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En Palermo con su madre
El bergantín entraba plácidamente en el golfo. Agata, con la criada-carcelera a su lado, contemplaba el panorama desde el puente. Palermo se asomaba a la bahía en forma de media luna, a los pies del monte Pellegrino, en su extremidad occidental. Azul y rosa, punteado de espesuras de pinos marítimos que anidaban entre las rocas y en parcelitas de tierra, el promontorio se dejaba llevar, caía en picado y se rendía ante el mar. El día del embarque le entró un desvanecimiento, que ella había interpretado como una señal del Señor para que se quedara en Nápoles. Fue inútil: dos legas tuvieron que ayudarla a levantarse y a vestirse y la llevaron a bordo en unas parihuelas. La criada ni siquiera le permitió mirar por el ojo de buey mientras el vapor salía del puerto, y durante la travesía no la dejó ni un momento sola. Agata se sentía morir allí dentro: el cardenal estaba al corriente de lo de James y la alejaba de Nápoles.
Palermo, construida en una llanura rica de agua y encerrada por un semicírculo de colinas, se asomaba al mar Tirreno como Nápoles y era una ciudad igualmente regia. Y soberbia. La ciudad se desovillaba ante los ojos de Agata en una sucesión de tejados de barro, de palacios de la nobleza y de cúpulas de conventos, iglesias y oratorios que formaban un espectáculo de colores: muchas de ellas, de mayólica, verdes y blancas, azules y blancas, amarillas y verdes; algunas, rojas como cerezas ajadas, esféricas y de inspiración islámica; otras, barrocas, de piedra dorada y con columnas. Aquí y allá se elevaban raras torres medievales, constreñidas en palacios barrocos y salvadas así de los estragos de la modernización dieciochesca.
La nave, tras entrar en el puerto de Palermo, había fondeado frente a Castellammare, en la punta sur de la cala; una selva de palos mayores con las velas recogidas y de balandras, balandros, barcas de vela latina, místicos, falúas, barcas sardineras y chalupas que se balanceaban alrededor de las tartanas y los jabeques. Hacia el norte, el paseo marítimo era un bordillo de losetas empedradas, interrumpida por medialunas en terrazas. Después, una explanada de tierra batida recorría el recinto amurallado en el que se englobaban los palacios de la aristocracia. Era el ocaso, la hora del paseo. Relucientes y negras, las carrozas avanzaban al paso, en fila y lentas como hormigas perezosas. Se cruzaban, aminoraban el paso para los saludos y se detenían ante los cafés.
Los Cecconi vivían en un edificio dieciochesco incendiado durante las revueltas de 1820. La fachada estaba picada de pedradas y proyectiles como un rostro deturpado por la viruela. En el interior, por el contrario, la vivienda había sido perfectamente restaurada. Su madre la había decorado con muebles taraceados y con adornos broncíneos, que casaban mal con los objetos neoclásicos y, por comparación, más sencillos, de su marido.
Agata confiaba en volver a ver a Nora y a Annuzza, y se sintió desilusionada cuando se le dijo que se habían quedado en Mesina, al servicio de Carmela, definitivamente casada con el caballero d'Anna. El general Cecconi ocultó con rígida cortesía su desazón al hospedar a la hija monja de su mujer; tampoco en la acogida de su madre hubo alegría. Agata tuvo la sensación de que su presencia resultaba incómoda para ambos, por más que su madre le tuviera preparado su postre preferido, arroz con chocolate, parecido a la cuccìa que se prepara en diciembre, para la fiesta de santa Lucía. Hervido en leche aromatizada con canela y clavos de olor a la que se añadía una cucharadita de mantequilla, una cuchara de sémola y otra bien colmada de azúcar, se cubría después con una crema de chocolate decorada con una fina capa de pistachos pelados y molidos; era un postre que había que saborear tibio, a pequeñas cucharadas, despacio, variando las proporciones entre la crema blanca y la de chocolate. Pero a Agata no se le permitió saborearlo como a ella le gustaba. Doña Gesuela quiso que se lo tomara a toda prisa y fuera a cambiarse, a ponerse un monjil limpio y bien planchado para recibir a su tío, el barón Aspidi.
—Tienes que portarte muy bien con él, mi hermano es el único que nos ha apoyado económicamente en los momentos de necesidad —le dijo.
Y ésa fue la tónica, en Palermo. Los Breves dejaban a Agata bajo el control de su madre y doña Gesuela exigía que estuviera siempre en casa, disponible para ver a los parientes, sin previo aviso.
