Lunes, 11 de mayo de 2009

El sol acababa de salir cuando Ludwig Hirtreiter cerró la verja del jardín tras de sí y, como cada mañana, echó a andar con la escopeta al hombro por el camino que subía en ligera cuesta hacia el bosque. Tell, el pudelpointer de recio pelaje marrón, correteaba varios metros por delante, husmeando aquí y allá, y con su fino olfato percibía los mil olores que había dejado la noche. Hirtreiter inspiró con fuerza el aire frío y escuchó el concierto matutino de los pájaros. En el prado que había junto a la linde del bosque pacían dos corzos. Tell los miró, pero no hizo ningún intento de ir tras ellos. Era un perro listo y obediente, y sabía que la caza solo debía interesarle cuando su amo le daba permiso.

—Bien hecho, chico —murmuró el hombre.

Su granja no quedaba muy lejos del bosque. Pasó la barrera roja y blanca, que se vio obligado a instalar unos años antes porque los excursionistas domingueros de Frankfurt se internaban cada vez más en el bosque con el coche, los muy vagos. A la gente de hoy en día, sobre todo a la de ciudad, le faltaba humildad ante la naturaleza. No eran capaces de distinguir un árbol de otro, iban desgañitándose a voz en grito por todas partes y dejaban que sus perros sin adiestrar corrieran sueltos por ahí, aun en época de veda. Algunos incluso se divertían cuando los animales levantaban una presa y la perseguían. Ludwig Hirtreiter no era capaz de mostrarse comprensivo ante semejantes conductas. Para él, el bosque era sagrado. Lo conocía tan bien como su propio jardín, conocía los claros apartados, sabía dónde estaba la caza y qué caminos seguían los jabalíes. Un par de años atrás, él mismo había diseñado y colocado los paneles explicativos del sendero forestal educativo para acercar los secretos del bosque a los ignorantes.

El sol lanzaba sus rayos por entre el follaje espeso y transformaba el bosque en una silenciosa catedral verde y dorada. En la primera bifurcación del camino, como si le hubiera leído el pensamiento a su amo, Tell tomó el ramal de la derecha. Pasaron sin prisa de largo por delante del imponente Roble del Carbonero y llegaron al claro donde una tormenta había abierto un sendero entre los árboles el otoño anterior. De repente Ludwig se detuvo. También Tell se quedó quieto e irguió las orejas. ¡Rugidos de motor! Poco después, el estridente fragor de una sierra mecánica desgarró el silencio. No podían ser los forestales, porque en aquella estación no tenían nada que hacer en el bosque. Ludwig Hirtreiter sintió crecer una furia ardiente en su interior. Dio media vuelta y echó a andar en la dirección de la que procedía el ruido. El corazón le latía con fuerza. Ya se había olido que esa gente no mantendría el acuerdo, sino que tiraría adelante con la tala y se presentaría en la asamblea vecinal con los hechos consumados.

Unos minutos después vio confirmadas sus sospechas. Se agachó para pasar por debajo de la cinta con la que habían cerrado un pequeño claro, casi en la cresta de la montaña, y contempló sin dar crédito los camiones de color naranja aparcados y la media docena de hombres que corrían ajetreados de aquí para allá. De nuevo rechinó la sierra mecánica, volaron astillas, un gran abeto rojo se balanceó y se partió con un crujido sobre el claro. ¡Cabrones traicioneros! Trémulo de ira, Ludwig se descolgó la escopeta del hombro y retiró el seguro.

—¡Alto! —vociferó cuando la sierra ronroneó sin tocar madera.

Los hombres se volvieron y levantaron las viseras de sus cascos. El anciano salió al claro con Tell pegado a él.

—¡Largo de aquí! —le gritó uno de los trabajadores—. ¡Esto no es asunto suyo!

—¡Largo vosotros! —contestó Ludwig Hirtreiter, furioso—. ¡Y ahora mismo, además! ¿Cómo os atrevéis a venir a talar árboles?

El capataz se fijó en el arma y vio la resolución en el rostro del viejo.

—Oiga, tranquilícese. —Levantó las manos para apaciguarlo—. Solo estamos haciendo nuestro trabajo.

—Pues aquí no lo haréis. Fuera del bosque ahora mismo.

Los demás hombres se acercaron. La sierra mecánica había enmudecido. Tell soltó un largo gruñido desde el fondo de su garganta y Ludwig enganchó el índice en el gatillo. Iba muy en serio. El comienzo de las obras no estaba programado hasta principios de junio, así que esa acción de tala tan anticipada era ilegal, por mucho que se produjera con el consentimiento tácito del alcalde o del jefe del distrito.

—¡Tenéis cinco minutos de reloj para recoger vuestras cosas y desaparecer! —le gritó a la cuadrilla.

Nadie se movió. Preparó entonces el disparo, apuntó a la sierra mecánica que uno de los trabajadores sostenía en las manos y apretó el gatillo. Se oyó un tiro. Justo en el último momento, Ludwig había levantado un poco el arma para que la bala pasara volando como a un metro de la cabeza del hombre. Durante un par de segundos todos se quedaron de piedra, mirándolo sin podérselo creer. Después echaron a correr a la desbandada.

—¡Esto no va a quedar así! —gritó el capataz—. Pienso llamar a la Policía.

—Y a mí qué. —Ludwig Hirtreiter se limitó a asentir y se colgó la escopeta del hombro.

Nadie llamaría a la Policía; con eso solo conseguirían tirar piedras sobre su propio tejado, esos delincuentes embusteros.

Casi se había creído sus promesas hipócritas. Que no talarían ningún árbol hasta que todo estuviera decidido, habían asegurado solemnemente aquel mismo viernes. Y eso que en aquel momento ya debían de tener contratada a la empresa para que empezara la tala el lunes por la mañana. Esperó hasta que los camiones salieron del claro y el ruido de sus motores desapareció a lo lejos, entonces apoyó la escopeta en el tronco de un árbol y se dispuso a retirar toda la cinta del perímetro.

Pia Kirchhoff estaba junto a la cinta de equipajes a punto de alargar la mano hacia su maleta cuando oyó una suave melodía que procedía del bolsillo de su cazadora. Tardó un momento en asociar ese sonido con su móvil, que acababa de encender poco después de aterrizar. El teléfono no había sonado durante tres espléndidas semanas, había pasado de ser una de las herramientas más importantes de su vida cotidiana a convertirse en un accesorio del todo prescindible. En aquel momento, además, su equipaje era muchísimo más importante que cualquier llamada. La maleta de Christoph fue una de las primeras en aparecer, y él había salido suponiendo que Pia lo seguiría enseguida. La inspectora, sin embargo, tuvo que esperar quince minutos de reloj, porque el equipaje del vuelo LH729 procedente de Shanghái caía en la cinta transportadora con una irregularidad que habría puesto a prueba los nervios de cualquiera, y con intervalos de varios metros entre bulto y bulto.

Cuando por fin cargó su maleta rígida de color gris en el carrito portaequipajes, Pia rebuscó el móvil en su bolsillo. Por toda la terminal sonaban los anuncios de megafonía, alguien le golpeó bruscamente en la pantorrilla con un carro y ni siquiera fue capaz de arrancarse un «Perdón»; otro avión había escupido a sus pasajeros y en el control de aduanas se había formado un atasco. Al final la inspectora consiguió sacar el móvil, que canturreaba incansable, y contestó.

—¡Estoy a punto de pasar la aduana! —exclamó—. ¡Ahora no puedo atenderle!

—Vaya, perdona —repuso el inspector jefe Oliver von Bodenstein al otro lado de la línea. Parecía divertido—. Creía que habíais vuelto anoche.

—¡Oliver! —Pia soltó un suspiro—. Lo siento. El vuelo ha llegado con nueve horas de retraso, acabamos de aterrizar. ¿Qué ocurre?

—Tengo un pequeño problema —contestó su jefe—. Han encontrado un cadáver, pero si no me presento a la boda civil de Lorenz y Thordis, que es esta mañana a las once, mi familia no querrá saber nada más de mí.

—¿Un cadáver? ¿Dónde?

