Martes, 12 de mayo de 2009
El café estaba caliente y amargo, ideal para despertarse. Las dos cucharaditas generosas de azúcar que solía echarse Oliver quedaron fuera esta vez, porque el día anterior se había hecho el firme propósito de perder por lo menos diez kilos. No pensaba rendirse al sobrepeso sin luchar. Como por naturaleza era más bien vago, prefería renunciar a la comida en lugar de atormentarse jadeando por el bosque en pantalones de chándal o, peor aún, ir a uno de esos atroces centros de fitness. El reloj de encima de la puerta marcaba las seis y media cuando su padre entró en la cocina. Desde que Quentin, el hermano pequeño de Oliver, había asumido la administración de la finca y de las caballerizas, alimentar a los animales por la mañana ya no era tarea del viejo conde, pero no había perdido la costumbre de levantarse con el primer canto del gallo.
—¿Café? —preguntó Oliver.
Su padre asintió. Desayunar juntos se había convertido casi en un ritual ineludible para ambos esos últimos meses. Puesto que ninguno de los dos era dado a la palabrería, casi siempre resultaba un momento más bien contemplativo, pero era una buena forma de encarar la mañana.
—¿Qué tienes pensado hacer hoy? —le preguntó Oliver a su padre, más por educación que por interés.
—Acercarme a Ehlhalten para relevar a Ludwig —respondió el padre—. Queremos impedir que se pongan a talar árboles en secreto antes de la asamblea vecinal de mañana por la noche, así que montamos guardia. Él se encarga del turno de noche y yo del día.
—¿Una asamblea vecinal? —se extrañó Oliver—. ¿Qué tienes que ver tú con eso?
—Tu madre y yo estamos metidos en la iniciativa ciudadana. Ya sabes: «Por un Taunus sin molinos».
Oliver guardó silencio y contó con envidia las tres cucharaditas de azúcar que su padre se echaba en el café. Desayunaba panecillos untados con mucha mantequilla y bien cargados de queso, se permitía un trozo de tarta por las tardes y una botella de vino por las noches y, aun así, no pesaba ni un gramo más que hacía veinte años. Era injusto. ¿No decían que en los ancianos el metabolismo se volvía más lento?
—Deberías leer más a fondo la sección local del periódico —comentó riendo el viejo conde—, no solo informes policiales.
—Pero si ya lo hago… —se defendió Oliver, que alcanzó una rebanada de pan negro, la untó con una capa casi transparente de queso fresco y se sintió como un héroe al darle un mordisco.
—El consistorio de Eppstein ha convocado una asamblea vecinal mañana por la noche en el pabellón municipal —explicó su padre, y señaló con la cabeza en dirección al tablón de corcho que había junto al llavero de pared—. En ese folleto amarillo de ahí está la información. Vendrán representantes del Ministerio de Medio Ambiente y de la empresa que quiere construir el parque eólico. Y, por supuesto, también participaremos nosotros.
—¿De verdad creéis que podréis impedir todo ese tinglado? —preguntó Oliver, que se levantó, descolgó el papel amarillo del corcho y lo leyó por encima sin demasiado interés.
—Sí, desde luego —afirmó su padre—. Tenemos información confidencial que demuestra que en la concesión del permiso de construcción hubo gato encerrado. Por lo visto, esa empresa es una de las líderes del mercado en el sector. O, por lo menos, ya han destrozado paisajes de todo el mundo con sus monstruosos molinos de viento. Todo el litoral mediterráneo español, por ejemplo.
—Vaya. Y ahora están a punto de destrozar esta zona del bonito Taunus.
A Oliver von Bodenstein le resultaba gracioso ver a su padre tan comprometido. En realidad era un hombre más bien huraño. Seguro que había sido su amigo Ludwig quien lo había engatusado para que se uniera a esa iniciativa ciudadana, porque un conde siempre era un buen gancho propagandístico.
—No solo van a destrozar la zona —repuso el hombre—, es que además los molinos serán completamente inútiles en ese emplazamiento, según demuestran varios peritajes.
—Y ¿cómo es que quiere construir esa empresa un parque que no será rentable?
