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Mark acababa de llegar, justo a tiempo para la tercera clase, cuando oyó el anuncio por megafonía. ¡Tenía que ir a ver al director! Su profe de biología le lanzó una mirada de resignación y asintió con la cabeza hacia la puerta para dejarlo salir. Nadie reaccionó cuando se levantó y se fue, porque era ya la cuarta o la quinta vez en ese semestre que lo llamaban al despacho del señor Sturmfels. Al principio sus compañeros de clase cuchicheaban o soltaban alguna risilla, y el grupo de empollones le lanzaba miradas burlonas, pero a esas alturas ya no era nada especial. Mark salió del aula y fue paseando sin prisa por los pasillos vacíos. Había alumnos que después de nueve años solo conocían al director de lejos; él, sin embargo, se sentaba tan a menudo frente a su escritorio que le faltaba poco para tutearlo. Mark entró en la zona de oficinas, donde la secretaria, sin decir nada, le hizo una señal para que pasara. Llamó a la puerta con desgana y abrió.
—Hola, Mark-Philipp. Siéntate.
Mark obedeció y se dejó caer en una de las sillas para las visitas. Se conocía el procedimiento del derecho y del revés. Las mismas expresiones que soltaba su padre, y en el mismo orden. Primero, severidad: ¿Por qué te saltas las clases? Eso tiene consecuencias. Después, una apelación a su sentido común: Pero, si tú eres inteligente, ¿por qué echas a perder así tu futuro? Por último, la amenaza: castigado después de clase, expulsión. ¿Estaría todo escrito ya en alguna parte?
Ese día, no obstante, el director se tomó su tiempo. Ni siquiera separó la mirada de la pantalla de su ordenador, sino que siguió tecleando algo en silencio, como si estuviera solo en el despacho. Recibió una llamada e incluso estuvo charlando con toda la tranquilidad del mundo con alguien sobre cuestiones personales. Los minutos pasaban. ¿Sería esa su nueva táctica? ¿El desgaste? Mark pensó por un momento en encender el iPod y ponerse a escuchar música, pero la pizca de respeto que le quedaba le impidió hacerlo.
—Bueno, ya volvemos a estar aquí los dos sentados —dijo el señor Sturmfels de repente—. Como verás, no me doy tan pronto por vencido. ¿Quieres explicarme algo hoy?
Mark lo miró un instante, después bajó los ojos. El director seguía impertérrito en su sillón, con los brazos cruzados a la altura del pecho, observándolo con una mirada escrutadora e inexorable que intentaba abrir una puerta del interior de Mark tras la que se ocultaba algo que solo le pertenecía a él.
—Pues no —masculló el chico mirándose las manos.
Le vinieron a la mente unos recuerdos nada gratos, recuerdos de otra escuela, de otro profesor. El flequillo le cayó sobre la cara, le servía para ocultarse igual que tras un telón.
—Ya sé que a ti no te interesa —prosiguió el director—, pero a mí me encantaría saber qué es lo que te pasa.
Mark tuvo que tragar saliva. Las amenazas y las broncas le resbalaban, pero el truco de la comprensión no le molaba nada. Su malestar iba en aumento. Tenía que salir de allí. Y enseguida. Pero era demasiado tarde, porque esa puerta al pasado ya se había abierto, aunque solo fuera un resquicio, y un fino reguero de dolor se coló por él. Metió las manos en los bolsillos de su chaqueta y las cerró en puños. ¿Por qué no comprendía nadie que él solo quería que lo dejaran en paz?
—El único al que perjudicas con esa actitud de negación es a ti mismo —dijo el director—. Tus padres me han explicado lo que sucedió en aquel internado, y sé…
—¡Cállese! —lo interrumpió Mark con brusquedad, y se levantó de un salto—. Usted no sabe nada. Todos dicen siempre que saben algo. Pues eso no es verdad.
—¿Cuál es la verdad, entonces? —El señor Sturmfels lo miraba con calma y serenidad, no parecía haberse tomado a mal su salida de tono—. ¿Qué hace que un joven inteligente como tú se salte las clases y se dedique a destrozar coches con palos de golf?
Mark se abalanzó con todas sus fuerzas para impedir que aquella puerta se abriera, pero la presión era cada vez mayor. Recuerdos no deseados que explotaban dolorosamente en su cabeza. «Explícanos lo que ha pasado. Te ayudaremos. Nadie se enterará. Esto quedará entre nosotros, en esta habitación». ¡Y una mierda! Puede que se ayudaran a sí mismos a calmar su mala conciencia, pero no a él. Primero hacían que se abriera, muy comprensivos, y luego lo dejaban tirado; así había sido cada vez. ¡Estaba hasta las narices de tanta falsa comprensión y tanta cháchara psicológica! ¿Por qué no le soltaba el imbécil del director su sermón de siempre y listos?
—De todas formas no lo entendería —profirió Mark con obstinación, y le volvió la espalda.
La ira le recorría las venas, dolorosa, penetrante e insoportablemente caliente, y supo que perdería el control si no salía de allí enseguida.
Ricky, pensó. La voz del director quedó enterrada por el zumbido de su cabeza. Mark salió huyendo. Que Sturmfels pensara lo que le diera la gana, a él le importaba una mierda.
La reunión había terminado, el director del departamento de proyectos y los ingenieros responsables abandonaron el despacho. Después de tres horas de conversaciones, el aire de aquella sala caldeada se había cargado con la transpiración de los reunidos. Stefan Theissen abrió la ventana y esperó a que su secretaria recogiera las tazas de café, las botellas y los vasos vacíos, y que cerrara la puerta al salir. Aún creía percibir aquel repugnante olor a putrefacción, aunque la brigada de limpieza se había presentado el día anterior con toda una batería de productos desinfectantes. El director regresó a la mesa, a la que ya solo seguían sentados Enno Rademacher, director de ventas de WindPro, y Ralph Glöckner. A este último, Theissen le había rogado la mañana anterior que acudiera a verlos lo antes posible. Ya había trabajado con Glöckner un par de veces y esperaba que pudiera ayudarles a encarrilar ese proyecto del Taunus, que de por sí era ridículo. El austríaco ofrecía sus servicios como «solucionador» a todo el que estuviera dispuesto a pagar sus exorbitantes honorarios, y en ciertos círculos era conocido por sus métodos poco ortodoxos pero absolutamente efectivos. A menudo bastaba con recurrir a él para desmontar hasta al opositor más enconado y llegar a acuerdos. Como ingeniero había construido presas, centrales energéticas, puentes, túneles y canales en toda Europa, Pakistán, África y China y, sin duda, era el mejor hombre para aquella situación tan complicada.
—Ya está todo hablado —dijo entonces Rademacher—. Usted ocúpese de la empresa de seguridad para que podamos empezar con la tala de la zona, el jueves a más tardar, sin que nos molesten. No podemos permitirnos ningún otro retraso.
—¿Cómo queréis solucionar lo del camino de acceso? —preguntó Glöckner, que tenía por costumbre tutear a todo el mundo.
—Estoy a punto de llegar a un trato con la familia que tiene la propiedad —dijo Rademacher restándole importancia—. Con su colaboración, espero haber podido solucionarlo todo pasado mañana, como mucho.
Glöckner enarcó una ceja y sonrió con complicidad.
