La respuesta era sí; tenía que revivir esa terrible pesadilla.
Mis amigos fueron llegando, exactamente igual que la primera vez, y al cabo de un rato oí a Tara pronunciar las temidas palabras:
—Oye, Mona. ¿Sabes qué? Tú le gustas mucho a mi hermano.
Mona contestó:
—¿Ah, sí?
«Ya lo sabías, Mona —pensé—. Tara te lo dijo hace cuatro días. Estabas en ese mismo sitio y llevabas el mismo peto rosa.»
Mona, Ceecee y Rosie se echaron a reír, pero a mí no me hizo ninguna gracia.
«Esto no puede seguir así», me dije.
En ese momento entró mi madre con una bandeja de refrescos y yo la agarré del brazo.
—Mamá —le supliqué—. Por favor, llévate a Tara. ¡Enciérrala en su cuarto o haz algo!
—¿Por qué, Michael? Tu hermana también tiene derecho a divertirse.
—Mamá, ¡por favor!
—Michael, no seas tonto. Anda, sé bueno con tu hermana y ella no te molestará. Es sólo una niña.
Mamá se marchó y me dejó solo con Tara y mis amigos. Ni ella ni nadie podían salvarme.
Les enseñé la bici a mis amigos y Henry preguntó:
—Eh, ¿qué es este arañazo enorme?
Cuando volvimos al comedor, Tara ya había abierto todos mis regalos.
—Mira lo que te ha regalado Mona, Michael —gritó Tara.
«Ya lo sé, ya lo sé —pensé—. Un disco compacto con unas canciones de amor preciosas.»
—¡Vaya, vaya! Son unas canciones de amor preciosas —repitió Tara.
Todo el mundo se echó a reír. Todo era igual que antes. No, era peor, porque lo veía venir y no podía hacer nada para impedirlo.
¿O sí podía?
—Michael —me llamó mamá—. Ven a la cocina, por favor. ¡Es la hora del pastel!
«Ésta será la prueba de fuego —pensé, mientras me dirigía a la cocina con lentitud—. Llevaré el pastel, pero esta vez no me caeré. Sé que Tara intentará hacerme tropezar, pero no la dejaré. No tengo por qué volver a hacer el ridículo. No tengo por qué repetirlo todo de la misma manera.»
¿O sí?