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En Chiana, en el monasterio benedictino

del Santissimo Sacramento

La abadesa del monasterio del Santissimo Sacramento de Chiana consideraba la llegada de la monja napolitana una imposición del clero: el cardenal de Nápoles le había escrito al arzobispo de Palermo, quien había hablado con el abad de San Martino delle Scale y con la madre provincial de las benedictinas; después los tres le habían escrito al obispo de Agrigento y directamente a ella: ninguno de los dos podía oponerse a tales presiones.

En el siglo XVII, el pío fundador del monasterio había instalado el primer núcleo de monjas en su propio palacio para secundar la vocación de su hija predilecta; el cuerpo central del monasterio mantenía esa estructura: salones subdivididos en celdas, el patio interior forzado a convertirse en claustro y ventanas cegadas por armazones negros. En el interior todo estaba enjalbegado y era muy sencillo. El Santissimo Sacramento era bien conocido en la comarca por la devoción de las coristas, que, en el siglo precedente, respetuosas con la voluntad del fundador, no habían cedido a la degradación de las costumbres de la época, de la que pocos otros monasterios se habían salvado. No faltaban las vocaciones y estaba abarrotado. La frugalidad contrastaba con la riqueza de la estructura, de la decoración y de los adornos de la iglesia, construida en el siglo sucesivo. Las paredes y las capillas estaban enriquecidas con festones, ángeles y amorcillos de color blanco y oro y contrastaban con el rico color marrón del magnífico techo artesonado de madera. La acústica era perfecta.

Agata bajó de la carroza y titubeó: la escalinata de entrada, en vez de ser interior, se abría en abanico y bajaba a la plaza de delante. Las dos mujeres, a su lado, la animaban a subir. A mitad de la escalinata había una plataforma de la que partían dos escaleras, semicirculares también, en forma de cono. Una llevaba al monasterio y la otra al pórtico de la iglesia. Ellas se dirigieron hacia el monasterio y la puerta de encina se abrió sin que llamaran. La sala del Capítulo estaba abarrotada de coristas: eran muchas y aguardaban a la recién llegada. Se adornaban con el «doña», pero parecían algo pueblerinas y ajenas a los acontecimientos externos. No estaban al corriente de las revueltas de Palermo —a las que Agata hizo mención para explicar su llegada allí— ni de nada de lo que fuera más allá de la vida de Chiana, donde habían nacido casi todas. Hablaban un siciliano distinto del mesinés y, al igual que sus hermanas napolitanas, le tomaron el pelo de inmediato a causa de su acento.

Durante su permanencia en Chiana, Agata sufrió un mal disimulado recelo por parte del cenobio. Ella, a su vez, no intentó ganárselas; daba las gracias a diestra y siniestra ante las escasas cortesías de las que era objeto y obedecía diligentemente a la priora y a la abadesa. En su tiempo libre, se refugiaba en la celda o subía al campanario: el monasterio era muy oscuro y ella sentía la necesidad de luz y de cielo abierto. Y con todo, de no ser por la angustia de haber perdido por completo el contacto con James y de no poder hacer nada para encontrarlo, Agata hubiera dicho que prefería el monasterio a la casa de su madre.

A diferencia de San Giorgio Stilita, en el Santissimo Sacramento se seguía el capítulo XXXIX de la Regla —la abstinencia de la carne de cuadrúpedo— y se respetaban escrupulosamente las obligaciones de abstinencia y de ayuno. No era sólo la devoción lo que imponía tal régimen alimenticio, sino también la penuria. El Santissimo Sacramento era un monasterio pobre. En las comidas no faltaban nunca las «tres cosas» y, en los días permitidos, tampoco la «cuarta». Las raciones eran míseras: la «primera cosa» era una sopa muy líquida; la «segunda cosa», distintos revoltijos a base de pan duro ablandado en agua y verduras, huevos a veces, o minúsculos trozos de pollo o de pescado, que se inspiraban ingeniosamente en los platos de la alta cocina de las abadías de los benedictinos: granadina, mortero, frusoloni o empanadas. Una cucharada de pasta cocida en el mosto podía constituir la «tercera cosa» y un gajo de manzana o naranja, la «cuarta». Esas comidas, que se basaban principalmente en pan, verduras, legumbres, pasta y huevos, eran sabrosísimas; con el añadido de los regalos traídos por los fieles —leche, queso, requesón— y de las hierbas aromáticas, que abundaban en la cocina, las monjas condimentaban los ingredientes más humildes y los hacían apetitosos. Agata degustó, antes de cuaresma, el mejor bacalao de su vida: cocido en el horno con un relleno de almendras aromatizado con clavo de olor y orégano de la zona de Madonie.