—Saldré ahora mismo a echar un vistazo de cerca —repuso—. Los problemas solo están para solucionarse.
—Exacto. —Rademacher sonrió satisfecho, como un gato que acabara de atrapar un ratón.
Theissen seguía la conversación con creciente desagrado. ¿Se había perdido algo? Miró varias veces a uno y otro hombre, que no podían ser más diferentes. Al lado de los imponentes dos metros de altura de Glöckner, con su rostro lleno de marcas y curtido por el sol, la cola de caballo canosa y el chaleco de cuero estilo roquero, Rademacher parecía un contable inofensivo, aunque esa impresión era engañosa.
—Bueno, hasta más ver. —Glöckner se levantó de la silla y le dio unas palmaditas en el hombro a Rademacher con una naturalidad y una confianza que molestó a Theissen.
Salió del despacho con parsimonia y un paso balanceante.
—No tenía ni idea de que Ludwig Hirtreiter hubiera accedido de pronto a vender ese prado —le dijo el director a Rademacher.
No le hacía gracia enterarse como por casualidad de algo tan sumamente importante.
—Es que no lo ha hecho —repuso el director de ventas, y cruzó las piernas—, pero sí sus hijos. Ellos lo convencerán, en eso soy optimista. No les he dejado lugar a dudas de que, en caso contrario, conseguiríamos una autorización de paso temporal que tal vez podría terminar en expropiación. Eso los ha motivado. —Sonrió con autosuficiencia, pero luego se puso serio—. Y lo del allanamiento…, ¿no te da mala espina? —le preguntó a Theissen—. ¿Qué podían buscar aquí unos ladrones? ¿Qué significa el ratón muerto?
—Hámster. Era un hámster común muerto. —Theissen se encogió de hombros. Dejó la mirada perdida unos instantes y después golpeó la mesa con la mano abierta—. ¿No habría podido llamarme a mí esa maldita imbécil, en lugar de avisar a la Policía?
—¿Qué habría cambiado eso?
—¡Que habría tirado el puñetero hámster por el váter, habría hecho desaparecer un par de portátiles y habría roto un cristal para que pareciera un robo normal! —Theissen se levantó de un salto y empezó a caminar de un lado a otro de la sala—. Y, sobre todo, las cintas de las cámaras jamás habrían tenido que acabar en manos de la Policía.
—¿Por qué no? —preguntó Rademacher.
—Porque esa noche volví a la empresa —repuso Theissen—. Maldita sea, y ahora no hacen más que acribillarme a preguntas, claro.
Aquel asunto no le gustaba ni un pelo, y lo último que necesitaba era tener, además, a esos agentes metiendo las narices. A primera vista, el parque eólico de Ehlhalten era un proyecto más bien raquítico, pero de él dependía el futuro de toda la compañía. Cuando Theissen fundó WindPro, fue uno de los primeros del mercado, pero con el paso de los años las empresas de la competencia habían crecido como setas y estaban reventando los precios. Ya habían tenido que tomar medidas estrictas de ahorro para por lo menos evitar que la compañía acabara en números rojos, pero con eso no bastaba. Si la construcción del parque eólico del Taunus fracasaba, toda la financiación se vendría abajo; y eso que, con los tiempos de crisis económica que corrían, ya había sido una obra maestra por parte de Rademacher encontrar inversores y convencer a los bancos. Los fondos de energía eólica con los que había que financiar el parque eólico del Taunus iban a servir también para otros proyectos, muchísimo mayores. Las subvenciones millonarias del Estado, el land y la ciudad estaban calculadas al céntimo y habían sido requisito indispensable para recibir la aprobación de los bancos. Si estas se retiraban solo porque un granjero testarudo se negaba a venderles su maldito prado, todo el plan se vería comprometido.
—¿Tienes alguna sospecha sobre quién pudo ser el responsable del allanamiento? —preguntó Rademacher.
—Desde luego —contestó Theissen a disgusto—. Theodorakis, ¿quién, si no? Pero esta vez ha ido demasiado lejos.
—¿Quieres decir que él mató a Grossmann?
—Tal vez lo reconociera. Quién sabe…
—¿Has mirado si falta algún documento?
—Es lo primero que hice. Está todo.
—Esperemos que tengas razón. —Rademacher parecía inquieto.
—No tienes por qué preocuparte —le aseguró Theissen, pero su confianza solo era fingida.
Se había devanado los sesos intentando descubrir qué buscaría aquel intruso. ¿De verdad solo quería dejarle el hámster en el escritorio? ¿Por qué? Una vez había leído en algún lugar que la mafia enviaba peces o canarios muertos como advertencia para los testigos dispuestos a confesar, pero en su caso seguramente aquella explicación era algo rebuscada.
—El momento en que las cosas habrían podido ponerse peligrosas ya ha pasado —dijo con voz firme—. El jueves empezaremos con la tala y las instalaciones para las obras, y así nos habremos atenido al plazo exigido, o sea que no puede ocurrir nada más. Para otoño tendremos el parque eólico.
Llamaron a la puerta y su secretaria asomó la cabeza.
—Han venido dos agentes de la Policía judicial —anunció.
¡Lo que faltaba! Theissen lanzó una mirada a su reloj de pulsera. Al cabo de dos horas tenía una cita en el hotel Kempinski para preparar un acto del Círculo Empresarial del Taunus Sur que se celebraría la noche del viernes.
Rademacher miró a su colega.
—Quizá deberías contarles la verdad sobre Grossmann antes de que lo descubran ellos —sugirió.
—No, jamás —replicó Theissen con vehemencia—. Me alegro de que esa pesadilla haya terminado al fin.
El soniquete de la campanilla de la puerta interrumpió a Frauke, que estaba limpiando su mesa de trabajo. Se secó las manos y salió a la tienda. Una manada de chicas de catorce o quince años había ocupado el local sin dejar de cotorrear. Una de ellas, con largas piernas de gacela y los ojos muy maquillados, le pidió consejo sobre un cepillo para perros.
—¿Qué clase de perro tienes? —quiso saber Frauke.
—Nos lo trajimos de Ibiza. Tiene una piel muy sensible.
Frauke le enseñó los diferentes modelos de cepillo, y le impresionó ver la atención con que examinaba la chica cada uno de ellos. Debía de tenerle muchísimo cariño a su mascota.
—¡Eh, tú! ¡Que te he visto! —oyó Frauke que gritaba de pronto la voz de Nika, y se volvió para mirar.
Las demás chicas salieron corriendo de la tienda, seguidas por la gacela.
—Pero ¿qué…? —empezó a decir, confusa.
—¡Esa pequeña sinvergüenza nos ha birlado una camiseta! —exclamó Nika con una expresión rabiosa.
Un segundo después, también ella había desaparecido. Frauke sacudió la cabeza al comprender que había sido víctima de una maniobra de distracción bastante burda. Desde hacía un par de semanas no había más que hurtos en la tienda; lo que más éxito tenía eran las camisetas de una marca en concreto y toda clase de accesorios para caballos.
Siguió a Nika fuera y cerró la puerta del establecimiento. Con su corpulencia, Frauke no tenía la menor posibilidad de atrapar a la ladrona. Empezó a jadear después de correr diez metros, al contrario que Nika, que ya había subido la empinada cuesta y había alcanzado a la chica en la esquina de la calle peatonal.