Pia iba a cruzar ya el control aduanero, pero una funcionaria bajita y regordeta que contemplaba con semblante inexpresivo a los pasajeros levantó la mano. Por lo visto, ese último comentario de la inspectora había despertado su interés. Algo muy poco oportuno, con la prisa que tenía.

—En una empresa del polígono de Kelkheim —respondió Bodenstein—. El aviso acaba de entrar. Envío al nuevo, pero preferiría que pudieras acercarte tú también.

—¿Tiene algo que declarar? —preguntó con voz gangosa la funcionaria.

—No. —Pia negó con la cabeza.

—¿Cómo… que no? —preguntó Bodenstein, atónito.

—No, se lo decía a… Sí —contestó Pia algo crispada—. No, no tengo nada que declarar. Y sí, me acercaré.

—Pero ¿qué se ha creído? —La aduanera arqueó las cejas—. Abra su maleta, por favor.

Pia sostuvo el móvil entre la mejilla y el hombro, se peleó con los cierres de la maleta y se rompió una uña al intentar abrirla. El relax de las vacaciones se esfumó por completo; el estrés había vuelto a apoderarse de ella.

—Bueno, eso, que me acercaré. Dame la dirección.

Abrió la maleta. Con la esperanza de encontrar tal vez entre la ropa sucia un jarrón Ming introducido ilegalmente, una botella de licor de contrabando o varios cartones de cigarrillos, la funcionaria de aduanas revolvió con parsimonia las cosas que Pia había embutido allí de cualquier manera. Tras ella se agolpaban ya otros viajeros. Pia fulminó con una mirada rabiosa a la mujer, que tras el registro infructífero la dejó marchar con un gesto altivo de la cabeza. La inspectora cerró la maleta con un golpe, la lanzó al carrito portaequipajes y enfiló hacia la salida. Las puertas de cristal translúcido se deslizaron para abrirse. Al otro lado de la barrera esperaba Christoph, con una sonrisa algo tensa en la cara, y junto a él estaba el exmarido de Pia, el doctor Henning Kirchhoff, que parecía descontento. ¡Lo que faltaba! En realidad era Miriam, que durante la ausencia de Pia se había ocupado de Birkenhof y de sus animales, quien debía haberlos recogido en el aeropuerto; antes de despegar hablaron por teléfono y quedaron en eso.

—Mi maleta ha sido la última en salir —se disculpó Pia—, y luego esa bruja de la aduana se ha puesto a revolverme todo el equipaje. Lo siento. ¿Qué haces tú aquí? —Esa última frase iba dirigida a su ex.

Al lado de Christoph y de su bronceado de la China central, a Henning se le veía pálido y enjuto.

—Yo también me alegro de verte —repuso él con sarcasmo, e hizo una mueca—. Tengo el coche en zona de estacionamiento prohibido desde hace más de una hora. Cuando me envíen la multa, espero que la pagues tú.

—Lo siento. —Pia le dio un tímido beso en la mejilla—. Gracias por venir a recogernos. ¿Qué le ha pasado a Miriam?

La relación entre su exmarido y su mejor amiga se había complicado desde que Henning estaba bajo sospecha de ser el padre del niño aún no nacido de su antigua amante. Tras varios meses sin dirigirse la palabra, y durante los cuales Henning se había planteado muy en serio huir al extranjero como un cobarde, Miriam y él volvieron a acercarse, pero aún no podía hablarse de una relación armónica y de confianza.

—Miriam tenía una cita a las nueve en Mainz, no podía esperar a que vuestro avión se decidiera a aterrizar —explicó el forense con un tonillo lleno de reproche mientras iban hacia el aparcamiento—. Ha pensado que, como a mí no me queda muy lejos del instituto… Bueno, ¿qué tal os han ido las vacaciones?

—Bien —contestó Pia, y cruzó una rápida mirada con Christoph.

«Bien» era el eufemismo del siglo. Esas tres semanas en China habían sido las primeras vacaciones de verdad que se tomaba Pia en la vida y habían resultado perfectas. Aunque ya hacía bastante que estaban juntos, la mirada de Christoph todavía le provocaba esa agradable y excitante sensación de hormigueo en el estómago, y a veces le costaba creer que hubiera tenido la suerte de encontrar a un hombre como él. Se habían conocido el verano de tres años atrás, en el transcurso de la investigación de un asesinato, cuando Pia ya casi se había hecho a la idea de pasar el resto de su vida sola en Birkenhof, con sus animales como única compañía. La chispa entre ambos surgió al instante, pero en aquellos momentos Bodenstein lo consideraba un muy posible sospechoso, lo cual no les puso las cosas fáciles precisamente.

El aire frío de primera hora de esa mañana de mayo hizo tiritar a la inspectora. Después de catorce horas de vuelo, se sentía pegajosa y sucia y soñaba con darse una ducha, pero para eso tendría que esperar todavía un buen rato.

Al coche de Henning no le habían puesto ninguna multa, tal vez porque había dejado el cartel de «Médico de servicio» bien visible tras el parabrisas. Christoph y él metieron el equipaje en el maletero mientras Pia se desplomaba en el asiento de atrás del Mercedes.

—¿Qué plan tienes ahora? —preguntó unos minutos después, mientras su ex conducía ya por la autopista.

El tráfico de hora punta en dirección a Frankfurt los hacía avanzar despacio.

—¿Por qué quieres saberlo? —contestó él enseguida, receloso.

Pia puso los ojos en blanco. ¡Seguía sin ser capaz de ofrecer una respuesta sencilla a una pregunta sencilla! Se dio un masaje en las sienes, que le palpitaban. Esas últimas tres semanas había desconectado por completo, había dejado a un lado las preocupaciones diarias, su trabajo e incluso la amenazante orden de derribo de Birkenhof. En ese momento, no obstante, todo se le vino encima de golpe. Habría prolongado las vacaciones hasta una fecha indefinida sin pensárselo dos veces, aunque tal vez el secreto de la verdadera felicidad era que siempre tenía límites.

—Han encontrado un cadáver en Kelkheim y tengo que ir —contestó—. El jefe acaba de llamarme. Creo que se me han terminado las vacaciones.

La gran verja del refugio de animales estaba cerrada y el aparcamiento que había frente al edificio administrativo seguía vacío. Mark, que caminaba intranquilo de aquí para allá junto a la alta valla, lanzó una mirada a su móvil. Las siete y cuarto. ¿Dónde se había metido Ricky? Él tenía que irse en veinte minutos como mucho. Los profes le echaban una bronca impresionante cada vez que llegaba tarde a clase, aunque fuera un minuto, y enseguida le escribían correos electrónicos a su madre, solo porque últimamente había hecho novillos un par de veces. Estaban todos tarados. ¿Por qué no entendían sus padres que ya no le daba la gana ir al instituto? Desde que salió del internado sentía que vivía una vida equivocada, la vida de otro. Mark habría preferido mil veces hacer algo útil en lugar de pasarse las horas sentado en un aula porque sí. Trabajar en algo relacionado con animales. Y además tener su propio piso lleno de perros y gatos, como en casa de Ricky y Yannis. Eso sería una pasada. Pero a su padre le daría un infarto si le proponía algo así. Acabar el bachillerato y estudiar una carrera era obligatorio, y también pasar un par de semestres en el extranjero, que le sentarían de maravilla. Todo lo que quedara por debajo de eso era para proletarios. Para completos fracasados. Prácticamente una vía directa a la renta mínima. Desde donde se encontraba podía ver toda la pista asfaltada que bajaba hasta Schneidhain, pero, aparte de un par de madrugadores que paseaban al perro, allí no había un alma. Mark se había pasado la mitad de la noche sentado delante del ordenador porque no podía dormir; en cuanto cerraba los ojos, llegaban los recuerdos. Así que le escribió un mensaje de texto a Ricky, y ella le contestó que estaría a las siete de la mañana en el refugio. Ya eran casi las siete y media. Decidió ir a su encuentro pista abajo.

