Mamá me dijo que íbamos a salir. Estaba a punto de vestirme, cuando pronunció las palabras fatídicas.
—Ya sé por qué estás así, Mikey. Necesitas que te cambie los pañales.
—¡No! —exclamé— ¡No!
—Sí, Mikey. Venga…
No quiero ni pensar en lo que ocurrió luego. Prefiero borrarlo de mi mente. Seguro que me comprendéis.
Cuando pasó lo peor, mamá me metió en el parque (otro sitio con barrotes) mientras ella hacía cosas por la casa. Yo agité un sonajero, sacudí un móvil que colgaba sobre mi cabeza y vi cómo giraba. Luego apreté los botones de un juguete de plástico y descubrí que cada botón hacía un sonido distinto: un pitido, un bocinazo, un mugido. ¡Qué aburrimiento!
Finalmente mamá volvió a recogerme. Me puso un jersey grueso y un gorrito de lana superridículo. Azul celeste, por supuesto.
—¿Quieres ir a ver a papi? —me preguntó con cariño—. ¿Quieres ir a ver a papi y luego de compras?
—Da da —balbuceé.
Había planeado decir: «Si no me llevas a Antigüedades Anthony, saltaré de la cuna y me romperé la crisma», pero no podía hablar. ¡Era tan frustrante!
Mamá me llevó en brazos hasta el coche. Me sentó en la sillita para bebés y apretó bien las correas. Intenté decir: «¡No tan fuerte, mamá!», pero me salió:
—¡No, no, no, no!
—No te quejes, Mikey —me ordenó mamá, apretando aún más la correa—. Ya sé que no te gusta la sillita, pero es la ley.
Nos dirigimos al centro.
«Por lo menos hay una posibilidad —pensé—. Si vamos a buscar a papá, pasaremos cerca de la tienda de antigüedades.»
Mamá aparcó el coche delante del bloque de oficinas de papá y me sacó de la sillita. De nuevo podía moverme, pero la libertad duró poco. Inmediatamente, mamá sacó un carrito del maletero, lo desdobló y repitió la operación de sentarme y sujetarme con las correas.
«La verdad es que ser un bebé es como estar prisionero —pensé, mientras mamá empujaba el carrito por la acera—. ¡No me había dado cuenta de lo horrible que es!»
Era la hora de comer. Una masa de oficinistas surgió del edificio y entre ellos vislumbré a papá. Papá le dio un beso a mamá y se agachó para hacerme cosquillitas en la barbilla.
—¡Mira mi niño! —dijo.
—Dile «hola» a papá —me animó mamá.
—Ho-la, pa-pá —balbuceé.
—Hola, Mikey —contestó papá cariñosamente. Sin embargo, cuando se levantó, comenzó a hablarle en voz baja a mamá, como si yo no lo oyera—. ¿No crees que ya debería decir más cosas, cariño? El hijo de Ted Jackson es de la edad de Mikey y ya dice frases enteras. Sabe decir «bombilla», «cocina» y «quiero mi osito».
—No vuelvas a empezar con eso —mamá le susurró enfadada—. ¡Mikey no es tonto!
Me revolví furioso en el carrito. ¡Tonto! ¿Quién había dicho que yo era tonto?
—Yo no he dicho que fuera tonto, cariño —prosiguió papá—. Sólo he dicho que…
—Sí lo has dicho —insistió mamá—. La otra noche, cuando se metió los guisantes en la nariz, dijiste que deberíamos hacerle unas pruebas.
«¿Que yo me metí guisantes en la nariz? —temblé—. Bueno, ya sé que meterse cosas en la nariz es un poco estúpido, pero sólo soy un bebé. Creo que papá está exagerando.»
Ojalá hubiera podido decirles que yo saldría bien, al menos hasta los doce años. Bueno, no soy un genio, pero casi siempre saco notables o sobresalientes.
—¿Por qué no discutimos esto más tarde? —sugirió papá—. Sólo tengo una hora para comer. Si queremos encontrar una mesa, más vale que nos demos prisa.
—Eres tú el que ha sacado el tema —replicó mamá, y le dio media vuelta al carrito.
Empezamos a cruzar la calle, seguidos de papá. Yo me fijé en las tiendas del otro lado de la calle: una panadería, una joyería, un café… Y lo que estaba buscando: Antigüedades Anthony. El corazón me dio un vuelco. ¡La tienda todavía existía!
«Por favor, llévame allí, mamá —recé en silencio, con los ojos fijos en el rótulo de la tienda—. ¡Por favor, por favor!»
Mamá empujó el carrito calle abajo, pasado la panadería, pasado la joyería, pasado el café… y ¡yupi! Nos detuvimos frente a la tienda de antigüedades. Papá se quedó mirando el escaparate con las manos en los bolsillos.
No podía creerlo. Por fin, después de todo este tiempo, me sonreía la suerte.
Miré fijamente a través del cristal, buscando el reloj. El escaparate estaba dispuesto como si fuera una antigua sala de estar. Recorrí los muebles con la mirada: una estantería de madera, una lámpara de mesa, una alfombra persa, una butaca enorme y un reloj… de mesa, no de cuco.
No era el reloj. El alma se me vino al suelo una vez más.
«No falla —pensé—. Ahora que por fin llego a la tienda de antigüedades, resulta que el reloj no está.»