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Octubre de 1847.
Agata cura a la abadesa y obtiene ciertos privilegios;
de repente, el cardenal la envía a Sicilia
Agata no se daba por vencida. Los Breves concedían al padre Cuoco la facultad de aprobar las visitas de parientes, pero el confesor no había dado señales de vida. Ante sus repetidas solicitudes, la abadesa le ratificó que estaba en la comarca de Salento con su madre enferma; después, viéndola demacrada y ansiosa, hizo que «regresara» apresuradamente.
Agata sabía que el cardenal se lo había dado como confesor porque era de su «personal». Omitió toda alusión a su encuentro con James, a pesar de que las preguntas que él le planteó le hicieran pensar que algo sospechaba, y expresó su deseo de ir a visitar a su hermana Sandra. El padre Cuoco tuvo que informarle entonces de que el cardenal le había restringido la autorización de cualquier visita: Agata se encontraba entre la espada y la pared.
El cardenal, entre tanto, había vuelto a Nápoles pero seguía sin ponerse en contacto. Después, sin preaviso alguno, le llegó la orden de acudir al palacio arzobispal; Agata se negó, aduciendo el pretexto de su incierta salud. Permaneció inamovible en esa postura, por más que interviniera la abadesa, dándole a entender que al actuar de esa manera haría enfurecer al cardenal. Y así fue: el cardenal suspendió completamente el pago de su numerario. Agata ya no tenía dinero a su disposición: era la guerra. Llegados a tal punto, despertó del letargo en el que había caído: hacía los ejercicios de gimnasia que le había enseñado Miss Wainwright, para recuperar el vigor de los músculos debilitados; salmodiaba, recitándose a sí misma la admonición: «Si ante todo te mantienes a ti mismo en paz, podrás dar paz a los demás, que el hombre de paz es más útil que el hombre de mucha doctrina».
La abadesa había dado órdenes de que se la vigilara y pasaba a verla todos los días. Asistía a su comida y a veces le llevaba más pan con condumio. A Agata le había picado un tábano y la picadura supuraba. Se la había curado con un emplaste de hierbas que se había traído de San Giorgio Stilita. La abadesa se percató de la caja con el letrero de ENFERMERÍA y quiso saber qué contenía. Un día, le pidió ayuda: tenía un doloroso absceso en la ingle. Agata se ofreció a curarla, pero con la condición de poder mandar y recibir correo. La otra, airada, se negó al principio, pero después, dolorida, tuvo que ceder. Agata le sajó el bubón y se lo medicó con cuidado. Agradecida, la abadesa se amansó y le permitió recibir paquetes también. Sandra le envió de inmediato galletas y un libro. De James, ni noticia.
Desde entonces, la abadesa empezó a requerir la ayuda de Agata para monjas y oblatas enfermas. Una meretriz sufría mucho a causa de un aborto mal realizado y la abadesa insistía para que ella la ayudara; por vez primera, daba muestras de tener sentimientos.
—Son dignas de lástima. No lo hacen aposta: las engañan o se ven obligadas.
Agata consideraba el aborto un homicidio y, rememorando la experiencia con doña Maria Celeste, no se sentía capaz. Pero la otra insistió de tal manera que al final consintió de mala gana: a cambio, obtuvo permiso para ir a escondidas al mirador del claustro durante el silencio riguroso, cuando las demás se habían retirado a sus celdas para pasar la noche. La abadesa le consiguió incluso textos de medicina y un ejemplar hallado en una caja de una vieja edición del Pandette de Matteo Silvatico, un diccionario medieval de hierbas oficinales.
Agata no tardó en tener muchas pacientes. Algunas le hacían regalos y otras la pagaban como podían; esas escasas ganancias aliviaron su desazón financiera: era lo único que tenía para atender a sus necesidades. Por una de las mujeres supo que había estallado una revuelta en Mesina a principios de septiembre, que había sido reprimida con sangre. Agata temió que sus cuñados pudieran haberse visto involucrados, pero no tenía modo de constatarlo.
Se sentía ansiosa: aguardaba a que James respondiera a un billete que le había mandado, como en el pasado, a la librería Detken de Piazza del Plebiscito; le agradecía los poemas de Keats y escribía sus comentarios, como antes, además de comunicarle que podía recibir también periódicos. Le llegó un pequeño volumen de Leopardi sin ningún billete de su puño y letra, como Agata en cambio confiaba en recibir. Manoseaba el libro trepidante, pensando que las blancas manos de James lo habían acariciado antes de dárselo al librero:
Vive aquel fuego aún, vive el afecto, alienta en mi pensar la bella imagen, de quien, si no celestes, otras dichas jamás tuve, y sólo ella satisface.17
Y al lado, una ligerísima «J»: la misma «J» estaba repetida en otras partes. Y así, desde entonces, James empezó a comunicarse con Agata a través de las pálidas «J» en los márgenes externos de las páginas, pero nunca una sola línea de escritura.
Muchos libros, de James, en aquellas postrimerías de otoño. Y muchísimas «J».
La madre y el cardenal, en cambio, habían entablado una densa correspondencia, no del todo amistosa, que concluyó con la concesión de los Breves para la visita de Agata a Palermo, durante un mes, a partir del 12 de diciembre. Cuando Agata lo supo, se sintió trastornada: debería interrumpir su intercambio de libros y billetes con James. Lloró, tumbada en la cama, hasta que ya no le quedaron lágrimas. En lo profundo de la noche huyó al mirador: sentía que él estaba cerca y esperaba que pudieran verse; desde allí las meretrices y las perdidas, pacientes suyas, enviaban y recibían mensajes gesticulando. Era una noche oscura. Había llovido y el cielo estaba cubierto de nubes. La humedad le mojaba el pelo y le humedecía la lana del monjil. Agata se asomaba con la esperanza de verlo. Pero no había rastro de James, ni tampoco de nadie más —el barrio, que a esas horas estaba somnoliento pero aún activo, parecía desierto—. El estruendo de un trueno lejano. Un relámpago iluminó la silueta del volcán contra lo negro, y la oscuridad después.
Los faroles de gas iluminaban las fachadas claras de los edificios, cubiertos por una pátina gris, un mejunje misterioso de lluvia y polvo. Hastío de la espera, de esconderse, hastío de ese miedo constante que ya se había convertido en parte de su vida. Agata miraba el pináculo en el centro de una placita en la que convergían tres calles. Altísimo y puntiagudo, parecía un puñal cuyo mango se hubiera hinchado formando volutas, guirnaldas, festones, peces, delfines, fruta, flores, y hubiera envuelto la larga hoja dejando al descubierto únicamente la afilada punta clavada en el cielo. Empezó otra vez a llover a cántaros, de forma ruidosa. Agata aguzaba el oído, no fuera a llamarla James, y escuchaba las voces de los animales: algunos perros, el rebuzno de un asno. Entornaba los ojos para ver mejor: formas negras, amorfas, de las que no llegaba a comprender si eran criaturas de su fantasía o seres vivientes, pasaban pegadas a los muros. Se sobresaltó: algo se arrastraba entre sus piernas. Un gato empapado de lluvia se le había metido bajo el monjil y se restregaba contra ella para quitarse de encima la odiada agua. Se miraron. El animal, tan desafortunado como ella, emitía un árido maullido y la contemplaba con ojos apagados, repletos de una súplica muda. Y ella se sentía enloquecer.