Esa noche me quedé en mi habitación, dándole vueltas a un plan para que castigaran a Tara. No, no se me ocurrió nada. Bueno, al menos nada interesante.
Fue la misma Tara la que me dio la idea unos días más tarde, después de que llegara el reloj. Mi hermanita era incapaz de alejarse de él, y una tarde papá la pescó jugando con las agujas. Obviamente no le cayó ninguna bronca (¿a la pequeña Tara?, ¡imposible!), pero papá le dijo:
—Basta ya de jugar con el reloj. Estás avisada.
«¡Por fin! —pensé—, papá se ha dado cuenta de que Tara no es un angelito. Y yo he descubierto una manera de que se las cargue de veras.»
Sabía que si le pasaba algo al reloj le echarían la culpa a Tara, así que yo sólo tenía que provocar un accidente. Después de todos los líos en que me había metido mi hermanita pensé que se lo merecía.
«¿Qué hay de malo en que, para variar, la culpen a ella injustamente?», me pregunté.
Aquella misma noche, cuando todo el mundo estaba ya durmiendo, me deslicé sigilosamente hasta el estudio. Eran casi las doce, así que me acerqué al reloj y esperé un poco.
Faltaba un minuto.
Treinta segundos.
Diez… Seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno…
¡Dong! ¡Cucú!
Cuando apareció el pájaro amarillo lo agarré en plena acción y le retorcí la cabeza. El cuco hizo unos ruiditos sofocados y al final se quedó mirando hacia atrás de una manera muy divertida. Acabó los doce «cucús» con la cabeza al revés, mientras yo me reía para mis adentros. ¡Cuando lo viera papá se pondría como una fiera!
Cuando hubo terminado, el cuco se retiró.
«¡Papá echará chispas! —pensé maliciosamente—. Se enfadará muchísimo con Tara y ella por fin sabrá lo que se siente cuando le echan la culpa a uno por algo que no ha hecho.»
Subí las escaleras de vuelta a mi habitación. No hice ningún ruido y nadie me vio. Esa noche me dormí feliz. No hay nada como la venganza.
Al día siguiente me levanté tarde. Esperaba no haberme perdido el rapapolvo que le iban a dar a Tara. Corrí escaleras abajo en dirección al estudio. La puerta estaba abierta y no había nadie: ni rastro de Tara y de mi padre.
«Bien —pensé—. No me lo he perdido.»
Hambriento, me dirigí a la cocina. Allí, sentados alrededor de una mesa llena de platos sucios estaban mamá, papá y Tara. En cuanto me vieron se les iluminó la cara.
—¡Feliz cumpleaños! —gritaron todos a la vez.
—Muy graciosos —respondí con tono seco. Abrí un armario de la cocina y pregunté—: ¿Quedan cereales?
—¡Cereales! —exclamó mamá—. ¿No quieres algo especial, como tortitas?
Me rasqué la cabeza.
—¿Tortitas? Sí, claro.
Qué raro. Normalmente cuando me levantaba tarde, mamá me decía que me hiciera el desayuno yo mismo. Además, ¿por qué iba a querer algo especial?
Mamá empezó a preparar la masa para las tortitas.
—¡No entres en el garaje, Michael! ¡Sobre todo no entres en el garaje! —dijo, dando unos saltitos de emoción.
Como el día de mi cumpleaños. Qué raro.
—… Hay un montón enorme de basura y… apesta —decía mamá—. Huele tan mal que podrías vomitar.
—Mamá, ¿de qué hablas? —le pregunté—. Ya sabes que no me lo creí la primera vez.
—No entres y ya está —repitió.
¿Por qué me decía todo aquello? ¿Y por qué se comportaba de un modo tan extraño?
Papá se levantó y se despidió diciendo con misterio:
—Tengo que ocuparme de unos cuantos asuntos importantes.
Intenté tomarme el desayuno con calma, pero después de desayunar ocurrió algo aún más extraño. Al pasar por el comedor vi que estaba totalmente decorado con guirnaldas de papel de seda y que alguien había arrancado una.
Era rarísimo.
Papá entró en el comedor con la caja de herramientas en la mano, se agachó para recoger la guirnalda y la volvió a pegar con cinta adhesiva.
—¿Por qué no se aguantará esta guirnalda? —murmuró.
—Papá —le pregunté—. ¿Por qué has adornado el comedor con guirnaldas de papel?
Papá sonrió.
—¿Por qué va a ser? ¡Porque es tu cumpleaños! No se puede celebrar un cumpleaños sin guirnaldas de papel. ¿Qué? ¿A que estás deseando ver tu regalo?
Yo me lo quedé mirando, estupefacto.
«¿Qué demonios está pasando?», me pregunté.