El colegio había acabado y oleadas de alumnos avanzaban hacia la parada del autobús. Nika agarró a una chica de pelo oscuro que llevaba una mochila rosa a la espalda. Sus amigas se pusieron a armar escándalo, y dos chicos adolescentes que sin duda hacían causa común con ellas se acercaron a Nika desde atrás. Uno la sujetó con ambos brazos mientras las chicas se daban a la fuga, pero entonces Frauke vio algo increíble. En apenas un segundo, Nika se libró de los brazos del joven. Primero dio una pirueta con la elegancia de un tigre, luego su atacante voló por los aires y cayó de bruces contra el pavimento. El otro chico se abalanzó entonces sobre ella y compartió el poco agradable destino de su compinche. Las chicas se quedaron mirándola, visiblemente acobardadas.
—Si me devuelves lo que has robado no llamaré a la Policía —la oyó decir Frauke.
La ladrona abrió su mochila sin protestar, sacó una camiseta toda arrugada y la lanzó a los pies de Nika con una expresión altiva. Los chicos ya se habían levantado y desaparecieron cojeando entre la muchedumbre de paseantes curiosos.
—Recógela —ordenó Nika.
Frauke, boquiabierta, vio cómo la chica se agachaba y recogía del suelo la camiseta robada. Nika seguía de pie sin perder la calma y, a pesar de su falda anticuada, la chaqueta de punto gris y las zapatillas de deporte destrozadas, irradiaba una autoridad que Frauke nunca antes le había visto. La chica le entregó la camiseta.
—Gracias. Y ahora largo. No quiero volver a veros a ninguno por nuestra tienda. Si no, os pondré una denuncia.
Las urracas ladronas bajaron la cabeza y se largaron, la muchedumbre se disolvió. Frauke estaba sin habla. De no haberlo visto con sus propios ojos, en la vida habría creído que la delicada y callada Nika hubiese podido tumbar a dos chicos con semejante facilidad. Sin embargo, ella no parecía querer hablar de su heroicidad. Pasó a su lado sin decir nada y continuó calle abajo. Frauke casi tuvo que correr para alcanzarla.
—¡Has dejado KO a esos dos chavales! —exclamó con incredulidad, llena de admiración—. ¿Cómo es que sabes hacer karate?
—Es jiu-jitsu —la corrigió Nika.
—¡Increíble! ¡Jamás te habría creído capaz de algo así! —dijo Frauke entre jadeos—. Cuando se lo cuente a Ricky, se va a…
Nika se detuvo con tanta brusquedad que Frauke casi se tropezó con ella.
—No quiero que le cuentes nada a Ricky —dijo, secamente y sin un asomo de sonrisa—. ¿Me lo prometes?
—Sí, pero es que ha sido… —empezó a decir ella, desconcertada.
—¿Me lo prometes? —insistió Nika. No parecía una súplica, sino más bien una amenaza.
—Sí, vale —masculló Frauke, intimidada—. Te lo prometo.
—Confío en tu palabra.
Nika volvió a ponerse en marcha y ella se quedó donde estaba, mirándola sin entender nada mientras cruzaba la calle y desaparecía en el interior de la tienda.
—Tenemos la sospecha de que el responsable de la broma del hámster pudo ser un antiguo empleado —dijo el señor Stefan Theissen.
—¿Broma? —Pia enarcó las cejas—. Para gastar una broma, quien fuera se arriesgó bastante, incurriendo en allanamiento.
Oliver von Bodenstein le dejó a Pia la conversación con los dos directivos de WindPro y se mantuvo en un segundo plano mientras recorría con la mirada el gran despacho e intentaba sopesar a ambos hombres. Theissen daba la impresión de estar muy seguro de sí mismo y relajado. Ni en él ni en su compañero había rastro alguno del nerviosismo que solía apoderarse de la mayoría de las personas durante una conversación con la Policía judicial. El inspector jefe pasó revista a la vestimenta del director de la empresa con mirada de experto. Traje y camisa de diseño, corbata de estampado decente, prêt-à-porter pero de gama alta, zapatos a medida. Stefan Theissen le daba mucha importancia a su aspecto.
—¿A quién considera sospechoso, entonces? —le preguntaba Pia en ese momento.
—A un hombre que se llama Yannis Theodorakis. Solía trabajar para nosotros —repuso el director.
—Vaya. —Pia se hizo la sorprendida—. Theodorakis. Es el de la iniciativa ciudadana. Ayer lo vi por televisión y no me dio la impresión de que estuviera de broma precisamente. Pronunció unas acusaciones muy graves contra su empresa.
Theissen y Rademacher cruzaron una rápida mirada.
—Esas afirmaciones son calumnias maliciosas —dijo Rademacher—. Hace nueve meses pusimos fin a nuestra relación laboral con él. Ahora quiere vengarse de nosotros y cualquier medio le parece adecuado. Vamos a interponerle una querella.
Rademacher era varios años mayor que Theissen, debía de rondar los cincuenta y cinco. Su rostro de mejillas flácidas era inexpresivo, y a través de su ralo cabello rubio relucía un cuero cabelludo rosado. No tenía menos aplomo que Theissen, pero sí era muchísimo menos vanidoso. Al hablar dejaba entrever unos dientes amarillentos e irregulares bajo su espeso bigote, llevaba el traje arrugado y olía a tabaco. Oliver se acercó a un aparador en el que había varias fotografías enmarcadas: molinos de viento, hombres sonrientes con traje visitando instalaciones en construcción; un apuesto papá, una guapa mamá y sus tres hijos; un muchachito rubio muy serio, con traje y pajarita, sosteniendo un violín; dos niñas sonrientes con esquís, en la nieve. Papá y mamá ante una puesta de sol en las montañas.
—Esas acusaciones carecen de todo fundamento —intervino Theissen, secundando a su compañero—. Ni una sola organización ecologista ha puesto reparos, pero de repente resulta que todo el proyecto es perjudicial.
Oliver von Bodenstein carraspeó.
—¿Qué puesto ocupaba el señor Theodorakis en su empresa? —preguntó.
—Era director de equipo de desarrollo de proyectos —contestó Theissen—. Responsable de la adquisición de los emplazamientos y la supervisión de los proyectos eólicos en todas sus fases de ejecución.
—¿Por qué lo despidieron?
—Tuvimos disparidad de opiniones.
—¿De qué tipo?
—Eso son cuestiones internas de la empresa —respondió Theissen, evasivo.
—De modo que no se despidieron en términos amistosos —aventuró Oliver, y por la expresión del director de WindPro comprendió que había acertado.
—Theodorakis era un marrullero y envenenaba el clima de la empresa —intervino Rademacher—. No cumplía lo acordado, y eso desconcertaba a los clientes. Por su culpa estuvimos a punto de perder un contrato muy importante; esa fue la gota que colmó el vaso. Para nosotros ya no era asumible.
—Antes ha hablado usted de venganza —apuntó Oliver—. ¿Por qué querría Theodorakis vengarse de ustedes?
—Tras su despido montó mucho alboroto y nos llevó a Magistratura Laboral, pero perdió —contestó Rademacher, y soltó una tos con flemas—. En nuestro sector todo el mundo se conoce, así que después de eso nadie quiso contratarlo. A día de hoy sigue culpándonos a nosotros, pero fue él solo quien se dejó fuera de juego.
