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El terremoto y la enfermedad del mariscal Padellani

Era una fresca mañana de principios de septiembre. Las dos hijas menores de los Padellani, acompañadas por Annuzza y por Nora —la criada personal de la mariscala—, se dirigían en carroza a la casa de veraneo de su hermana Amalia, construida en lo alto de una colina, no muy lejos de la hilandería propiedad del cuñado, Domenico Craxi: el camino que unía la casa a Mesina, ensanchado hasta hacerlo transitable, estaba flanqueado por moreras, higueras y granados. Los padres y Anna Carolina se reunirían con ellos a la hora de la comida y permanecerían unos días en la quinta para ver a Francesco Gallida, el hijo de nueve años de Anna Lucia —la mayor de las hermanas Padellani, muerta en el parto a muy temprana edad—, de visita con su padre y la familia del segundo matrimonio.

Una vez superada la ornamentada verja de acceso a la quinta, el señor Totó refrenó el trote de los caballos: el camino se volvía escarpado y la carroza se tambaleaba en cada curva. Carmela, hecha ya una arpía a sus siete años, chismorreaba acerca de los vestidos que llevaban el resto de las niñas en la fiesta de la Asunción. Agata dejaba que hablara; miraba por la ventanilla, meditabunda. A medida que la carroza ascendía, el paisaje se ensanchaba ante sus ojos. El mar Jónico, más allá de Mesina, era liso y plateado; debajo del faro y hasta Reggio, el Tirreno estaba azul oscuro y encrespado. Más allá del faro, los pueblecitos multicolores y las tupidas montañas del continente. Era la época de la caza del pez espada, cuyo recorrido migratorio pasaba por aguas sicilianas dos veces al año únicamente. El Estrecho estaba abarrotado de pequeñas embarcaciones adaptadas y equipadas para la pesca.

A la salida de la bahía, a los pies de la colina, estaban ancladas en formación unas pequeñas chalupas unidas por la proa y carentes de equipaje, remo o entena. De éstas se levantaba un mástil altísimo con un hombre atado en la cúspide, que apoyaba los pies en un trípode de madera. Inmóvil, escrutaba las aguas: su misión era la de avistar los peces espada y guiar a los marineros hasta ellos. Otras formaciones, cada una con su enorme mástil con puesto de vigía, más o menos equidistantes las unas de las otras, constelaban el mar desde la costa siciliana hasta la calabresa. Cada una tenía su propio equipo de pescadores en ágiles embarcaciones con cuatro remeros, un arponero y un hombre sobre una entena de modestas dimensiones. En cuanto el vigía avistaba la presa, se la señalaba con un movimiento del torso y de los brazos, acompañado por gritos agudos, al vigía de la barca más cercana. Éste, no menos ruidoso y rápido, daba sus propias órdenes al equipaje, de manera que la barca se lanzaba a toda velocidad sobre las olas, acompañada por el canto de los marineros. De pie en la proa, el hombre con el arpón observaba el mar —músculos tensos, oídos aguzados, ojos escrutadores—. Las barcas saltaban sobre las olas a una velocidad de locura, trazando curvas y arabescos, se detenían y giraban de nuevo, aminoraban la marcha, acosaban y al final avanzaban de nuevo a toda velocidad sobre las aguas hasta que el cazador lanzaba el arpón. El chisporroteo de la quilla sobre las olas se apagaba entre el rítmico grito de los remeros —lento, acosador, belicoso—, y los gritos de los vigías —el del mástil sobre la plataforma fija, formada por barcas dispuestas como pétalos de flor, y el de la barca que seguía las lanchas de los pescadores— que se llamaban y que, cuando no se oían, se descoyuntaban como obsesos para comunicarse mediante gestos. Cuando la presa estaba cerca, se hacía el silencio a la espera de la orden del hombre con el arpón, de pie en la proa —semidesnudo, con los músculos hinchados, los brazos rígidos, las piernas abiertas— como si estuviera soldado a la madera.