Cuando la juez lo había condenado a ochenta horas de servicios comunitarios en el refugio de animales, a él casi le dio un ataque; menuda mierda. Pero después conoció a Ricky, y a Yannis, su novio, y de pronto tenía otra vez algo que lo ilusionaba. El trabajo en el refugio le divertía mucho, así que había seguido ayudando aunque hacía tiempo que había cumplido su condena. Era como si en Ricky y Yannis hubiera encontrado un nuevo hogar, una nueva familia en la que siempre era bienvenido. Yannis era su gran modelo a seguir, a veces discutían durante noches enteras sobre cosas que a Mark hasta entonces no le habían interesado para nada: el conflicto de Afganistán, los asentamientos de Israel y la acogida de presos de Guantánamo en Alemania; o sobre el tema preferido de Yannis, la gran mentira del clima. Yannis sabía un montón sobre cualquier asunto y tenía unas opiniones completamente diferentes a las del padre de Mark, que como mucho se indignaba alguna que otra vez por la política fiscal del Gobierno, o por la izquierda y los Verdes. Pero, sobre todo, Yannis convertía sus palabras en hechos. Lo había acompañado un par de veces a manifestaciones y concentraciones, y había quedado muy impresionado, porque Yannis conocía a miles de personas.

Se estaba poniendo el casco e iba a encender la moto cuando el monovolumen oscuro de Ricky subió por el camino. El corazón le dio un vuelco al verla detener el coche junto a él y bajar la ventanilla.

—Buenos días —lo saludó, sonriente—. Siento llegar un poco tarde.

—Buenos días.

Mark se dio cuenta de que se había puesto colorado. Por desgracia, eso de ponerse como un tomate era una reacción habitual en él.

—Ayúdame un momento a dar de comer a los animales —pidió Ricky—. Podemos hablar mientras tanto, ¿vale?

Mark dudó. Qué narices, a la mierda el instituto. Allí ya había aprendido todo lo que podían enseñarle sobre la vida. La auténtica vida, además, tenía lugar en otra parte.

—Vale —respondió.

El sol de la mañana se reflejaba en la alta fachada de cristal de aquel edificio de tintes futuristas que, agazapado sobre su explanada de césped bien cuidado, parecía una nave espacial varada en el polígono industrial. Henning dejó el monovolumen en el aparcamiento, que seguía vacío salvo por un par de coches. Sacó sus dos maletines de aluminio del maletero y apenas masculló un «No hace falta» cuando Pia quiso llevarle uno. Desde que habían dejado a Christoph en la puerta de Birkenhof hacía un cuarto de hora, Henning, en un derroche de su habitual malhumor matutino, no había abierto la boca; pero Pia había estado dieciséis años casada con él y conocía sus rarezas mejor que nadie, así que no le molestó. A veces Henning era capaz de pasarse tres días sin pronunciar una sola palabra. Cruzaron la explanada decorada con arriates de flores exuberantes y pasaron junto a una fuente donde había dos coches patrulla aparcados. La inspectora se fijó en el letrero de la empresa: «WindPro GmbH». El estilizado molino de viento que había junto al nombre indicaba a qué se dedicaba la compañía. Un agente de uniforme aguardaba bostezando en los peldaños que subían a la puerta de entrada y les indicó que pasaran con un gesto de la cabeza. El inconfundible olor dulzón de la carne putrefacta se le metió a Pia por la nariz nada más pisar el imponente vestíbulo abierto de la recepción.

—Bueno, pues parece que alguien se ha pasado todo el fin de semana metido en esta incubadora —comentó Henning.

La inspectora no hizo caso de su cinismo. Su mirada ascendió hacia los tres pisos a los que se subía tanto por unas escaleras curvas como por un ascensor de cristal. Ante el alargado mostrador de acero inoxidable de la derecha había una mujer sentada en una silla e inclinada hacia delante, tenía los codos apoyados en las rodillas y el rostro enterrado entre las manos. A su alrededor había varios agentes uniformados y un hombre de paisano. Ese debía de ser el nuevo compañero del que había hablado su jefe.

—Vaya, mira tú por dónde —comentó Henning.

—¿Qué pasa? ¿Lo conoces?

—Sí, Cemalettin Altunay. Hasta ahora estaba en la K 11 de Offenbach.

Como segundo del Instituto Anatómico Forense de Frankfurt, Henning conocía a la mayoría de los colaboradores de los Departamentos de Delitos Violentos de la región del Rin-Meno y de todo Hessen Sur.

Pia se quedó mirando al inspector, que se había inclinado sobre la mujer y hablaba con ella en voz baja. Calculó que tendría como mucho cuarenta años y, desde una perspectiva puramente estética, era una mejora indudable con respecto a su predecesor, Frank Behnke. Camisa blanquísima, vaqueros negros, zapatos relucientes, el pelo espeso y negro con corte militar: una presencia impecable. Al instante se sintió más incómoda aún con su camiseta gris arrugada, los redondeles de sudor bajo las axilas y los vaqueros sucios. Tal vez sí habría tenido que ducharse y cambiarse de ropa. Demasiado tarde.

—Hola, doctor Kirchhoff —dijo el nuevo con una voz agradable y profunda; después se volvió hacia Pia y le tendió la mano—. Inspector Cem Altunay. Me alegro de conocerte, Pia. Kai y Kathrin me han hablado muchísimo de ti. ¿Qué tal te han ido las vacaciones?

—Pues… bien. Gracias. —Balbuceó ella—. Acabo de aterrizar hace treinta minutos, el vuelo llevaba nueve horas de retraso…

—Y nada más llegar, un cadáver. Lo siento. —Altunay sonrió como disculpándose, como si él fuera responsable.

Se miraron unos instantes y luego Pia bajó los ojos. La mirada chocolate negro de ese hombre la desconcertaba. Los segundos seguían pasando y su silencio se hizo lamentable. Tras ellos, Henning soltó un pequeño resoplido burlón que hizo regresar a Pia a la realidad.

—¿Qué tenemos? —preguntó la inspectora.

—La víctima se llamaba Rolf Grossmann y trabajaba en la empresa desde hacía un par de años como vigilante nocturno. Parece un accidente —respondió Cem—. Una empleada ha encontrado el cadáver esta mañana sobre las seis y media. Ven conmigo.

El olor dulzón se intensificó. Los cadáveres que desprendían un hedor tan penetrante no solían tener buen aspecto. Pia lo siguió por la escalera y, aunque se preparó para lo que venía, la escena la dejó momentáneamente sin respiración. El muerto, cuya cara abotargada y lívida apenas conservaba rasgos humanos, yacía en un descansillo entre el segundo y el tercer piso con las extremidades torcidas en ángulos grotescos. La inspectora había presenciado muchas cosas en su trabajo, y a pesar de ello se le revolvió el estómago al ver las moscas que recorrían el cadáver. Solo su autocontrol profesional impidió que vomitara delante del nuevo.

—¿Qué te hace pensar que fue un accidente? —preguntó mientras luchaba por contener las náuseas. El calor acumulado en el gran vestíbulo la hacía sudar por todos los poros—. ¡Buf! ¿Es que no se puede encender el aire acondicionado o abrir esa cúpula de cristal?

—¡Ni se te ocurra! —exclamó Henning, que ya se estaba poniendo un mono blanco desechable—. Mucho cuidado con fastidiarme el lugar de los hechos.

A Pia no se le escapó la expresión de asombro de su nuevo compañero.

—Estuvimos casados —ofreció como breve explicación—. Bueno, ¿tú qué crees?

—Parece que tropezó y cayó por la escalera —repuso Cem Altunay.

—Mmm… —La mirada de la inspectora siguió los peldaños que ascendían formando un arco hacia el tercer piso—. ¿Has podido hablar ya con la mujer que lo ha encontrado? ¿Qué hacía aquí tan temprano, a las seis y media de la mañana?

Henning abrió su maletín con gran ruido. Las moscas zumbaban a su alrededor mientras se inclinaba sobre el cadáver y lo examinaba con ojo de experto.

—Por lo visto entra siempre a esa hora. Trabaja en contabilidad. —Altunay se volvió hacia la mujer, que todavía estaba sentada en la silla, inmóvil—. Sigue conmocionada. Parece que la víctima y ella se llevaban bien y muchas veces se tomaban una taza de café juntos por la mañana.

—Pero ¿cómo pudo caerse por la escalera así, sin más?

—Creo que tenía problemas con la bebida. Eso afirma por lo menos la contable —contestó su compañero—. Además, el cadáver apesta a alcohol, y en el office que hay detrás del mostrador de recepción hemos encontrado una botella de Jack Daniel’s empezada.