—¿Tuvo algo que ver con la planificación del parque eólico del Taunus?
—Solo en las fases más iniciales. Lo despedimos en agosto del año pasado.
Pia abrió su mochila y sacó una copia de la hoja que Kröger había encontrado debajo de la fotocopiadora de la sala auxiliar. Se la alcanzó a Theissen.
—¿Qué es esto? —preguntó él, ceñudo.
—Eso me gustaría que nos dijera usted.
El director contempló la fotocopia y arrugó más la frente, después le pasó la hoja a Rademacher con un semblante imperturbable.
—Parece una página de un informe pericial. —Se cruzó de brazos—. ¿De dónde lo han sacado?
—Estaba en el suelo, debajo de la fotocopiadora que hay junto a su despacho. —Oliver von Bodenstein no le quitaba el ojo de encima a Theissen—. Lo cierto es que pensábamos que no era nada extraordinario, pero entonces nos extrañó la hora a la que se utilizó la fotocopiadora por última vez. Según el historial, en concreto fue el sábado 9 de mayo, entre las 2.43 y las 3.13 de la madrugada.
—No acabo de entender… —empezó a decir Stefan Theissen, pero calló enseguida.
Aquella hoja no parecía tan insignificante como quería hacerles ver el director, porque sus ojos se movían nerviosos de aquí para allá mientras se mordía el labio inferior. Rademacher, por el contrario, sonreía malhumorado.
—Ahora por lo menos sabemos para qué se coló aquí Yannis Theodorakis —opinó—. Espionaje industrial. Esto lo pagará caro.
Bodenstein le dirigió una mirada pensativa. ¿Acaso no sabía Rademacher que Theissen había estado en la empresa la noche del asesinato?
—¿Cuándo dijo usted que salió del edificio el viernes por la noche? —preguntó volviéndose hacia Theissen.
—Poco antes de medianoche —respondió este. No parecía acabar de entender adónde quería ir a parar el inspector jefe—. Pero eso ya se lo dije.
—Nadie lo vio, y hasta ahora solo su mujer ha podido corroborar su coartada. Por desgracia, su palabra no tiene demasiado peso.
Rademacher no dejó entrever si esa información lo había sorprendido. O bien era un curtido jugador de póquer, o estaba al tanto de las actividades nocturnas de Theissen la noche de la muerte de Grossmann. Su expresión era expectante, casi demostraba curiosidad. El rostro de Theissen, por el contrario, exhibió en apenas un segundo todo un caleidoscopio de emociones: asombro, incredulidad, inseguridad, miedo. Esta última fue la más fuerte de todas, la que quedó pendiendo de su mirada como una sombra cuando volvió a serenarse.
—No entiendo a qué… —empezó otra vez.
—Creo que lo entiende muy bien —lo atajó Pia. Aquel hombre empezaba a ponerla de los nervios—. Quizá había quedado usted con quien fuera que entró en el edificio.
—Pero… ¡eso es un disparate! ¿Por…, por qué habría de quedar yo con un intruso? —tartamudeó Stefan Theissen con sorpresa.
Era una deducción algo abstrusa y la propia Pia lo sabía, pero ya había pillado a Theissen mintiendo una vez y tal vez volvería a cometer un error si le apretaba las tuercas.
—Sea como fuere —dijo Oliver—, la coartada que le ofrece su esposa es débil. Estuvo usted en el edificio, evitó encontrarse con su vigilante nocturno y no sabemos a qué hora salió exactamente de aquí. Por esos motivos está usted bajo sospecha de haber tenido algo que ver con los sucesos de la noche del viernes. Y por eso le pedimos que, de momento, no se vaya a ninguna parte. Debe estar localizable en todo momento.
—¡No pensarán en serio que he podido tener algo que ver con el accidente! ¡Rolf era amigo mío!
Theissen estaba rojo. Rademacher le puso una mano apaciguadora en el brazo, pero él se la sacudió de encima.
—Vine a mi despacho a buscar unos documentos que se me habían olvidado. ¡El único motivo por el que no quería que Rolf me viera era que no me apetecía entretenerme con él! ¡No pienso dejar que me acusen de haberle hecho nada!
Su indignación era auténtica, pero tras ella se escondía algo más que enfado por la sospecha de Pia.
—A Yannis Theodorakis sí lo veo capaz de algo así —dijo entonces Rademacher, con el aplomo de la convicción—. Es un hombre colérico. Un fanático radical sin respeto alguno. Tal vez Grossmann lo reconociera y quiso hablar con él. Vayan a buscarlo, si es que no lo han hecho ya. Comprobarán que tengo razón. Ese hombre es imprevisible y está lleno de odio.
El recipiente de papel con la lasaña de salmón daba vueltas en el plato de cristal del microondas. Yannis había extendido los documentos en la mesa de la cocina y estaba comparando minuciosamente sus números con los de los informes periciales que estaban en su poder desde hacía ya un tiempo. Creó una tabla de análisis con los datos de la comparación y sacudió la cabeza.
—Increíble —murmuró.
La puerta de la casa se abrió justo cuando la luz del microondas se apagaba con un pling. Yannis no tuvo que mirar el reloj; Nika llegaba todos los mediodías a la una y media en punto. Nunca se quedaba a comer con Frauke o con Ricky, ni con amigas, puesto que no tenía ninguna.
—Hola —dijo ella al entrar en la cocina.
—Hola —contestó él levantando la mirada de las tablas y los números.
Esa extraña vestimenta le habría parecido lamentable en cualquier otra mujer; en ella le resultaba exótica y maravillosamente modesta. Llevaba una falda larga de florecitas, una blusa de color oliva y una chaqueta de punto amorfa cuya lana debía de haber sido verde una vez. En los pies se había calzado unas zapatillas de deporte muy cedidas. Sin embargo, desde que sabía cómo era su cuerpo por debajo de esa ropa tan peculiar, a Yannis ya no le importaba en absoluto.
—¿Has comido algo? —preguntó con un tono que pretendía ser informal, aunque tenía el corazón en la garganta.
—No, ¿qué me ofreces?
—Lasaña de salmón con ensalada de patata.
La mirada de Nika recayó en el envase vacío.
—Ah, no, muchas gracias. Hoy no me apetecen delicatessen del Aldi.
A causa de la predilección de Ricky por la cocina rápida, Yannis había acabado disfrutando de los precocinados y los congelados del supermercado cercano con los que ella atiborraba la nevera.
—Bueno, la ensalada de patata es del Rewe —repuso él.
Nika sonrió entonces, y él se quedó sin habla como tantas veces últimamente. En muy pocas ocasiones le faltaban las palabras, por eso le desconcertaba la timidez que se apoderaba de él en presencia de Nika desde hacía un tiempo. Ella, sin embargo, no parecía darse cuenta de la turbación que le provocaba.
—Prefiero hacerme un bocadillo —dijo, y abrió la nevera.
Yannis se sirvió la lasaña y la ensalada en un plato, sacó cubiertos de un cajón y se sentó a la mesa apartando la montaña de papeles a un lado.
—¿Qué es eso que tienes ahí? —preguntó Nika, y miró con curiosidad por encima de su hombro mientras cortaba un tomate por la mitad.
