—¡Cucú! ¡Cucú!

El pájaro amarillo agitó las alas y me miró con unos siniestros ojos azules. Después de hacer «cucú» seis veces, volvió a meterse en el reloj y la puertecita se cerró tras él.

—No está vivo, Michael —dijo papá, riéndose—. Aunque sí que parece de verdad, ¿no? ¡Es una maravilla!

—¡Gallina! —se burló Tara—. Te has asustado. ¡A Michael le da miedo un reloj! —Tara alargó la mano para pellizcarme.

—¡Déjame en paz! —gruñí, y la aparté de un empujón.

—Michael, no empujes a tu hermana —me regañó mamá—. ¿No te das cuenta de que eres más fuerte que ella y podrías hacerle daño?

—Eso —subrayó Tara.

Papá siguió admirando el reloj. No podía apartar los ojos de él.

—No me extraña que te sobresaltara —explicó—. Este reloj tiene algo especial. Lo construyeron en la Selva Negra, en Alemania, y dicen que está hechizado.

—¿Hechizado? —repetí—. ¿Con magia? ¿Cómo?

—Cuenta la leyenda que el hombre que hizo el reloj poseía poderes mágicos y decidió hechizarlo. Dicen que quien conoce el secreto puede utilizarlo para viajar en el tiempo.

Mamá soltó una carcajada de incredulidad.

—¿Eso te ha contado Anthony? ¡Menudo truco para vender un reloj!

Pero papá no le hizo mucho caso.

—Nunca se sabe —respondió—. Tal vez sea verdad. ¿Por qué no?

—Yo me lo creo —comentó Tara.

—¿Has visto? Herman, haz el favor de no explicarles más tonterías a los niños —dijo mamá enfadada—. Luego todo son problemas. Mira a Michael; no hace más que inventarse historias y contar mentiras. Creo que lo ha heredado de ti.

—¡Yo no me invento nada! —protesté—. ¡Siempre digo la verdad!

¿Cómo podía decir eso de mí?

—No creo que usar la imaginación de vez en cuando les haga daño.

—Una cosa es imaginar —dijo mamá—, y otra muy distinta es mentir.

¡No podía ser! Mamá estaba siendo muy injusta conmigo, pero lo peor de todo era la expresión triunfante de Tara. Al parecer, su misión en la vida era hacerme quedar mal. Me daban ganas de borrar esa sonrisa de su rostro para siempre.

—La cena ya casi está —anunció mamá y salió del estudio, seguida del gato—. Vosotros, id a lavaros las manos.

—Y recordad —insistió papá—: nada de tocar el reloj.

—Tranqui —dije yo.

La cena olía bien. Me dirigí hacia el baño para lavarme las manos, pero cuando pasé por delante de Tara, ella alargó el pie y me pisó con fuerza.

—¡Au! —grité.

—¡Michael! —rugió papá—. ¡No hagas tanto ruido!

—Pero, papá… Tara me ha pisado.

—No es para tanto. Ella es mucho más pequeña que tú.

El pie me dolía muchísimo. Cojeando, me encaminé hacia el cuarto de baño. Tara me siguió.

—Eres un quejica —me provocó.

—Cállate —le contesté. ¿Por qué me tenía que tocar la peor hermana del mundo?

Cenamos pasta con salsa de tomate y champiñones. Mamá estaba en una fase de «nada de carne ni grasas». A mí no me importó, porque aquella pasta era un banquete comparado con lo que habíamos comido la noche anterior: potaje de lentejas.

—¿Sabes, cariño? —se quejó papá—. Una hamburguesa no le hace daño a nadie.

—No estoy de acuerdo —respondió mamá. No tenía por qué seguir; nos sabíamos de memoria sus discursos sobre las grasas y los conservantes artificiales.

Papá cubrió su pasta con una espesa capa de queso rallado.

—Quizá debería prohibiros entrar en el estudio —sugirió papá—. Me horrorizaría que rompierais el reloj.

—Pero papá, esta noche tengo que hacer los deberes en el estudio —expliqué yo—. Tengo que escribir un trabajo sobre los medios de transporte en distintos países y necesito consultar la enciclopedia.

—¿Y no te la puedes llevar a tu habitación? —preguntó papá.

—¿Todos los tomos?

Papá suspiró, vencido.

—Está bien. Puedes usar el estudio por esta noche.

Yo también tengo que utilizar la enciclopedia —anunció Tara.

—¿Qué dices? —solté yo. Lo único que quería Tara era venir a molestarme.

—Es cierto. Tengo que leer cosas sobre la fiebre del oro.

—Te lo estás inventando. La fiebre del oro no se estudia en segundo, sino en cuarto.

—¿Y tú qué sabes? La señorita Dolin nos está enseñando la fiebre del oro ahora. A lo mejor los de mi clase estamos más avanzados que los de la tuya.

—Michael, vale ya —intervino mamá—. Si Tara dice que tiene que consultar la enciclopedia, ¿por qué discutir más?

Solté un suspiro de frustración y me metí una cucharada de pasta en la boca. Tara aprovechó que mamá no miraba para sacarme la lengua.

«No vale la pena protestar —pensé—. Cada vez que lo hago se me cae el pelo.»

Después de cenar me llevé la mochila al estudio. Ni rastro de Tara… todavía. Con un poco de suerte quizá tuviera tiempo de hacer mis deberes antes de que entrara a darme la lata.

Cuando dejé los libros en la mesa de papá, los ojos se me fueron hacia el reloj de cuco. No es que fuera bonito (era bastante feo), pero me fascinaban todos esos botones e incrustaciones. Parecía mágico de verdad.

Pensé en el defecto que papá había mencionado y me pregunté qué sería: ¿un bulto, un engranaje roto o tal vez un poco de pintura pelada?

Me volví hacia la puerta y vi a Bubba que entraba en el estudio ronroneando. Mientras lo acariciaba, oí a papá y mamá en la cocina recogiendo los platos de la cena. Supuse que no les importaría si examinaba el reloj un poco más de cerca.

Con mucho cuidado de no tocar ningún botón, me quedé contemplando la esfera que indicaba el año. Pasé el dedo por el reborde plateado y miré la puertecita que había encima de la esfera principal. Sabía que detrás de ella estaba el cuco, listo para saltar en el momento adecuado. Como no quería que me sorprendiese de nuevo, comprobé la hora. Las ocho menos cinco.

Debajo de la esfera del reloj vi otra puertecilla, ésta bastante grande. Agarré el pomo dorado y me pregunté qué habría detrás de ella. ¿Los engranajes? ¿El péndulo?

Volví la cabeza y miré atrás para asegurarme de que no me veía nadie. Decidí que no pasaría nada si le echaba un vistazo rápido al interior del reloj, así que tiré del pomo dorado, pero la puertecilla no se abrió.

Tiré con más fuerza y finalmente cedió.

Lancé un grito cuando de repente surgió de allí un enorme monstruo verde que me agarró y me derribó.