El inspector jefe dio un último bocado a su pan negro. Su pensamiento regresaba una y otra vez a la boda del día anterior, de la que se había marchado justo después de comer, tras recibir la llamada de Pia.
—Es todo por dinero, ¿por qué, si no? —dijo su padre entonces.
Bodenstein regresó al presente.
—¿Cómo dices?
—Que quieren construir ese parque eólico porque con ello se enriquecen. El consistorio, la región, el land y el Estado contribuyen con dinero de los impuestos, luego WindPro crea un fondo para la financiación y…
—Perdona un momento —lo interrumpió Oliver—. ¿Quién dices que crea un fondo?
—La empresa que quiere construir el parque eólico. Se llama WindPro y tiene la sede en Kelkheim.
—Vaya, sí que es casualidad.
—¿El qué? ¿Qué es casualidad? —El conde Von Bodenstein arrugó la frente, molesto.
—Es que ayer… —El inspector jefe dejó la frase a medias al darse cuenta de que su padre pertenecía al círculo más amplio de sospechosos.
El hámster muerto en el escritorio del director de WindPro era un indicio que apuntaba con bastante claridad hacia los detractores del parque. Pia había vuelto a llamarle, ya de noche, después de ver por la tele un reportaje sobre la protesta en contra del proyecto. Según el portavoz de la iniciativa ciudadana, para conseguir el permiso de construcción WindPro había aniquilado una población de hámsteres comunes que estaba protegida.
—¿Conoces al hombre que salió ayer hablando por televisión? —decidió preguntar, en cambio.
—Sí, claro. —Su padre asintió con la cabeza—. Era Yannis. ¿Por qué lo preguntas?
—Por nada. Es que vi el reportaje por casualidad. —En realidad eso no era del todo cierto, pero no quería que su padre sospechara—. ¿Qué tiene que ver tu amigo Ludwig en todo eso?
—Él creó la iniciativa —contestó el conde—, y ahora se ha convertido en el fiel de la balanza, porque es el propietario de un prado que está en una situación estratégica para la construcción del parque eólico. WindPro le ha ofrecido una cantidad considerable, pero él la ha rechazado. Sin embargo, resulta que por motivos geográficos no existe otra alternativa para la construcción. —Una sonrisa fiera cubrió su cara arrugada—. ¡La reunión de mañana será muy emocionante! —Lanzó una mirada al reloj de la cocina y se levantó de la silla—. Bueno, tengo que irme. Le he prometido a Ludwig que estaría allí a las siete en punto.
—Papá —dijo Oliver—, ayer encontraron un cadáver en WindPro.
El conde se volvió. Su rostro seguía inexpresivo, pero le brillaban los ojos.
—¿De verdad? No será Theissen, ¿no?
—Esto no tiene gracia, papá. Es muy probable que hayan matado a un hombre y hay indicios de… —Dudó un momento, pero se decidió a decir la verdad—. Confío en que lo que voy a contarte quede entre nosotros. Hay indicios de que los autores pertenecen al círculo de detractores del parque eólico.
—Tonterías, Oliver. Todos nosotros somos ciudadanos honrados, no asesinos. Tengo que irme, nos vemos esta noche.
Y dicho eso, desapareció. Oliver dobló el folleto amarillo para guardárselo. Aquel asunto parecía muy importante para su padre. Tal vez porque, a sus años, le hacía sentirse útil todavía. Él mismo le habría envidiado de corazón aquel pasatiempo si entre las filas de los contrarios al parque no se encontrara probablemente alguien para quien la vida de una persona no tenía ningún valor.
—¡No puedes decirlo en serio! —El secretario del Ministerio de Medio Ambiente del estado de Hessen, Achim Waldhausen, miraba a Yannis sin dar crédito—. ¡Me habías prometido por activa y por pasiva que mantendrías mi nombre fuera de todo esto!
—Lo siento, Achim —repuso este sin una pizca de remordimiento—. Ahora ya no puede ser. De alguna manera tengo que documentar la autenticidad de mis fuentes y mi información; si no, mañana por la noche tergiversarán todo lo que diga.