Como una avispa, la barca avanzaba a toda velocidad zigzagueando por el mar liso como el aceite. El hombre gritó y lanzó el arpón con todas sus fuerzas: éste se hundió silbando y desapareció bajo las aguas. El arponero quedó tambaleándose sobre la proa y dejó de moverse, al igual que los demás marineros. La cuerda del arpón, enrollada en la parte inferior de un ancho barril sujeto en el fondo de la barca, giraba rapidísimamente y arrastró al final el barril al mar. Un grito del vigía de la barca y los marineros volvieron a remar como posesos en dirección al barril que se deslizaba rapidísimo sobre las olas, siguiendo el recorrido del pez arponeado. Después empezó a oscilar y a moverse como enloquecido. En los espasmos de la agonía, el pez espada se contorsionaba formando remolinos y vórtices de agua, después se detenía; emergía a la superficie, volvía a sumergirse, ascendía de nuevo, mientras la piel plateada del vientre brillaba al sol reflejando la luz como en un espejo sujeto bajo el agua. Hasta que se hundió con una sacudida. A un gesto del arponero, la barca se movió lenta para izar dulcemente la presa.

La carroza iba subiendo por la colina. El aire era más fresco. De lejos, las persecuciones a los peces espada —a centenares, al mismo tiempo, en el Estrecho— dibujaban en la superficie del mar arabescos de espuma blanca, borrados de inmediato; las barquillas parecían golondrinas que volaban por encima del agua, sobre las que flotaban flores de largos pistilos.

Lu spaduni mi piaci assai6 —murmuró Annuzza, y se relamió los labios rugosos, convencida de poder degustarlo: en casa de los Craxi no se escatimaba con la comida, y seguro que Amalia le daría una generosa porción.

—Mmmm —le hizo eco Agata. A ella también le gustaba mucho. Esbozó una sonrisilla triste, después se estremeció.

Tras la fiesta de la Asunción, Giacomo se había desvanecido sin dar más nuevas. Cada mañana ella se despertaba al alba, carcomida por las ganas de verlo, ansiosa por recibir aunque sólo fuera una señal por su parte. En vano. Las persianas de la habitación de Giacomo permanecían inexorablemente cerradas. No había signos de vida ni siquiera en la hilera de balcones con barandillas abombadas repletas de macetas de hiedra sedienta, cuyos largos sarmientos ondeaban al viento. Y cada mañana revivía Agata la consternación de la espera y la desilusión de aquel triste 16 de agosto, cuando la ciudad, cansada de festejos, se había adormecido y no había ni un alma por las calles, ni siquiera las cabras de ubres henchidas que el cabrero llevaba cada mañana a ordeñar de casa en casa. Se había imaginado de todo: la prohibición de volver a verla por parte de su padre o de su cruel madre, una afección o hasta la muerte del amado, que él le guardara rencor a causa del beso negado, que se hubiera desenamorado, que hubiera decidido prometerse con la otra. Agata no era celosa por naturaleza y había aceptado la preferencia de su madre por las otras hijas; es más, a menudo se compadecía de sus hermanas, obligadas a soportar las atenciones de doña Gesuela, mientras ella podía leer o dedicarse a sus cosas. Ahora, en cambio, sabía lo que eran los celos: la mera idea de que Giacomo hubiera aceptado casarse con la otra la torturaba. Lo prefería muerto antes que feliz con aquélla. Llegó incluso a desear su propia muerte, pero sólo después de haber matado a los dos amantes. Los celos no sólo le ofuscaban el cerebro, sino que la acercaban al delirio. Aquella mañana, en la ciudad, había escrutado el interior de las carrozas con las que se cruzaba, buscándolo: juraba haberlo visto un par de veces por lo menos, sentado entre dos esperpentos. La sangre de la caza al pez espada, la tosca belleza de la colina y los ásperos aromas agrestes aguzaban su deseo y su angustia. Sentía frío. Sin decir nada, Annuzza le echó encima la manta de algodón y la abrigó bien.

