los criados deambulaban entre los invitados con bandejas rebosantes de limonada y agua con zammú. No faltaba mucho para que el Paso cruzara por delante del palacio. La cercanía de la procesión se anunciaba por el vocerío, lejano al principio y poco a poco más próximo y estridente: una mezcla de música, gritos de los fieles —«¡Viva Maria!»— y una salmodia que, murmurada por cientos de bocas, se convertía en mugido. Abría la procesión una fila de doce clérigos que llevaban las insignias de la Virgen, seguidos por las confraternidades y por las órdenes religiosas masculinas y femeninas, en dos hileras a ambos lados de la calle, como si flanquearan un simulacro invisible. Entre ellos desfilaban también las monjas y las huérfanas del Colegio de Maria, al que Agata y Carmela acudían desde que, el año precedente, tuvieran que prescindir de Miss Wainwright, la gobernanta inglesa. El estruendo era espantoso. Los fieles estaban apiñados en las aceras, en los zaguanes, en los umbrales de las tiendas, en los callejones. Dos filas de clérigos engalanados con paramentos de brocado, formados hombro con hombro, en una fila compacta, ocuparon la calle: eran la vanguardia de la Asunción.
Al grito de «¡El Paso!», los invitados se precipitaron a los balcones. Después, silencio. Se palpaba la tensión. Las fachadas de las casas nobiliarias parecían enguirnaldadas por los coloridos vestidos de las mujeres que se asomaban a los balcones. Las rejas de los monasterios era un relucir de ojos soñadores. El Paso iba a aparecer por la encrucijada de calles, donde realizaría la única maniobra de toda la procesión: un giro de noventa grados. Miles de ojos estaban clavados en el cruce. La música, los cantos, los gritos de invocación, crecían ensordecedores.
Los primeros en asomarse por detrás de la esquina fueron unos hombres con cubos llenos de agua: la peana, carente de ruedas, se apoyaba como un trineo sobre un mojón de madera liso y su tarea consistía en empapar el adoquinado para que se volviera resbaladizo. Esparcían el agua con grandes brazadas, como si fuera simiente y ellos agricultores. Después se hizo el silencio. Nada de música, ninguna letanía, únicamente el murmullo de los fieles. En el cruce aparecieron los tiradores que, descalzos, a fuerza de brazos y de fe arrastraban del carro. Era el momento de mayor intensidad de la procesión. Y de mayor peligro. Rapidísimos, los tiradores tomaron posición en las dos cuerdas según un orden preestablecido a lo largo de los siglos. Algunos seguían tirando para no detener el movimiento del Paso; otros, aglomerados en racimos, aguardaban el momento de hacer fuerza; y otro grupo se había puesto en fila, con las manos en la cuerda, listos para tirar de ella. Precisos. Atentos. Sincronizados. En ese momento se apagó incluso el murmullo: como un único cuerpo, los fieles contenían la respiración. Se oía, sofocado, el llanto de los angelotes colgados del Paso. Tirones rítmicos, y después uno, enérgico, de los tiradores en racimo: se había producido el giro. Tan alto como un edificio de dos pisos, en forma de estrecha pirámide y muy pesado, el Paso apareció en la encrucijada. Oscilaba vibrando. Durante unos instantes pareció inclinarse. Otro tirón y volvió a resbalar sobre el suelo mojado, sólido, derecho, acompañado por el fragor de los aplausos en honor de los tiradores, los héroes del día.
Desde finales de la Edad Media, los mesineses eran maestros indiscutibles en toda la isla en la creación de aquellas efímeras construcciones, no sólo en cuanto a belleza, sino también en cuanto a técnica mecánica: en el interior de la maquinaria había engranajes accionados manualmente que permitían los distintos movimientos. Cuando el Paso avanzaba, era un movimiento imparable. Cada año cambiaba la decoración, pero no la estructura ni los elementos principales: círculos grandes en la base que iban empequeñeciéndose hasta la cúspide, de la que colgaban cuerpos celestes, cada uno de ellos con su movimiento rotatorio; de los círculos salían ruedas, en movimiento también. En otros tiempos, todos los personajes estaban vivos, y había más de cien, pero con el paso de los siglos, las figuras de los adultos —los apóstoles que rodeaban el ataúd de la Virgen en la base, los ángeles de los tres círculos y Jesús— se habían ido sustituyendo por estatuas de cartón piedra pintadas con vivos colores. Como figuras humanas únicamente habían quedado la Virgen, en la cima de la pirámide, y decenas de angelotes, colgados de los rayos del sol y de la luna y de las ruedas que giraban a los lados de los círculos: eran lactantes o niños pequeños ofrecidos por las familias. Círculos, ruedas y todos los demás artilugios giraban en sentido contrario durante las siete horas de la procesión.