A Achim le costaba tragar saliva. Los dos estaban dentro de su discreto Volkswagen plateado, en el aparcamiento de un área de servicio de la A-3, como en sus anteriores encuentros conspirativos. El tráfico pasaba a toda velocidad junto a ellos.
—Solo quería decírtelo por si mañana acudes a la reunión. —Yannis puso la mano en la manija de la puerta, pero Waldhausen le agarró el brazo y lo retuvo.
—¡Yannis! No puedes hacerme esto. —Su voz era implorante—. Si llega a saberse, perderé el trabajo. Tengo mujer y tres hijos, ¡hace tres años que construimos la casa! ¡Solo te pasé esa información porque somos viejos amigos y estaba absolutamente convencido de que me mantendrías en el anonimato!
En sus ojos se veía un miedo crudo. Yannis lo miró y se preguntó por qué le había caído bien una vez, por qué había llegado incluso a considerarlo un amigo. Observó con repugnancia su cara, que brillaba a causa del sudor, y esos dedos como salchichas que le aferraban el antebrazo.
Achim y él habían sido compañeros en el Ministerio de Medio Ambiente, Departamento de Energías Renovables y Protección Medioambiental. Sin embargo, mientras que él abandonó la seguridad del funcionariado en favor de un trabajo muchísimo más emocionante en la empresa privada, Achim se quedó allí, hizo carrera aprovechando los pasos en falso y las equivocaciones de otros y consiguió ocupar un sillón.
—Escúchame, Achim —dijo Yannis—. En aquel momento me lo explicaste todo porque estabas cabreado. Yo no te pedí nada. También tú querías que esos chanchullos salieran a la luz, y ahora agachas las orejas.
Achim se había indignado porque su superior de entonces se dejó sobornar con todo descaro y luego se retiró del servicio público para aceptar un lucrativo cargo de alto directivo en una empresa energética; pero luego, como él mismo ascendió a secretario de Medio Ambiente, le había entrado miedo. Menudo cobarde de mierda. De pronto el tiro amenazaba con salirle por la culata y eso podía costarle todo cuanto tenía. Achim Waldhausen, no obstante, estaba hecho de una pasta más dura de lo que hacía pensar su blando exterior. La presión de sus dedos en el brazo de Yannis se intensificó, y acercó tanto su cara flácida a la de su amigo que este pudo verle hasta el último poro.
—No me vengas ahora con pretensiones de superioridad moral —susurró con furia—. ¡A ti lo único que te importa es tu pequeña venganza vil! ¡Tu orgullo herido! Y para eso utilizas a otras personas como te viene en gana. Te di toda esa información a condición de que guardaras silencio y, como eso cambie, te vas a enterar. Lo desmentiré todo. En realidad no tienes ni una sola prueba de que fuera yo quien te pasó esa información.
—¿Me estás amenazando? —Yannis liberó su brazo de la garra de Waldhausen.
—Si quieres entenderlo así… —repuso este con frialdad—, sí.
Ambos se miraron sin decir nada. Ocho años de compañerismo, vacaciones conjuntas y cenas de barbacoa: todo había quedado olvidado. Luchaban a cara descubierta.
—Pues resulta que sí tengo pruebas —añadió Yannis al cabo de unos instantes—. Porque fuiste tan irresponsable que me enviaste correos electrónicos.
—Eres un auténtico cerdo y un miserable —farfulló Achim, lleno de odio—. Te lo advierto. Si haces público mi nombre, lo lamentarás. Lo lamentarás y mucho. Te lo juro. ¡Y ahora largo! ¡Fuera de mi vista!
