Mamá se levantó de su silla y caminó hacia atrás en dirección a la encimera. A continuación comenzó a meter el arroz de su plato en el cazo donde lo había cocinado.

Oñirac, ¿sam zorra? —le preguntó a papá.

¿Qué?

Is, rop rovaf —respondió papá.

Oy néibmat oreiuq —añadió Tara y escupió un poco de arroz en el tenedor, que depositó en el plato. ¡Estaba comiendo al revés!

Papá se levantó y caminó de espaldas hasta mamá. Tara también se levantó de la mesa y empezó a dar saltitos hacia atrás. Todos hablaban y se movían al revés. Era cierto: ¡estábamos atrapados en el tiempo!

—¡Vaya! —exclamé—. ¡Es verdad!

Licébmi —dijo Tara.

Fue ella la que se echó a reír primero. Papá la siguió y luego mamá. Finalmente caí; me estaban tomado el pelo.

—¡Sois… sois unos cerdos! —exclamé.

Aquello les hizo reír todavía más.

—Te lo crees todo —se burló Tara.

Se volvieron a sentar a la mesa. Mamá no podía evitar sonreír.

—Perdónanos, Michael. No queríamos burlarnos de ti.

—¡Sí queríamos! —exclamó Tara.

Yo les miré horrorizado. Aquello era lo más terrible que me había ocurrido en mi vida y, para colmo, mis padres se lo tomaban a pitorreo.

Papá me preguntó:

—Michael, ¿has oído hablar del dejà vu?

Yo negué con la cabeza.

—Es cuando pasa algo y tienes la sensación de que ya ha ocurrido —me explicó—. A todos nos sucede de vez en cuando. No hay por qué asustarse.

—Tal vez estás nervioso por algo —añadió mamá—. Quizá por tu cumpleaños. ¿A que estás un poco nervioso por cumplir doce años? ¿Por la fiesta y todo eso?

—No —protesté—. Esa sensación ya la conozco, pero esto no es lo mismo. Esto es…

—Mike —me interrumpió papá—Ya verás lo que te hemos comprado por tu cumpleaños. ¡Vas a alucinar! Es una supersorpresa.

«No, no lo es —pensé, triste—. No es ninguna sorpresa porque ya es la tercera vez que me hacéis este regalo. ¿Cuántas veces me vais a regalar esa maldita bici?»

—Mamá, Michael ha vuelto a esconder los guisantes debajo de la servilleta —me acusó Tara.

Estrujé la servilleta con los guisantes y se la arrojé a la cara.

Cuando fui al colegio al día siguiente, no estaba muy seguro de qué día era. Cada vez me resultaba más difícil recordarlo. Las clases, la comida y las cosas que decían mis amigos me sonaban mucho, pero, como no ocurrió nada especial, me pareció un día normal de colegio.

Después de clase, como siempre, jugué al baloncesto. Sin embargo, mientras jugaba tuve una sensación extraña. Un presentimiento desagradable.

«Ya he jugado este partido —me dije—. Y no acabó bien.»

Pero seguí jugando, esperando lo que tenía que pasar. Finalmente mi equipó ganó y todos fuimos a recoger nuestras bolsas antes de marcharnos a casa. En ese momento Kevin Flowers gritó:

—¿Dónde está mi gorra?

«Ah, vale —recordé—. Ya sé qué partido de baloncesto es éste.» ¿Cómo podía haberme olvidado? ¡La terrible Tara atacaba de nuevo!

—De aquí no sale nadie hasta que aparezca.

Cerré los ojos y le pasé mi mochila. Total, ya sabía lo que iba ocurrir así que cuanto antes sucediera, mejor.

La paliza de Kevin Flowers me dolió mucho, pero al menos las consecuencias no duraron demasiado. Cuando me levanté al día siguiente, todo había desaparecido: el dolor, los arañazos, los morados, todo.

«¿Qué día es? —me pregunté—. Debe de ser unos días antes de que Kevin me pegara. Espero no tener que vivir esa paliza por tercera vez. ¿Qué me pasará hoy?»

De camino al colegio busqué pistas que me recordaran lo que había ocurrido unos días antes de que Kevin me zurrara. ¿Control de mates? Esperaba que no, aunque al menos esta vez sería más fácil que la primera. ¡Incluso podría tratar de recordar las preguntas y consultar las respuestas antes del control!

Llegaba un poco tarde y me pregunté si eso querría decir algo. ¿Me castigarían?

Mi tutora, la señorita Jacobson, había cerrado la puerta del aula. Cuando la abrí vi que todo el mundo ya había llegado, pero la señorita Jacobson no me prestó atención y siguió escribiendo en la pizarra.

«No debe de ser tan tarde —pensé—. No creo que me castiguen.»

Me dirigí a mi sitio, al fondo del aula, y mientras pasaba por delante de los pupitres, me fijé en mis compañeros.

«¿Quién es ése?», pensé, al ver un rubiales gordito que no conocía. A continuación vi una niña muy mona con tres pendientes en una oreja. Tampoco la había visto nunca.

En ese momento me fijé en las otras caras de la clase. No me sonaba ninguna.

«¿Qué pasa? —me pregunté, horrorizado—. ¡No conozco a ninguno de estos niños! ¿Dónde está mi clase?»