24 de diciembre de 2008

¡Anna! —Sonrió contento al verla entrar en su despacho y se levantó de su escritorio—. Qué bien que lo hayas conseguido. Para mí no habría sido Navidad si no hubiera podido brindar por lo menos contigo.

Ella estaba firmemente convencida de tener controlados sus sentimientos; de no ser así, no habría acudido. La candidez de la mirada de él la hizo temblar por dentro. No tenía ni idea del poder que poseía sobre ella. Lo miró mientras sacaba la botella de champán que había en la cubitera de la mesa de reuniones y la descorchaba. Era como un déjà vu, como la repetición de aquel día de diez años atrás, cuando empezó todo. Al champán le había seguido su primera noche juntos, la primera de incontables más. Aunque ella se resistía, el antiguo anhelo se abrió camino en su corazón. ¿Por qué no la amaba el profesor?

En las ventanas que llegaban hasta el techo se reflejaba el gran despacho; Anna lo vio a él en el cristal, vio lo poco que había cambiado en todos esos años, y se vio a sí misma, que ya no era la joven y ambiciosa científica de aquel entonces. Había envejecido, tenía arrugas de amargura en el rostro. Un ratoncillo gris y anodino, una solterona a quien la vida había pasado de largo porque se había enamorado del hombre equivocado.

—¡Feliz Navidad! —exclamó él, sonriendo, y le alcanzó una copa.

No, visto de cerca tampoco él era ya el joven y dinámico director del instituto de entonces. Su pelo era más fino, tenía bolsas bajo los ojos. Con un asomo de satisfacción malévola, se fijó en su clara barriguilla incipiente y en su mal aliento. Esa Bettina se había casado con un viejo.

—¡Feliz Navidad!

Le correspondió la sonrisa y brindó con él. Bebió un sorbo. El champán no estaba bueno. Le hubiera gustado lanzarle a la cara el contenido de la copa y gritarle: ¿Por qué me has hecho tanto daño? ¿Por qué me has engañado? ¿Por qué te has casado con otra?

—¿Qué te pasa? —le preguntó Dirk—. Pareces triste.

La compasión de su voz se clavó como un puñal en el corazón de ella, que luchaba por contener las lágrimas. Una copa de champán en su despacho, eso era todo lo que recibiría de él por Navidad. El abeto de su casa lo decoraba con otra mujer. Bettina, con la que al día siguiente iría a visitar a sus padres para comer juntos el ganso de Navidad. Con la que vivía en su casa. Le dolía profundamente pensarlo, pero a la vez le hacía bien. Solo recordando el daño que él le había hecho podría mantenerse fuerte y llegar hasta el final. Se sintió algo mareada. Tal vez debería haber comido algo antes de beber alcohol.

—¿Annika? ¿Qué te ocurre? ¿No te encuentras bien?

La voz de Dirk parecía venir de lejos, su cara de preocupación se desdibujó ante sus ojos. Se llevó las manos a la cabeza. Él le quitó la copa de la mano con cuidado y de pronto la tenía entre sus brazos. El rostro de Dirk muy cerca del suyo, y a la vez tan lejos. Sentía la cabeza abotargada. De repente se le doblaron las rodillas. Algo tintineó. ¿Dónde estaba Dirk? ¿Qué había sucedido?

Tumbada en el suelo, lo vio detrás de su escritorio. Tenía el auricular del teléfono en la oreja y se apretaba la cabeza con una mano. ¿Era sangre eso de su mejilla? Su voz sonaba furiosa. Annika parpadeó, intentó comprender lo que decía, pero a su consciencia nublada solo llegaban fragmentos de palabras.

—… ha atacado —oyó—. ¡Estoy herido! Sí, dense prisa. Está completamente fuera de sí… Tirado encima con una botella rota…

Estaba cansada. Ya no sentía su cuerpo. La saliva le caía por la comisura de la boca.

—Dirk —balbuceó, aturdida.

Y entonces todo oscureció.