Cada mañana me despertaba muerto de miedo. ¿Qué día era? O mejor dicho, ¿qué año? No tenía ni la más remota idea.
Cuando me levanté de la cama, tuve la impresión de que el suelo se hallaba más lejos de lo normal. Atravesé el pasillo, entré en el baño y me miré en el espejo. ¿Cuántos años tenía? Era más joven que el día anterior, eso sin duda.
Volví a mi cuarto y empecé a vestirme con la ropa que mamá me había dejado preparada. Miré los téjanos doblados sobre la silla; tenían un dibujo de un vaquero en el bolsillo de atrás.
«Ah, ya me acuerdo de estos téjanos —pensé—. Son los que llevaba en segundo. Eso quiere decir que tengo siete años.»
Me puse los pantalones y me dije:
«¡Mira que tener que volver a llevar esta ridiculez de téjanos!»
Luego desdoblé la camisa que mamá había escogido. Cuando la vi, el alma se me cayó a los pies: era una camisa de vaquero, con flecos y todo.
«Qué vergüenza —pensé—. ¿Cómo pudo hacerme esto mi propia madre?»
En el fondo, sabía que antes me encantaba esa ropa (seguramente la había escogido yo mismo), pero era incapaz de aceptar que había sido tan cursi.
Cuando bajé al comedor, me encontré a Tara en pijama viendo dibujos animados. Ahora tenía dos años. Al verme pasar extendió los brazos y me gritó:
—¡Beso, beso!
¿Quería que le diera un beso? Me extrañó, pero quizá la Tara de dos años fuera todavía dulce e inocente. Tal vez fuera una niña agradable.
—¡Beso, beso! —insistió.
—Dale un besito a tu pobre hermana —dijo mamá desde la cocina—. Eres su hermano mayor, Michael, y quiere que le hagas caso.
Solté un suspiro.
—De acuerdo.
Me agaché para darle a Tara un beso en la mejilla, pero ella alargó uno de sus dedos gordezuelos y me lo metió en el ojo.
—¡Au! —chillé.
Tara se rió.
«Es la misma Tara de siempre —pensé, mientras me encaminaba hacia la cocina con una mano en el ojo dolorido—. ¡Más mala que la tiña!»
Ese día, en el colegio, supe perfectamente a qué aula ir. Allí estaban todos mis amigos, Mona y los demás, bastante más pequeños que el día anterior. Había olvidado lo torpes que parecían los niños a esa edad.
Pasé otro día aprendiendo cosas que ya sabía: restar, leer libros con la letra muy grande, caligrafía… Al menos tuve mucho tiempo para pensar. Cada día intentaba buscar una solución, pero no se me ocurría nada.
Entonces recordé que papá había mencionado que llevaba quince años deseando comprar el reloj de cuco. ¡Quince años! ¡Eso quería decir que el reloj aún estaría en la tienda de antigüedades!
«Iré a buscar el reloj —decidí—. En cuanto acabe el colegio.»
Supuse que si conseguía darle la vuelta a la cabeza del cuco, el tiempo volvería a ir hacia delante. Sabía que el año que aparecía en la esfera también debía de haber retrocedido. Lo único que tenía que hacer era poner la aguja en el año correcto y volvería a tener doce años.
«Añoro tener doce años —pensé—. Los niños de siete no pueden hacer tantas cosas, porque siempre hay alguien vigilándolos.»
Cuando acabaron las clases, empecé a caminar por la calle que lleva a mi casa. Sabía que el guarda del colegio quizá me estaría observando para que no me pasara nada, pero cuando llegué a la segunda manzana, di la vuelta a la esquina y corrí hacia la parada del autobús. Ojalá no se hubiera dado cuenta.
Me escondí detrás de un árbol para que nadie me viera y, al cabo de unos minutos, llegó el autobús. Las puertas se abrieron con silbido y yo subí. El conductor me miró extrañado.
—¿No eres un poco pequeño para ir solo en autobús? —me preguntó.
—Y a usted qué le importa —respondí.
Como me di cuenta de que me había pasado, añadí:
—Voy a buscar a mi papá a la oficina. Mi mamá me ha dado permiso.
El conductor hizo un gesto de aprobación y cerró las puertas. Yo iba a meter tres monedas en la ranura, pero él me interrumpió.
—¡Eh, niño! —dijo, devolviéndome la tercera moneda—. La tarifa son sólo cincuenta centavos. Guárdate ésta para llamar por teléfono.
—Ah, sí. —Me había olvidado de que habían subido el autobús a 75 centavos cuando tenía once años. Ahora sólo tenía siete, así que me metí la moneda sobrante en el bolsillo.
El autobús arrancó y se dirigió hacia el centro. Por el camino, recordé que papá había dicho que la tienda de antigüedades estaba delante de su oficina, así que me bajé en la misma parada en la que solía bajarse él. Esperaba que no me viera, porque si me veía me iba a caer una buena. A mis siete años, tenía prohibidísimo ir solo en el autobús.
Pasé por delante del edificio de papá y crucé la calle. En la esquina había un solar lleno de ladrillos y escombros. Un poco más abajo vi un rótulo negro con las letras ANTIGÜEDADES ANTHONY pintadas en color dorado. El corazón me empezó a latir con fuerza.
«Ya casi estoy —pensé—. Pronto se arreglará todo. Entraré en la tienda y, cuando no mire nadie, le daré la vuelta a la cabeza del cuco y cambiaré el año.
»No tendré que preocuparme pensando que mañana por la mañana tal vez me despierte siendo un niño de tres años o algo peor. Todo volverá a la normalidad. ¡La vida será tan fácil, incluso con Tara!»
Miré a través del cristal de la tienda y allí, en el escaparate, descubrí el reloj de cuco. Las palmas de las manos me empezaron a sudar.
Corrí hacia la entrada de la tienda y giré el pomo para abrir la puerta, pero ésta no se movió. Aunque volví a intentarlo con más fuerza, la puerta no cedió; estaba cerrada con llave. En ese momento me fijé en un cartel que decía: CERRADO POR VACACIONES.