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17 de septiembre de 1839.
Nacimiento de un principito y muerte del mariscal Padellani.
Durante la travesía hacia Nápoles, Agata se franquea con el capitán James Garson
La corte, controlada por el rey y por unas cuantas grandes familias cercanas a él, como la de los Padellani —rehabilitada después de haber servido a Murat durante la dominación francesa—, era el motor de un sistema de patronazgo y clientelismo que consolidaba el dominio de las élites terratenientes y enaltecía la presión de la capital sobre la provincia.
Durante los diecinueve años del reinado de Fernando II, que subió al trono con veinte recién cumplidos, las jerarquías nobiliarias habían sido ratificadas en el ejercicio del ceremonial y en la coreografía de las exhibiciones del poder que se celebraban en las ceremonias públicas, manteniendo y exacerbando incluso los rasgos españoles de la vida cortesana, definidos por Carlos III, bisabuelo del rey. Pensiones, prebendas vitalicias, gracias, simples donaciones de dinero y las respuestas a las miles de súplicas cotidianas que la sociedad sureña dirigía a su soberano, pasaban por el filtro del Mayordomo Mayor. Hasta los aspectos más nimios de la vida del rey y de su familia se confundían con la administración de los asuntos públicos. Las festividades y los lutos reales debían ser respetados no sólo por los nobles, sino también por los innobles. El humor del pueblo debía reflejar el de la familia reinante. La aristocracia, en particular, debía ser muy cumplidora: la no asistencia a una fiesta o no respetar un luto podían costar la pérdida del favor real.
El 17 de septiembre de 1839, la víspera de la muerte del mariscal Padellani, la reina Maria Teresa dio a luz a un hijo varón, el príncipe Alberto Maria. El feliz acontecimiento quedó solemnizado con tres días de gala y las exequias del mariscal no podrían celebrarse con los honores debidos a su rango y cargo.
Doña Gesuela era consciente de que, con la muerte de su marido, no sólo perdía los medios de sustento de la familia, sino que ella misma caía del pedestal al que el nombre de los Padellani y su asidua presencia junto a su marido en la vida social, política y ciudadana la habían elevado. La noticia del fallecimiento, acaecido de noche, corrió de inmediato por boca de toda Mesina. Desde primera hora de la mañana, una procesión de gente invadió la casa, pues las visitas de pésame no tienen horarios preestablecidos. Los primeros de todos, los acreedores, quienes al besar la mano de la maríscala aludían al saldo pendiente, «cuando Vuecencia quiera, sin prisa»; después la pariente patrona, que entre lágrimas y abrazos le aseguró que podría seguir ocupando la vivienda, aunque dejara caer una velada alusión a los atrasos del alquiler. Los propios parientes y amigos parecían impacientes por que la familia se marchara de Mesina, a donde había sido enviado el mariscal por el rey Francisco I, recién ascendido al trono, por expresa petición de aquél. El barón di Solacio animó a su hermana a acudir a Nápoles lo antes posible para solicitar al rey la gracia de una pensión. Sin perder tiempo, el general de la guarnición, un cuarentón siciliano de linaje inferior al de los Padellani que hacía tiempo que, con la esperanza de un ascenso, aguardaba a que don Peppino se decidiera a abandonar el ejército, quiso hacer una advertencia a la mariscala, remachando que de él no esperara apoyo alguno: el mismo día reclamó el regreso al cuartel del ayudante, del cochero y de la carroza asignados al mariscal, si bien ofreció para el funeral el mejor equipamiento de luto a disposición del ejército.
