Zúrich, diciembre de 2008
Dirk no se había dado cuenta de nada. No merecía que lo avisara de lo que se estaba forjando contra él, y menos aún merecía clemencia por lo que le había hecho a ella. Saberlo completamente desprevenido le provocaban una satisfacción inesperada y hacía que el odio fuese algo más soportable. Habría un después de todo aquello. El instituto necesitaría un nuevo director y a ella no la dejarían marchar.
Dirk había volado a Nueva York desde Frankfurt para encontrarse con algunos colegas en una reunión estratégica. Ella conocía la lista de los participantes de esa reunión por uno de los memorándums confidenciales en cuya lista de distribución seguía apareciendo su nombre, como siempre. Asistirían el jefe del Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático, el IPCC, así como el doctor Norman Jones de la Universidad de Baltimore, el doctor John Peabody de la Unidad de Investigación Climática de la Universidad de Gales y varios científicos más de gran peso, todos ellos responsables de las mentiras del informe del IPCC del año anterior. Ella había acompañado a Dirk al aeropuerto, pero no había regresado al instituto, sino que había embarcado en el siguiente avión hacia Zúrich.
Poco antes de las dos de la tarde se encontró con Cieran y con su amigo Bobby Bennett en el elegante vestíbulo de un pequeño banco privado de la ciudad suiza. Un empleado los llevó a la sala de cajas de seguridad, donde los dejó solos con total discreción. Su escepticismo inicial ante las afirmaciones de Cieran había desaparecido, ya que las pruebas que su amigo y él le habían dado sobre los años de manipulación de datos climáticos eran firmes y contundentes.
Bobby Bennett, que era colaborador de la Unidad de Investigación Climática de la Universidad de Gales, se había introducido en su servidor de correo electrónico y había descargado copias de miles de mensajes que se remontaban hasta el año 1998. Eran mensajes de los directores de los cuatro institutos que proveían al IPCC de datos, hechos y mediciones sobre cuya base se elaboraban los informes de evaluación. Ella conocía a cada uno de esos hombres en persona y aún seguía muy afectada por el descaro con el que desde hacía más de diez años se ponían de acuerdo sistemáticamente para engañar a la opinión pública. Juntos habían manipulado casi todos los datos climatológicos y meteorológicos del mundo entero para decantarlos hacia el calentamiento global. Un fraude premeditado para sostener la tesis de un cambio climático provocado por el ser humano. Habían avivado a conciencia los miedos de miles de millones de personas, por pura codicia y afán de lucro e influencia.
—¿Cuándo se sabrá? —preguntó.
—A principios de febrero —contestó Cieran.
Le brillaban los ojos, estaba absolutamente eufórico. Eso era algo desacostumbrado en un hombre sobrio y pragmático como él, pero el desenmascaramiento de esas maquinaciones fraudulentas provocaría un escándalo impresionante y sacudiría para siempre la creencia de la humanidad en un cambio climático.
—¿Por qué no antes? —quiso saber ella.
Bobby se sentó sobre la mesa y balanceó las piernas. También él estaba ansioso y lleno de expectación.
—Voy detrás de algo grande —explicó—. Aún espero unas informaciones detalladas, después podré probar qué intereses tiene el jefe del IPCC en todo esto. Se ha metido incluso en negocios de inversiones de miles de millones cuyo éxito depende de las recomendaciones del IPCC.
—¿De verdad?
—Sí, es increíble. —Cieran asintió—. Si seguimos con la investigación un par de meses, seguro que descubriremos más aún. Pero el tiempo apremia.
Sus dedos tamborilearon sobre la maleta de piloto negra que había dejado en la mesa, al lado de Bobby.
—Está todo aquí dentro. El original de todas las pruebas. Las grabaciones de las llamadas telefónicas, mi manuscrito. —Se puso serio—. Te lo confiamos a ti. Si algo nos sucediera a nosotros, serás la única que tendrá conocimiento de esto.
—¿Por qué os iba a suceder algo? —Rio nerviosa, pero por dentro se le heló la sangre.
Era una responsabilidad muy grande. Una responsabilidad inmensa.
—Nunca se sabe. A partir de ahora será mejor que no nos llamemos por teléfono —dijo él en voz baja—. Ni llamadas ni correos electrónicos.
—Pero ¿cómo nos comunicaremos en caso de que suceda algo? —preguntó ella.
—Solo en persona. Con un mensaje de texto bastará. No pueden controlarlos todos.
Ella asintió.
—Entonces, ¿crees que de verdad es peligroso?
Cieran la miró. Luego cruzó una mirada con Bobby.
—Ya lo creo —afirmó—. Me temo que, hasta que lo hagamos público, nos jugamos la vida. Después ya no podrán hacernos nada.
Bobby Bennett pareció darse cuenta de lo incómoda que se sentía de repente. Se levantó y le dio unas palmadas en el hombro.
—Eh —dijo—, nosotros somos los buenos. Ellos te han mentido y se han aprovechado de ti. Han engañado al mundo entero. Eso no debes olvidarlo. ¿De acuerdo?
Y sobre todo me han engañado a mí, se han aprovechado de mí, pensó ella.
—¿Cómo voy a olvidarlo? —dijo en voz alta.
Cieran y Bobby, esas buenas personas idealistas, creían de verdad que ella apoyaba su causa por motivos altruistas, similares a los suyos, tal vez por la profunda decepción de conocer la verdad que se escondía tras la mentira del clima. Pero no era así. Ella bullía de odio y disfrutaba pensando que desencadenaría el desprendimiento de tierras que se llevaría por delante al profesor Dirk Eisenhut y lo aniquilaría.
—Todos ellos tendrán que dimitir. —Bobby sonrió.
Sí, también Dirk tendría que dimitir. Dejaría su villa blanca y desaparecería de la vida de ella junto con su Bettina. Cieran metió el maletín en la caja, la cerró, sacó la llave y se la alcanzó.
—Ya estoy impaciente —dijo ella con una sonrisa mientras sus dedos aferraban con fuerza el metal frío.