Pia había vuelto a subestimar el tráfico de hora punta en el centro de Frankfurt y llegó un cuarto de hora más tarde de lo previsto al edificio del Instituto Anatómico Forense. Todas las aceras estaban ocupadas, no había esperanza de encontrar aparcamiento. Seguro que hasta los estudiantes iban a clase en coche, no como antes, que se desplazaban en bicicleta o en tranvía. Algo más allá, en Paul-Ehrlich-Strasse, encontró por fin un sitio libre y echó a correr para llegar puntual al inicio de la autopsia. Henning no soportaba los retrasos, y a ella no le apetecía soportar su malhumor. Pasó por entre un pelotón de estudiantes de Derecho plantados en la entrada del edificio, le dirigió un sucinto «¡Hola!» a la secretaria del profesor Kronlage y se apresuró por el pasillo con revestimiento de madera hacia la escalera que bajaba al sótano. A las ocho en punto entraba en la Sala de Disección I. El cadáver de Rolf Grossmann yacía desnudo y lavado sobre la mesa metálica. Ronnie Böhme, el ayudante de Henning, ya estaba preparado y saludó a la inspectora. El intenso olor a descomposición no era para estómagos sensibles, pero Pia sabía que al cabo de unos minutos ya se habría acostumbrado. Durante su matrimonio había pasado indecibles horas con Henning en ese sótano, había estado noches y fines de semana enteros observando cómo serraba cabezas, examinaba órganos, hurgaba bajo las uñas en busca de posibles rastros de ADN o analizaba restos óseos. Muchas veces no le había quedado más alternativa que ir al instituto si quería ver a su marido. La obsesión de Henning por el trabajo rayaba en lo enfermizo, pero por algo se había doctorado a los veintiocho años, además de publicar seis libros especializados y unos doscientos artículos en revistas técnicas. Pia conocía hasta la última palabra de todos ellos, puesto que suyo había sido el dudoso honor de pasar a limpio (primero a máquina, más adelante en el ordenador) sus manuscritos y las notas que iba dejando por ahí, después de que varias secretarias acabaran capitulando ante los garabatos ilegibles del forense.
—Ah, ya has llegado —dijo su exmarido tras ella—. Buenos días.
—Buenos días. —Se apartó un poco para dejarlo pasar—. ¿Dónde está el fiscal?
—Seguro que sigue atrapado en un atasco. Es lo que dice siempre, pero vamos a empezar ya. Tengo una clase a las diez.
El doctor Henning Kirchhoff comenzó de inmediato con el examen exterior del cadáver, grabando sus constataciones y comentarios mediante un micrófono que llevaba colgado del cuello. Pia se volvió hacia el negatoscopio, donde estaban expuestas varias imágenes. Ya había visto suficientes radiografías para reconocer a primera vista las fracturas óseas. Al caer por la escalera, Rolf Grossmann se había roto el esternón, la clavícula derecha, el hueso ilíaco y el húmero derechos, y además se había fracturado de la segunda a la séptima costilla del costado izquierdo. No eran contusiones mortales, como tampoco la herida abierta que tenía en la región occipital.
—Además —dijo Henning desde la mesa—, en el momento de la caída se encontraba bajo los efectos de un elevado consumo de alcohol. El laboratorio ha constatado un grado de alcoholemia de 1,7. Y hay otra cosa que te interesará: en la ropa de la víctima hemos encontrado toda clase de fibras textiles que se están analizando en el laboratorio en estos momentos. Con algo de suerte, también habrá una huella dactilar o restos de epidermis en el trozo de guante roto para poder realizar un análisis de ADN.
En efecto, aquello parecía muy prometedor.
Henning y Ronnie formaban un equipo perfectamente compenetrado, trabajaban con rapidez y eficiencia. Siguiendo el estricto protocolo, Henning separó entonces el cuero cabelludo con cortes precisos de escalpelo y lo retiró hacia la frente. Con la sierra oscilante realizó una incisión circular en el hueso de la bóveda craneal y la abrió.
¿Qué debió de pasarle a Grossmann por la cabeza en el momento de caer por la escalera? ¿Qué pensó en el instante en que comprendió que iba a morir? ¿Qué se sentía al verse ante la muerte? ¿Había sufrido dolor?
A Pia se le puso toda la espalda en carne de gallina.
¡Maldita sea, pensó, contrólate! ¿Qué clase de pensamientos estúpidos eran esos? Por lo general no le costaba mantener una distancia objetiva con lo que veía en el trabajo. ¿Por qué era diferente esa vez?
—Vaya… —profirió Henning de repente.
—¿Qué ocurre? —quiso saber Pia.