Entonces doña Gesuela cobró conciencia y decidió pasar al ataque en Nápoles: debía marcharse inmediatamente y con el cadáver, y mandó un mensaje a sus parientes napolitanos. Llegarían cuando acabaran los días de festejos para que las solemnes exequias en la capital tuvieran la resonancia debida a un Padellani, y, sobre todo, inclinaran mayormente al rey o a sus consejeros a ayudarla. Conseguir los permisos sanitarios le resultó fácil, porque el año anterior, cuando el rey reorganizó la administración de Mesina, el candidato que había propuesto y apoyado su marido fue nombrado presidente del senado; encontró también a un monje basilio de Alejandría que consiguió embalsamar el cadáver. Después, con la celeridad que le había hecho famosa, y con la ayuda de sus hijas casadas, organizó la venta de todo lo superfluo y de los efectos personales de su marido y dio disposiciones para desmontar la casa; despidió a los criados excepto a Annuzza y a Nora, su camarera personal. Más tarde, decidió que Carmela y Annuzza se quedasen como huéspedes en casa de Amalia, mientras Anna Carolina, Agata y Nora la acompañaban a Nápoles.
La marcha quedó fijada para la tarde del 20 de septiembre.
Quiso la mala fortuna que aquel día se desatara en el Tirreno una violenta borrasca traída por un viento maestral de fuerza 9/10 que los mesineses interpretaron como presagio de nuevos temblores de un terremoto. El mar era una masa de olas espumosas que se abatían con fuerza brutal sobre las escasas embarcaciones en busca de refugio en el puerto más cercano. El señor Totó volvió del puerto con la mala noticia de que, aquella tarde, sólo zarparía un vapor de bandera inglesa y eso únicamente porque el capitán James Garson, hijo del armador, quería a toda costa volver a ver a su prometida que le esperaba en Nápoles.
—Un buque muy especial —dijo—, al mariscal, que en paz descanse, ci fussi piaciutu assai.9
Los cuñados indagaron y resultó que los Garson eran amigos de los príncipes Padellani. Al saberlo, a doña Gesuela ya no le quedó la menor duda: ese barco era lo que les hacía falta.
Agata no se había separado del catafalco del padre durante las largas horas de su exposición en el salón grande. Descuidadamente vestida de negro y desolada, permanecía sentada junto al féretro en lugar de la madre, empeñada en otras obligaciones. Su palidez, así como sus ojos hinchados, eran objeto de los comentarios de la gente, rayanos casi en la mofa. Agata tenía miedo al futuro, pues las últimas palabras de su padre seguían retumbándole en la cabeza. Para ella, la marcha de Nápoles era la señal de que su amor con Giacomo no sobreviviría.
Llovía y soplaba un fuerte viento. Militares, parientes, amigos y personal de la casa habían acompañado a los Padellani al puerto de Mesina. Salvo Bonajuto, el marido de Giulia, la cuarta de las hijas, dirigía una agencia marítima y les había tranquilizado: partirían en un vapor moderno y extraordinario, el mejor de la flota mediterránea de los Garson. Además de las dos potentísimas ruedas accionadas por una máquina de vapor, estaba armado a modo de bergantín con dos mástiles de velas cuadradas y vela mayor en el tercer mástil. Transportaba pasajeros y viajaba a una velocidad impensable: con buen tiempo llegaría a Nápoles en treinta y seis horas.
Salvo Bonajuto se había encargado de las formalidades de embarque de la maríscala. El equipaje y el ataúd ya estaban a bordo; James Garson acudió a dar el pésame a la maríscala y le cedió su propio camarote. Un gesto de respeto, de piedad y también de índole práctica: sólo allí había espacio suficiente para pasajeras de consideración y para el ataúd.
El luctuoso grupo, agotado, aguardaba la llamada para el embarque en una sala de espera atestada por una multitud de empleados portuarios, que, sin posibilidad de trabajar, había buscado refugio allí ante el mal tiempo. El sudor de toda aquella gente, agudizado y recrudecido por los vapores del local cerrado, pellizcaba las narices melindrosas de Giacomo, aplastado contra una ventana. La gallardía y la labia con la que ocultaba su propia inseguridad le habían abandonado; estuvo mirando a los Padellani largo rato, antes de abrirse paso entre aquellos hombres y su acre olor. Giacomo dio el pésame a doña Gesuela; después le pidió permiso para hablar con Agata, que estaba apartada con sus hermanas casadas. A contrapié, y acaso conmovida por la cortesía del joven, la maríscala se lo concedió.
