Era la mañana siguiente.
Bostecé y abrí los ojos. Agité el brazo izquierdo, el que me había roto el día antes trepando al árbol. El brazo estaba en perfecto estado, completamente curado.
«Debo de haber retrocedido en el tiempo una vez más —pensé—. Es lo bueno de estos viajes al pasado: esta vez no he tenido que esperar a que se me curase el brazo.»
Me pregunté cuánto tiempo habría pasado.
El sol entraba a raudales por la ventana de la habitación de Tara (ahora la mía) y proyectaba unas sombras extrañas sobre mi cara, unas sombras en forma de rayas.
Intenté bajarme de la cama, pero mi cuerpo topo con algo. ¿Con qué? Me alejé un poco para verlo. ¡Eran barrotes! ¡Estaba rodeado de barrotes! ¿Estaría en la cárcel?
Me incorporé para ver mejor, pero no me resultó tan fácil como de costumbre. Tenía los músculos del estómago más débiles. Finalmente, conseguí sentarme en la cama y mirar a mi alrededor.
¡No estaba en la cárcel, sino en una cuna! Junto a mí, toda apelotonada, yacía mi vieja manta amarilla con el bordado de un patito, y a mi alrededor había un montón de animales de peluche. Yo llevaba una camisetita blanca y…
«¡Oh, no! No puede ser. —Cerré los ojos horrorizado y recé—: ¡Por favor, que no sea verdad!»
Abrí los ojos para comprobar si mi oración había surtido efecto. Pero no. Efectivamente, llevaba pañales.
«¡Pañales! —me dije—. ¿Cuántos años tengo hoy? ¿Cuánto tiempo he retrocedido?»
—¿Estás despierto, Mikey?
Mamá entró en la habitación. Parecía muy joven. No recordaba haberla visto nunca tan joven.
—¿Has dormido bien, cielito? —preguntó mamá.
Estaba claro que no esperaba que le respondiera, ya que acto seguido me metió un biberón lleno de zumo en la boca. ¡Qué asco! ¡Un biberón! Me lo saqué de la boca y lo tiré al suelo.
Mamá lo recogió.
—No, no, no —dijo con paciencia—. Niño malo. Vamos, Mikey, bébete el zumito.
Volvió a metérmelo en la boca y, como tenía sed, me lo bebí. Beber de un biberón no era tan horrible como parecía.
Cuando mamá salió de la habitación, dejé de beber. Lo más importante era averiguar qué edad tenía para saber cuánto tiempo me quedaba. Me agarré a los barrotes de la cuna y me levanté.
«Bien —pensé—. Puedo ponerme en pie.»
Di un paso adelante. No podía controlar los músculos de las piernas demasiado bien, pero podía caminar por la cuna.
«Puedo andar —descubrí—. Con torpeza, pero al menos me muevo. ¡Debo de tener un año!»
Justo entonces me caí y me golpeé la cabeza contra el lateral de la cuna. Los ojos se me llenaron de lágrimas y me puse a llorar como un loco.
Mamá entró corriendo en la habitación.
—¿Qué tienes, Mikey? ¿Qué ha pasado?
Me cogió en brazos y empezó a darme palmaditas en la espalda. Yo no podía parar de berrear. ¡Qué vergüenza!
«¿Qué voy a hacer? —pensé con desespero—. ¡En una noche he retrocedido tres años! Ahora sólo tengo uno. ¿Qué edad tendré mañana?»
Un escalofrío recorrió mi espaldita de niño.
«Tengo que encontrar un modo de hacer que el tiempo vaya hacia delante… ¡hoy mismo! —me dije—. Pero ¿cómo? Ahora ni siquiera voy a la guardería. ¡Soy un bebé!»