Deauville, mayo de 2008
Era la penúltima noche de los cinco días que duraba la Conférence internationale sur les changements climatiques, que se celebraba en el Casino de Deauville, en Normandía. Todo el mundo la había felicitado por su conferencia de la tarde, y en esos momentos se alegraba de poder pasar la velada y la noche con Dirk. Tenían muchísimo que contarse y ella estaba entusiasmada.
Después de cenar, él tomó sus manos entre las suyas y la miró muy serio con aquellos ojos azul mar. Ella no pudo evitar que le pasara por la cabeza la idea de que por fin le haría la petición que tanto tiempo llevaba esperando. Diez años de secreto eran suficientes, y la casa de Potsdam estaba prácticamente lista para entrar a vivir.
—Eres mi mejor colaboradora, Anna, eso ya lo sabes —le dijo, y ella siguió pendiente de sus labios, llena de esperanza—. Sin ti no habría llegado a donde me encuentro ahora. Tengo mucho que agradecerte. Y por eso debes ser la primera en saberlo.
Inspiró hondo, sus pulgares acariciaban las manos de ella con cariño.
—Bettina y yo nos casaremos a principios de septiembre.
Las palabras la golpearon como un puñetazo. Se lo quedó mirando sin comprender nada. ¿Bettina? ¿Qué significaba para él esa persona difusa que ella consideraba irrelevante y a quien apenas había tenido en cuenta esos últimos años, las pocas veces que había salido de la Selva Negra para hacerles una visita en el instituto? ¡Pero si esa mujer no tenía nada que ver con su vida, si ni siquiera vivía en Berlín!
¿Y qué pasa conmigo?, quiso preguntar, pero no fue capaz de articular ni un solo sonido.
En esos espantosos segundos no sintió ira, sino dolor por la aterradora y oscura humillación de ver que se había equivocado de medio a medio con él. El suelo se abrió bajo sus pies, tenía la sensación de caer por un agujero. ¡Pero si había sido ella quien había encontrado la villa blanca a la orilla del lago Heiliger de Potsdam, había supervisado las reformas, había pasado incontables horas con arquitectos y obreros en la casa, siempre pensando que Dirk y ella vivirían allí juntos! ¡Y ¿de pronto iba a casarse con otra mujer?!
Todos esos años se había estado engañando. ¡Estaba tan perdidamente enamorada que lo había malinterpretado todo! Para Dirk Eisenhut no era más que una colaboradora, el mejor caballo del establo, que con su infatigable trabajo había hecho llegar a las arcas del instituto una cantidad descomunal de dinero, y con ello a los bolsillos de su director. También había sido una amante muy práctica, que siempre estaba dispuesta cuando él tenía ganas de compañía y sexo.
De repente ya no podía soportarlo. Masculló una excusa, se levantó y salió del restaurante. ¡Tenía que alejarse de allí! Sorda y ciega de puro dolor, salió corriendo del hotel y cayó en los brazos de un hombre que le impidió lanzarse ante el primer coche que pasara.
—¡Suélteme! —susurró ella, pero el hombre la sostenía con fuerza.
Entonces reconoció a Cieran O’Sullivan.
El periodista era uno de los críticos más duros de Dirk, por eso nunca había hablado con él, pero lo conocía de vista porque habían coincidido en varios congresos. Hacía un par de meses él incluso le había dado su tarjeta, aunque ella la había roto. En ese momento, en cambio, tropezarse con él era una grata casualidad.