Se apartaron junto al enorme ventanal. Bajo la luz opaca que entraba a través de los cristales azotados por ráfagas de agua y apretujados entre los húmedos trabajadores portuarios, los enamorados no abrieron la boca: se comunicaban con el mudo lenguaje de los sentimientos. Agata, de perfil delante de la cristalera, se reclinaba en ella con el hombro izquierdo y apretaba la mano abierta contra el cristal, como si intentara alejarse de él o apoyarse encima. El temblor de la palma y de los dedos en cada pestañeo de los ojos lánguidos de Giacomo traicionaba sus emociones. Él le susurró el negativo desenlace del encuentro entre su abuelo y su madre y, mientras le hablaba, Agata apoyó la cabeza contra el cristal, bajó la mirada y ya no la levantó. Giacomo se aturullaba con las palabras temiendo que ella se desmayase. Después vio asomar del capisayo la mano de Agata y se la cogió. La maríscala los había seguido con mirada dura.
—¡Agata! ¡Ya ha llegado el hijo del propietario del vapor! ¡Tenemos que embarcar, ven!
Se apretaron los dedos, una última mirada y los enamorados se separaron, prometiéndose que volverían a verse en Nápoles.
En el cielo, una multitud de tormentas, relámpagos, lluvia violenta. El vapor, abandonando el estrecho, avanzaba a baja velocidad, arfando a causa del fuerte balanceo. La visibilidad era limitada y de la isla sólo se veía, intermitentemente, el lívido resplandor del faro y nada más.
Las mujeres estaban en el camarote. Anna Carolina y la madre, afectadas por el mareo y atemorizadas, se habían acurrucado en la litera del capitán. Abrazadas, murmuraban conjuros y plegarias a san Cristóbal, entre quejas y arcadas de vómito.
Nora, que jamás había abandonado tierra firme, continuaba cumpliendo estoicamente con su deber como si no ocurriera nada. Arrodillada delante del ataúd, les rezaba a san Nicolás de Bari y a la Asunción y les daba una lista de todos los cataclismos que se habían abatido sobre Mesina y de los que ella misma podía dar testimonio —el temporal del veinticuatro, la invasión de langostas del treinta y uno, el brote de cólera del treinta y seis y el brote posterior, aún peor, del treinta y siete, y esa última, modesta sacudida del terremoto— para persuadirles de que intercedieran ante el Señor para conceder al difunto mariscal una travesía tranquila hasta su ciudad natal. Pero el santo y la Virgen no parecían conmoverse, y Nora se resignaba a recitar las jaculatorias fúnebres y a continuar ella sola velando al cadáver. Se interrumpió únicamente cuando los embates del oleaje zarandearon el barco con tanta fuerza que el ataúd se deslizó por el suelo, justo igual que el Paso de la Asunción; entonces, ofendida, apuntaló al mariscal con todas las maletas que tenía a mano y reemprendió después la vela fúnebre. Resistió hasta la hora de comer, para cumplir con su otro deber: alimentar a sus amas. Uno de los baúles rebosaba de viandas. Además de golosinas de consuelo —pignoccata blanca y negra,10 galletas erizo, aceitunillas de mazapán— y de la comida para la travesía —chuletas, croquetas de arroz, pan, fruta y verdura—, había grandes cajas de pasteles de las Capuchinas y trozos de queso de oveja curado para regalar a los parientes. Pero las amas no quisieron probar ni un solo bocado. Contrariada, Nora comió algo y volvió después a sus jaculatorias.
Desde que dejaran el puerto, Agata, de pie contra la puerta, había estado observando por el ojo de buey la furia de la tempestad, sin acusar el cansancio, el hambre ni el sueño. El vapor bojaba, siguiendo una ruta en zigzag y con el velamen reducido, para avanzar contra el viento. Se habían aproximado a las islas Eolias: Agata sólo conocía Lípari y con una pizca de imaginación llegó a localizar el castillo. En los alrededores de Estrómboli se efectuó otro viraje; en la oscuridad de la noche flagelada por ramalazos de viento y ráfagas de lluvia, las erupciones del volcán parecían amenazadores fuegos artificiales. El vapor aminoró la marcha y después, de repente, viró de nuevo y se dirigió hacia la costa de Calabria; a medida que se acercaba a Italia, la tormenta parecía aplacarse.