El empleado de la empresa de mensajería vestido de marrón oscuro resolló al tenderle el aparato con lápiz electrónico a la mujer para que le firmara la entrega.

Ella garabateó una firma en la pantalla llena de arañazos y sonrió con satisfacción. El mensajero no se había molestado en ocultar su disgusto cuando lo obligó a arrastrar los paquetes hasta el almacén en lugar de dejarlos en el patio, pero eso a Frauke Hirtreiter le traía sin cuidado.

Regresó a la tienda, encendió la luz y miró a su alrededor. Aunque en sentido estricto el establecimiento era propiedad de Ricky, ella lo amaba como si fuera suyo. Por fin había encontrado en la vida un lugar en el que se sentía del todo a gusto. El Paraíso Animal hacía honor a su nombre, no tenía nada que ver con esas tiendas de mascotas mal iluminadas y con olor a moho y humedad que recordaba de su infancia. Abrió la puerta de la sala contigua, donde se había instalado la peluquería canina. Aquel era su reino. Gracias a unos cursos nocturnos, se había sacado un título de peluquera para perros —o groomer, como lo llamaban ahora—; sus servicios gozaban de muy buena reputación entre la clientela y salían rentables. Además de eso, colaboraba en la escuela canina de Ricky y, desde hacía varias semanas, también en la tienda online, que funcionaba cada vez mejor. Frauke cruzó el establecimiento para entrar en la oficina, donde Nika ya estaba sentada al ordenador, y se interesó por los pedidos que les habían entrado.

—¿Cuántos son? —preguntó Frauke con curiosidad.

—Veinticuatro —contestó Nika—. Un aumento de un cien por cien con respecto al lunes de la semana pasada. Solo que no puedo introducir los artículos nuevos.

—¿Por qué no?

Frauke sacó dos tazas de café del armario que colgaba encima del fregadero de la minicocina. La cafetera borboteaba con eficiencia.

—Ni idea. Siempre me da el mismo problema. Introduzco el artículo en el programa, pero, cuando quiero grabarlo, no me hace caso.

—Debería mirarlo Mark. Seguro que él tiene alguna idea.

—Sí, será lo mejor. —Nika envió un documento a imprimir y poco después la impresora de inyección de tinta escupió los pedidos. Bostezó mientras se estiraba y dijo—: Me voy un rato al almacén.

—¿Por qué no nos tomamos un café antes? Todavía tenemos algo de tiempo. —Frauke sirvió las dos tazas y le pasó una a Nika—. Ya lleva leche.

—Gracias —repuso ella, que sonrió y sopló el café caliente.

Frauke estaba contentísima de tener a Nika en el equipo de El Paraíso Animal, porque Ricky nunca disponía de mucho tiempo para la tienda, y las auxiliares que les habían enviado desde la Oficina de Empleo no habían sido de gran ayuda. Una les había robado, la siguiente había resultado demasiado mema para gestionar los pedidos y la tercera por lo visto había acabado con dolores de espalda al cabo de tres días por culpa del esfuerzo excesivo. Nika, por el contrario, era eficiente y nunca se quejaba, había introducido un sistema en la caótica contabilidad e incluso limpiaba la tienda por las tardes desde que la señora de la limpieza se despidió. Frauke no sabía mucho de su pasado, solo que era una vieja amiga de Ricky y que vivía realquilada con ella y con Yannis en el sótano de su casa de Schneidhain. La primera vez que la vio no le había impresionado demasiado: flaca y callada, con el pelo rubio ceniza mal peinado, gafas y una palidez enfermiza, y además vestida con ropa que otra gente tiraba a los contenedores de la Cruz Roja. Al lado de Ricky se la veía tan insignificante como una perdiz comparada con un pavo real, pero tal vez por eso habían sido tan buenas amigas. A Ricky no le gustaba demasiado la competencia, y Nika no representaba ningún peligro en absoluto, igual que Frauke. Le habría encantado saber más detalles acerca de ella, siempre tan discreta y a menudo con cara triste, pero casi nunca hablaba de sí misma, por desgracia. En más de una ocasión, Frauke no había logrado contener la curiosidad y había dejado caer alguna pregunta como de pasada, pero Nika sonreía y lo único que decía era que había tenido una vida muy poco espectacular y que casi ni merecía la pena hablar de ella.

—Bueno, pues voy a tumbarme un rato. —Nika dejó la taza en el fregadero—. Ricky quería estar aquí sobre las nueve y media para entregar los pedidos. ¿Llamas tú a Mark?

—Claro, yo me encargo. —Frauke asintió y sonrió satisfecha.

Su vida se había transformado para mejor, sin duda, y ella esperaba que siguiera así mucho tiempo. A poder ser, para siempre.

Henning había examinado el cadáver a fondo y ya tenía sus primeras conclusiones. Se quitó la mascarilla y se volvió hacia Pia y Cem Altunay.

—Calculo que la muerte tuvo lugar entre las tres y las seis de la madrugada del sábado —anunció—. El rigor mortis ya ha desaparecido, las manchas cadavéricas apenas se desvanecen con la presión.

—Gracias. —Pia le dirigió una cabezada a su exmarido, que contemplaba el cadáver con la frente arrugada—. ¿Qué sucede? —le preguntó.

—Mmm. Es posible que me equivoque, pero, no sé por qué, creo que la causa de la muerte no fue la caída por la escalera. No se partió la nuca.

—¿Crees que alguien podría haberle ayudado?

—Es posible. —Henning asintió.

La inspectora consideró un momento si debía llamar a Oliver, pero decidió no hacerlo. Su jefe le había pasado la dirección del caso, así que le correspondía a ella valorar la situación, y esa leve sospecha de Henning de que podía tratarse de un homicidio bastaba para poner en marcha toda la maquinaria.

—Llamaremos a los de rastros y pediremos algunos agentes más para preservar el lugar de los hechos —le propuso a Cem—. El edificio queda clausurado hasta que sepamos qué ha ocurrido aquí. Y quiero una autopsia.

—De acuerdo, yo me encargo de todo eso. —Cem asintió y sacó el móvil del bolsillo de su pantalón mientras ambos bajaban la escalera.

En la entrada del edificio, que seguía cerrado, se oían voces alteradas. Uno de los agentes que debían impedir que los trabajadores de WindPro se pasearan por el vestíbulo y destruyeran posibles pruebas abandonó su puesto y se acercó a Pia.

—¿Qué ocurre ahí delante? —se interesó la inspectora.

—El director ha llegado y quiere entrar —contestó el policía.

—Tráemelo, pero los demás tienen que quedarse fuera.

El agente asintió y dio media vuelta.

—¿Podemos dejar que entre ya un poco de aire fresco? —le preguntó Pia a Henning.

Estaba bañada en sudor y el olor a putrefacción le resultaba del todo insoportable.

—No —repuso él, sucinto—. No antes de que llegue la Científica. No pienso dejar que Kröger me reproche nada.

—Lo hará de todas formas —comentó Pia—, porque le has puesto las manos encima al cadáver antes que él.

Cem se había dado prisa en realizar las tres llamadas una detrás de otra y volvió a guardar el móvil.

—Los de rastros ya vienen de camino, enseguida llegarán refuerzos y Kai se encarga de avisar a la fiscalía —informó.

—Bien. Ha llegado el jefe de nuestra víctima. ¿Cómo lo hacemos? —le preguntó Pia a su nuevo compañero.

—Tú preguntas, yo escucho —propuso este.

—De acuerdo.

Se sintió aliviada al ver que con Cem no habría ningún tira y afloja por la jerarquía, a diferencia de lo que ocurría con Behnke, que en todas las investigaciones e interrogatorios había reclamado ruinmente su superioridad por tener mayor antigüedad en el servicio. Poco después, un hombre muy alto y de espaldas anchas cruzó el vestíbulo acompañado por el agente. El olor repugnante y la noticia de que un trabajador había perdido la vida en su empresa le habían dejado sin color en la cara. Sin embargo, antes de que pudiera presentarse a Pia, la mujer que había encontrado el cadáver despertó de su conmoción, saltó de la silla y se abalanzó con un gemido inarticulado hacia su jefe. Al principio él la miró molesto, pero luego le tendió los brazos y la estrechó por los hombros delgados para consolarla. Solo con delicadeza e insistencia logró Cem convencer a la mujer llorosa de que lo soltara. Los trabajadores que se apretaban tras el cordón, a la entrada del vestíbulo, callaron por respeto. El director de WindPro estaba visiblemente afectado aunque se mantenía sereno.