Agata se acostumbró pronto a la rutina de los Cecconi. Cada mañana, mientras la casa dormía, iba a la primera misa en el Oratorio del Santissimo Salvatore, en la misma esquina, con Rosalía, la criada de su madre. Al llegar al «ite...» y antes de que el oficiante pudiera pronunciar «missa est», ésta la obligaba a escabullirse afuera para ir a preparar el café que después le llevaba con dos galletas a la generala, a su habitación. El general se tomaba su tiempo para arreglarse y se quedaba un rato hablando con el barbero; después salía y regresaba cargado de papeles y con un platillo de cannellini colorados. Se encerraba en su despacho y recibía visitas hasta la hora de comer. Su madre se dedicaba a sus cosas y Agata seguía por su cuenta los oficios según la Regla y leía. Por la tarde, en cambio, se reunía con ellos en el salón, para ahorrar luz y carbón: el general era extremadamente avaro con los gastos cotidianos y los de la casa. Tras haber abandonado el ejército, obtuvo algunos nombramientos del rey, que sin embargo no estaban bien remunerados, según le contaba su madre, quien añadía que confiaba en conseguir un puesto en la nueva Caja de Descuentos del Banco de las dos Sicilias. Las mujeres hacían sus labores y el general leía. De vez en cuando les ofrecía un cannellino y, durante un rato, el silencio quedaba roto cuando absorbían el azúcar sólido alrededor de la pajita de canela.
También en Palermo Agata estaba encerrada. No podía mandar ni recibir correo. Su madre la sacaba de casa sólo para ir a visitar a sus parientes monjas. Tras una o dos visitas al monasterio de Sant'Ana, tomó la decisión de no repetirlas.
—¡No tenemos nada que decirnos y esas hipócritas nos hacen pagar los bollos que nos ofrecen!
Ella se sentía observada por su madre, y no tardó en comprender la razón: el general, que se quedó viudo de joven, había administrado la herencia materna de su único hijo, quien, una vez adulto, entabló una causa contra su progenitor acusándolo de haberse lucrado personalmente. Su madre le contó que la disputa, prolongada durante años, le había costado una barbaridad de ducados al general y que, recientemente, el hijo había ganado el pleito. Gesuela se veía de nuevo en una posición económica precaria. Agata lo entendió todo: su madre contaba con ella, una vez colgados los hábitos, para que la cuidara en su vejez.
Madre e hija ordenaban el armario de la ropa de casa, ayudadas por Rosalía.
—¿Sabes que Carmela está embarazada? ¡Annuzza, enloquecida de alegría, le prepara cada mañana yemas de huevo batidas con azúcar! —le dijo su madre, alisando la cenefa bordada de una sábana. Agata se estremeció: ¡Un hijo del caballero d'Anna!—. Parece muy contenta, por lo que me escribe. ¡Y pensar que yo estaba convencida de que mi hija menor se quedaría solterona para cuidar de mí! —añadió. Pasaba la mano por los ribetes anudados de las toallas, rígidas por el apresto y relucientes, y comentó, absorta—: Sólo me queda ésta... si es que el otro me la deja.
Y siguió contando las toallas de holanda.
Eran los primeros días de enero de 1848. Agata contemplaba el agrietado revoque de la fachada de enfrente, con el libro abierto delante. Meditaba acerca de la palabra «mancha» y advertía en ella nuevos aspectos y dimensiones. Después volvía a la realidad: se sentía ajena a su madre y no veía la hora de regresar al asilo de Esmirna, convencida como estaba de que James conseguiría que pudiera colgar los hábitos.
La criada vino a llamarla: el general y la generala la estaban esperando en el despacho.
—El cardenal te ordena que vayas al monasterio de Montereale di Chiana —dijo la madre con voz plana. Se la notaba visiblemente trastornada.
—¿Qué ocurre? ¿Dónde está?
El general tomó la palabra.
—No hay tiempo que perder. El pariente de usted, el cardenal, tiene información de que va a producirse una revuelta en Palermo, y yo estoy de acuerdo. Es inminente. Mañana al alba pasará por la cala una tartana con algunas monjas destinadas a un convento de Trapani. Usted subirá a bordo en la arribada de Sferracavallo; tendremos que salir al alba para llegar a tiempo. La tartana no se detendrá en el muelle. —Añadió, imperioso—: Llegará hasta la nave en una barca sardinera, ¡y no quiero ver ni una mueca!
Después la informó de que el monasterio de Chiana, un pueblo feudal sobre una salubre colina en la antigua comarca de Narco, sólo era una primera etapa; el cardenal decidiría más tarde cuándo y en qué monasterio acabaría ingresando.
—¿Por qué no puedo regresar a Nápoles?
—Debes obedecer. —La voz de su madre se había vuelto dura.
—Chiana está más cerca. Incluso podría volver con nosotros cuando las cosas se calmen. Ya le he dicho que se prevé una revuelta, por lo que lo más probable es que no haya naves que zarpen hacia Nápoles —le explicó el general, conteniendo a duras penas su impaciencia.
—¿Ni alguna inglesa siquiera?
—¡Menuda pregunta! —se adelantó a responder la madre, precediendo a su marido.
—Como cuando murió mi padre.
Agata miró a su madre, con dureza.
—Ah, es verdad, el capitán Garson estaba allí...
El general se había calmado; aguzó los oídos y comentó para sus adentros:
—Un hombre influyente...
Agata le había oído.
—¿Influyente también ante el cardenal? —preguntó.
—El cardenal tiene gran interés en estrechar lazos con la jerarquía católica inglesa, y tales contactos pasan por manos de Garson.
Y el general se enfrascó en el periódico.