Tras el encuentro con Giacomo, la madre se mostró especialmente solícita y afectuosa con Anna Carolina, y hasta con Nora, pero no con ella, a quien no volvió a dirigir la palabra. Agata echaba intensamente de menos a su padre. De la nostalgia pasó al lamento por la desventura que le había tocado y después al deseo de estar de nuevo junto a su padre; de ahí, el paso a anhelar la muerte fue breve. La deseaba con todas sus fuerzas. Igual que la culebra se desprende de su propia piel, ella tenía la sensación de estar deslizándose fuera de su propio cuerpo y, transmutada en vientecillo ligero, de ascender al cielo hacia su padre. Sus ojos, clavados en la popa, ya no veían. Ni una sola lágrima. Ni el menor pensamiento hacia Dios dirigía Agata entonces. Era todo espíritu.
El negro de la noche fue desgarrado por los rayos. Arreciaba el maestral. El vapor se veía sacudido de nuevo a diestra y siniestra por olas rabiosas. Adormecida sobre una silla al lado del ataúd, con la cabeza colgando, Nora roncaba; las otras dos dormitaban entre gemidos, Anna Carolina aovillada contra su madre.
Por el este asomó un alba desvaída. El mal tiempo empezaba a aplacarse. Agata no se había movido del ojo de buey. Seguía distraída las faenas de los marineros y escuchaba las órdenes del capitán, desde el puente a sus espaldas. El mar estaba espolvoreado de espuma grisácea. El camarote apestaba a queso y a vómito, y ella abrió la puerta. La lluvia repiqueteaba ligera sobre las vigas de madera como en un baile. Y, ligeras como las gotas de lluvia, las lágrimas contenidas brotaban de los ojos de Agata. Cuanto más lloraba, más se incendiaba el cielo y más aliviada se sentía ella. Sin darse cuenta, Agata murmuraba los versos de la canción que habían cantado en el jardín de Amalia:
«Oranges and lemons», say the bells of St Clement's. «You owe me five farthings», say the bells of St Martin's.
Las nubes iban despejándose; las que quedaban corrían a recomponerse hacia occidente. El aire era tibio. Agata seguía en el exterior, acurrucada contra la puerta del camarote, retorciendo los ribetes del chal. El negro del luto y las profundas ojeras azuladas que le marcaban el rostro acentuaban su áspera belleza. La aureola de suaves rizos castaños alrededor de su frente y el contraste con las gruesas trenzas que reposaban relucientes sobre los hombros evocaban la sensualidad de su madre de joven. Los marineros le lanzaban miradas a hurtadillas —las de uno joven, más prolongadas—. También James Garson la miraba, mostrando interés por sus manos, pequeñas y veteadas de azul. Las había notado en el puerto; estaba esperando al capitán del bergantín para ser presentado a los Padellani y contemplaba desde el muelle la sala de espera. Sólo distinguía sombras, excepto aquella mano enardecida pegada al ventanal perlado de vapor. Le había transmitido una sensación de desazón, confirmada poco después cuando la joven había apoyado el hombro y la cabeza, revelando, a través del cristal desempañado por su propia mano, una silueta diminuta carente de sonrisa. Sólo entonces la reconoció, por las manos. La brisa era punzante; Agata, como los demás, tenía la mirada fija en el este y se sujetaba con fuerza el chal con los brazos cruzados sobre el pecho. Sus dedos ahusados se restregaban contra el paño como si quisiera acariciarse.
Un resplandor golpeó contra el mar: el anuncio del sol. Todos los ojos estaban clavados en la línea del horizonte.
Después, una voz:
«When will you pay me?», soy the bells of Old Bailey. «When I grow rich», say the bells of Shoreditch'.