—Un par de peritajes —respondió Yannis sin dejar de masticar—. Todavía necesito argumentos contundentes para esta noche.
—Ah, ya. —El interés de Nika se esfumó.
Se sirvió un vaso de agua, se sentó a la mesa y empezó a comerse el sándwich de tomate y pepino. Yannis se estrujó el cerebro en busca de un tema de conversación que consiguiera sacarle algo más que un «gracias» o los monosílabos «sí» y «no».
—¿Ha habido mucho movimiento hoy en la tienda? —preguntó al final, y se la quedó mirando.
—Para ser martes no ha estado mal —repuso ella—. La tienda online marcha sorprendentemente bien.
Agradecido, Yannis se lanzó a ese tema y habló por los codos sobre las ventajas y los inconvenientes de la venta por internet. Nika asentía de vez en cuando y sonreía distraída, pero él se daba cuenta de que tenía la cabeza en otra parte. Cuando se terminó el bocadillo, apartó el plato, se inclinó sobre la mesa y alcanzó el periódico que él había dejado allí por la mañana.
Yannis la miraba de reojo con disimulo. ¿Cómo reaccionaría si en ese momento le confesaba que estaba loco por ella? ¿Debía atreverse, a ver qué sucedía? Nada resultaba más bochornoso que un rechazo, pero ya no soportaba aquella tensión. Mientras seguía pensando en cómo sacar el tema y decírselo, Nika pasó una página y de repente se estremeció como si acabara de ver un fantasma en el periódico. La mano con la que sostenía el vaso empezó a temblarle mucho. Una expresión de horror cruzó durante una fracción de segundo su rostro, por lo general sereno como el de una virgen renacentista.
—¿Qué ocurre? —preguntó Yannis, preocupado.
Ella dejó el vaso, tragó y sacudió la cabeza. Sus ojos refulgían con sobresalto. Enseguida bajó la mirada.
—¿Eh? Nada. —Había vuelto a recuperar el control. Dobló el periódico deprisa y se levantó antes de que él pudiera añadir algo más—. Nos vemos luego. Tengo que irme ya.
Dicho eso, desapareció en el sótano. Yannis la miró desconcertado y algo molesto. ¿A qué había venido aquello? Se inclinó sobre la mesa, recuperó el periódico y lo hojeó página por página, pero no encontró nada que pudiera haber causado el espanto de Nika. ¿Había sido un nombre en alguna de las esquelas enmarcadas en negro lo que la había alarmado? En tal caso, ¿cuál? ¿Cómo se apellidaba Nika? Nunca habían firmado con ella un contrato por el alquiler del apartamento del sótano porque, a fin de cuentas, era una vieja amiga de Ricky. Yannis arrugó la frente. No sabía casi nada de la mujer con quien compartía su casa desde hacía medio año y que últimamente acaparaba sus pensamientos de una forma muy poco apropiada. Ya iba siendo hora de cambiar eso.
—No creo que Stefan Theissen tuviera nada que ver en la muerte de Grossmann —dijo Pia mientras Oliver y ella, poco después, recorrían el pasillo—. Pero ¿has visto cómo se ha sobresaltado cuando le he enseñado la hoja?
—Sí, me he dado cuenta. Tiene algo que esconder. —El inspector jefe miró un momento hacia el ascensor, pero luego se decidió por la escalera. Aunque no hiciera más que bajarla, intimidaría a un par de células adiposas—. Yannis Theodorakis tiene una cuenta pendiente con su antiguo jefe. Es un asunto personal, hay emociones en juego. A pesar de eso, Theissen seguirá siendo sospechoso mientras no encontremos a nadie que confirme su coartada, aparte de su mujer.
—Las acusaciones de Yannis Theodorakis contra WindPro tampoco pueden haber salido de la nada así como así. —Pia se detuvo en un descansillo—. Debe de tener algo palpable contra Theissen y Rademacher; si no, no se habría plantado ante las cámaras para hablar de estafa y soborno.
—Lo que me rechina es ese hámster. —Oliver sacudió la cabeza, pensativo—. No encaja para nada en el cuadro. Theodorakis entra en la empresa, deja el hámster muerto en el escritorio como advertencia para Theissen, o por lo que sea, luego fotocopia unos documentos, Grossmann lo sorprende y lo reconoce. Acaban discutiendo. Grossmann cae por la escalera… ¿y Theodorakis intenta reanimarlo? Ni en sueños. Lo único que querría sería largarse.
—Sí, y tampoco habría mencionado lo del exterminio de los hámsteres por televisión si él mismo había dejado el animal en el escritorio —dijo Pia, coincidiendo con su jefe.
Se miraron sin saber por dónde tirar.
—Tenemos que hablar con él cuanto antes —concluyó Oliver, que sacó el móvil y se puso de nuevo en marcha.
Llamó a Ostermann, y este le comunicó que por fin habían averiguado la dirección de Theodorakis. Cem Altunay y Kathrin Fachinger iban ya de camino al distrito de Gross-Gerau, a unos cuarenta kilómetros de allí.
—¿Cómo que a Gross-Gerau? —preguntó Oliver, sorprendido.
—Está domiciliado allí, en Büttelborn.
Oliver y Pia habían llegado a la planta baja y atravesaron el vestíbulo de entrada. La inspectora alargó el brazo para empujar la puerta y, entonces, un rayo de sol que cayó por la cúpula de cristal hizo relucir algo que llevaba en la mano izquierda. ¿Qué era eso? ¿Un anillo? En los cuatro años que llevaban trabajando juntos, Oliver nunca había visto a su compañera llevar ni una sola joya.
—Avísame cuando vuelvan. —Dio un paso a un lado y esperó a que el hombre que salía del edificio con ellos y los miraba con curiosidad estuviera a una distancia prudente y no pudiera oírlos—. Quiero que pregunten por Yannis Theodorakis a todos los empleados de WindPro.
Oliver colgó y guardó el móvil. De camino al coche pensó si decirle a Pia algo sobre ese anillo. Sin embargo, la desacostumbrada reserva que vio en su rostro hizo que se decidiera por callar. Tal vez más tarde.
—Ahora sueltas el embrague despacio… Eso… ¡Ups! —Ricky se echó a reír—. ¡No tan deprisa!
Mark volvió a sentirse bien nada más verla. Los sombríos recuerdos habían desaparecido tras su puerta como espíritus malignos y solo le habían dejado un ligero embotamiento que no tardó en desaparecer. Ricky nunca lo taladraba con preguntas estúpidas. Cuando se daba cuenta de que no estaba muy fino, enseguida se le ocurría algo para distraerlo. El coche se había detenido con una sacudida.
—Perdón —murmuró el chico.
No había forma de que le saliera: embragar, poner la marcha, acelerar. ¡Pero si hasta el tío más lerdo sabía conducir un coche!
—No pasa nada —dijo Ricky—. ¡Prueba otra vez!
Giró la llave en el contacto hasta que el motor arrancó, pisó el embrague y movió la palanca de cambios para meter primera. Aferró el volante con las manos empapadas en sudor. Entonces Ricky se inclinó hacia él y le puso una mano en el muslo izquierdo. El corazón empezó a latirle con un redoble de tambor y casi se le olvidó respirar de la emoción.