Dado que el carro era altísimo, los invitados de los Padellani que no habían encontrado hueco en los balcones disfrutaban de la vista completa de los círculos superiores y de la Virgen, de modo que todo el mundo, incluidos los criados, tenían la mirada fija fuera. Agata se había quedado atrás. En cuanto oyó el ruido de pasos en el suelo mojado y el chirrido del aparejo deslizándose, bajó a la carrera al establo, desierto a aquellas horas. Allí la esperaba Giacomo. Protestas de amor, lágrimas y una noticia estupenda: el senador Lepre, conmovido por el sincero amor de los jóvenes, se había ofrecido para pedir la mano de Agata para su nieto, en lugar de su hijo. No hubo tiempo para más charlas: ante la señal acordada con el cochero, los enamorados tuvieron que separarse.
Agata subió las escaleras de cuatro en cuatro y se introdujo a fuerza de empellones entre sus hermanas, justo en el momento en el que el Paso cruzaba por delante del balcón. El tercer círculo, el de las constelaciones, estaba a menos de un metro de distancia y giraba como los astros y las constelaciones. El sol, tan grande como una mesa de comedor, tenía ojos, nariz, una enorme boca sonriente y doce rayos. En la punta de cada uno de ellos, niños de no más de seis meses con alas doradas sujetas de los hombros estaban atados en una jaula que encerraba sus cuerpos pero dejaba libres brazos, piernas y cabeza, tapada con una cofia de la que también salían rizos dorados. Los rayos giraban con movimiento alterno: justo en ese momento cambiaron de dirección y se detuvieron enfrente del balcón. A una distancia menor de un metro, Agata se vio cara a cara con los angelotes vociferantes, de caras deformadas por el terror; después la rueda siguió girando y el ruido de la procesión ocultó los gritos de los niños.
—¡Angeles bendecidos por la Asunción! ¡Chiquirritines! ¡Almas santas! —decían las mujeres.
—Que el señor los bendiga —susurró Annuzza, persignándose. Y añadió, dirigiéndose a Carmela—: ¿Has visto qué preciosos son?
El calor del sol de mediodía se había vuelto un fuego insoportable. Agata sintió que se desmayaba; cerró los ojos y se agarró con todas sus fuerzas a la barandilla. También ésta estaba caliente; la apretó fuerte, muy fuerte, hasta hacerse daño. Cuando volvió a abrirlos, el Paso y los niños sometidos a tormento ya habían desaparecido. Como un torrente en ebullición, la multitud que se agolpaba en las calles seguía el carro sagrado. Los gritos de «¡Viva Maria!» eran ensordecedores: para los fieles, aquél era el momento de mayor orgullo y exaltación religiosa.
Entre tanto, los invitados de los Padellani se lanzaban sobre los sorbetes.
Tras el paso de la peana por delante de la casa, era costumbre que el mariscal, llevando a la maríscala del brazo, condujera a los invitados a asistir al final de la procesión en la plaza de la catedral. Seguidos por los oficiales de la guarnición y por el resto de invitados, formaban una procesión privada en el interior de la otra. Doña Gesuela demoraba el paso para adaptarse al de su marido, que padecía gota, y lo aprovechaba para contonearse voluptuosamente y repartir sonrisas a diestra y siniestra. Con ello daban pie a que los criados pudieran arreglar la casa antes de las viandas finales, y además la maríscala suponía que los invitados, con el sabor de sus pasteles aún en la boca, hablarían de la recepción con la gente que se toparan en la calle con menor malicia que al día siguiente: después de haber dormido bien, se exprimirían las meninges para encontrar algo que criticar, ante el temor de pasar por burdos y carentes de refinamiento por no hallar nada que objetar.
Agata se las apañó para abandonar la comitiva sin levantar sospechas. Se dejó llevar a contracorriente y enfiló un callejón donde trabajaban zapateros y afiladores. No había ni un alma. La cuarta puerta a la derecha estaba entreabierta.
No se saludaron. Conscientes de que estaban solos, ambos tenían miedo de sí mismos. Por la ventana atrancada que había encima de la puerta entraba una luz mortecina en forma de recuadros; por lo demás, en el taller reinaba la oscuridad. Agata miró a su alrededor. Las paredes sucias estaban llenas de ganchos, de los que colgaban trozos de cuero de todas clases, pieles de cabra, trapos de tela encerada y alquitranada, hormas de zapatos y botas, y todas las herramientas del zapatero.