Amalia, a sus veintidós años, era una esposa y una madre feliz. Prodigaba los mismos cuidados que reservaba a sus propios hijos a los de las primeras nupcias de su marido, y éste, agradecido, no ponía objeciones a la prodigalidad de su joven esposa en relación con los Padellani. Amalia había heredado la alegría de su padre y la atención hacia la buena cocina de su madre. Los huéspedes de los Craxi siempre se sentían muy a gusto. Agata y Carmela se divirtieron jugando con sus sobrinos. Después del aperitivo, la gobernanta inglesa de Francesco, el sobrino calabrés, se los había llevado al jardín. Paseaban cantando por los senderos umbríos y los más pequeños brincaban al compás de las canciones. Al llegar al mirador se tumbaron a descansar sobre las mantas colocadas bajo los pinos, pero no así Agata. Ella contemplaba el panorama y se sentía aislada del mundo y desesperadamente triste. Las agujas crujían bajo la brisa otoñal. El altísimo faro se perfilaba sobre las aguas azules. Mesina estaba a sus pies, Reggio enfrente, al otro lado del estrecho. La pesca del pez espada había quedado interrumpida para volver a permitir la circulación de los buques. Las embarcaciones que iban y venían entre las dos ciudades dejaban estelas espumosas sobre el mar azul oscurísimo, una efímera telaraña que unía la isla al continente. Bastaron dos veleros con bandera francesa que surcaban el estrecho para descomponer esa apariencia de hilos tendidos y dejar en evidencia la separación entre las dos orillas.

Por la tarde, Agata saludó a sus padres con una sonrisa deslumbrante. Se había convencido de que, después de Ferragosto, Giacomo había ido a la quinta de su abuelo para acordar junto a él cómo vencer la oposición de sus padres y que había alcanzado su objetivo, pues precisamente esa mañana los Lepre habían ido a hablar con sus padres; ése era el motivo por el que en el último momento se le dijo que fuera a casa de Amalia con la primera carroza y no con la de sus padres. Cuanto más lo pensaba, más segura estaba Agata de que las cosas habían sucedido así. Esperaba que su padre le diera la buena noticia inmediatamente después de comer. En la mesa, tenía la mirada fija en el rostro de sus padres, con la esperanza de arrancar algún indicio, pero ninguno de los dos, concentrados en hablar con los invitados, se dignó dirigirle una sola mirada.

Sus intuiciones eran exactas sólo en parte. Esa mañana, el senador Lepre había solicitado un coloquio con el mariscal. Había subido solo, dejando a Giacomo enardecido en la carroza, esperando a ser llamado una vez alcanzado un acuerdo. Nada más entrar en la casa, se le comunicó que don Peppino se sentía indispuesto y que la maríscala lo recibiría sola. Confuso, al senador Lepre se le ocurrió anticiparle lo que pensaba contarle a su marido: había venido a pedir la mano de Agata para su nieto, tras decidirse a reemplazar a su hijo como demostración de respeto hacia el mariscal, coetáneo y viejo amigo suyo. Más tarde, ante las acuciantes preguntas de doña Gesuela, tuvo que confesar que la posición de su nuera seguía siendo inamovible en lo que a la dote atañía, y que él, conmovido por la pureza de sentimientos de los dos jóvenes, había decidido actuar por su cuenta, convencido de que su hijo y su nuera acabarían aceptando los hechos consumados. Además de eso, realizaría una congruente donación a Giacomo cuando se efectuaran los esponsales.

—Y si el mariscal os concede a nuestra hija, ¿qué trato recibiría mi criatura de esa suegra que no la quiere? —preguntó la maríscala con vocecita dulce.

La respuesta del buen hombre —o sea, que él confiaba ardientemente en que, una vez que conociera las virtudes de Agata, su nuera cambiaría de parecer, es más, no le cabía la menor duda de ello— le condujo a una trampa: doña Gesuela le pidió que la confortara facilitándole los detalles de otras ocasiones en las que su nuera se hubiera dado cuenta de haberse formado ideas erradas sobre alguien y se hubiera arrepentido. El senador Lepre tuvo que admitir que no recordaba una sola y le reveló incautamente que, justo a causa del difícil carácter de su nuera, al enviudar había preferido dejar a su hijo mayor la planta noble del palacio y, en contra de las tradiciones, irse a vivir al piso de los hijos solteros. Añadió incluso que rara vez acudía a casa de su hijo, de lo antipática que le parecía ella.

