Tenía ganas de llorar.

Y si hubiera querido, podría haber llorado tranquilamente. Después de todo era un bebé y nadie se habría sorprendido. Sin embargo, no lo hice. Aunque por fuera parecía un niño pequeño, por dentro tenía doce años. Todavía conservaba mi orgullo.

Papá entró en la tienda y aguantó la puerta para que mamá pasara con el carrito. Una vez dentro, mamá me abandonó allí, sentado y atado.

La tienda estaba repleta de muebles antiguos. Un hombre gordito de unos cuarenta años se acercó a nosotros. Detrás de él, en un rincón de la tienda, distinguí una silueta conocida: el reloj. El reloj de cuco.

En cuanto lo vi, se me escapó un gritito de alegría y empecé a agitarme en el carrito. ¡Qué cerca estaba!

—¿Qué desean? —le preguntó el hombre a mamá y papá.

—Estamos buscando una mesa de comedor —le dijo mamá.

Tenía que salir del carrito para llegar hasta el reloj. Me retorcí con más fuerza, pero no había manera; estaba bien atado.

—¡Sacadme de aquí! —grité.

Mamá y papá se volvieron para mirarme.

—¿Qué ha dicho? —preguntó papá.

—Algo como «la-ra la-rí» —sugirió el anticuario.

Me puse a hacer aspavientos y a gritar.

—Odia el carrito —explicó mamá. Entonces se agachó y me desató—. Si lo saco un momento puede que se calme.

Esperé hasta que me tuvo en brazos para volver a chillar y agitarme todo lo que pude.

Papá se puso rojo.

—Michael, ¿qué te pasa?

—¡Abajo, abajo! —grité.

—Vale, vale —murmuró mamá, al tiempo que me depositaba en el suelo—. Y ahora deja de berrear.

Me callé inmediatamente. Caminé un poco para probar mis piernecitas regordetas. Aunque eran bastante débiles y no me llevarían demasiado lejos, eran mi única esperanza.

—Vigílenlo —avisó el anticuario—. Hay muchos objetos frágiles.

Mamá me agarró de la mano.

—Ven, Mikey. Vamos a mirar unas mesas.

Mamá me llevó a un rincón de la tienda donde había varias mesas de madera. Yo gemí y me agité con la esperanza de escapar, pero ella me tenía bien cogido.

—Mikey, chissss… —me dijo.

Dejé que mamá me arrastrara hasta las mesas. Entonces eché un vistazo al reloj y me di cuenta de que eran casi las doce del mediodía. A las doce en punto saldría el cuco. Era mi única oportunidad de agarrar el pájaro y darle la vuelta a la cabeza.

Tiré de la mano de mamá, pero ella me apretó aún más.

—¿Qué te parece ésta, cariño? —le preguntó papá, pasando la mano por una mesa oscura.

—Creo que la madera es demasiado oscura para nuestras sillas, Hermán —le respondió mamá.

A mamá le llamó la atención otra mesa y cuando se dirigió hacia ella, intenté desasirme. Como no pude, tuve que seguirla hasta la segunda mesa. Miré el reloj de reojo. La aguja se había movido; eran las doce menos dos minutos.

—No podemos ser demasiado exigentes, cariño —comentó papá—. Los Berger vienen a cenar el sábado por la noche, o sea, dentro de dos días. ¡Y no podemos cenar sin una mesa!

—Eso ya lo sé, pero es absurdo comprar una mesa que no nos guste.

El tono de voz de papá empezó a subir, mientras que mamá adoptó una mueca característica.

«Ah, una pelea —pensé—. Esta es la mía.»

—¿Por qué no ponemos un mantel en el suelo y les decimos que coman allí? —dijo papá, irritado—. ¡Lo llamaremos «picnic»!

Finalmente mamá dejó de apretarme la mano. Yo me solté y correteé lo más rápido que pude hacia el reloj. La aguja se había movido. Más rápido.

Mis padres seguían discutiendo.

—¡No voy a comprar una mesa fea y punto! —exclamó mamá.

«Por favor, que no me vean —recé—. Todavía no.»

Al final logré llegar al reloj de cuco. Me quedé de pie frente a él, mirando la esfera. La ventanita del cuco estaba demasiado lejos, fuera de mi alcance.

De pronto el minutero volvió a moverse y sonó la campana. La ventanita se abrió, dejando paso al cuco.

—Cucú —dijo una vez—. Cucú —repitió.

Yo lo miraba con impotencia. Era un niño de doce años atrapado en un cuerpo de bebé.

Seguí contemplándolo.

Tenía que hacer algo, como fuera. Tenía que llegar hasta el pájaro.