5

Otoño en Nápoles.

Las amargas humillaciones de los parientes pobres.

Agata no entiende qué espera su madre de ella

En un día soleado, el vapor entraba lentamente en el puerto de Nápoles, en dirección al muelle Angioino, para atracar bajo la poderosa mole del castillo que había edificado Carlos de Anjou. Se había detenido en Sorrento y doña Gesuela, como acordado, avisó a los Padellani de su inminente llegada. Anna Carolina lloraba en el camarote, hubiera preferido no dejar Mesina y aborrecía Nápoles. Agata, en cambio, tenía sólo buenos recuerdos de aquella ciudad. Estuvo allí por primera vez a la edad de cuatro años, en 1830, con ocasión de la muerte de Francisco I, a quien su padre llamaba «el rey caballero». Recordaba la atmósfera mágica del golfo, los tejados, las cúpulas y los campanarios que iban agrandándose ante sus propios ojos, mientras el velero se acercaba a la capital del reino, empujado por el viento. «Este rey, que en paz descanse, tuvo el valor de expulsar al ejército austríaco, que a caro precio estaba aquí para "proteger" al reino, mientras que en realidad lo único que hizo fue malquistarse con sus habitantes. Desde entonces, el ejército napolitano», y el padre se dio una palmada en el pecho, orgulloso, «protege el Estado mejor que esa gente.» Después, con una mirada maliciosa, añadió, en voz baja: «¡Aunque con la ayuda de unos cuantos miles de suizos! ¡Ya veremos de lo que es capaz este rey niño!».

La acogida de la familia Padellani conmovió a doña Gesuela y dejó atónitas a sus hijas. Una suntuosa carroza fúnebre aguardaba al ataúd en el muelle, con la guardia militar en uniforme de gala. Allí estaban todos: Sandra, la tercera hermana mayor de Agata, con su marido Tommaso Aviello, sus tres tías casadas con hijos y maridos, y el primo Michele, el príncipe Padellani, con su mujer Ortensia; cogida de su brazo, la tía Orsola, la princesa viuda, madrina de Agata. La tía Orsola abrazó a la madre y a las hijas y les anunció que se alojarían en su piso del palacio Padellani. Tras la función religiosa, oficiada por el cardenal de Nápoles, Vincenzo Padellani, primo hermano de su padre, el cortejo fúnebre hizo una desviación para pasar bajo los altos muros del monasterio de San Giorgio Stilita, donde vivían sus dos tías monjas, Antonina y Violante en el siglo, hoy doña Maria Brígida y doña Maria Crocifissa, la abadesa. Agata pudo volver a ver o conocer a otros tíos y primos Padellani, e intercambió unas tímidas palabras con su eminencia el cardenal, que había solicitado expresamente conversar con ella. Era un hombre de mediana edad, atractivo, de cabello corvino, imponente en sus vestes púrpuras; la había observado de la cabeza a los pies y, tras interrogarla, le prometió buscarle un buen confesor.

Doña Gesuela, muy ocupada con las visitas de pésame y otros asuntos, veía poco a sus hijas. Por más tensa y carente de brío que estuviera, no se dejaba abatir: llevaba la ropa de luto casi con zalamera elegancia y salía acompañada ya fuera de un pariente, ya fuera de otro, para discutir de negocios y suplicar audiencias al nuevo rey. Agata empezaba a comprender que el nuevo rey en el que tantos ponían sus esperanzas, y de quien se hablaba como de un hombre benévolo y modernizador, era en realidad un recluso mojigato, distante del pueblo y de la aristocracia. Para acercarse a él era necesario superar un detestable filtro de chambelanes, cortesanos, mayordomos. Su madre volvía siempre con las manos vacías, sin gracia ni pensión alguna. Las hermanas a menudo permanecían solas en casa de su tía. Anna Carolina lo prefería, dado que se mostraba reacia a socializar con sus primas y casi no abría la boca, recordando lo mucho que le tomaron el pelo la última vez a causa de su acento siciliano. Agata, en cambio, había hecho buenas migas con la tía Orsola y le gustaba la compañía de sus pares, pero no quería dejar sola a su hermana. No tenía complejo alguno con su napolitano, que hablaba bien, pese a su acento mesinés: era la hija que más charlaba con su padre, que nunca quiso aprender el siciliano.

A finales de la segunda semana, la tía Orsola dio a entender a su cuñada que no podía seguir alojándolos en el palacio. La planta noble, donde ella siempre había vivido, estaba ocupada ahora por la familia de su hijastro, y ella se sentía exiliada en el piso de la segunda planta, donde afirmaba no disponer de espacio para ellos, no de manera estable. Pero espacio no faltaba, opinaba Agata; era, sencillamente, que la tía no las quería en su casa: eran las parientes pobres y, como tal, motivo de incomodidad.