—De todas formas no habría vivido mucho tiempo más. Tenía el corazón para tirar a la basura. —Henning levantó el órgano con la mano y lo observó con detenimiento—. Fuerte hipertrofia ventricular izquierda y varias cicatrices. —Lo dejó caer en una bandeja metálica—. Y aquí tenemos también la causa de las abundantes hemorragias internas. Rotura de la aorta descendente.
—Tal vez recibiera un fuerte golpe en el pecho —aventuró Pia.
Intentaba concentrarse en el progreso de la autopsia, en los datos objetivos que Henning compilaba meticulosamente, pero no acababa de conseguirlo. Luchaba en vano contra las náuseas que le provocaban los restos de su tostada de Nutella al subirle por el esófago mezclados con ácidos gástricos, y oía la voz de Henning como si llegara desde muy lejos.
—No, creo que fue algo muy distinto. Sufrió un infarto y cayó por la escalera. Rebotó sobre el lado derecho del cuerpo, como nos indican las fracturas óseas y las contusiones, pero después alguien debió de intentar reanimarlo. La serie de fracturas de las costillas izquierdas, el esternón roto, las magulladuras de la piel… son lesiones típicas de la reanimación, que en este caso tal vez la rotura de la aorta…
De pronto a Pia le fallaron las rodillas y, cuando Henning sacó el hígado de la cavidad abdominal abierta del cadáver, ella salió tambaleándose al pasillo, corrió a abrir la puerta del baño y llegó justo a tiempo al inodoro. Atragantándose y tosiendo, vomitó y luego se dejó caer en el suelo helado. Las lágrimas se mezclaban con el sudor frío en su cara, le temblaba todo el cuerpo y se había quedado sentada delante de la taza porque no tenía fuerzas para ponerse de pie. Alguien se inclinó sobre ella y tiró de la cadena. La inspectora se apoyó contra los azulejos blancos y, abochornada, se limpió la boca con el dorso de la mano.
—¿Qué te ha pasado? —Henning se acuclilló frente a ella y la observó con una mezcla de sorpresa y preocupación.
—Yo… tampoco lo sé —susurró Pia.
Nunca le había sucedido nada igual, le daba vergüenza y a la vez se alegraba de que solo Henning y Ronnie hubiesen sido testigos de ese humillante incidente, y no un fiscal presuntuoso que enseguida lo habría ido contando por ahí.
—Venga, levanta.
Henning se había quitado los guantes y le pasó un brazo por debajo de la axila para ponerla de pie. Ella se apoyó en la pared y le sonrió temblorosa.
—Ya estoy mejor. Gracias. Es que no sé qué me ha dado.
—No tienes por qué quedarte más rato —dijo el forense—. Ya casi estamos. Puedo enviarte el informe después.
—Ni hablar —se negó Pia—. Me encuentro bien.
Se inclinó sobre el pequeño lavabo, recogió agua ahuecando las dos manos y se la echó a la cara. Después se secó con un pañuelo de papel. En el espejo encontró la mirada divertida de Henning.
—Te estás riendo de mí —afirmó, molesta—. Qué mala persona.
—No, no. No me río de ti. —Movió la cabeza—. Solo estaba pensando: esta sí que es mi Pia. Cualquier otra mujer se habría preocupado por el maquillaje, pero tú te echas un poco de agua a la cara y listo.
—En primer lugar, ya no soy «tu» Pia. En segundo, yo no me maquillo. —Se volvió hacia su ex—. Y en tercero, no me apetece pasearme por ahí con restos de vómito en la boca.
Henning dejó de sonreír y le puso una mano en la mejilla.
—Estás helada.
—Debo de tener la tensión bajo mínimos.
A Pia le molestaba sentirse débil. Detestaba perder el control. Henning la miró con compasión, alargó un poco más la mano y le apartó un mechón de pelo de la frente. La inspectora se estremeció. No quería despertar lástima, ni siquiera en su exmarido.
—¡Deja! —gruñó de mal humor.
Henning bajó la mano.
—Tengo que seguir —dijo—. Ven cuando estés lista, ¿de acuerdo?
—Sí, claro.