Las monjas se mantenían con la ayuda de sus familiares, las limosnas y la venta de galletas famosas en toda la zona: las galletas erizo. Las preparaban juntas, pues ninguna tenía su especialidad, como en San Giorgio Stilita. El olor de la harina de almendras recién hecha, mezclada con la vainilla —una tarea estrictamente manual que había que hacer a diario con majadero y mortero para capturar en la cocción los aromas de los aceites esenciales— llenaba los pasillos de las celdas y los distintos espacios del monasterio, y acababa mezclándose con el olor agrio del incienso que invadía el monasterio a través de las rejas.

Agata debía escoger un oficio. Pensó en la farmacia, pero la monja farmacéutica parecía una hechicera —hacía conjuros y «leía el aceite» a las enfermas, en vez de curarlas—. En el pequeño y oscuro claustro no había espacio para el cultivo de hierbas oficinales. Las familias traían ungüentos y medicinas a las hermanas enfermas, pero no con mucha frecuencia: la fe debía curarlo todo. De manera que Agata se inclinó por hacer pan, como cuando era postulante.

Cada día que pasaba le confirmaba a Agata la impresión que se había formado al principio: aquel monasterio había permanecido fiel a la Contrarreforma y anclado en su severidad. En el Santissimo Sacramento, las fases del día eran parte integrante del propio ser de las monjas; no había una sola que intentara evitar las plegarias en común y todas participaban en el coro con auténtica pasión. La mortificación de la carne, el ayuno y la oración estática eran práctica común de muchas y estaban consideradas por todas las demás como devociones normales y corrientes. Jamás se había topado Agata con tanta espiritualidad como en el convento de Chiana. Le parecía que era como si el amor sagrado y el amor profano se fundieran en uno y eso la animaba a abandonarse a su deseo por James. Igual que sus hermanas confiaban en Jesús, ella confiaba en James y en su promesa: volverían a estar juntos, y para siempre.

Las monjas amaban apasionadamente a su esposo, un Jesús carnal y muy hermoso. Había altercados acerca de dónde colocar su pequeña imagen durante el rezo del rosario cuando trabajaban al aire libre, acerca de quién debía quitarle el polvo al gran crucifijo de la escalera, y en la sala del Capítulo, por el asiento más cercano al sarcófago de cristal que contenía un maravilloso Cristo de cartón piedra de ojos soñadores y a tamaño natural, con la cabeza lánguidamente reclinada sobre un brazo, y desnudo, con una fina tela en la ingle. En la capilla, meditaban ante una imagen suya rubia, con barba y mosca y cejas de paja como las de James. Y Agata se dejaba llevar por sus deseos, durante la panificación, sin contención o sentimiento de culpa algunos. Aplastaba y presionaba la masa tras la primera y la segunda levitación alternando los puños con fuerza para que saliera el gas, después la enrollaba en forma de panes largos como cilindros, lisos, henchidos y brillantísimos. Recobraba el aliento, se secaba el sudor de la frente con la manga y reemprendía el trabajo. Levantaba un par de panes a la vez y pasaba por encima sus manos enharinadas para que no se pegaran a la superficie de madera. Después los unificaba todos en un único bloque, sin prisa. Los acariciaba, los apretaba, los doblaba y los retorcía. Cuando estaban perfectamente amalgamados, Agata retomaba el trabajo de muñecas —un puñetazo dentro, un puñetazo fuera— y después aplanaba la masa, lista para repetir el proceso y eliminar los últimos residuos de gas, Trabajaba el pan pensando únicamente en James, tal y como ella lo conocía.

