Ocurrió la semana antes de mi cumpleaños. Mona, Ceecee y Rosie iban a venir a casa a ensayar la obra de teatro del colegio. La pieza era una nueva versión del cuento La princesa y la rana, en la que Mona era la princesa y Ceecee y Rosie sus dos hermanas tontas.
«Perfectamente elegidas», pensé.
Yo interpretaba a la rana antes de que se convirtiese en príncipe. Al comienzo yo quería ser el príncipe, pero no sé por qué nuestra profesora de teatro le dio el papel a Josh. Luego caí en la cuenta de que el papel de rana era el mejor, porque Mona la besaba a ella, no al príncipe.
Las chicas iban a llegar en cualquier momento. Mientras tanto, Tara estaba sentada en la alfombra del estudio, torturando a nuestro gato Bubba. Bubba odiaba a Tara casi tanto como yo.
Mi hermana levantó al gato por las patas traseras para que hiciera la vertical. Bubba maulló, se agitó y se escabulló, pero Tara lo atrapó de nuevo y volvió a agarrarlo de las patas.
—Para ya, Tara —le ordené.
—¿Por qué? —dijo Tara—. Es divertido.
—Le estás haciendo daño.
—Qué va. A él le gusta. ¿No lo ves? Sonríe.
Tara le soltó las patas traseras, pero lo mantuvo agarrado con una mano. Con la otra le levantó las comisuras para que sonriera a la fuerza. Bubba intentó morderla, pero no lo consiguió.
—Tara, déjalo —le dije—. Y sal de aquí. Van a venir mis amigas.
—No —respondió ella, mientras intentaba que Bubba caminara sobre las patas delanteras. Bubba se cayó de bruces.
—¡Tara, basta ya! —exclamé. Cuando intenté quitarle a Bubba, Tara lo soltó. El gato maulló y me arañó el brazo.
—¡Ay! —Bubba se me cayó al suelo.
—Michael, ¿qué le hacías al gato? —preguntó mamá desde la puerta. Bubba la sorteó y salió corriendo hacia el pasillo.
—¡Nada! ¡Me ha arañado!
—Si dejaras de molestarlo no te arañaría —me regañó y añadió—: Me voy arriba a acostarme un rato. Me duele la cabeza.
Al cabo de un momento sonó el timbre.
—¡Ya vamos nosotros, mamá! —grité.
Debían de ser las niñas. Las quería sorprender con mi traje de rana, pero aún no estaba listo.
—Tara, abre la puerta —le dije a mi hermanita—. Diles que me esperen en el estudio. Yo vuelvo ahora mismo.
—Vale —respondió Tara, y se dirigió hacia la puerta dando saltitos. Yo corrí escaleras arriba para cambiarme.
Después de sacar el traje del armario, me quité los pantalones y la camisa. Intenté bajar la cremallera del traje pero se encalló. Estaba en ropa interior, luchando con la cremallera, cuando oí que se abría la puerta de mi cuarto.
—Aquí está, chicas —oí que decía Tara—. Me ha dicho que os llevara a su habitación.
«¡Oh, no! —pensé—. ¡Por favor, que no sea verdad!»
Si levantaba la mirada, tendría que enfrentarme a la dura realidad: ¡Mona, Ceecee, Rosie y Tara me habían pescado en ropa interior!
Finalmente alcé la vista y… fue peor de lo que imaginaba. Efectivamente, ahí estaban todas, mirándome y riéndose. Por supuesto, la peor era mi hermana con su risa de hiena asquerosa.
Pero si creéis que esto es grave, esperad un poco; aún hay más.
Dos días antes de ese desastre, yo estaba en el gimnasio del colegio después de clase, jugando al baloncesto con Josh, Henry y otros niños, entre ellos Kevin Flowers. Kevin es muy buen jugador, muy alto y fuerte. ¡Mide casi el doble que yo! Le encanta el baloncesto y siempre lleva una gorra de su equipo favorito, los Blue Devils, de la Universidad de Duke.
Mientras practicábamos tiros libres, vi a Tara merodeando junto a la cancha, cerca de la pared junto a la que habíamos dejado nuestras chaquetas y mochilas. Tuve un mal presentimiento, como siempre que aparece Tara.
«¿Qué hará aquí? —pensé—. Tal vez la han castigado a quedarse después de clase y me está esperando para volver juntos a casa.
»Sólo quiere distraerme, pero no lo conseguirá —me dije—. No pienses en ella, Michael; concéntrate en el juego.»
Todo fue bien; mi equipo ganó y yo encesté varias veces durante el partido. Ganamos porque Kevin Flowers estaba en nuestro equipo, claro.
Cuando nos dirigíamos hacia la pared para recoger nuestras cosas, me di cuenta de que Tara ya no estaba.
«Qué raro —pensé—. Se habrá ido a casa sin mí.»
Me eché la mochila al hombro y dije:
—¡Hasta mañana, tíos!
Pero en ese momento, la voz de Kevin retumbó por todo el gimnasio.
—¡Que nadie se mueva!
Nadie se movió.
—¿Dónde está mi gorra? —gritó—. ¡Mi gorra de los Blue Devils ha desaparecido!
Me encogí de hombros. ¡Yo qué sabía!
—Alguien me ha cogido la gorra —insistió Kevin—. De aquí no sale nadie hasta que aparezca.
Kevin cogió la mochila de Henry y empezó a revolver en su interior. Todo el mundo sabe lo mucho que significa esa gorra para Kevin.
De pronto, Josh me señaló a mí.
—¡Eh! ¿Qué es eso que asoma de la mochila de Webster? —preguntó.
—¿Mi mochila? —exclamé.
Cuando volví la cabeza para mirar, vi una cosa azul asomando de un bolsillo. El corazón me dio un vuelco.
Kevin se acercó a mí a grandes zancadas y me arrancó la gorra.
—No sé cómo ha llegado hasta ahí, Kevin —protesté—. Te juro que…
Kevin no esperó a oír mis excusas. Lo cierto es que escuchar no es uno de sus fuertes. Bueno, os ahorraré los detalles desagradables. Digamos tan sólo que cuando Kevin acabó conmigo, yo no estaba para charlas. Josh y Henry me ayudaron a llegar a casa. Tenía la cara tan hinchada que casi no me reconoció mi madre.
Mientras me lavaba un poco en el cuarto de baño, vi a Tara reflejada en el espejo. Una sonrisa malévola lo decía todo.
—¡Fuiste tú! —exclamé—. Metiste la gorra de Kevin en mi mochila, ¿no?
Ella se limitó a seguir sonriendo. Sí, no había duda. Había sido ella.
—¿Por qué? —le pregunté desesperado—. ¿Por qué lo hiciste, Tara?
Tara se encogió de hombros, en un intento de parecer inocente.
—¿Era la gorra de Kevin? —dijo—. Pensaba que era tuya.
—¡Qué mentirosa! —comenté—. Nunca he tenido una gorra de Duke y tú lo sabes. ¡Lo hiciste a propósito!
Estaba tan furioso que no podía ni mirarla, así que le cerré la puerta en las narices. Y ¡cómo no!, me las cargué por dar portazos.
Ahora podéis comprender con qué tenía que vivir. Y ahora entenderéis por qué hice lo que hice. Cualquier persona en mi lugar habría hecho lo mismo.