Solté un gemido de desesperación.

—¡NOOO! —exclamé, con los ojos llenos de lágrimas—. ¡No es justo!

Me golpeé la cabeza contra la puerta. No podía soportarlo. «Cerrado por vacaciones.» ¿Cómo podía tener tan mala suerte?

«¿Cuánto tiempo van a estar de vacaciones? —me pregunté—. ¿Cuánto tiempo permanecerá cerrada la tienda? ¡Cuando la abran otra vez puede que yo ya sea un bebé!»

Apreté los dientes y pensé que no iba a dejar que eso ocurriera.

«¡Ni hablar! —me dije—. Tengo que hacer algo. Lo que sea.»

Apoyé la nariz contra el escaparate y vi el reloj de cuco delante de mí, a menos de dos palmos. Era frustrante no poder alcanzarlo. Lo único que se interponía entre ambos era el vidrio.

El vidrio… Normalmente nunca se me hubiera ocurrido lo que decidí hacer en ese momento, pero ¡estaba desesperado! Tenía que llegar hasta ese reloj. ¡Era cuestión de vida o muerte!

Caminé tranquilamente hasta llegar al solar en construcción, intentando aparentar normalidad. No quería parecer un niño que planeaba romper el escaparate de una tienda, así que me metí las manos en los bolsillos de los téjanos y me puse a silbar. En cierto modo, me alegré de llevar ese conjunto tan infantil, porque me daba un aire inocente. ¿Quién habría sospechado que un niño de siete años disfrazado de vaquero fuera a robar en una tienda de antigüedades

En el solar, me puse a deambular y a dar patadas a unas cuantas piedras. No había nadie trabajando, así que disimuladamente me acerqué a una pila de ladrillos. Eché un vistazo a mi alrededor para ver si alguien me miraba. No había moros en la costa.

Cogí un ladrillo y lo sopesé. Pesaba demasiado para que un niño como yo, de siete años, pudiera lanzarlo muy lejos. Sin embargo, no tenía que lanzarlo lejos, sino sólo romper un cristal.

Intenté meterme el ladrillo en el bolsillo del pantalón, pero era demasiado grande. Al final lo agarré con las dos manos y me encaminé hacia la tienda, como si fuera totalmente normal que un niño llevara un ladrillo por la calle.

Unas cuantas personas mayores me vieron, pero pasaron de largo. Nadie me prestó atención. Cuando llegué a la tienda, me detuve frente al escaparate y volví a sopesar el ladrillo. Me preguntaba si sonaría alguna alarma cuando rompiera el vidrio. ¿Me detendrían? Bueno, no me importaba nada, porque si conseguía volver al presente, me escaparía de la policía.

«¡Ánimo! —me dije— ¡Tíralo!»

Con las dos manos, levanté el ladrillo por encima de mi cabeza y…

Alguien me agarró por detrás.