Oí unas fuertes pisadas. Venían a por mí.
Me esforcé por alcanzar el cuco. Un centímetro más y…
—¡Cucú!
Once.
Mamá me agarró y me cogió en brazos. En ese momento el cuco se me puso a tiro. Aproveché el momento y le retorcí la cabeza.
—¡Cucú!
Doce.
El cuco se retiró de nuevo al interior del reloj, mirando en la dirección correcta: hacia delante.
Me escurrí de los brazos de mamá y aterricé en la silla.
—Michael, ¿qué mosca te ha picado? —exclamó, mientras intentaba cogerme otra vez.
Yo la esquivé y alargué el brazo hacia el lateral del reloj, donde vi la pequeña esfera que indicaba el año. Tanteé en busca del botón que servía para cambiarlo y lo alcancé poniéndome de pie sobre la silla.
Apreté el botón con fuerza y me quedé mirando fijamente los números que se sucedían a toda velocidad. Mientras tanto oí al anticuario que gritaba:
—¡Saquen a ese niño de ahí!
Mamá me sujetó del brazo, pero yo pegué un grito tan fuerte que se quedó atónita y me soltó.
—¡Mikey, deja eso! —me ordenó papá.
Solté el botón cuando la aguja indicó la cifra correcta. El número del año actual, el año en el que había cumplido doce años.
Mamá hizo otro intento de agarrarme y esta vez dejé que me cogiera.
«Ahora ya no importa lo que ocurra —pensé—. O el reloj funciona y yo volveré al futuro… o no funciona. ¿Y entonces qué? Desapareceré. Me esfumaré en el tiempo, para siempre.»
Esperé un poco.
—Lo siento mucho —se disculpó papá—. Espero que el niño no haya estropeado el reloj.
¡Qué nervios! No pasaba nada. Nada de nada. Esperé otro minuto.
El anticuario examinó el reloj.
—Todo parece estar en orden —le dijo a papá—. Excepto el año. Tendré que volver a cambiarlo.
—¡NO! —chillé—. ¡Noooo!
—Este niño necesita aprender buenos modales —comentó el anticuario.
Entonces alargó la mano para cambiar el año.