Esperó a que Henning saliera del baño y se volvió hacia el espejo. A pesar del bronceado, tenía mala cara. Era agente de policía desde hacía veinte años, había trabajado diez en la K 11 y había visto cosas muchísimo peores que el cadáver de Grossmann. ¿Por qué de repente le había afectado tanto? Nadie podía enterarse de que casi se había desmayado durante una autopsia; ¡aún serían capaces de enviarla al servicio psicológico!
—¡Contrólate, Pia! —le dijo en voz alta a su imagen del espejo.
Después dio media vuelta, abrió la puerta y regresó a la sala de disección.
Plantado en la esquina detrás del gran laurel, esperó con paciencia hasta que el coche de ella salió de la casa y torció hacia la izquierda, en dirección a la ciudad. Dejó pasar un par de minutos para asegurarse, luego impulsó la moto hacia la entrada. No tenía mucho tiempo, ella no había ido a la oficina ni al centro; le había sido fácil deducirlo porque iba vestida de cualquier manera. Seguro que se había acercado al súper o a la tienda de materiales de construcción, como casi todos los días. Mark dejó la moto, subió de un salto los escalones y abrió la puerta de la casa. Al pasar, tiró el casco contra el antiguo aparador Biedermeier que su madre había comprado en el desmantelamiento de un piso y que luego restauró con todo cuidado en su taller. ¡Ojalá le hubiera dejado un buen arañazo! Restaurar muebles era la nueva pasión de su vieja, y montaba un escándalo hasta por la huella más diminuta, como si esos trastos fueran seres vivos. Estaba tarada. Aun así, en el fondo Mark se alegraba de que tuviera esa afición, porque desde que andaba ocupada con sus muebles ya no estaba todo el día encima de él con el tema de las clases. La puerta del estudio de su madre estaba abierta, y enseguida vio que el portátil no estaba allí.
Bajó la escalera del sótano y entró en el taller. El olor penetrante a trementina, aceite de linaza y barniz para lacar le hizo arrugar la nariz. Accionó el interruptor de la luz y miró a su alrededor. En todas las superficies útiles había latas, de pie o tiradas, también pinceles, papel de lija y todos los cachivaches imaginables que su madre necesitaba para el trabajo. Poseía incluso un aparato de soldadura con el que instalaba herrajes nuevos cuando los viejos estaban muy machacados. Pero ¿dónde leches había dejado el portátil? Mark recorrió la sala con atención, no fuera a tirar nada. Ah, ahí estaba ese cacharro, aparcado sin ningún cuidado en una silla, debajo de una pila de catálogos. Dejó los catálogos en el suelo, se arrodilló frente a la silla y encendió el ordenador. La contraseña era simple, su madre nunca la cambiaba. Como de costumbre, inició sesión en el servidor de la empresa. Poco después abrió la cuenta de correo de su padre y fue bajando por la pantalla hasta encontrar el remitente que estaba buscando. Con gran concentración, marcó todos los mensajes para reenviarlos. Después tuvo la precaución de borrarlos de la carpeta de «Enviados» para que su padre no sospechara nada y vació la papelera con un clic del ratón. No pudo reprimirse y comprobó también un momento el correo de su madre. Entre los mensajes más nuevos descubrió uno de su profesora de lengua; la muy bruja volvía a exasperarse porque se había saltado su clase.
—Que te jodan —murmuró, y envió el mensaje a la papelera.
Ya estaba. Mucho más fácil de lo que había esperado. Apagó el portátil, lo cerró, colocó con cuidado los catálogos encima del ordenador y salió del taller prestando atención para no dejar ninguna pista que lo delatara. ¡Las nueve y media! Si se daba prisa, incluso llegaría puntual a la tercera hora de clase.
No fue poca la información que Kai Ostermann reunió en internet sobre «Por un Taunus sin molinos». La página web de la iniciativa ciudadana estaba tan actualizada que incluso encontró en ella un enlace al reportaje del Hessenschau de la noche anterior. Ostermann pasó el vídeo por el monitor grande de la sala de reuniones de la K 11.
—Ese es Yannis Theodorakis —explicó cuando el hombre de pelo oscuro salió en pantalla—. Seguramente es el portavoz de la iniciativa y también su webmaster.
