—¡Cucú!
—¡Cucú!
Tres, cuatro. Sabía que cuando llegase al doce estaría perdido. El pajarito desaparecería, y con él la última oportunidad de salvarme. En un día o dos, yo me esfumaría. Para siempre.
Miré a mi alrededor con desesperación, buscando una escalera, un taburete, cualquier cosa. Lo que estaba más cerca era una silla, así que di unos pasitos y llegué hasta ella.
Empujé la silla con fuerza en dirección al reloj, pero ésta sólo se movió unos centímetros. Entonces dejé caer sobre ella todo mi peso (unos nueve kilos), que afortunadamente fue suficiente. La silla empezó a deslizarse por el suelo.
—¡Cucú!
—¡Cucú!
Cinco, seis.
Apoyé la silla contra el reloj. En ese momento descubrí un nuevo obstáculo; el asiento me llegaba a la barbilla. Intenté subirme ayudándome de los brazos, pero no tenía fuerza suficiente.
Entonces planté el pie sobre una pata de la silla y cogí impulso hacia arriba. Cuando estaba en el aire, me agarré a un adorno del respaldo y, a pulso, conseguí que mi cuerpo aterrizase en el asiento.
¡Por fin lo había conseguido!
—¡Cucú!
—¡Cucú!
Siete, ocho.
Primero me arrodillé y luego me puse de pie y alargué el brazo todo lo que pude para atrapar el pajarito.
—Cucú.
—Cucú.
Nueve, diez.
Me estiré al máximo, pero entonces oí la voz del anticuario que gritaba:
—¡Que alguien detenga a ese niño!