—Pia Kirchhoff, de la K 11 de Hofheim, y este es mi compañero Cem Altunay —se presentó la inspectora.

—Stefan Theissen —repuso el director—. ¿Qué ha sucedido?

El apretón de manos de Theissen era firme aunque algo sudoroso, lo cual Pia no podía reprocharle, dada la temperatura ambiente y la agitación del momento. Tuvo que levantar la vista para mirarlo. Medía por lo menos un metro noventa y era bastante apuesto. El aroma intenso de su loción para después del afeitado desbancó por un momento el olor del cadáver. Su cabello seguía húmedo y peinado con una raya perfecta, la piel que se le veía por encima del cuello de la camisa estaba levemente enrojecida por la cuchilla.

—Su vigilante nocturno, el señor Grossmann, parece que ha sufrido un accidente mortal.

Pia observó a Theissen, atenta a su reacción.

—Eso es horroroso. ¿Cómo…? ¿Qué…? No sé… —Guardó silencio, aturdido—. Dios santo.

—Por lo que sabemos hasta el momento, se cayó por la escalera —siguió explicando la inspectora—, pero será mejor que prosigamos esta conversación en algún otro lugar.

—Sí, ¿quieren que vayamos a mi despacho? —Theissen miró a Pia con un interrogante—. Está en el tercer piso. Podemos subir en ascensor.

—Mejor no, todavía estamos esperando a los compañeros de rastros. Hasta entonces, nadie debe entrar en el edificio.

—¿Y mis trabajadores? —quiso saber Theissen.

—Me temo que hoy tendrán que empezar algo más tarde. Cuando hayamos reconstruido con exactitud cómo ocurrió el accidente.

—¿Cuánto tardarán?

Siempre la misma pregunta, y Pia dio la misma respuesta de siempre:

—Eso todavía no podemos saberlo. —Se volvió hacia su compañero—. Cem, ¿quieres pedirles que me avisen cuando llegue la Científica?

Era una sensación extraña tutear de una forma tan natural a aquel desconocido. En cierto modo, a Pia aún no le parecía un compañero. Aunque tal vez la rutina le resultaba más dura que nunca porque a esa misma hora del día anterior todavía se encontraba muy lejos de allí. Pensó un instante en Christoph y tocó con el pulgar el anillo que llevaba en el dedo y que ni siquiera a Henning, con lo perspicaz que era, le había llamado la atención. Cómo le habría gustado entretenerse un momento más en el recuerdo de su última noche en China… Pero entonces se dio cuenta de que Theissen la miraba expectante.

Cem regresó y ambos siguieron al jefe de WindPro a la sala de reuniones de la planta baja.

—Siéntense, por favor.

Theissen les señaló la mesa de juntas, cerró la puerta y dejó su maletín. Antes de tomar asiento él también, se desabrochó la americana. Ni un gramo de grasa de más, constató Pia, y eso que debía de haber cumplido ya los cincuenta. Seguramente salía a correr todas las mañanas, aunque también podía ser uno de esos ciclistas que recorrían el Taunus a toda velocidad con sus bicis de montaña a horas intempestivas. Una vez superado el primer golpe, Theissen se relajó un poco y su cara comenzó a recobrar el color.

—¿En qué puedo ayudarles?

—Una de sus empleadas ha encontrado el cadáver del señor Grossmann esta mañana —empezó a exponer Pia, y recordó cómo había abrazado Theissen a la mujer hacía un momento para consolarla.

Un jefe con corazón. Punto de simpatía para él.

—La señora Weidauer. —Theissen asintió, confirmándolo—. Es nuestra contable y siempre llega muy temprano al trabajo.

—Nos ha explicado que el señor Grossmann tenía problemas con el alcohol. ¿Es eso cierto?

El director de la empresa asintió y soltó un suspiro.

—Sí, es verdad. No es que bebiera habitualmente, pero sí pillaba una buena borrachera de vez en cuando.

—Entonces, ¿no era un riesgo para su empresa tenerlo como vigilante nocturno?

—Sí, bueno… —El director se pasó una mano por el pelo y se detuvo a buscar las palabras adecuadas—. Rolf era un antiguo compañero de clase.

Eso sorprendió a Pia. O bien se había confundido de medio a medio con la edad de Theissen, o la muerte y el estado avanzado de descomposición habían hecho que Rolf Grossmann pareciera mucho mayor de lo que era.

—Cuando íbamos al colegio éramos muy buenos amigos, después nos perdimos la pista. Volví a verlo en una cena de antiguos alumnos, hace algunos años, y me quedé de piedra. Su mujer lo había abandonado, vivía en un albergue para indigentes en Frankfurt y estaba en el paro. —Theissen se encogió de hombros—. Me dio lástima, por eso lo contraté. Como chofer y, cuando perdió el carné de conducir, como vigilante nocturno. La mayor parte del tiempo trabajaba bien, se podía confiar en él y estaba sobrio cuando estaba de servicio.

—La mayor parte del tiempo —comentó Cem—. ¿No siempre?

—No, no siempre. Una vez que vine a la empresa tarde, al volver de un viaje de negocios, lo sorprendí en el office. Estaba como una cuba. Después de aquello pasó un trimestre entero haciendo una cura de desintoxicación. De eso hace más de un año y no se produjo ningún otro incidente, así que di por hecho que tenía controlada la bebida.

Abierto. Franco. No encubría los hechos.

—Según la primera valoración del médico forense, el señor Grossmann murió la madrugada del sábado, sobre las cuatro —informó Pia—. ¿Cómo es posible que nadie lo haya echado en falta hasta esta mañana?

—Bueno, vivía solo. Y aquí no hay nadie los fines de semana, a no ser que estemos en la fase final previa a la conclusión de un proyecto —respondió Stefan Theissen—. Yo a veces vengo a mi despacho el sábado o el domingo, pero este fin de semana he estado de viaje. Rolf…, bueno, el señor Grossmann… normalmente termina su turno a las seis de la mañana y vuelve empezar a las seis de la tarde.

Las declaraciones de Theissen parecían coherentes. La inspectora le dio las gracias por la información y todos se levantaron. En ese momento le vibró el móvil. Era Henning.

—He descubierto algo más que interesante —se limitó a decir—. Ven a la escalera. Ya mismo, a poder ser.

No dejaba de mirarle el rostro mientras luchaba contra su mala conciencia por no haber ido a visitarla durante tanto tiempo. Ella había abierto los ojos, pero su mirada se perdía en el vacío. ¿Comprendería lo que le estaba diciendo? ¿Notaba que la estaba tocando?

—El éxito de ayer fue increíble. —Le acarició la mano—. Todo el mundo, de verdad, todo el mundo estuvo allí. Incluso la canciller Merkel. Y, por supuesto, la prensa. Hoy el libro ya es primera página en todos los periódicos. Ay, cómo te habría gustado, mi vida.

Por la ventana abatida entraban los sonidos de la ciudad: la campanilla del tranvía, bocinas, el ruido del tráfico. Dirk Eisenhut tomó la mano de su esposa y le besó los dedos fríos. Cada vez que entraba en su habitación y la veía tumbada en la cama con los ojos abiertos nacía en él la esperanza. Se habían dado casos en que los pacientes despertaban después de pasar años en estado vegetativo, y hasta la fecha nadie podía afirmar con seguridad qué sucedía en la consciencia de esas personas. Él sabía que ella lo oía. A ratos incluso parecía reaccionar a su voz, en alguna ocasión respondía a la presión de su mano, y a veces creía verla sonreír cuando le hablaba de los viejos tiempos o le daba un beso.

Le relató en voz baja la presentación de su nuevo libro, que había tenido lugar el día anterior en la Deutsche Oper Berlin. Le fue enumerando los nombres de los ilustres invitados del mundo de la política, la economía y la cultura, le transmitió los saludos de conocidos y amigos. Cuando llamaron a la puerta, no se volvió.