A mediados de octubre de 1839, las Padellani se fueron a vivir a un piso en la última planta del palacio Tozzi, encima del alero y justo debajo del tejado, que les alquiló su tía, Clementina Padellani, y su marido, el marqués de Tozzi, que ocupaban la planta noble con sus hijas, Eleonora y Severina, coetáneas de Anna Carolina y Agata. Pequeño y en no muy buenas condiciones, el alquiler era bajo y doña Gesuela lo aceptó de buen grado.

El palacio Tozzi era enorme. El atrio era tan grande como una catedral y precisaba dos porteros, de la cantidad de gente que entraba y salía. No tenía las hermosas terrazas de Mesina, con vistas al estrecho y a la lejana Calabria, pero la terraza de la planta noble, que daba al amplio patio interior, era luminosa y estaba llena de enredaderas. En el patio se abría un gran número de escaleras: al fondo, la señorial, de dos brazos —suntuosa y de mármol blanco—; otras dos después, anchas y con balaustradas de mármol, que parecían escalas señoriales de Mesina, y otras más, modestas y casi escondidas, para la servidumbre o para viviendas como la suya. Justo a los pies de la escalera que llevaba a su piso había un árbol de camelia en forma de huevo alargado, de hojas carnosas y relucientes, que la ocultaba a la vista. El jefe de los porteros había simpatizado con Nora y le explicó que el viejo marqués de Tozzi había montado aquel piso aprovechando los desvanes y añadiendo una habitación de su casa para una mujer que lo había hechizado y a la que, siendo viudo, se trajo al palacio e instaló allí. Ésta le dio dos hijas, él iba a comer a mediodía, por eso tenía esa estupenda cocina y un hermoso salón, mientras que los cuartos de las mujeres eran, en cambio, como los de los sótanos. Aquella hembra lo tenía encadenado con la magia de la comida. Sus sopas eran las mejores de Nápoles. Desde que murió, el piso se lo cedían a las viudas y a las solteronas antipáticas: estaba tan alto que era difícil subir y así morían solas y olvidadas.

Las habitaciones, excepto la cocina, daban a un angosto patio interior y eran oscuras. Nora dormía en la cocina, y el comedor servía también de dormitorio a Agata. En el salón, grande y bien amueblado, había una ventana interior que daba a un estrecho pozo de luz, unido mediante misteriosas galerías al coro del monasterio de las clarisas, adyacente al palacio. Por allí ascendía el melodioso canto de las monjas.

En conjunto, las tres mujeres se sentían satisfechas de poder vivir por su cuenta. Al principio, la hospitalidad de los Padellani era afectuosa, aunque entrometida. La familia se comportó de manera impecable en el funeral y durante el breve periodo de las visitas de pésame en el palacio. Después, sin embargo, uno a uno, los parientes fueron desapareciendo sin ofrecer consuelo ni ayuda a Gesuela, que tuvo que ingeniárselas por su cuenta para solicitar al rey la gracia de una pensión. Las visitas de las primas eran menos frecuentes y las invitaciones a la planta noble del palacio Tozzi, una rareza; Agata percibía con claridad meridiana que el trato que se les dispensaba allí era el de parientes molestos. Nadie les ofreció nada. Las tías monjas, hermanas menores de su padre, se mostraron especialmente afectuosas, pero, a pesar de su rica dote, su prodigalidad no pasó tampoco de los rezos y las golosinas.

Quien empezó a pasarse por su casa fue el hermano de la tía Orsola, el almirante Pietraperciata. Acudía a media tarde de lo más elegantón a jugar a la escoba con doña Gesuela. A pesar de que ella lo invitara a quedarse a cenar, el almirante no aceptaba, sabiendo que lo hacía por educación. Antes de su llegada, doña Gesuela se aclaraba el rostro con polvos de arroz y se arreglaba los rizos bajo su cofia de viuda; hacía de todo por agasajarlo y le tenía siempre listo un chocolate caliente y las galletitas de sémola y harina de almendras a las que él no sabía resistirse y que Nora preparaba en una caja de hierro apoyada sobre unas brasas que llamaba horno. De vez en cuando, Agata recibía permiso de permanecer en el salón, pero al darse cuenta de que su presencia no era grata, se marchaba; con todo, el almirante se interesaba por ella y le prestaba libros; una vez le trajo uno, de parte de James Garson: Pride and Prejudice. Agata, pillada por sorpresa, no sabía qué hacer. La madre le explicó que los Garson eran viejos amigos de la familia de la tía Orsola y le exhortó a aceptar el regalo.