—Ahora sueltas el embrague muuuy despacio… —dijo Ricky, y fue reduciendo con suavidad la presión sobre su pierna—. Y al mismo tiempo aceleras, pero no demasiado.
Mark asintió con brío y se pasó la lengua por los labios con la mirada muy fija en la pista asfaltada. ¿Cómo iba a concentrarse en la conducción con la mano de Ricky en la pierna? Sentía la suave presión de sus pechos contra su brazo derecho, olía el aroma de su champú.
Soltar despacio, pensó, y acelerar… ¡Sí! ¡Estaba conduciendo! El coche avanzó por el camino. Ricky le quitó la mano de la pierna y lo miró con una sonrisa.
—¡Genial! —exclamó. Su boca no estaba ni a treinta centímetros de la de él—. Suelta el acelerador, pisa el embrague, pon segunda.
Mark lo hizo, pero se olvidó de acelerar después de poner la marcha y el motor se ahogó otra vez.
—Creo que será mejor que conduzcas tú —sugirió, deprimido—. Si no, hoy no llegamos a la tienda.
—Tonterías. —Ricky sacudió la cabeza con energía—. Solo es cuestión de práctica. Tú lo llevas hasta la urbanización y allí cambiamos.
El chico volvió a encender el motor y consiguió meter segunda sin que se le calara el coche. Hacía ya un par de semanas que Ricky le había dejado conducir en secreto por primera vez. Porque sí.
«Venga, va, inténtalo —le había dicho de repente, sonriendo—. Antes de tu primera clase práctica ya sabrás conducir perfectamente».
¡Eso era típico de Ricky! Siempre se portaba genial con él, nunca lo trataba como a un niño pequeño. La admiración de Mark por ella era infinita. Ricky sabía de absolutamente todo: saltaba al lomo desnudo de sus caballos sin ninguna ayuda, hablaba un inglés perfecto porque había ido a una universidad de élite de California (¡había sido una de las únicas siete mujeres que estudiaban para técnico aeroespacial, nada menos!). Sabía remangarse como cualquier hombre, trataba con animales, no le tenía miedo a nada y siempre tenía buenos consejos. Y, encima, estaba buenísima. El día en que la vio por primera vez había marcado un punto de inflexión en su vida. Él quería ser como ella: así de fuerte, así de honrado, sincero y despreocupado. Ricky, al contrario que otros adultos, no hacía promesas vacías, mantenía su palabra, no mentía y nunca lo despachaba con alguna estúpida fórmula de cortesía. Y lo más bonito era que ella lo prefería a él antes que a nadie… Bueno, salvo Yannis; al fin y al cabo era su novio, así que no pasaba nada.
—¡Cambia! —le recordó ella cuando la aguja, junto al velocímetro, se acercó a las cuatro mil revoluciones y el motor rugió con dolor.
Soltar el acelerador, pisar el embrague, cambiar, pisar el acelerador. El Audi negro ronroneó de satisfacción sobre el camino asfaltado entre manzanos y cerezos en flor, el aire suave entraba por la ventanilla abierta.
—¡Lo estoy haciendo! —exclamó Mark, exultante—. ¡Estoy conduciendo!
—Claro, puedes hacer cualquier cosa si lo deseas de verdad —repuso Ricky, y sonrió una vez más.
Apretó los botones del reproductor de CD y, poco después, por los altavoces se oyó a todo volumen el All Summer Long de Kid Rock. En realidad a Mark esa canción le parecía un asco, pero a Ricky le encantaba porque le recordaba a su época de California, y por eso él había decidido que también le parecía guay.
—¡Lo haces de maravilla! —gritó ella por encima de la música—. Cuando te saques el carné de conducir, recorreremos juntos la Pacific Coast Highway No. 1. ¡De San Diego a San Francisco!
Mark asintió, loco de alegría.
—And we were trying different things, we were smoking funny things, making love out by the lake to our favourite song… —cantó ella.
El chico se le unió. Un mechón rubio se había soltado de la trenza de Ricky y ondeaba con el viento que entraba en el coche. Era tan maravillosa que Mark no hubiese querido dejar de mirarla.
—Sipping whiskey out the bottle, not thinking about tomorrow, singing Sweet Home Alabama all summer long!
Se sonrieron, y Mark deseó que aquellos tres kilómetros escasos de trayecto no terminaran nunca.
El viernes por la noche había cometido un error, pero tener mala conciencia no le serviría de nada a nadie. Yannis subió despacio la escalera de caracol. El desván era su guarida. Los peludos animales de cuatro patas no tenían nada que buscar allí arriba, y ni siquiera Ricky subía mucho. Abrió las ventanas de las dos buhardillas opuestas para dejar pasar algo de corriente y encendió el ordenador. Su escritorio estaba junto a la buhardilla que miraba al oeste, por la que se veía desde el fondo del valle donde se encontraba el refugio de animales hasta lo alto de las ruinas del castillo de Königstein. Yannis reprimió con decisión sus desagradables remordimientos de conciencia, que solo lo torturaban cuando se paraba a pensar. Esa noche se celebraba una reunión preparatoria en el bar Krone, y allí debía convencer a los demás miembros de la iniciativa ciudadana de que al día siguiente no era Ludwig Hirtreiter quien debía defender su causa en la asamblea vecinal, sino él.
Los rayos del sol calentaban al entrar por la ventana abierta y dibujaban un cuadrado luminoso sobre el suelo de moqueta gris. Una mosca pesada que zumbaba por allí se posó en la pantalla del ordenador. Él la ahuyentó distraído, abrió el correo y sonrió con satisfacción al ver que Mark había cumplido su palabra. Por cargante y pesado que pudiera ser a veces el chaval, para esas cosas valía su peso en oro, verdaderamente.
Después de imprimir los once correos, Yannis entró en internet y tecleó el nombre de «WindPro» en la barra de búsqueda de Google. Se había acostumbrado a hacerlo cada poco, ya que tenía que estar a la última en todo lo concerniente al enemigo. Leyó por encima los primeros resultados, hasta ver un nombre que le llamó la atención y despertó en él una asociación difusa. Entró en el artículo y contempló la foto que acompañaba al texto. «El profesor Dirk Eisenhut, director del Instituto Climatológico de Alemania, ha sido invitado el próximo viernes 15 de mayo, a Königstein —leyó—. El señor Stefan Theissen, presidente del Círculo Empresarial del Taunus Sur, se ha mostrado muy satisfecho de contar con un científico tan prominente».
El cerebro de Yannis empezó a trabajar. ¿Dónde había visto hacía poco el nombre de Eisenhut? ¿Y en qué contexto? Estuvo un rato dándole vueltas sin dejar de mirar fijamente la foto de la pantalla, y entonces lo recordó. ¡Por supuesto! Abrió el último cajón de su escritorio y sacó los valiosos documentos que había reunido durante semanas y meses y había archivado con meticulosidad. La noche siguiente supondrían una sorpresa impresionante. Hojeó con impaciencia el interior del grueso archivador hasta encontrar lo que buscaba. Uno de los dos peritajes positivos que habían influido en la autorización para la construcción del parque eólico de Ehlhalten lo había realizado el Instituto Climatológico de Alemania. ¡No podía ser casualidad! El profesor Eisenhut, por lo visto, le había hecho un favor a su amigo. Tal vez incluso había recibido por ello una buena suma.