—Por desgracia no podré venir a verte en una temporada —le susurró—. Tengo que salir de viaje, pero siempre pienso en ti, cariño.

Ranka, la eficiente jefa de enfermeros, había entrado en la habitación; lo notó por su aroma. Siempre desprendía un leve olor a lavanda y a rosas.

—Ah, hola, profesor. Hacía tiempo que no lo veíamos.

Creyó percibir una pizca de reproche en su voz, pero no pensaba justificarse.

—Hola, Ranka —fue todo lo que dijo—. ¿Cómo se encuentra mi mujer?

Normalmente la enfermera le hablaba entonces largo y tendido sobre el día a día de Bettina, de una excursión al balcón o un minúsculo éxito con la fisioterapia. En esa ocasión, sin embargo, no le dio ninguna explicación.

—Bien —se limitó a contestar la mujer—. Como siempre. Bien.

Mala respuesta. Dirk Eisenhut no deseaba oír que no había habido cambios. El estancamiento era un paso atrás. La rehabilitación temprana había surtido efecto al principio y el estado de Bettina mejoró; una mejoría lenta pero constante, gracias al tratamiento de estimulación basal, la fisioterapia y la logopedia. Había aprendido a tragar sola otra vez, así que pudieron retirarle la cánula traqueal y luego también la sonda gástrica. Las probabilidades de que superara el síndrome apálico eran de un cincuenta por ciento. Siendo científico, él sabía que no había garantías y que esa probabilidad tan solo era mínima. Si en el transcurso de un año no se producía una mejora apreciable en el rendimiento físico y psíquico de la paciente y esta seguía inconsciente, el tratamiento pasaría a la fase F. La sobria expresión médica para esa fase de la rehabilitación era «tratamiento activador permanente» y suponía el final de toda esperanza de recuperación.

Se despidió de su esposa con un beso, le dijo a Ranka que tenía que irse de viaje durante algunos días por motivos profesionales y salió de la habitación.

Desde aquella horrible Nochevieja solo había pisado dos veces más su villa de Potsdam o, mejor dicho, lo que las llamas habían dejado de ella: una con los expertos en incendios de la Policía y otra para recoger sus documentos del estudio, que había quedado intacto en su mayor parte. Después de eso, no había vuelto. Se había trasladado a un apartamento en el barrio de Mitte, que tanto le había gustado a Bettina, no muy lejos de su residencia de cuidados paliativos. Tener que cruzar la ciudad todas las mañanas con el coche no le molestaba; era su penitencia. Se despidió del portero con la cabeza y salió a la calle. Los ruidos y el bullicio se le echaron encima, y él se quedó inmóvil, inspiró hondo y espiró otra vez. Una horda de turistas de camino a los patios de Hackesche Höfe casi se lo llevó por delante, charlando y riendo; un taxista se detuvo junto a la acera y le dirigió una mirada interrogante, pero él le hizo saber con un gesto que no requería sus servicios. Tras una visita a Bettina siempre necesitaba dar un paseo y, además, su casa estaba a solo dos pasos. Se puso en marcha, cruzó y unos doscientos metros más allá enfiló su calle.

Quizá lo llevaría algo mejor si no hubiese podido evitar él mismo la tragedia. Cuando llegó a casa después de la fiesta en el instituto, ya entrada la tarde, se la encontró en llamas. A causa del frío glacial y de problemas con el agua de extinción, los bomberos tardaron una eternidad en abrirse paso entre aquel infierno de llamas. Bettina sobrevivió de milagro. El médico de Urgencias consiguió reanimarla, pero su cerebro había pasado mucho tiempo sin suministro de oxígeno a causa de la formación de humo. Demasiado tiempo.

Hasta ese día seguía sin haber superado el duro golpe, y tenía muy claro que la culpa era solo de él. Había cometido un error enorme, un error que jamás podría reparar.

Aquel era el día que podía inclinar la balanza. Durante semanas, más bien meses, había estado recabando información, valorándola y traduciéndola a un idioma comprensible para conseguir compañeros de lucha. Sus esfuerzos se vieron recompensados por el éxito, la iniciativa ciudadana «Por un Taunus sin molinos» contaba con más de doscientos miembros y diez veces más de simpatizantes. Fue idea suya llevar el tema de nuevo a la televisión poco antes de la asamblea vecinal, se encargó de todo, y esa tarde, por fin, había llegado el momento. ¡Cuántas cosas dependían de que la grabación saliera bien! La parte contraria debía comprender que no solo se enfrentaba a un puñado de chiflados, sino que cientos de ciudadanos se oponían a ese proyecto descabellado del parque eólico. Yannis Theodorakis salió de la ducha, alcanzó la toalla y se secó. Se pasó una mano por el mentón sin afeitar, sopesándolo. Lo cierto era que le gustaba la barba de tres días, pero quizá causaría mejor impresión a los telespectadores si aparecía bien acicalado y serio. Después de afeitarse fue al dormitorio e inspeccionó a fondo su armario. ¿Sería exagerado un traje? Hacía años que no iba a trabajar con traje y corbata, y seguramente esas prendas ya no le quedarían bien. Al final se decidió por unos vaqueros combinados con una camisa blanca y una americana. Desde que Nika se ocupaba de las tareas de la casa, los armarios siempre estaban en orden y toda la ropa estaba planchada y en su sitio. Yannis dejó la camisa y los vaqueros sobre la cama de matrimonio, y al verla sintió que algo enturbiaba de forma automática su buen humor. Ricky seguía durmiendo en el sofá del salón, o directamente en el suelo; insistía en que el dolor de espalda la impedía tumbarse en la cama. Hacía tiempo que gemía al realizar las tareas pesadas con las que se cargaba día tras día, pero ella no lo reconocería nunca. La tienda, el trabajo en el refugio de animales y en la escuela canina, el cuidado de todo su zoo particular y la organización de la iniciativa ciudadana requerían más tiempo del que tenía, así que apenas quedaba nada para su vida privada. El resultado de su obsesión por el trabajo eran esos dolores de espalda cada vez más intensos que la hacían acudir al quiropráctico con regularidad y que le ofrecían, según sospechaba él, una buena excusa para negarse a mantener relaciones sexuales.

Yannis salió del dormitorio y cruzó todo el pasillo hasta la cocina. Los gatos, que se habían subido al banco del rincón y a una silla para dormitar al sol, huyeron al instante por la gatera que daba a la terraza. Las bestezuelas que Ricky adoptaba en su infinito amor por los animales lo ponían de los nervios. A los dos perros aún podía soportarlos, pero los gatos, esos hipócritas arrogantes que dejaban pelos por todas partes, le repugnaban. Ellos respondían a su animadversión con un desdén orgulloso, y saltaba a la vista que valoraban su compañía tan poco como él la de ellos.

Por la ventana entraba la centelleante luz del sol. Hacía un día perfecto de principios de verano para la grabación de la tarde. Yannis se sirvió un café, untó un panecillo con mantequilla y mermelada de fresas y le dio un bocado. Sus pensamientos vagaban sin rumbo y acabaron recalando de nuevo en Nika, como tantas veces últimamente.

Al principio solo le habían llamado la atención pequeños detalles de su aspecto: su ropa estrafalaria, ese corte de pelo imposible, las gafas de lechuza. Nika hablaba poco y era tan reservada que a veces hasta se le olvidaba que estaba en la casa. No sabía nada sobre ella, y tampoco le había interesado en absoluto hasta aquel incidente de tres semanas atrás.

Yannis sintió calor al revivir en su memoria el momento que lo había cambiado todo. Él había bajado al sótano a por una botella de vino para la cena, y Nika, en el mismo segundo en el que él salía de la bodega, salió también de su cuarto de baño… Estaba completamente desnuda, con el pelo mojado y peinado hacia atrás. Durante un par de segundos se miraron, sobresaltados, y luego él se dirigió deprisa a la escalera, mascullando una disculpa. Ninguno de los dos volvió a mencionar ese encuentro, pero desde entonces no actuaban con naturalidad. La mirada de Nika se había marcado a fuego en su cerebro. Desde aquel día no hacía más que pensar en ella cuando estaba solo en la cama, con Ricky roncando en el suelo; cada noche que pasaba sin sexo, su deseo por Nika aumentaba y se había convertido en una obsesión que lo torturaba y lo enfurecía. Si Ricky, con lo celosa que era, llegaba a tener algún día aunque fuera una mínima sospecha, se armaría una buena. Y aun así, Yannis no conseguía quitarse de la cabeza los pechos desnudos de Nika.

