«Al menos estoy aquí —pensé cuando me desperté al día siguiente—. Estoy vivo, aunque tengo cuatro años. El tiempo se está agotando.»
Mamá entró en la habitación cantando:
—¡Levántate, levántate, querido Mikey, y verás qué buen día hace hoy! ¿Listo para ir a la guardería?
¡Oh, no! La guardería. Las cosas iban de mal en peor. Ya no podía más.
Mamá me dejó en la guardería después de darme un beso y decirme lo mismo de siempre:
—¡Que pases un buen día, Mikey!
Yo me senté en un rincón sin decir nada. Me quedé mirando a los otros niños y me negué a cantar o pintar o jugar en la arena. Estaba harto de juegos.
—Michael, ¿qué te pasa hoy? —me preguntó la puericultora, la señorita Sarton—. ¿Te encuentras bien?
—Sí —le dije.
—Entonces, ¿por qué no juegas? —La señorita Sarton me observó un segundo y concluyó—: Creo que deberías jugar a algo.
Sin pedirme permiso, me cogió en brazos, me llevó afuera y me depositó en la arena.
—Mona jugará contigo —anunció alegremente.
«Mona era muy bonita a los cuatro años. ¿Por qué no lo recordaba?», me pregunté.
Mona no me dijo nada, sino que siguió concentrada en el iglú de arena que estaba construyendo. Bueno, creo que era un iglú, o al menos era redondo. Iba a decirle «hola», pero de pronto me dio corte.
Enseguida me di cuenta de que era una tontería. ¿Por qué me tenía que dar vergüenza hablar con una niña de cuatro años?
«Además —pensé—, todavía no me ha visto en ropa interior. Eso no ocurrirá hasta dentro de ocho años.»
—Hola, Mona —dije con una voz de bebé totalmente ridícula. Me volví, avergonzado, pero nadie parecía haberlo notado.
Mona me miró con cara de asco.
—Puaj —exclamó con desprecio—. Un niño. Odio a los niños.
—Bueno —respondí yo con mi voz de pito—. Si eso es lo que opinas, yo no he dicho nada.
Mona me contempló fijamente, como si no acabara de comprender mis palabras.
—Eres tonto —decidió.
Yo me encogí de hombros y tracé unos cuantos círculos en la arena con uno de mis deditos gordezuelos. Mona cavó un foso alrededor de su iglú y a continuación se puso en pie.
—Que nadie destroce mi castillo de arena —me ordenó.
O sea, que no era un iglú. Me había equivocado.
—Vale —le prometí.
Mona se marchó, pero al cabo de unos minutos volvió con un cubo lleno de agua. Vertió un poco de agua en el foso de su castillo, y el resto me lo tiró por la cabeza.
—¡Idiota! —gritó y salió corriendo.
Yo me levanté y me sacudí el pelo como un perro mojado. De repente sentí unos deseos enormes de romper a llorar y pedirle ayuda a la señorita Sarton, pero conseguí reprimirme.
Mona estaba a unos metros de mí, preparada para echar a correr.
—Elis, elis, puchinelis —me provocaba—. ¡A que no me coges, Mikey!
Me aparté el pelo mojado de la cara y miré a Mona.
—¡No me atraparás! —gritó.
¿Qué podía hacer? Tenía que perseguirla.
Salí tras ella. Mona soltó un grito y corrió hasta un árbol situado junto a la valla del patio. Allí había otra niña. ¿Sería Ceecee?
La niña llevaba unas gafas rosas de montura muy gruesa y un parche rosa en un ojo. Ya no me acordaba de aquel parche. Ceecee tuvo que llevarlo hasta bien entrado el primer curso de primaria.
Mona volvió a chillar y se agarró a Ceecee. Ceecee también la abrazó y las dos se pusieron a gritar. Yo me detuve frente al árbol.
—No os preocupéis. No voy a haceros daño —les aseguré.
—¡Sí! —gritó Mona—. ¡Socorro!
Yo me senté en el césped para probarles que no iba a tocarlas.
—¡Nos va a hacer daño! ¡Nos va hacer daño! —repitieron.
Cuando vieron que no me movía, se soltaron y me atacaron.
—¡Ay! —exclamé.
—¡Cógele los brazos! —ordenó Mona, y Ceecee la obedeció. Mona comenzó a hacerme cosquillas en las axilas.
—¡Basta, por favor! —les supliqué. Era una tortura—. ¡Parad ya!
—¡No! —exclamó Mona—. ¡Esto te pasa por perseguirnos!
—Yo… no… —Me costaba hablar mientras me hacían cosquillas—. Yo no quería…
—¡Sí que querías! —insistió Mona.
No recordaba que Mona fuese tan mandona.
«Si algún día vuelvo a mi edad real, creo que ya no me gustará tanto», pensé.
—Por favor, basta —volví a rogarles.
—Pararé —dijo Mona—. Pero sólo si me prometes una cosa.
—¿Qué?
—Que vas a trepar a lo alto de ese árbol —señaló el árbol junto a la valla—. ¿De acuerdo?
—Vale —consentí—. ¡Pero déjame ya!
Mona se puso en pie y Ceecee me soltó los brazos. Yo me levanté y me limpié la hierba de los pantalones.
—¡Te da miedo! —me provocó Mona.
—¡No me da miedo! —le respondí.
«¡Menuda pesada! —pensé—. Es casi peor que Tara.»
Mona y Ceecee empezaron a cantar:
—¡Michael tiene miedo, Michael tiene miedo!
Sin hacerles caso, agarré la rama más baja del árbol y empecé a trepar. Era más difícil de lo que había imaginado; el cuerpo de un niño de cuatro años no es muy atlético que digamos.
—¡Michael tiene miedo, tiene miedo!
—Callaos —les grité desde lo alto— ¿Es que no veis que ya estoy arriba? Es absurdo que intentéis picarme diciendo que tengo miedo.
Las dos me miraron con esa expresión de no entender nada con la que antes me había mirado Mona.
—Mikey tiene miedo —volvieron a cantar.
Suspiré y seguí subiendo. Mis manos eran tan pequeñas que me resultaba muy difícil agarrarme a las ramas. De pronto uno de los pies empezó a resbalar y una idea terrible me vino a la cabeza.
«Un momento. No debería estar haciendo esto —pensé—. ¿No fue en la guardería donde me rompí el brazo?»
—¡¡¡¡AAAHHHHH!!!!