Las hijas estaban acostumbradas a los repentinos cambios de humor maternos; sin embargo, después del funeral éstos se volvieron extremos. Doña Gesuela se sentía melancólica y tomaba a veces decisiones irracionales y contradictorias. Se ausentaba mañana y tarde, sin explicar adónde iba: volvía cansada y todas las noches, después de cenar, se tomaba una copita de licor. Aguardando el eructo liberador, repetía la misma historia:

—Ni pensión ni ayuda de toda esa gente que vuestro padre agasajaba como si fueran reyes, cuando éramos ricos. ¡Qué ingratos son estos napolitanos!

Resultaba difícil consolarla. Anna Carolina ni lo intentaba: tenía siempre el llanto a flor de piel y se pasaba el rato bordando las sábanas del ajuar, entre suspiros. Agata hubiera querido abrazar a su madre, ofrecerse a ayudarla, incluso buscar un trabajo, pero tenía miedo a que la rechazara. Y como su hermana, se limitaba a escuchar en silencio. Agata leía mucho y estudiaba en los libros escolares que se había traído. No estaba demasiado familiarizada con las novelas, porque la mayor parte de los libros de su casa habían pertenecido a su padre, a quien no le gustaban las novelas. Quedó fascinada con la familia Bennet.

Las dos jóvenes pasaban mucho tiempo solas. Cuando sus primas las Tozzi invitaban a Agata a la planta noble, ella acudía con mucho gusto. Juntas se divertían, si bien, por orden de su madre, ella debía quedar excluida, a causa del luto, no sólo de las recepciones, sino incluso de las visitas de amigas. De modo que Agata seguía, sin ser vista, las idas y venidas del palacio.

Anna Carolina, además del bordado, solía verse con una prima suya de su misma edad, prometida también. Juntas, no hacían más que enternecerse con sus respectivos novios. Agata también pensaba en Giacomo, de quien no había vuelto a recibir noticias, pero nunca hablaba de él. La única con quien le hubiera gustado conversar era Sandra, a quien se sentía muy unida, pero la veía muy raramente, porque Tommaso Aviello —abogado de éxito mal visto por la familia Padellani en su condición de no noble y carbonario— no le era grato a su madre. En aquel periodo, doña Gesuela no le permitía verla debido a un desacuerdo con su yerno. Cuando Agata acababa con sus cosas iba a ayudar a Nora, a la que buena falta le hacía, ahogada por las tareas domésticas. La madre se lo consentía, pero le había dado instrucciones de que nadie supiera o viera que una Padellani hacía de criada en casa.

Cuando obtenía permiso, Agata salía de compras, sola incluso, sin alejarse demasiado del palacio. Las calles de Nápoles eran ruidosas y el tráfico, frenético: ella se habría sentido satisfecha y contenta de volver a vivir en su amada ciudad.

Un día, la madre recibió una carta del caballero Carnevale, a quien había escrito explicándole sus dificultades económicas y sugiriendo que la dote de Anna Carolina se pagara en plazos anuales. La respuesta llegó con rapidez y claridad: la dote debía ser satisfecha antes de la boda, como acordado con el mariscal. Fue un día negro. Anna Carolina sufrió una de sus crisis nerviosas; después, llorosa y acalorada, se derrumbó en la cama y Nora tuvo que abanicarla largo rato. La madre permaneció observándola unos instantes, pensativa; después se vistió de punta en blanco y salió.

En los días sucesivos se comportó de la misma manera: salía cada mañana y a menudo permanecía fuera incluso para comer. Volvía cansada, se derrumbaba en el sillón y se soltaba el cinturón, quejándose de que estaba harta de todas aquellas comidas que le hacían engordar, mientras se sentía en ayunas por dentro. Buscaba ayuda para pagar la dote de su hija, ¡y la gente a la que se la pedía se mostraba solidaria pero al final la invitaban a comer y poco más! Agata sufría por ella, pero su madre la evitaba. Entre tanto, Eleonora y Severina, al corriente de las dificultades en conseguir la dote, torturaban a Anna Carolina preguntándole por la fecha de la boda. Ésta, más histérica aún, se negaba a salir o a verlas. Sus primas, entonces, empezaron a invitar a Agata a su casa.