—Ya es suficiente —lo interrumpió doña Gesuela—. ¡Su familia está ofendiendo el linaje de los Padellani al despreciar a una nuera con semejante sangre en sus venas! —Y añadió, imitando el acento de su marido—: 'O meglio'e Napule!7 Estaba convencida: ¡en el supuesto de que el mariscal concediera la mano de Agatuzza, la santa muchacha no sería bien recibida en casa de su marido y debería soportar quién sabe qué clase de humillaciones por parte de su suegra, por cómo la había descrito el propio notario! Por su parte, no daría jamás su consentimiento a semejante matrimonio, pero la última palabra correspondía al mariscal. Por su tono, estaba claro que el sí representaba una posibilidad de lo más remoto.

Después de comer, el grupo bajó al jardín para dar un paseo. El padre iba cogido del brazo de Agata: por la mañana se había sentido indispuesto a causa de un ataque de acidez, pero, glotón como era, había comido y bebido abundantemente de todo lo que Amalia había puesto sobre la mesa. Su hija no se atrevió a preguntarle nada, pero de haberlo hecho, su desilusión hubiera sido enorme: el mariscal nada sabía de la visita del senador Lepre; su mujer había decidido que no era cuestión de envenenarle el día dedicado a su nietecillo calabrés.

Era de noche. Agata se revolvía en la cama. No conseguía pegar ojo. ¿Qué había sido de Giacomo? El ansia del día se había transformado en una sierpe pegada a su pecho que, como en la imagen del rey Palermo que tanto le gustaba a su madre, la estaba devorando viva. Oyó un ruido extraño, subterráneo. Levantó la cabeza: Carmela dormía serena en la cama de al lado, con la cofia de noche ladeada sobre la frente. Los perros aullaban, uno lanzaba gritos casi humanos. Agata intentó incorporarse, pero una sacudida la arrojó contra las almohadas. Bajo la luz plateada de la luna, la lámpara central oscilaba en el techo: un terremoto. Puertas y ventanas crujían, los timbres tintineaban. La primera en entrar en la habitación fue su madre: ordenó que se pusieran lo primero que encontraran y que buscaran refugio en el jardín, alrededor de la fuente. Después llegó un segundo temblor, más intenso. Y un tercero, precedido de un estruendo profundo. Huyeron al aire libre, mayores y pequeños, hombres y mujeres, amos y siervos, algunos en camisón, otros a medio vestir. Los pájaros, tras abandonar nidos, ramas y tejados, describían círculos inmensos, sin osar detenerse.

La quinta temblaba. Las sacudidas del terremoto se sucedían rápidamente; las aguardaban mudos y temblorosos en la punzante humedad de la noche estrellada. Entonces los celos de Agata se disiparon y desaparecieron. Arrollada por su amor hacia Giacomo, lo quería sano y feliz, con quien fuera, con la otra incluso. Rezó a Dios por él, con todo su corazón. La plegaria la vaciaba de ansia y le daba fuerzas y serenidad; Agata miraba fijamente, como en éxtasis, el cielo oscuro, que cruzaban volando las aves enloquecidas. Después los temblores empezaron a espaciarse.

En Mesina, el terremoto fue de mayor intensidad. Algunas casas, ya poco sólidas, se habían derrumbado, muchas se habían visto dañadas, aunque no de forma severa: nada que ver con el tremendo terremoto de 1783, cuyo recuerdo estaba grabado en los mesineses por los relatos de los supervivientes y por las casas destruidas. Los Padellani cedieron ante la insistencia de Amalia: permanecerían en la quinta unos cuantos días más. Annuzza fue enviada a la ciudad con una carroza para recoger ropa limpia y la medicina del catarro del mariscal, que se había enfriado durante la noche pasada al aire libre y tenía fiebre. Volvió con un billete para Agata, en el que Giacomo la informaba de que su padre, al saber de su encuentro en el local del zapatero, lo había amenazado con mandarlo a Nápoles para que la olvidara. No le había escrito antes porque estaba convencido de que había espías de por medio y se disculpaba por la brevedad y la renuencia de aquel billete: cuando se vieran en persona, le explicaría el resto. Giacomo no hacía la menor alusión al encuentro entre su abuelo y la mariscala, y concluía jurándole amor eterno y exhortándola a esperar su regreso de Nápoles y a serle fiel.