—Nika —murmuró, y disfrutó del placentero suplicio que le suponía pronunciar su nombre en voz alta. El solo recuerdo de su encuentro en el sótano, que en sus fantasías, cada vez más salvajes, ya no terminaba con él huyendo avergonzado, lo ponía caliente al instante—. Maldita sea, Nika, joder.

El inspector jefe Oliver von Bodenstein estaba de pie frente a la puerta de espejo de su armario, anudándose la corbata de mal humor. ¡Menuda ocurrencia casarse un lunes por la mañana y obligar a todo el que trabajaba de la familia a tomarse un día de fiesta! Se pasó revista de perfil. Aunque metiera tripa, comprobó disgustado que se le veía una curva por encima de la cinturilla del pantalón. La noche anterior, la aguja de la báscula había rebasado por primera vez en su vida la marca de los noventa kilos, lo cual lo había dejado sin habla. ¡Solo nueve kilos más y llegaría a los cien! Si no dejaba cuanto antes de cenar todas las noches en casa de sus padres y, para colmo, terminarse con su padre una botella de vino tinto, pronto tendría que decidir si prefería llevar la barriga por encima o por debajo del cinturón.

Se puso la americana. El traje ocultaba lo peor, pero aun así se sentía incómodo. Y no solo por la celebración nupcial de esa mañana y su aumento de peso. Durante más de veinte años su vida había transcurrido por senderos tranquilos, pero desde que se había separado de Cosima, hacía ya seis meses, todo estaba patas arriba, igual que sus hábitos alimentarios. Enseguida se dio cuenta de que había sido un error permitirse aquella aventura con Heidi Brückner, a quien conoció trabajando en un caso el noviembre anterior. Heidi se cruzó en su camino justo cuando los cimientos de su vida se sacudían a causa de la infidelidad de Cosima, y le había ayudado a superar el primer impacto del dolor, pero aún habría de pasar mucho tiempo antes de que se sintiera preparado para una nueva relación seria. Habían hablado por teléfono un par de veces, después él dejó de llamarla y el asunto quedó en nada, sin discusiones y sin que le hubiera afectado mucho.

Sin embargo, el verdadero motivo por el que habría preferido estar con sus compañeros junto a un cadáver, en lugar de tener que ir al registro civil del ayuntamiento de Kelkheim, era Cosima. Desde hacía medio año, cuando le había presentado los hechos consumados y poco después se había ido a dar la vuelta al mundo en velero con su amante ruso, casi no había hablado con ella. Bodenstein seguía recriminándole que por puro egoísmo hubiera destrozado la familia, y con ello también la vida de él. Su mujer había mantenido una relación secreta con el tal Alexander Gavrilow, aventurero, durante semanas e incluso meses sin que él sospechara nada en absoluto. Cosima lo había hecho sentirse como un imbécil, y a él, una vez más, no le quedó más opción que aceptar sus decisiones, aunque solo fuera por sus hijos. Lorenz y Rosalie ya eran mayores y se habían independizado, pero Sophia solo era una niña de dos años y medio. Tenía derecho a disfrutar de un padre y una madre, al margen de lo que sucediera entre Cosima y él. Oliver le dirigió una última mirada de resignación a su imagen del espejo. Se había hecho el firme propósito de poner como pretexto el hallazgo del cadáver y marcharse de la celebración familiar en cuanto terminara la ceremonia si Cosima tenía la desfachatez de presentarse con ese Gavrilow. En secreto, casi esperaba que hiciera precisamente eso.

Ya de lejos vio los dos coches aparcados en el patio y sospechó lo que se le venía encima. Ludwig Hirtreiter no era una persona que eludiera los conflictos, así que siguió avanzando a zancadas y abrió la verja del jardín. Tell corrió hacia los dos hombres y empezó a ladrar.

¡Tell! —exclamó él—. Para. ¡Aquí!

El perro obedeció al instante.

—¿Qué queréis? —gruñó Ludwig.

Por dentro aún seguía encendido por lo de la tala ilegal del bosque; un momento más que inoportuno el que habían elegido sus hijos para hacerle una visita.

—Buenos días, papá —dijo Matthias, el pequeño, y sonrió—. ¿Tienes tiempo para un café?

Qué maniobra más transparente…

—No, si empezáis otra vez con lo de la dehesa.

Tenía muy claro que habían ido a verlo justamente por eso. Llevaban años evitando todo contacto con él más allá de la felicitación de cada Navidad, que nunca decía nada, y la obligada llamada el día de su cumpleaños, y a él ese arreglo le parecía perfecto. Miró a sus hijos levantando las cejas. Allí los tenía, apocados y empequeñecidos, plantados junto a sus cochazos con sus trajes elegantes.

—Papá, por favor —empezó a decir Gregor con un tono servil que iba tan poco con él como ese estúpido deportivo—. No puedes querer que perdamos todo lo que hemos construido.

—¿Y a mí qué me importa? —Ludwig Hirtreiter se descolgó la escopeta del hombro, la clavó en el suelo y se apoyó en ella—. Nunca os ha interesado nada de lo mío, ¿por qué voy a interesarme yo ahora por lo vuestro?

Dos semanas antes lo habían llamado por primera vez. Porque sí, le habían dicho. Él enseguida sospechó, y con razón, tal como se demostró poco después. Ludwig Hirtreiter aún no sabía cómo se habían enterado sus hijos de la oferta de WindPro, pero ese era el único motivo del repentino resurgir de su amor filial. Lo desesperados que debían de estar para presentarse allí después de todo ese tiempo… Fue Matthias el primero en mencionar la dehesa. A la fase de amabilidad le siguió la de súplica, intercalando vacilantes revelaciones sobre su precaria situación económica. Como tampoco eso dio resultado, apelaron a sus responsabilidades paternas. Los dos hermanos estaban prácticamente en quiebra: uno temía la llegada del administrador de insolventes; el otro, la del agente judicial. Ambos necesitaban dinero con urgencia y ambos temían la maldad y la burla de aquel a quien durante años habían deslumbrado con sus vidas de lujo, que en realidad solo eran de prestado.

—¿Algo más? —Ludwig se quedó mirando a esos dos hombres que habían terminado por serle indiferentes. Ya no despertaban en él ningún sentimiento, ni bueno ni malo—. Tengo cosas que hacer.

Se echó la escopeta al hombro y se volvió para dejarlos allí plantados.

—¡Espera, papá, por favor! —Matthias dio un paso hacia él. En sus ojos ya no había arrogancia, solo quedaba desesperación—. No entendemos por qué te opones con tanta obstinación a la venta de ese prado. No es que vayan a construirte una autopista delante de casa. Como mucho tendrás un par de semanas de ruido y suciedad durante la fase de las obras, y luego puede que se pase por aquí un técnico cada cuatro o cinco días.

No le faltaba razón del todo. Era una auténtica tontería rechazar la oferta de WindPro, sobre todo porque la habían subido un millón más. Pero ¿con qué cara se presentaría entonces ante los demás, que confiaban en él? ¡Heinrich no volvería a dirigirle la palabra! Si vendía esa dehesa, la construcción del parque eólico ya no podría evitarse y todo habría sido en vano.

Matthias, por lo visto, interpretó el silencio de su padre como una victoria parcial.

—De verdad que sentimos muchísimo lo que sucedió en el pasado —añadió—. Dijimos muchas tonterías y te hicimos daño. Lo hecho, hecho está, pero tal vez podríamos empezar de nuevo. Como una familia. A tus nietos les encantaría ver a su abuelo más a menudo.

Un burdo intento de chantaje emocional.

—Es un gesto bonito de verdad por tu parte —repuso Ludwig Hirtreiter, que vio la esperanza relucir en los ojos de su benjamín y se dispuso a destruirla con gran placer—, pero llega demasiado tarde, por desgracia. Vosotros dos me importáis un comino. Dejadme en paz, igual que habéis hecho durante veinte años.