De repente, y sin explicación alguna, la madre permitió que sus hijas empezaran a visitar a los Aviello. De veinte años y casada hacía seis, Sandra era la hermana que más se parecía a Agata; no tenía hijos y ayudaba a Tommaso en su trabajo de abogado. Estaban muy unidos. Vivían en un piso muy amplio, donde Tommaso tenía su bufete, en un edificio del barrio de San Lorenzo, lleno de profesionales liberales. En todas las habitaciones había librerías o estanterías repletas de libros; Sandra le prestaba a Agata novelas modernas, relatos de fantasmas, historias de odios o de amores cruentos y románticos que le provocaban escalofríos; su cuñado la animaba para que completara su instrucción y le ilustraba su visión del futuro. Tal como Tommaso se la contaba, a Agata la apasionaba la carbonería, que, nacida entre los oficiales y soldados del ejército durante los últimos años del régimen de Murat como reacción al desprecio de sus conmilitones franceses, que se mofaban de los napolitanos llamándolos italianos o cobardes, era una sociedad secreta y tenía como principal objetivo la creación de una nación italiana con un gobierno independiente bajo una monarquía constitucional. Se adhirieron a ella muchos miembros de las clases sociales marginadas por Murat de la vida política, social y comercial del reino, incluida la aristocracia.

—La unificación de Italia debería tener lugar al amparo del nacimiento de nuestro reino, somos el mayor estado italiano y Nápoles es la única metrópoli de la península a la par de las otras grandes ciudades europeas.

Tommaso sufría grandes cambios de humor; cuando se sentía pesimista, se quejaba de la inconsistencia de los cinco grandes estados europeos que alentaban la independencia de Grecia, pero no la de Polonia. Y de otras cosas: la desigualdad de rentas iba en aumento en los países industriales, acarreando miseria, embrutecimiento, enfermedades —como el cólera, que se extendía por toda Europa— y descontento.

—El pueblo ya no acepta sufrir —declamaba Tommaso, levantando la voz.

No admiraba en absoluto a los ingleses; su política tendía al mantenimiento del statu quo y a evitar que la influencia francesa volviera a dejarse sentir en la península. El rey, temeroso y receloso tanto de los ingleses como de los franceses, tendía al aislacionismo, pero eso ya no resultaba posible: muy pronto el ferrocarril, los barcos de vapor y la nueva invención del telégrafo, permitirían que tanto las personas como las ideas cruzaran el mundo a una velocidad increíble. El rey tenía el mérito de haber reforzado la administración, la industria y la economía del reino, pero era despótico; la policía gozaba de enormes poderes y el pueblo sin libertad se mostraba inquieto. Tommaso, en otras ocasiones, se mostraba optimista: las revueltas del pueblo no se harían esperar y él se dedicaría en cuerpo y alma a la unidad de Italia.

En casa de los Aviello había a menudo huéspedes para comer, y se discutía, además de política, de arte y literatura; Sandra participaba en la conversación de igual a igual. Agata se daba cuenta de que su hermana era feliz, por más que de hijos, ni por asomo, y se consolaba pensando que también ella, aunque no se casara, conseguiría llevar una vida propia. Creía que con el tiempo habría un mundo nuevo en el que reinarían la igualdad y el respeto.

Una tarde, Agata estaba regando las macetas de romero y perejil en el balconcillo de la cocina, por encima del alero del palacio Tozzi. Se demoraba como siempre, disfrutando del panorama de la ciudad desde lo alto: tejados de edificios, iglesias y conventos parecían pegados los unos a los otros, de lo altos que eran y de lo estrechas que eran las calles. Desde abajo subían confusos los ruidos de la ciudad, voces, cantos, relinchos, gritos. Aquel día, el viento traía el aroma de los jardines de claustros invisibles y encrespaba el mar de color turquesa, lejano, con olas de bordes espumosos. Agata divisó, al otro lado de la calle, un poco más hacia la izquierda y sobre otra buhardilla, un balcón abierto: de él salió Giacomo. Y quedó como hechizada, con el agua de la regadera que, tras inundar el tiesto, se desbordaba goteándole sobre los pies. No podían oír sus respectivas voces, se encontraban demasiado lejos. Retomando su lenguaje de gestos, él le dio a entender que estaba estudiando en la universidad y que le dejaría un billete en la portería.