Agata había levantado imperceptiblemente el tono de voz y ahora cantaba de verdad. Nadie pareció notarlo.
—Es el momento más hermoso del día —dijo él en inglés, volviéndose hacia ella. Agata parecía querer seguir el nacimiento del sol y no le hizo caso. James Garson se reprochó sus malos modales y recordó que, al ser presentado a las viajeras, le dio el pésame a la maríscala, pero no a Agata, pues, ante la evidente infelicidad de aquellos ojos orientales, enmudeció. Se apresuró a darle el pésame, añadiendo que, de niño, conoció al hermano mayor del mariscal. Cortés, Agata aceptó las condolencias y le dio las gracias por su hospitalidad. Después, tras una pausa, le preguntó:
—Usted nos ha cedido su camarote y no ha dormido en toda la noche, ¿verdad? —Y deshizo los brazos cruzados.
—No habría dormido de todas formas, con esa tempestad. Siento que el camarote no tenga las comodidades dignas de su linaje ni el lujo al que está acostumbrada.
El inglés intentaba introducir en la conversación una nota de levedad, pero Agata no le siguió, al contrario, optó por corregirlo:
—No somos tan ricas. —Él la miraba perplejo, sin entender—. Todo lo contrario. Somos pobres —remachó ella, y clavó sus ojos en él, con una triste mirada de desafío.
No sabiendo qué decir, murmuró:
—Los Padellani son una gran familia napolitana. —Y no apartó la mirada de ella, aguardando una respuesta que llegó puntual.
Agata creyó reconocer una sincera compasión en el extranjero y, apartando toda reserva, le habló de su adorado padre, hijo segundón, de las dificultades económicas que padeció la familia para reunir la dote de sus hermanas, de la oposición de los Lepre a su amor por Giacomo y de la desesperada tentativa del anciano notario por pedir su mano, y hasta del desdeñoso rechazo de su madre.
—Somos realmente pobres —repitió con sencillez, y añadió—: La pobreza no me daría miedo si tuviera libros: podría leerlos y aprender, y trabajar luego como institutriz, es un buen trabajo.
—¿Libros?
—Mi madre ha puesto a la venta todos los libros de mi padre que pueden encontrar comprador. Hay otros muchos, sin embargo, que él no había denunciado, como prevé la ley del rey Francisco I, y ésos habrá que destruirlos, pues en caso contrario pagaríamos multas enormes. Yo he escondido algunos en mi baúl, pero no muchos. Debería haber cogido más. —Miraba a su alrededor desconsolada, y añadió—: Todos los libros ingleses se han quedado en casa, para ser vendidos. —Calló, consciente al fin de su propio descaro, e intentó reconducir la conversación a terrenos más desenfadados—: ¡Debe de estar usted muy contento, le falta muy poco para ver al objeto de su amor!
—Es cierto, mi prometida me espera en Nápoles...
Apoyado contra la barandilla, contemplaba el mar:
If ever any beauty I did see,
Which I desir'd and got, t'was but a dreame of thee.
And now good morrow to our waking soules,
Which watch not one another out of feare;
For love, all love of other sights controules,
And makes one little roome, an every where...
Agata tenía un finísimo oído. Amor. Era precisamente en eso en lo que había estado pensando toda la noche. Creía haber entendido el amor: sentirse una sola cosa y desear la felicidad del amado, más que la propia. Y contemplaba el mar, todo él un resplandor de olas acariciadas por rayos oblicuos; después, su mirada cayó vagante en el pelo rubio y la silueta musculosa del inglés, que, como ella, miraba el nacimiento del sol.
Una bola anaranjada estaba suspendida sobre la línea del horizonte: el sol, ya entero, resplandecía glorioso sobre un mar por fin azul. Agata dibujó una amplia sonrisa con los labios cerrados, y sus miradas se encontraron. Después se oyó una voz gutural:
—Picchì grapisti 'sta porta, chiuìtila!11 Nora se había despertado y pedía cuentas a Agata de la corriente que entraba por la puerta abierta de par en par.