—Además de antiguo trabajador de WindPro —añadió Cem Altunay—, Theodorakis se fue de la empresa peleado con ellos y les ha traído problemas hasta el día de hoy. Tampoco llegó a devolver nunca su llave de acceso. Por desgracia, todavía no he podido averiguar su domicilio actual. La dirección oficial de la iniciativa ciudadana es la de un tal Ludwig Hirtreiter.
Oliver von Bodenstein, que estaba sentado a la cabecera de la mesa alargada, asintió pensativo. Recordó el folleto amarillo que llevaba en el bolsillo de la americana y lo sacó.
—Por cierto, mi padre es uno de los detractores del parque eólico —anunció—. Ludwig Hirtreiter es su mejor amigo, lo conoce de toda la vida.
—¡Vaya, eso sí que es estupendo! —Ostermann estaba entusiasmado—. Por una vez tendremos a un auténtico infiltrado como informador.
—Ya puedes olvidarte de eso —repuso su jefe—. Mi padre, por desgracia, no piensa cooperar.
Se abrió la puerta y entró Pia.
—¡Buenos días! —Sonrió a los presentes y se fue directa a su sitio, a la izquierda de Oliver—. ¿Me he perdido algo?
El inspector jefe percibió ese leve deje a putrefacción que se pegaba a la ropa y al pelo con tanta tenacidad como el humo del tabaco.
—Buenos días —dijo de buen humor—. No, no mucho, aún. Acababa de explicar que mi padre también se ha unido a esa iniciativa ciudadana contra los molinos de viento.
—¿De verdad? —Pia rio, divertida—. Pues no me imagino yo a tu padre levantando un cartel en una manifestación.
—Yo tampoco, la verdad sea dicha —contestó él—. Por desgracia, habrá que descartarlo como informador a causa de su terquedad crónica.
—¿Queréis acabar primero con lo que estabais, o puedo hacer un breve comentario sobre la autopsia? —preguntó Pia.
—Tú primero, por favor. —Oliver le hizo una señal con la cabeza.
Pia abrió la mochila y sacó su libreta.
—Bueno, según parece, a Rolf Grossmann no lo mataron —informó, se enrolló las mangas de la blusa blanca y enseñó el bronceado envidiable de sus brazos—. No hay asesinato.
—Pero eso no puede ser —replicó Cem—. ¿Y la huella de la pisada, y el trozo de guante de látex?
—Evidentemente, la autopsia no puede decir qué pasó con exactitud —añadió Pia—. Henning presume que Grossmann sufrió un ataque al corazón y a causa de ello cayó por la escalera. Pero ahora viene lo mejor. —Miró a los ojos llenos de expectación de sus compañeros—. Alguien debió de intentar reanimarlo. Eso hacen pensar las fracturas del esternón y de las costillas, así como las magulladuras externas. Bien a consecuencia de la caída o por ese intento de reanimación, la aorta coronaria se desgarró y Grossmann murió de una hemorragia interna.
—Pero si la escalera estaba llena de sangre… —objetó Kathrin Fachinger.
—Le había salido sangre de la nariz, puede que de la agitación. Tomaba anticoagulantes por su patología cardíaca, por eso la hemorragia debió de ser bastante abundante. Además, también presentaba una herida abierta en la región occipital.
Durante varios segundos nadie dijo nada.
—Eso significaría que el intruso le dio un susto de muerte, pero que después intentó salvarle la vida —resumió Oliver, pensativo.
—Exacto. —Pia asintió con la cabeza—. La parte delantera de la ropa de Grossmann contenía una cantidad enorme de fibras textiles. Alguien debió de sentársele encima para intentar hacerle un masaje cardíaco. Sin éxito, por desgracia. Pero así al menos tenemos alguna prueba más, aparte de la huella de zapato y del trozo roto del guante.
—Hemos trabajado con menos aún —observó Ostermann, optimista—. Con algo de suerte, ese tipo tiene un gusto extravagante en cuestión de zapatos, o encontramos su ADN registrado ya en el sistema.
