—Michael, tienes los cordones desatados.

Mi hermana Tara me sonreía, sentada en los escalones frente a la casa. Otra de sus bromitas idiotas. Como no soy tonto, no bajé la vista para mirarme el zapato. Si lo hacía, seguro que ella me daría una palmadita en la barbilla o algo por el estilo.

—Ya… ¿Crees que voy a caer en esa vieja trampa? —le dije.

Mamá acababa de llamarnos a cenar a mí y a la mimada de mi hermanita. Una hora antes nos había echado de casa porque ya no podía soportar nuestras peleas, pero era imposible no discutir con Tara. Cuando empezaba con sus jueguecitos estúpidos era incapaz de parar.

—En serio —insistió—. Tienes los cordones desatados. Vas a tropezar.

—Ya vale, Tara —protesté, y comencé a subir los escalones.

De pronto noté que el zapato izquierdo se me pegaba al cemento. Tuve que tirar de él para desengancharlo.

—¡Puajj! —exclamé. Había pisado algo viscoso.

Miré a Tara de reojo. Mi hermana es una renacuaja delgaducha con la boca grande como la de un payaso y el pelo liso recogido en dos coletas. Lo peor de todo es que la gente dice que nos parecemos. Pero yo no tengo el pelo largo y fino, sino corto y espeso, y tengo una boca normal, no de payaso. Aunque soy un poco bajo para mi edad, no estoy delgado. O sea, que no me parezco en absoluto a Tara.

Mi hermana se echó a reír.

—Yo de ti miraría al suelo —me desafió, con tono burlón.

Bajé la mirada y comprobé que, como sospechaba, no tenía los cordones desatados. Pero acababa de pisar un trozo enorme de chicle que, si me hubiera mirado los zapatos, habría visto a tiempo. Sin embargo, mi hermanita sabía que si ella me lo decía yo no lo haría. La terrible Tara me había vuelto a engañar.

—Me las vas a pagar —gruñí. Intenté agarrarla, pero ella se escabulló y entró en casa corriendo.

Mientras la perseguía, ella se puso a gritar como una loca y, al llegar a la cocina, se escondió detrás de mi madre.

—¡Mamá! ¡Socorro! ¡Michael me quiere pegar! —chilló.

Como si yo le diera miedo. ¡No se lo creía ni ella!

—¡Michael Webster! —me riñó mi madre—. Deja de perseguir a tu hermana.

Entonces mi madre me vio los zapatos.

—¿Qué es eso? ¿No será chicle? ¡Michael, lo estás arrastrando por todo el suelo!

—¡Ha sido culpa de Tara! ¡Ella me hizo pisarlo! —me lamenté.

Mamá frunció el ceño.

—¡Qué tontería! Michael, no digas mentiras.

—¡Pero si es verdad! —protesté.

Mi madre sacudió la cabeza con enfado.

—Si vas a mentir, al menos hazlo bien.

Tara se asomó por detrás de mamá para picarme.

—Eso, Michael —dijo, riéndose. Estaba encantada.

Tara siempre me mete en líos. Al final mis padres acaban echándome la culpa a mí de cosas que ha hecho ella. Y ella, ¿no se porta mal a veces? Qué va, ella nunca. Para mis padres es un angelito que nunca rompe un plato.

Yo tengo doce años y Tara siete. Por culpa de ella, los últimos siete años de mi vida han sido una tortura. Qué lástima que no recuerde muy bien los primeros cinco: los años pre- Tara. ¡Debieron de ser formidables! Tranquilos, relajados, divertidos…

Salí al porche de atrás para limpiarme la suela del zapato. Fue entonces cuando oí el timbre y a papá que gritaba:

—¡Ya está aquí! ¡Ya voy!

Todos nos congregamos ante a la puerta de la casa para ver a dos hombres que entraban cargando un objeto largo y pesado envuelto en una tela acolchada de color gris.

—Cuidado, es muy antiguo —les dijo mi padre—. Pasen por aquí. ,

Papá condujo a los hombres hasta su estudio, donde depositaron el objeto y empezaron a desenvolverlo. Tendría más o menos mi mismo tamaño y treinta centímetros más de altura.

—¿Qué es? —preguntó Tara.

