Mamá y papá me condujeron al garaje seguidos de Tara. Todos actuaban como si de verdad fueran a darme mi regalo de cumpleaños. Papá abrió la puerta del garaje.
Y allí estaba la bicicleta, en perfecto estado, nueva y brillante, sin arañazos de ningún tipo.
«Ésa debe de ser la sorpresa —pensé—. Han logrado tapar la raya o… ¡quizá me han comprado una nueva!»
—¿Te gusta? —me preguntó mamá.
—¡Me encanta! —exclamé yo.
—Qué bici tan guay, Mike —dijo Tara—. Mamá, yo también quiero una así para mi cumpleaños.
Tara se montó en el sillín y la bicicleta se cayó al suelo. Cuando la levantamos tenía una enorme raya en el manillar.
—¡Tara! —exclamó mamá—. ¿Te has hecho daño?
¡Menuda pesadilla! No daba crédito a mis ojos; todo estaba volviendo a ocurrir del mismo modo que el día de mi cumpleaños. ¿Qué estaba pasando?
—¿Estás bien, Michael? —me preguntó mi padre—. ¿Es que no te gusta la bici?
¿Qué podía decir? Me sentía mareado y confuso.
De pronto caí en la cuenta.
«Es el deseo que pedí —pensé—. El día de mi cumpleaños.»
Después de que Tara me hiciera tropezar y aterrizar en el pastel, había deseado retroceder en el tiempo y que mi cumpleaños volviera a empezar desde el principio. De algún modo, mi deseo se había hecho realidad.
«¡Vaya! —pensé—. ¡Qué chulo!»
—Vamos dentro —sugirió mamá—. Tus amigos estarán a punto de llegar.
«¿Mis amigos? ¡Oh, no! ¡No me digas que tengo que volver a vivir esa horrible fiesta!»