El jefe de los porteros del palacio se daba aires de importancia y no sin razón. Era él quien vigilaba los movimientos de los inquilinos —llamando a los coches de alquiler—, y sus vidas también; hacía las veces de cartero. Y aceptaba entregas y los paquetes de la compra. En Mesina, la compra se hacía dejando caer un cesto desde el balcón, pero en Nápoles eso sólo ocurría en los barrios populares. Los edificios eran altísimos y la compra se depositaba en la portería: él rebuscaba en los cestos, abría los paquetes y siempre robaba algo. Como Nora le caía simpática, sacaba de las compras de los demás fruta, verdura, puñados de espaguetis, y se lo pasaba furtivamente, diciendo:

—Tenga, tenga..., coma, total, esta gente no se da ni cuenta.

Agata temía que si Giacomo le caía mal, no le daría sus mensajes, pero no fue así. Cuando salió, la llamó a su paso:

—¡Esto es para usted! —Y le guiñó un ojo.

Desde entonces, Agata empezó a sonreír por nimiedades y se puso realmente guapa, pues las ropas oscuras realzaban su tez clara y su felicidad. Giacomo le escribía mucho y a menudo, pero no habían llegado a reunirse. Ella temía la reacción de su madre y se pasaba las tardes en el balcón, con un libro en la mano. Él también, en su balcón, leía y estudiaba. Después, uno levantaba la mirada, el otro le contestaba y se sonreían. Cuando la madre se enteró, no parecía molesta. Le preguntó si Giacomo tenía intenciones serias y si había habido cambios, y poco a poco empezó a dulcificarse. Un día, él se presentó en la portería para una visita por sorpresa y la madre le permitió subir. Agata permanecía en su habitación, atemorizada, pero Gesuela la llamó, sonriente: Giacomo le había asegurado que esta vez conseguiría obtener el consentimiento de sus padres. Ella le dio tiempo hasta enero para persuadir a su familia y mientras tanto le franqueó las puertas de su casa. Fue la felicidad para Agata.

A pesar del permiso de su madre, los jóvenes sólo se vieron dos veces antes del regreso de Giacomo a Mesina, porque desde entonces —intencionalmente, sin duda alguna— doña Gesuela no hacía más que dar encargos a Agata y llevársela consigo cada vez que salía. Él hablaba y hablaba y hablaba, y parecía no querer tocarla; perdidamente enamorada, ella, al contrario, se derretía por entero en su interior ante la idea de una caricia, pero Giacomo no quiso volver a estar tan cerca de ella como en la fiesta de la Asunción.

Una vez que Giacomo se hubo marchado, a Agata ya no le gustaba quedarse en casa —todo le recordaba a él— y se iba de visita a casa de la tía Orsola. Jugaban juntas a la tómbola y charlaban; otras veces Agata se quedaba leyendo sola, mientras su tía se ocupaba de sus cosas.

Una tarde que la tía estaba jugando a las cartas, Agata entró en la sala de juegos para llevarle un lápiz que la tía Orsola creía haber perdido —era su amuleto—. Los jugadores eran hombres y mujeres de la familia y dos extranjeros, un anciano gentilhombre y James Garson, que estaba en la mesa de su tía. Agata no esperaba que hubiera tanta gente y se detuvo en el umbral. Su tía la animó a acercarse a su mesa. Suspendieron la partida para las presentaciones: la anfitriona explicó que el padre y el tío de Garson, acaudalados armadores y hombres de negocios relacionados con los banqueros Rothschild, tenían desde hacía dos generaciones casa en Nápoles; eran amigos de la familia y grandes jugadores de cartas, como James, «que no se niega a jugar con señoras ancianas como yo», concluyó divertida.

—Gracias por el libro que me mandó a través del almirante, hubiera debido agradecérselo por escrito... —Agata se sentía violenta.

—Sin duda, el almirante le habrá dicho que no hacía ninguna falta que me contestara, pues me estaba yendo a Londres —dijo él, y añadió—: ¿Le ha gustado? —Y le clavó sus ojos claros de pestañas de paja.

—Me lo leí de un tirón, a decir verdad.

Agata se detuvo, de nuevo violenta.

—¿Tiene más cosas que leer? —James no la dejaba marcharse y la escuchaba atento. Se ofreció a mandarle otras novelas inglesas—. No hace falta que me lo agradezca, no supone molestia alguna. Se las mando regularmente a mi hermana, que está en un internado; daré instrucciones al librero de que se las mande a usted también.

Desde entonces y mientras Agata permaneció con su madre en Nápoles, le llegaban libros envueltos en un hermoso papel marrón que ella recortaba después en rectángulos y planchaba para pintar con acuarelas. Jamás recibía mensaje alguno de James; ella sabía de parte de quién venían y escribía un billete de agradecimiento al remitente —la librería Detken— en el que contaba lo que pensaba de los que había leído. Pocos días después, recibía otro paquete.

La monja y el capitán
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