En el Santissimo Sacramento, las monjas no estaban aisladas del pueblo ni emparedadas vivas como las de San Giorgio Stilita. Las idas y venidas de regalos y billetes entre ellas y las familias eran intensas y no sujetas a censura, siempre que las monjas lo comentaran en el momento de recreo tras la comida de mediodía. Poseían pequeñas parcelas de terreno en los alrededores de Chiana —dotes monjiles— y acudían a ellas para trabajar o por motivos de salud: el monasterio estaba abarrotado, era angosto y carecía de sol. En enero pasaban allí, por turno, días enteros recolectando naranjas. Con los rostros tapados por velos, abandonaban el pueblo en carretas y completaban después el viaje a pie: como la mayor parte de los pueblos sicilianos, Chiana no tenía carreteras transitables. El jardín, como se denomina el cultivo de los cítricos, estaba rodeado de muros en seco, no lejanos de la cresta de marga blanca que daba al mar. El cielo estaba resplandeciente y clarísimo a causa del exceso de luz. Desde allí se veían la colina, el pueblo —un aglomerado de iglesias y conventos alrededor de dos palacios nobles de piedra calcárea amarilla, porosa y erosionada por los vientos— y el castillo normando derruido, en la cima de la colina, como integrado en la tierra. Agata, al igual que las demás, disfrutaba del jardín; en aquella porción de costa siciliana había llovido abundantemente en diciembre y el terreno estaba muy verde. Agata recogía florecillas, acariciaba las hojas y los brotes, chupaba los tallos tiernos de las acederillas; absorbía los sabores y los olores de Sicilia —el del orégano silvestre, el del perifollo y el muy agudo del romero—. En febrero, las monjas hacían excusiones a su almendral, una gran parcela de tierra que formaba parte de la dote monjil de una burgisi en la ladera cortada en terrazas de una colina pedregosa, para celebrar su floración, que en el sur de la isla era precoz. Indígenas del Mediterráneo y antigua fuente de salud, los almendros crecían rectos en el terreno fértil y la abundante floración rosácea ocultaba totalmente la corteza gris de las ramas. Había otros almendros que crecían arduamente entre las rocas; eran toscos y retorcidos, pero incluso éstos, cubiertos de densos racimos rosados, parecían hermosísimos. Las monjas vagaban de un árbol a otro maravilladas, tocando las florecillas blancas y rosas sin dañarlas. Después se armaban de banastas y cuchillo, se recogían la túnica y el escapulario entre las piernas, como las villanas, y se iban en busca de las verduras que crecían silvestres: borrajas y bledas.

Durante esas salidas, las monjas no mantenían contacto alguno con el mundo secular, excepto con los carreteros, que se sabían obligados a mirar hacia delante, pero desde las ventanas del pueblo lejano, las figuras negras eran acariciadas por los ojos amorosos de madres y hermanas.

Las visitas al parlatorio eran prácticamente cotidianas y la supervisión de las decanas se convertía en una conversación entre varias voces, pues en Chiana todos se conocían o estaban emparentados. La gente del pueblo consideraba el monasterio como una parte de la sociedad civil: toda clase de litigantes —incluso prelados o personajes de relieve en la comunidad— recurrían a la mediación o al arbitraje de la abadesa y aceptaban sus juicios. Se llevaba a los niños enfermos para solicitar una plegaria sanadora. Además de la gente que acudía a contar sus propios problemas, se presentaban en el parlatorio para recibir las congratulaciones de sus parientes monjas parejas de novios, jóvenes que aprobaban un examen o cualquiera que disfrutara de un golpe de buena fortuna. A los recién nacidos se les llevaba allí después del bautismo y, siendo niños, entraban en la clausura entre los brazos amorosos de sus tías monjas. Se discutía. Se reía. Se bromeaba.