Papá no contestó inmediatamente, sino que se frotó las manos con nerviosismo. Nuestro gato, Bubba, se deslizó hasta mi padre y se restregó contra sus piernas.

Cuando quitaron la tela gris que lo cubría, vi un reloj antiguo muy bonito. Era casi todo negro, pero estaba pintado con muchos dibujos dorados, plateados y azules, y decorado con grabados, relieves y remates. El reloj en sí tenía la esfera blanca, las manecillas doradas y números romanos también dorados. Observé que debajo de los dibujos había unas ventanitas secretas y, en medio del reloj, una gran puerta.

Los hombres recogieron la tela gris, papá les pagó y se marcharon.

—¿A que es genial? —exclamó papá con entusiasmo—. Es un reloj de cuco antiguo. Una verdadera ganga. ¿Conocéis esa tienda que está en frente de mi oficina, Antigüedades Anthony?

Todos asentimos.

—Pues este reloj llevaba allí quince años —nos contó papá, mientras le daba unos golpecitos cariñosos—. Cada vez que pasaba por delante del escaparate, me paraba a mirarlo. Siempre me ha encantado y finalmente Anthony me lo ha vendido.

—Qué guay —comentó Tara.

—Pero si hace años que regateabas con Anthony y él siempre se negaba a bajar el precio —dijo mamá—. ¿Por qué ahora?

El rostro de mi padre se iluminó.

—Bueno, hoy a la hora de comer he ido a la tienda y Anthony me ha dicho que había descubierto un pequeño defecto en el reloj.

Yo lo examiné para ver si lo encontraba.

—¿Dónde?

—No me lo ha querido decir. ¿Vosotros veis algo?

—Yo no veo nada —contestó Tara.

—Yo tampoco —añadí yo.

—Ni yo —dijo mi padre—. No sé a qué se refiere Anthony. Le he dicho que seguía interesado en el reloj. Y, aunque él ha hecho lo posible por disuadirme, yo he insistido. Si el defecto es tan minúsculo que ni siquiera se ve, ¿qué más da? Y además, a mí me encanta.

Mamá se aclaró la garganta.

—No sé, cariño. ¿Tú crees que queda bien en el estudio? —Por su cara deduje que no le gustaba el reloj tanto como a papá.

—¿Y en qué otro sitio podríamos ponerlo? —preguntó él.

—No sé… ¿En el garaje?

Papá se rió.

—¡Muy graciosa!

Mamá negó con la cabeza. No lo había dicho en broma, pero no hizo ningún comentario más.

—Es justo lo que necesita el estudio, ya verás —le aseguró a mi madre.

En ese momento me fijé en una pequeña esfera de oro situada en uno de los lados del reloj. Parecía un reloj en miniatura, aunque tenía una sola aguja dorada y unos numeritos pequeñísimos que iban del 1800 al 2000. La aguja apuntaba a uno de los números: 1996. Debajo de la esfera había un botón también dorado incrustado en la madera.

—No toques ese botón, Michael —me avisó papá—. La esfera indica el año y ese botón sirve para cambiarlo.

—¿Para qué? —comentó mamá—. Todo el mundo sabe qué año es.

Papá no le hizo caso.

—El reloj fue construido en 1800, el primer año de la esfera. Cada año la aguja avanza un poco para indicar la fecha.

—¿Y por qué se acaba en el año 2000? —preguntó Tara.

Papá se encogió de hombros.

—No lo sé. Supongo que el relojero no podía imaginar que el año 2000 fuese a llegar. O quizá pensó que el reloj no iba a durar tanto.

—A lo mejor pensó que en 1999 sería el fin del mundo —sugerí yo.

—Puede ser —respondió papá—. De todos modos, no quiero que lo toquéis. Es mejor que nadie se acerque al reloj; es muy antiguo y muy, muy delicado. ¿De acuerdo?

—De acuerdo, papi —dijo Tara.

—Yo no pienso tocarlo —le prometí.

—Mirad —dijo mamá, señalando al reloj—. Son las seis. La cena casi…

Una sonora campanada interrumpió a mi madre. A continuación se abrió una ventanita situada justo encima de la esfera y de ella salió un pájaro con una cara horrible que voló directamente hacia mi cabeza.

Yo solté un grito.

—¡Está vivo!