Giacomo extendió el brazo y le puso una mano en un hombro. Habían bailado juntos y ella recordaba su estremecimiento ante el contacto con el cuerpo de él —brazos y manos— y el delicioso temblor de las respiraciones alternadas: era su manera de jugar, ella inhalaba el aire que él expiraba, y al revés, y se sentían una sola persona. Pero el tacto de su mano a través de las capas de muselina del traje y del camisón era distinto: se sentía desnuda. Y él también la percibía así. Le retorcía los encajes del chal. Y ella se sonrojaba. Le cosquilleaba levemente el cuello con sus dedos índice y pulgar. Y ella se humedecía.
—Quiero que seas mi esposa. —Giacomo rompió el silencio—. Mi abuelo hará lo que hemos acordado y mis padres, una vez establecido el compromiso, cederán. Pero antes quiero una promesa por tu parte: yo soy muy celoso, quiero que me jures que me serás fiel, para siempre.
Agata asintió y posó su mano sobre la de él. Él le sujetó un dedo y se lo acercó al cuello, sobre la vena del corazón. Sentían los latidos al unísono. Sus cuerpos vibraban. Giacomo la atraía hacia él con movimientos imperceptibles, sin prisa. En un crescendo de placer. La respiración jadeante y la boca bien delineada de él estaban muy cerca. Giacomo entreabría los labios y ella abría los suyos. De repente, Agata se echó hacia atrás. «Ricordativi ca una fimmina ca si fa trasiri socc'e gghiè d'a vucca o d'altri banni disonorata è!»,4 les dijo Annuzza una vez a sus hermanas mayores, cuando ella era pequeña, y se acordaba muy bien, porque Amalia, su hermana preferida, estalló en lágrimas.
—No, no, no debemos... —protestaba Agata, y lo miraba espantada, temiendo ofenderlo.
—Entonces abracémonos fuerte, y después te vas.
Y mientras decía eso, los dedos de Giacomo se deslizaban desde el cuello a los hombros de ella, pasaban bajo la muselina del traje y el camisón y le cosquilleaban la desnuda piel de la espalda. Después, ágilmente, Giacomo le ciñó la cintura con la otra mano y la atrajo hacia sí. Agata echó la cabeza hacia atrás para evitar su boca, pero le permitió cubrirle el cuello y los hombros de diminutos besos, deliciosos. La mano de Giacomo le bajaba por la espalda. Agata no reaccionaba. De repente, él la empujó hacia delante, con fuerza, y presionó contra el vientre de ella.
El olor a cola del zapatero —denso, punzante, embriagador— los aturdió.
Agata vagaba desconcertada entre la multitud. Sintió encima una mirada taladradora: el caballero d'Anna, uno de los invitados y notorio pendón, la seguía paso a paso, renqueando sobre sus piernecillas torcidas. Cuando consiguió situarse a su lado, esbozó una sonrisilla babosa con su boca sin labios. Agata fingió no haberlo visto. Lo odiaba, porque en las recepciones de sus padres se las apañaba siempre para restregarse contra ella cuando no le resultaba posible cantarle las cuarenta; oyó los gritos del gentío que rodeaba el carro de la Asunción y dirigió sus pasos en esa dirección. El caballero hizo una mueca y se acercó a un grupo de mujeres que, inclinadas alrededor de una vieja que había resbalado, se afanaban por ayudarla; giró alrededor de las mujeres, con la mirada clavada en sus senos, y después se restregó contra las notables posaderas de una de ellas y se esfumó antes de que la desafortunada pudiera incorporarse.
La intensidad de los gritos iba en aumento: los hombres estaban desmontando el Paso. Era el turno de los angelotes y las madres —de entre las más pobres de un pueblo ya pobre— acudían agolpándose alrededor. Al cabo de siete horas de constante movimiento rotatorio, devorados por el sol, sedientos y hambrientos, los pequeños estaban desfallecidos. Unos gritaban desesperadamente, otros aullaban como perrillos, otros parecían en trance. Dos estaban inmóviles, con la cabeza colgando. Los hombres montados en el carro los sacaban de las jaulas y se los pasaban en cadena a otros, en lo alto de largas escaleras, que gritaban desde arriba:
—A cu apparteni chistu?5
Y después los bajaban para entregárselos a sus madres. Éstas, imprecando y empujándose, se agolpaban para que les devolvieran a su propio hijo, o por hacerse con alguno vivo, pues los rostros desgarrados a veces resultaban irreconocibles. Los lamentos de las más afligidas se mezclaban con los gritos de las victoriosas, con las befas ensordecedoras de los espectadores, con los silbidos de la chusma. Una madre sostenía a su hijo, más muerto que vivo, y se consolaba vociferando que la Virgen Maria quería llevárselo consigo al paraíso.
Dos canónigos lo presenciaban todo, benignos. La muchacha que encarnaba a la Asunción había abandonado el carro. El reluciente pedestal de oro había vuelto a ser cartón piedra pintado y Agata pidió perdón a la Virgen por aquella gente, pero no por ella misma.