—Este mediodía recibiremos el informe provisional de la autopsia. Ah, sí: Grossmann estaba bastante bebido cuando murió. Tenía una tasa de alcohol en sangre de 1,7.
—En sentido estricto, eso ya no es asunto nuestro, ¿verdad? —preguntó Ostermann a los presentes—. Fue un allanamiento y, si WindPro decide no denunciarlo, pues se acabó.
—Pero ha habido una víctima mortal —lo contradijo Pia—, y todavía no hemos logrado reconstruir los hechos. También es posible que el intruso lo empujara por la escalera y luego, en un ataque de remordimiento, intentara salvarlo. Eso indicaría que no hablamos de un profesional.
—De momento la investigación seguirá en marcha hasta que podamos excluir un delito de homicidio —decidió Oliver.
Después, la reunión volvió a centrarse en la iniciativa ciudadana y en Yannis Theodorakis.
—La alusión a los hámsteres aniquilados es un indicio muy claro —dijo Kathrin, llena de convencimiento—. ¡No puede ser casualidad!
—Casi resulta demasiado obvio —opinó Pia—. Me he pasado la mitad de la noche pensándolo. Si hubiera sido yo quien hubiera colocado un hámster muerto en la mesa del director de la empresa que quiere construir el parque eólico, y de paso hubiera dejado también un cadáver en el edificio, luego no habría mencionado esos hámsteres en la televisión.
—Sí, en eso tienes razón —coincidió Cem con ella.
—Yo creo que Theissen también es sospechoso —añadió Pia—. Nos ha mentido un par de veces y su coartada solo está corroborada por su mujer, con quien puede haberla acordado.
—¿Y qué me decís de las asociaciones de protección medioambiental de la región? —dejó caer Oliver—. Siempre suelen exaltarse por los asesinatos de hámsteres y la destrucción de los bosques.
—Yo también lo he pensado y me he metido a echar un vistazo en las páginas web de las secciones locales de NABU, BUND y la Sociedad para la Protección de los Bosques Alemanes —añadió Kai—. ¿Y sabéis qué? En ninguna de esas páginas mencionan siquiera el proyecto del parque eólico.
—Es posible que las asociaciones ecologistas no tengan nada malo que decir sobre una energía renovable —repuso Cem—. Energía nuclear, no, gracias; eólica, sí, por favor.
—Es lo que sería de esperar —dijo Kai asintiendo, y miró su libreta—, pero ahora es cuando se pone interesante: el año pasado, WindPro patrocinó numerosos proyectos, entre otros la renaturalización del curso de un pequeño río en Brehmtal, la repoblación forestal ecológica de una zona que había sufrido daños a causa del viento en un bosque cerca de Vockenhausen y la instalación de un centro de cría de animales salvajes huérfanos en Niederjosbach. Hay galerías de fotos donde el director de WindPro hace entrega de sus donativos a los agradecidos protectores de la naturaleza y visita los proyectos in situ. En BUND incluso es miembro de honor. No sé… No puede ser casualidad: un proyecto por cada asociación de protección del medio ambiente, y uno en cada distrito de Eppstein.
—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó Bodenstein arrugando la frente.
—A mí me parece que WindPro se ha puesto a las asociaciones medioambientales de su lado para que no se les ocurra protestar contra el proyecto del parque eólico.
—Una especie de soborno, pues. No es una mala reflexión. —El inspector jefe asintió dándole la razón.
—A saber las cantidades de dinero que habrán cambiado de manos… —añadió Kai—. En todo caso, con sus generosos donativos WindPro les ha cerrado la boca a las asociaciones ecologistas.
—Nuestro principal sospechoso, sin embargo, es Theodorakis —intervino Pia—. Todavía conserva una llave de acceso al edificio de la empresa y le busca problemas a WindPro con la información que tiene de ellos. Deberíamos tener una conversación con él.
—No sabemos dónde vive —recordó Cem con pesar.
—Pero lo descubriremos. —Oliver le pasó a Pia el folleto que anunciaba la asamblea vecinal—. Como muy tarde mañana por la noche se presentará en esta reunión. Mi padre estará allí, y puede que también nuestro intruso.