Yannis sonrió con malicia. ¡Ya se imaginaba la cara que pondría Stefan Theissen al día siguiente, cuando se enterara de en manos de quién habían acabado los documentos! Ese informe pericial tan evidentemente falso no era más que la guinda del pastel. Las pruebas contundentes que presentaría ante la prensa y el público en las siguientes veinticuatro horas significarían el fin definitivo del parque eólico del Taunus. Y el principio del fin de WindPro. Porque ese rastrero de Theissen ya no podría desvincularse del asunto con tanta facilidad.
Yannis entrelazó las manos detrás de la cabeza y miró pensativo por la ventana. Presentía que ahí se escondía algo más. ¿Qué podía ser? Apartó con una mano la mosca que no dejaba de intentar posarse en su cara y de pronto el recuerdo apareció en su cabeza. Dio un respingo, se levantó y bajó la escalera a todo correr, abrió la puerta de la cocina y se lanzó directo al periódico que seguía allí. Pasó las páginas con impaciencia hasta llegar a la sección local. Ahí estaba.
«El papa climático Dirk Eisenhut presenta su nuevo libro —decía el titular, y debajo se veía una foto del profesor Eisenhut—. El próximo viernes, el director del Instituto Climatológico de Alemania presentará en el hotel Kempinski su éxito de ventas de reciente publicación, El planeta azul está al rojo vivo. El Círculo Empresarial del Taunus Sur se complace en invitar al público interesado a la conferencia y posterior debate con el profesor Eisenhut, asesor del Gobierno federal en cuestiones climáticas».
Yannis arrancó la página, volvió a dejar el periódico en la mesa y regresó a su estudio. «Profesor Dirk Eisenhut», tecleó en Google, luego el signo de más y el nombre de «Nika». Se sorprendió gratamente al ver la cantidad de resultados encontrados y empezó a leer.
—¡Que no! ¡Y es mi última palabra! —Ludwig Hirtreiter colgó de golpe el auricular en la horquilla del antiguo teléfono negro que ocupaba la cómoda del vestíbulo desde hacía treinta años.
Tell había posado la cabeza sobre las patas delanteras y, desde su manta, junto a la entrada, seguía con sus ojos color ámbar todos los movimientos de su amo. Ludwig Hirtreiter entró a zancadas en el salón, abrió las coloridas puertas decoradas del armario rústico y sacó la botella de aguardiente de frutas. En realidad no bebía alcohol durante el día, pero aquella situación lo había alterado tanto que necesitaba algo para tranquilizarse. La mano le tembló un poco al servirse el licor. Dio un buen trago e hizo una mueca. El fuerte aguardiente le quemó en el esófago y el estómago, pero surtió efecto. Después de un segundo vaso, se acercó a la ventana del salón, estiró la espalda hasta que le crujieron las vértebras y las clavículas y respiró hondo un par de veces. ¿Por qué narices se dejaba provocar así una y otra vez? Debía conservar la calma. Durante la rehabilitación se lo habían repetido hasta la saciedad: «Cualquier sobresalto le perjudica al corazón, no sobrevivirá usted a un segundo infarto». Pero ¿cómo podía conservar la calma cuando sus propios hijos se habían unido a Frauke en su contra? En la mesa del salón tenía la nueva oferta de WindPro, que el odioso Stefan Theissen le había entregado en persona. Tres millones, ¡y por escrito! Debía tomar una decisión dentro de las veinticuatro horas siguientes.
Miró más allá de las nubes de color rosa que formaban los cerezos en flor del jardín y vio la dehesa del otro lado, que era la responsable de todas las disputas. Allí estaba, inocente e intensamente verde, un prado de dos mil quinientos metros cuadrados que solo utilizaban dos veces al año los granjeros aficionados del pueblo para recoger heno, pero que por lo demás estaba desaprovechado. Y de golpe y porrazo era tan valioso como un campo petrolífero. Ludwig Hirtreiter oyó el ruido de unas patas al andar, los arañazos de unas garras afiladas sobre el suelo de baldosas. Dejó caer su mano y sintió un morro húmedo en la palma.
—Que se vayan al cuerno, ¿a que sí? —le dijo a su perro, que le respondió meneando la cola.
No le convenía alterarse más, necesitaba tener los nervios templados y la cabeza clara para la reunión preparatoria de dos horas después y la asamblea vecinal del día siguiente. Tal vez el problema se resolviera por sí solo. Si al final se impedía la construcción del parque eólico, WindPro ya no tendría ningún motivo para pagarle tantísimo dinero, y así él podría sentarse con toda tranquilidad en un sillón el resto de sus días a contemplar el prado y los bosques del Taunus, tal como había hecho durante más de cuarenta años.
El agua para la pasta ya hervía. Pia añadió un chorrito de aceite de oliva, una pizca de guindilla, algo más de una pizca de sal y, por último, los spaghettini. En la sartén, sobre el otro fogón, derritió un trozo de mantequilla y luego le dio un sorbo a su copa de vino tinto, que estaba a la temperatura perfecta.
—Creo que he encontrado algo —dijo Christoph detrás de ella—. Escucha, que suena bien.
Estaba sentado a la mesa de la cocina frente a su portátil y con las gafas de leer en la punta de la nariz, buscando un nuevo hogar por internet. Desde que Gerencia de Urbanismo de la ciudad de Frankfurt había decretado el año anterior la demolición de la casa de Pia, tenían los días contados allí, aunque gracias a su recurso tal vez el asunto se retrasara todavía un tiempo.
—Granja con edificio de vivienda, granero y establos —leyó Christoph en voz alta—. Terreno propio de dos hectáreas, más diez hectáreas de prados arrendados…
—¿Dónde? —preguntó ella mientras cortaba un diente de ajo en láminas finísimas.
—Cerca de Usingen.
—Demasiado lejos. —Negó con la cabeza y puso la campana extractora al tres.
Los piñones y el ajo resbalaron sobre la mantequilla caliente, Pia redujo el fuego y esperó a que se doraran, luego añadió los tacos de jamón de Parma y echó tres hojitas de salvia de una pequeña mata que tenía en el alféizar. Se le hizo la boca agua con el aromático olor.
—Pero es bonita —insistió Christoph—. Ven a ver las fotos.
Ella se acercó y lanzó una rápida mirada por encima de su hombro.
—¿De verdad quieres conducir más de una hora por las mañanas para ir a trabajar? —preguntó.
Christoph masculló algo incomprensible e hizo clic en el siguiente anuncio. Durante los últimos meses se habían recorrido media región del Wetterau hasta la montaña de Vogelsberg, pero nada de lo que habían visto les encajaba. Demasiado caro, demasiado grande, demasiado pequeño, demasiado alejado. Era desesperante. Pia redujo un poco de vino de Marsala con el jamón, el ajo y los piñones, pescó un espagueti del agua y lo probó. Dos minutos más. En ese momento llamaron a la puerta, y los perros, que estaban medio dormidos debajo y a un lado de la mesa de la cocina, saltaron como el rayo y empezaron a ladrar.
—¡Silencio! —gritó Pia, y los ladridos cesaron—. ¿Quién será?
Descolgó el telefonillo de la entrada. En el monitor en blanco y negro reconoció una cara borrosa. ¿Qué hacía Miriam allí? Apretó el botón del portero automático.