Y con todo, las mismas monjas que disfrutaban de las excursiones y participaban, a través de las rejas del parlatorio, de la vida familiar, recurrían a cilicios, azotes y ayunos para alcanzar el éxtasis. Una, durante la cuaresma, se ponía un corpiño con puntas aguzadas heredado en la familia de monja a monja; era inusual, pero no inaudito, que una o varias monjas se inmolaran con el ayuno por un motivo santo y muy serio, como la curación del Santo Padre o del obispo.

Agata realizaba sus tareas, seguía las oraciones en el coro y después se arrinconaba en su celda esperando la llamada de James. Le parecía que, a pesar de la diversidad, el Santissimo Sacramento no era más que una extensión de San Giorgio Stilita, y era como si llevara viviendo allí mucho tiempo. No estaba sola, había aprendido a conocer las costumbres de la solitaria salamanquesa que cada día, hacia la hora Sexta, entraba desde fuera y permanecía en el hueco del ventanuco cabeza abajo, mirándola. Después, cuando el sol caía sobre el muro de enfrente, la salamanquesa, tranquilamente, se marchaba, para reaparecer allí. También desde allí la miraba la salamanquesa, o eso creía ella. Agata se preguntaba cómo llegaría a esa otra pared: bajando y cruzando el callejón, o saltando ese metro y medio de distancia, o si le saldrían alas como las de los murciélagos y podría volar hacia el Sol.

Como muchos habían previsto, las revueltas de Mesina de septiembre de 1847 no fueron las únicas, pero nadie hubiera podido imaginar la fuerza y el apoyo popular de las revueltas de Palermo del 12 de enero de 1848 —la primera del año de las revoluciones en toda Europa—, ni tampoco la violencia de la reacción del rey. De los gritos para el restablecimiento de la Constitución de 1812 se pasó a las exigencias de independencia de Sicilia y a la inmediata, cruel y desproporcionada represión por parte de la flota del reino, que bombardeó Palermo desde el mar, y mató, destruyó y reforzó la voluntad de los sicilianos en una resistencia que duró dieciséis meses en condiciones de semiindependencia.

En su ansia de alejar a Agata de Nápoles, y no sólo por miedo a la ebullición política de la ciudad, el cardenal había cometido un enorme error de valoración. Tras el fracaso del bombardeo de Palermo, el rey había cedido con indecorosa rapidez a las exigencias de los belicosos napolitanos prometiendo una constitución el 26 de enero, con lo que se restableció temporalmente la calma. En cambio, las revueltas sicilianas se habían revelado más violentas y duraderas, una auténtica revolución. Los contactos entre Nápoles y Sicilia quedaron interrumpidos y el santuario de Chiana había dejado de ser seguro.

Los únicos intermediarios entre el ilegal gobierno siciliano y el borbónico eran los diplomáticos británicos.

James Garson colaboraba con Lord Pinto, el cónsul británico en Nápoles, y ambos iban y venían entre Nápoles y Palermo. Las naves de Garson eran de las pocas que partían de Malta y pasaban a través del estrecho sin ser molestadas ni por los rebeldes ni por la guarnición real que desde la fortaleza de Mesina, que dominaba el estrecho, sometía a la ciudad a bombardeos diarios.

James había conseguido enterarse de que Agata se había marchado a casa de su madre, en Sicilia, pero le había perdido el rastro tras su llegada a casa de los Cecconi. Uno de sus informadores había hablado «demasiado» con un hombre cercano al cardenal, y James, temiendo convertirse en persona non grata, había suspendido temporalmente sus indagaciones acerca de Agata. La estrategia de la inacción acabó por dar sus frutos: a finales de febrero, el cardenal se dirigió a él para devolver a Agata a Nápoles, y James se lanzó a los preparativos.

Una noche, tras Completas, Agata se encontró una Biblia sobre su silla. Entre las páginas de los salmos, un pétalo de camelia, seco. Ella observó una pequeña J ante las palabras del salmo CXVII: «Sé bueno con tu servidor, para que yo viva y pueda cumplir tu palabra». Y aguardó confiada.

La monja y el capitán
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