31 de diciembre de 2008

Insertó su tarjeta magnética en la ranura y esperó a que se levantara la barrera, pero de repente una figura vestida de negro apareció junto a su coche como salida de la nada y metió una mano por la ventanilla abierta para agarrarla de la muñeca. ¡Uno de los vigilantes! ¡No! Se llevó un susto de muerte y pisó el acelerador como en un acto reflejo. El coche saltó disparado hacia delante, la barrera amarilla crujió y se partió en pedazos.

—¡Mierda! —exclamó, y giró el volante, desesperada, para no perder el control del vehículo.

Por el espejo retrovisor vio que se encendían unos faros. Con el BMW tenía bastantes probabilidades de despistar a sus perseguidores. Dio gas. ¡Seguro que los gorilas de Dirk no estaban en el instituto por casualidad! ¿Había hecho saltar alguna alarma silenciosa sin darse cuenta? ¿O habían acudido al instituto porque sospechaban algo, después de que el día anterior se les hubiera escapado del hotel? Tenía claro que detrás de todo aquello estaba Dirk, y eso solo podía significar una cosa: se había enterado del peligro que lo amenazaba y quería evitar a toda costa que las investigaciones de Cieran se hicieran públicas.

Saltándose todos los límites de velocidad, aceleró por la B-1 en dirección al municipio berlinés de Zehlendorf con los ojos pegados al espejo retrovisor cada pocos segundos. Aunque todavía quedaban dos horas largas para la medianoche, en la carretera había mucha actividad. ¿Qué par de faros era el de la furgoneta Volkswagen negra de sus perseguidores? En el nudo de Zehlendorf iba a demasiada velocidad y se pasó la salida hacia el antiguo autódromo. Maldita sea, tendría que recorrer toda la avenida de Potsdamer Allee, ¡y no conocía esa zona! Para colmo, la aguja de la gasolina estaba casi a cero, así que no llegaría mucho más lejos.

—No me dejes tirada —le susurró al coche.

Solo con que llegara a la calle 17 de Junio… ¡Allí podría desaparecer entre el gentío que estaría celebrando la Nochevieja en la Puerta de Brandemburgo! Ante ella, un semáforo pasó de verde a ámbar; aceleró. El vehículo de detrás hizo lo mismo. A la luz de las farolas vio que era la furgoneta negra. No había conseguido despistarlos. En el siguiente cruce giró el volante bruscamente hacia la izquierda sin poner antes el intermitente y derrapó sobre el carril contrario, internándose cada vez más y a toda velocidad en una parte de la ciudad en la que no había estado nunca. El motor empezó a traquetear y el coche dio varias sacudidas como un caballo tozudo. Aun así, consiguió torcer por una calle lateral, apagó los faros y aprovechó las últimas gotas de combustible para meterse en una plaza de aparcamiento.

Sin permitirse un segundo de duda, agarró el bolso, abrió la puerta y echó a andar. Tal vez consiguiera parar un taxi o camuflarse entre un grupo de gente. Caminaba deprisa y con la mirada fija en el suelo. Al llegar a un cruce, por fin se atrevió a levantar la cabeza. Allí delante tenía el río Spree, y entre los edificios se veía la torre de la televisión. ¡Con un poco de suerte lo conseguiría! Con el rabillo del ojo creyó ver un coche que reducía la marcha a su altura. El corazón le latió con fuerza. ¡La habían encontrado! Al otro lado de la calle había un cartel luminoso azul con una U blanca: ¡el metro! Era su oportunidad.

—¡Quieta! —exclamó alguien tras ella—. ¡Ya te tenemos!

Eso habrá que verlo, pensó, y echó a correr.