—¿Quién es? —preguntó Christoph, que abandonó de momento la búsqueda de granjas y cerró el portátil.
—Miriam —contestó Pia—. ¿Podrías colar la pasta y ponerla en la fuente, por favor?
Fue al vestíbulo, se calzó los Crocs azul cielo y abrió la puerta de la casa. El BMW cabrio negro ya estaba avanzando por el camino de entrada y se detuvo junto a su Nissan. Miriam se apeó.
—¡Hola! —Pia sonrió—. Menuda sorpre…
Calló sobresaltada al ver el estado en que se encontraba su mejor amiga. Debía de haber salido precipitadamente, porque llevaba pantalones de jogging e iba sin maquillar, algo nada propio de ella, que siempre parecía ir arreglada y elegante sin que le costara ningún esfuerzo.
—Pero ¿qué ha pasado? —preguntó Pia, alarmada.
Miriam se detuvo frente a ella con sus grandes ojos oscuros anegados en lágrimas.
—Estoy tan cabreada… —prorrumpió—. No te creerás lo que acaba de pasar: esa tal Löblich llama y dice que acaba de tener a su hijo. Y Henning lo deja todo tal cual… ¡y se va con ella!
Pia no creía lo que estaba oyendo. ¿Acaso Henning había perdido el juicio?
—¡Es increíble! —Miriam alzó los hombros, le temblaba la voz. Una lágrima se deslizó por su cara pálida, luego otra—. Me había asegurado que ya no tenía nada que ver con esa imbécil, pero ella ha tenido que llamar, claro, y Henning se ha…, se ha…
Se interrumpió y se lanzó a los brazos de Pia llorando desesperadamente.
—¿Cómo es capaz de hacerme tanto daño? —dijo, ahogada entre sollozos.
Tampoco Pia tenía respuesta para eso. Hacía muchos años que había abandonado todo intento de comprender la conducta de su exmarido.
—Bueno, primero entra —le dijo a Miriam—. Cenas algo con nosotros y luego ya veremos, ¿de acuerdo?
Frauke miró como por quincuagésima vez hacia la oscuridad de la ventana. Acababan de dar las diez. ¡La reunión en el Krone debía de haber terminado hacía rato! ¿Dónde se había metido el viejo?
—Seguro que ha visto nuestros coches —supuso Matthias.
—Qué va —dijo Frauke—. Pero si habéis aparcado detrás del granero, y nunca mira allí.
Conocía bien las costumbres de su padre. Cuando regresaba a casa de noche, dejaba el coche en el garaje, soltaba al perro y subía con él hasta la linde del bosque. Después controlaba que el establo, el matadero, las pajareras y el taller estuvieran bien cerrados. Nunca se acercaba hasta el granero, que quedaba en el otro extremo de la propiedad.
—Esta mañana me ha colgado el teléfono, el viejo cabrón testarudo. —Matthias fue hacia el armario rústico donde su padre guardaba las provisiones de alcohol. Abrió las puertas, sacó una copa y miró las botellas con asco. Aguardiente de frutas, de trigo, ron especiado. ¿Es que no tenía el viejo nada decente para beber? Al final se decidió por un coñac y se sirvió la copa hasta el borde.
—No bebas tanto —le susurró Frauke—. Eso se huele enseguida, y entonces tendrás muy malas cartas.
—De todas formas ya las tengo —repuso Matthias, sombrío. Levantó la copa, vació el coñac de un solo trago y se sacudió—. ¿Quieres uno tú también?
—No.
El perro ladró en su perrera, fuera; su compañero, el cuervo domesticado, graznó también. Poco después se abrió la puerta de la casa y Gregor entró con semblante lúgubre.
—Cómo detesto toda la granja… —Apagó su iPhone y se lo metió en el bolsillo—. ¿Qué estás bebiendo?
—Coñac. —Matthias hizo una mueca—. Lo demás es aún peor.
Gregor pasó por delante de su hermano pequeño para ir al armario y servirse también una copa. Se quedaron de pie en silencio, uno junto a otro, cada cual absorto en sus miserias.
Frauke volvió a dirigir la mirada hacia la carretera que bajaba hasta el pueblo. ¿Y si Yannis y su gente se salían con la suya y conseguían impedir la construcción del parque eólico con sus firmas? Su padre tenía que acceder esa noche sin falta a la venta del prado; si no, todo el trato se haría pedazos. Una vez tuvieran el dinero, ya les daría lo mismo si construían los molinos de viento o no.
El viejo reloj de pie que había junto al mueble del televisor sonó diez veces. El perro ya había dejado de ladrar. Gregor volvió a comprobar su iPhone y maldijo en voz baja. Matthias fue a la cocina.
Esa noche Frauke volvería a ver a su padre por primera vez desde que se había ido de casa dos años antes. No lo había echado de menos. Se habían dicho demasiadas malas palabras. Él jamás le perdonaría su reproche de que su madre había contraído cáncer solo porque él había convertido su vida en un infierno con su terquedad y sus aires de suficiencia.
Hubo un tiempo, en su infancia, en que Frauke quiso y admiró a su padre, y lo acompañaba entusiasmada al bosque. Él, que siempre tenía una respuesta para cada una de sus preguntas, había despertado en ella el amor por la naturaleza y los animales, y ella había compartido su pasión por la caza. Sin embargo, al llegar a la adolescencia Frauke engordó mucho. Al principio él le tomaba el pelo y la llamaba «gordinflona», por desgracia delante de todo el mundo. O le decía que no era más que el cambio de la pubertad y que esos kilos volverían a desaparecer. Pero los kilos se quedaron y fueron a más, y su padre empezó a controlarle el peso. Frauke tenía que subirse todas las mañanas a la báscula del cuarto de baño de sus padres, en braguitas y sujetador, y él anotaba su peso en una tabla arrugando la frente. Había empezado a odiarlo por aquel entonces. Para cuando cumplió los dieciséis años, ya había superado la marca de los cien kilos. Le racionaron la comida. La enviaron a una nutricionista. Con diecisiete ya tenía tocados los ligamentos de las rodillas y no podía asistir a las clases de educación física del instituto. Frauke se avergonzaba de su cuerpo amorfo e intentaba ocultarlo debajo de suéteres noruegos tamaño tienda de campaña. Y, por si fuera poco, todas las mañanas tenía que soportar que la sometieran a aquel procedimiento humillante. Más de treinta años después, todavía sentía brotar ese odio impotente que había hervido en su interior cada vez que su padre la obligaba a subirse a la báscula.
Unos faros se deslizaron en la oscuridad por la estrecha carretera que pasaba por delante de la granja y acababa en un aparcamiento junto al bosque.
—Ahí viene un coche —dijo—. ¡Apagad la luz!
Se oyó un clic cuando Matthias apretó el interruptor que había junto a la puerta. La lámpara del techo se apagó, todo quedó a oscuras. Frauke oyó respirar a sus hermanos en el silencio.
—Jamás accederá —dijo Matthias con una voz sepulcral—. Puede que hasta acabe desheredándonos si lo presionamos más.
—Basta ya de una vez —interrumpió Gregor a su hermano pequeño—. Hemos acordado cómo lo haríamos y ahora lo llevaremos a cabo.