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Septiembre de 1846.

Agata cree superar los aspectos más turbios

del claustro asumiendo la función de hermana enfermera

Las funciones de las coristas eran variadas; debían cambiar cada año o cada tres años, pero el Capítulo de cada monasterio podía confirmarlas y eso sucedía a menudo. Agata podía escoger entre ser ayudante de la celadora, hebdomadaria, herbolaria, enfermera, farmacéutica, encargada del torno o sacristana. Quedaba excluida la función de ayudante demandadera, quien se encargaba de las relaciones externas y salía de la clausura, reservado para las coristas de ya cierta ancianidad. Escogió la función de ayudante enfermera, que no era muy requerida, y le permitía tener más contacto con la abadesa. Trabajaba en colaboración con doña Maria Immacolata, la monja farmacéutica. Doña Maria Assunta, ya anciana, no tardó en confiarle numerosas responsabilidades.

La hermana enfermera cuidaba de los cuerpos y de las almas. Agata se quedó sorprendida ante la cantidad de medicinas y productos naturales que se les daban a las monjas para aliviar molestias «nerviosas». Agata obtuvo la confirmación de que el monasterio era un avispero de grupos y facciones, separados por celos, revanchas y campañas de odios que destruían a las vencidas, empujándolas a la locura. Bajo su superficie tranquila, San Giorgio Stilita era una constante ebullición de pasiones enfermizas.

Una corista, doña Maria Celeste, quería ser amiga de Agata. Ella se mostraba remisa, porque siendo postulante había sufrido su cruel prepotencia. En aquel momento, Maria Celeste acababa de hacerse monja y le había sugerido que cambiara de confesor y se pasara al suyo. «El padre Cutolo es joven, bueno y muy bien dispuesto hacia ti», le decía, pero Agata no le hizo caso.

Postulantes y novicias iban a verla para recomendarle también al padre Cutolo, algunas con insistencia. Llegados a ese punto, Maria Celeste pasó de amiga a enemiga. Le hacía todas las faenas que podía y la humillaba. A Agata se la disputaban dos partidos opuestos, que querían lo mismo de ella —que escogiera al padre Cutolo como confesor—, pero cada uno exigía el honor de arrogarse el mérito. Un día, el padre Cutolo le mandó un billete. Se consideraba ofendido y rechazado injustamente, y proponía una cita para que se conocieran y ella pudiera reconsiderar su postura. Curiosa, Agata acudió al lugar señalado, el claustro de las novicias donde estaba la farmacia. El sacerdote se hallaba sentado en un rincón, en el murete interno, junto a una columnita. Era joven, robusto y de tez clara. Tenía los ojos sombríos. Le hizo varios cumplidos y le preguntó por sus lecturas. Agata le contestó, pero era como si él no la escuchara: se la comía con los ojos y la miraba como si estuviera desnuda. Agata se sonrojó; bajó la mirada y calló. El sacerdote sacó una mano del bolsillo y se la pasó por los labios, restregándoselos con un dedo. Agata se lo mordió y se marchó de allí, sin darse cuenta de que la hermana farmacéutica y su lega llevaban un rato observándolos.

Desde entonces arreciaron las murmuraciones contra Agata. Una a una, las demás monjas jóvenes se le acercaban conciliadoras: algunas le reprochaban el que se hubiera comportado mal con el padre Cutolo. Otras le explicaban que aquel confesor pertenecía a Maria Celeste y que no hubiera debido aceptar el encuentro sin su permiso; había quien la exhortaba a volver a ver al padre Cutolo porque estaba muy enamorado de ella y se consumía a simple vista. Aquella desagradable historia acabó cuando el cardenal fue de visita acompañado por el padre Cuoco y sugirió a Agata que se confesara ese mismo día. Durante cierto tiempo hubo chismorreos acerca de la preferencia que la abadesa y el cardenal demostraban por la «siciliana», y después se pasó a otra cosa. Pero cada vez que Agata se cruzaba con el padre Cutolo, éste siempre la desnudaba con los ojos.

Maria Celeste había madurado; ahora parecía genuinamente deseosa de la compañía de Agata, ya corista como ella. Le enseñó a preparar las galletas de san Martino y le daba lecciones de cocción en el horno de leña. Habían descubierto que ambas leían novelas; se las intercambiaban y las comentaban después. Agata no hizo nunca la menor alusión a su antipatía juvenil ni al padre Cutolo, de quien se decía que andaba ahora enamoriscado de otra novicia. Maria Celeste estaba a menudo triste y, recientemente, se había vuelto muy pálida; tenía ojeras oscuras y la cara hinchada. Agata le regalaba jarabes reconstituyentes que ella se tomaba. Sólo una vez le pidió un medicamento contra las náuseas y después desapareció de la circulación: se decía que se hallaba indispuesta, pero nunca le pidió ayuda. Agata, como hermana enfermera, iba a visitarla; la conversación era agradable, pero ella no le contaba nada de sí misma ni hacía pregunta alguna.

La monja y el capitán
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