Consternada, Agata halló consuelo cuidando de su padre convaleciente. Ante la primera señal de mejoría, el mariscal se empeñó en regresar a Mesina, en contra de la opinión del médico y de los deseos de sus familiares. Era raro que el mariscal se obcecara con algo, pero no hubo manera de disuadirlo.

Agata subía al dormitorio de su padre. Se sentaba en un taburete junto a la mesilla y le servía limonada dulce: después callaba, esperando. Él se perdía en sus recuerdos. Era como si estuviera repasando su propia vida y se la ofreciera. Y ella bebía de sus palabras.

Le hablaba de la pompa de su familia y de los felices años de su infancia junto con sus amadísimas hermanas pequeñas, truncada bruscamente:

—Sé que no he sido un buen padre para ti, ni tampoco quizá para tus hermanas, pero he hecho todo lo que he podido —le dijo—. De una sola cosa me siento satisfecho: de no haberos obligado a entrar en un convento. —Y le contó que su madre cogió un día a las tres pequeñas (Violante, Antonina y Teresa), hizo que se pusieran sus mejores galas y salió con ellas. El se acordaba porque cuando la madre se marchó, las niñeras parecían afligidas y él no comprendía el porqué—. No volví a verlas —dijo, desolado, y continuó después—: Dejó a una en el monasterio de Santa Patrizia y a las otras dos en el monasterio de San Giorgio Stilita. Así, las dejó sin más... Me quejé ante mi padre y me dijo que estuviera callado y que comprendiera. El rey Luis XV, tres décadas antes, había mandado a cuatro de sus hijas (las princesas Vittoria, Sofía, Teresa Felice y Maria Luisa) al convento de Fontevraud y las dejó allí diez años. Después fue a recogerlas, o mejor dicho, recogió a las que quedaban vivas, y todo salió bien. «Él era rey y podía darles dote, nosotros somos príncipes pero tenemos que vigilar nuestros dineros, y la dote monacal es modesta en comparación con la del matrimonio. Tus hermanas estarán perfectamente», me dijo. —Y la mirada del padre buscó sus ojos almendrados—. No estoy del todo seguro de que fuera así. —Una pausa—. Pero en vuestro caso, con exiguas dotes, he sido capaz de encontraros buenos maridos. —Y dejó escapar una risita maliciosa—. Pero es que mis hijas tienen el ojo experto de su madre, y eso a los hombres les gusta. En mis tiempos, las mujeres de la familia Padellani eran buenas y amables, pero tenían ojos de besugo.

A menudo se las ingeniaba para contarle la historia del Reino, la frágil fortuna de la causa revolucionaria francesa, cómo había echado raíces en Nápoles, sin éxito igualmente. Agata intentaba seguirlo, pero cuando su padre establecía un nexo político entre el reciente pasado y el presente, le costaba mucho trabajo. El se daba cuenta. La observaba. Le cogía las manos. Confiaba en su inteligencia. Y Agata le correspondía con una suerte de esperanza que se traducía en miradas interrogativas. Una vez la mandó a una estantería oculta en su secreter a por el Ensayo histórico sobre la revolución napolitana. Palpaba el tomo como si fuera una hermosa porción de queso, y aguardó a que la criada se marchara; después le susurró a su hija, sin apartar la mirada de la puerta:

—Léetelo de arriba abajo, y no olvides lo que dice. Ten cuidado de no hablar de él, ni siquiera con la familia. —Y bajando la voz—: Cuoco tenía razón. Ahora está prohibido poseer este libro, así como los demás de ahí dentro. Ése es otro error de nuestro gobierno.

El estado del reino y el de Europa le preocupaban.

—Siempre hay algo detrás de la amistad y la benevolencia de los extranjeros. Nelson, el amigo protector del reino, persuadió al rey Fernando para que quemara la flota anclada en Nápoles, con el fin de que no cayera en manos de los franceses. ¡Allí estuve yo también, aquel nueve de enero del noventa y nueve, viendo cómo era pasto de las llamas nuestra gloriosa flota! ¡De esa forma, nuestro amigo inglés nos dejó amputados, y desde entonces dependemos de los armadores ingleses! El rey Fernando II, años después, reconstruyó la marina militar con grandes sacrificios.

Otras veces hablaba de los motines independentistas.

—En ocasiones, no entiendo qué significa eso de «nación». Tú, hija de un napolitano y una siciliana, ¿a qué nación perteneces, Agatina mía? —Le daba un pellizco en la mejilla, amorosamente, y se reía—. Ya te lo digo yo, y no lo olvides, te cases con quien te cases, tú perteneces a los Padellani, que han sobrevivido y sobrevivirán a todas las dinastías extranjeras que se han establecido en Nápoles. —Después se volvía serio. Preveía nuevos motines y revoluciones—. Ningún estado europeo saldrá incólume. Debemos mantener un ejército para protegernos de las revueltas internas. El nuestro no es eficiente —comentaba afligido y por eso aceptaba la necesidad de contratar tropas mercenarias, con lo mucho que las detestaba.

El padre recordaba su juventud, antes de la Revolución francesa, cuando Fernando y Carolina simpatizaban con la masonería, y sus amistades con personas de ideología muy distinta.

—Fui masón, de joven, y simpatizaba con los carbonarios, pero no quise ser uno de ellos. No me gustaba el ritual de iniciación: ¡culminaba con el proceso de Poncio Pilatos a Nuestro Señor y una escena de la crucifixión! La ideología nacional no debería tener nada que ver con la religión política: son cosas distintas. —Manoseaba el volumen y murmuraba para sus adentros—: Los carbonarios napolitanos obtuvieron la Constitución de 1820 —y, alzando la voz, la exhortaba a confiar en el marido de Sandra, la tercera de sus hijas—: ¡Tommaso Aviello es un maestro carbonario, un buen chico!

Su padre animaba a Agata a acercarse con cautela a toda nueva idea y a ser amiga de todos y enemiga de nadie:

—La toma de posición es un peligroso pasatiempo para los ricos y la ruina de los pobres como nosotros. —Después volvía a la política—. Estate atenta a Mazzini, un fino pensador, que ahora vive en el exilio. Me dicen que ha abierto en Londres un colegio para nuestros chavales, de los muchos italianos que viven allí. Hace muy bien. Hay que educar a la gente, pero hacen falta generaciones enteras antes de que entiendan y acepten lo que él quiere, una república unitaria, Dios y pueblo. Yo soy demasiado viejo para cambiar.

A Agata le gustaba hacer de enfermera de su padre. Le mojaba los labios con agua de rosas y le masajeaba la cabeza. El médico le había enseñado a dosificar las medicinas para atenuarle los dolores y ella era una escrupulosa y atenta ejecutora de sus órdenes. Pero lo que más le gustaba era cantarle. A su padre le gustaba mucho el bel canto y le pedía canciones de Giordanello. En casa de los Padellani resonaban los cantos a todas horas; por la mañana los de las criadas que fregaban los suelos, y por la tarde las arias de las óperas más de moda, que madre e hijas cantaban, como solos, con su voz desnuda, y en conjunto, acompañadas con el piano. Agata, que tenía una bonita voz de mezzosoprano, se retiraba junto al balcón. Desde allí entreveía las persianas de la habitación de Giacomo, siempre cerradas, y cantaba con toda su pasión, entre lágrimas, mientras su padre sonreía. Caro mio ben, credimi almen, senza di te languisce el cor.8 Le habían enseñado arias de ópera de Vincenzo Bellini, uno de los músicos más de moda —la maríscala había asistido en Palermo a una representación de Norma y había quedado fulgurada—, y ella las repetía con su voz desnuda. Un día, mientras Agata canturreaba Qual mi tradisti, el aria preferida del mariscal, éste abrió los ojos y la quiso a su lado.

—No me importaría morir, de no ser por tener que abandonarte —le dijo, y la miraba amorosamente—. Nennella mía, ¿qué va a ser de ti?

La monja y el capitán
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