—Pero, papá… —pidió con humildad Gregor en un último y lamentable intento—, nosotros somos tus hijos, y los dos…

—Los dos fuisteis un episodio de mi vida, nada más —lo atajó él—. No pienso vender la dehesa. Fin de la discusión. Y ahora, desapareced de mi granja.

Los agentes de la Policía científica habían tomado el mando bajo la dirección del inspector jefe Christian Kröger. Enfundados en sus monos blancos con capucha y sus mascarillas, realizaban de manera rutinaria las labores habituales en el escenario del crimen: sacaban fotografías y buscaban todos los rastros para fijarlos y numerarlos, ya que más adelante podían resultar relevantes para el esclarecimiento del caso. Un trabajo laborioso y prolongado para el que Pia no habría tenido paciencia. Dos agentes estaban ocupados recubriendo los pasamanos de acero inoxidable de los tres pisos con polvo de hollín para recuperar las huellas dactilares. A la inspectora le parecía que aquello no tenía mucho sentido, porque decenas de personas ponían las manos todos los días en esa barandilla, pero se guardó su opinión para no provocar la ira de Kröger justo el primer día después de sus vacaciones.

Por fin habían conseguido dispersar a la muchedumbre de la puerta, y también la contable había desaparecido. Reinaba un silencio casi solemne, interrumpido tan solo por los chasquidos de las cámaras de fotos.

—Hola, Christian —saludó Pia al jefe de rastros.

Henning y él estaban arrodillados en el descansillo de la escalera, junto al cadáver, completamente ajenos al hedor y a los enjambres de moscas que zumbaban a su alrededor.

—Hola, Pia —contestó Kröger sin levantar la cabeza—. Mira lo que ha encontrado el señor forense.

Pia y Cem se acercaron. El doctor Henning Kirchhoff y Christian Kröger trabajaban juntos desde hacía años. Coincidían a menudo en escenarios de asesinatos y homicidios y, sin embargo, no existía entre ellos ninguna simpatía. Al contrario, respetaban a regañadientes las competencias de la especialidad del otro, pero más allá de eso no se soportaban.

—Aquí. —Henning levantó la mano derecha de la víctima, que estaba cerrada en un puño, y le desdobló los dedos—. Si no me equivoco, lo que tiene en la mano es un trozo de un guante de látex.

—Sí, ¿y? —Pia sacudió la cabeza como si le costara entender—. ¿Qué significa eso?

—Es posible, por supuesto, que el hombre se paseara por ahí haciendo su ronda nocturna con un trozo de guante de látex en la mano, como una especie de fetiche, tal vez —repuso Henning con ese tono de voz de maestro de escuela que era capaz de sacar a Pia de sus casillas—. Cosas más raras he visto. ¿Te acuerdas del director de banco de hace unos años, el que se colgó en su despacho? El que tenía el sujetador de su madre…

—Me acuerdo —lo interrumpió ella con impaciencia—. ¿Qué tiene eso que ver con esta víctima?

—Nada —reconoció Henning—. Lo del guante de látex puede ser un indicio débil, pero ¿qué os parece esto otro?

Se incorporó y les indicó a Pia y a Cem que lo siguieran escalera arriba. Se detuvo unos cinco peldaños por encima del descansillo y señaló una marca grande como la palma de una mano en un charco de sangre seca sobre el granito gris.

—Esto de aquí —dijo— es sin duda la huella de un zapato. Y de un número diferente al de Grossmann, por cierto.

Pia contempló aquella mancha de aspecto insignificante. ¿Podía ser la prueba de que al vigilante lo habían asesinado?

Abajo, en el vestíbulo, Stefan Theissen estaba inclinado sobre el mostrador de recepción, hablando por teléfono en voz baja a la vez que seguía con atención lo que sucedía en la escalera, pero sin dejar relucir emoción alguna.

—¡Jefe! —Un agente de la Científica se inclinó sobre la barandilla del tercer piso—. ¡Ven aquí un momento!

Christian Kröger se dispuso a subir manteniéndose muy a la izquierda de los escalones para no destruir ningún rastro.

—Ya hemos acabado con el cadáver. Puedes pedir que vengan a recogerlo —le comunicó Henning a Pia, luego se quitó el mono y lo dobló con cuidado.

—Bien. Les diré que te lo envíen. La autorización para la autopsia no será más que puro trámite.

—Eso espero. El fiscal está cada vez más tacaño. —Cerró el maletín y se echó encima la americana de cualquier manera—. Las vacaciones te han sentado bien, por cierto. Se te ve descansada.

—Gracias —dijo la inspectora, desconcertada y contenta a partes iguales por ese comentario banal que, viniendo de Henning, era todo un cumplido.

De haberlo dejado ahí, habría sido uno de esos raros encuentros con su exmarido de los que Pia guardaba buen recuerdo. Pero Henning, que solo tenía tacto en su trabajo y nunca en la relación con sus congéneres, destruyó esa impresión al instante.

—Me alegro por ti, veo que has encontrado a alguien que te ofrece un poco más de lo que yo te ofrecía.

Pia no se habría tomado a mal ese añadido si no hubiese sonado tan paternalista.

—No hace falta ser un mago para eso —contestó, mordaz—. Bien mirado, en realidad tú nunca me ofreciste nada.

—En fin. Un bonito apartamento, un buen coche, los caballos y una cantidad considerable de experiencia forense que más de un colega te envidia a rabiar. —Henning enarcó las cejas y la miró—. Yo a eso no lo llamaría «nada».

—No hay más ciego que el que no quiere ver… —murmuró Pia.

Enseguida recordó el apartamento en aquel antiguo edificio de Frankfurt, elegante pero absolutamente falto de alma, donde había pasado tantas horas sola mientras Henning se entregaba a su trabajo sin ninguna consideración hacia ella. Demasiado tiempo había soportado aquella situación, hasta un día en que él se marchó a Austria para trabajar en el escenario de un accidente de teleférico sin informarla siquiera. Pia hizo las maletas y se fue. Resultó muy elocuente que él tardara catorce días en darse cuenta. La inspectora iba a comentar algo más, pero entonces le sonó el móvil. Era Kröger.

—Subid un momento al despacho del director. Tercer piso, la última puerta de la izquierda. —Y colgó.

—Adiós. Dale recuerdos a Miriam —le dijo Pia a su exmarido, algo enfadada.

Cem había organizado ya el transporte del cadáver con una llamada, y la inspectora le indicó que la siguiera.

El despacho de Theissen se encontraba al fondo del pasillo. Era grande y estaba decorado con gusto. A Pia le agradó el contraste del parqué con las ventanas altas hasta el techo, el cristal y los muebles de madera oscura. Miró a su alrededor y arrugó la nariz. ¿El hedor a putrefacción había llegado hasta ese despacho del tercer piso? Tampoco era de extrañar, ya que la puerta del pasillo estaba abierta y el aire caliente siempre ascendía. Aun así, le sorprendió su intensidad.

—¿Qué sucede? —preguntó.

—Ah. —Christian Kröger, que estaba ocupado en el escritorio, se volvió hacia ella—. Venid a ver esto.

Aquel olor dulzón y nauseabundo se hizo aún más fuerte. ¿Cómo era posible? Pia olisqueó con disimulo el cuello de su camiseta, pero solo percibió un tufillo a sudor mezclado con un toque de detergente. Se detuvieron frente al escritorio. El olor a podrido se hizo tan penetrante que tuvo que contener la respiración. En mitad de la brillante superficie de cristal había una maraña de pelaje marrón y blanco. Y entonces vio las larvas. Cientos de gusanillos blancos que se arrastraban por la superficie de cristal después de haberse hartado a comer del pequeño cadáver.

—Un hámster muerto. —Cem Altunay torció el gesto—. ¿Qué significa?

—Creo que eso habrá que preguntárselo al señor Theissen —repuso Pia.

Solo dos minutos después, el director de WindPro salió del ascensor. No estaba muy entusiasmado con la ocupación de su empresa, pero no protestaba.

—¿Qué ocurre? —quiso saber.

—Acérquese. —La inspectora lo condujo a su despacho y señaló el escritorio.

Theissen vio entonces el hámster y retrocedió.

—¿Se explica usted qué significa eso? —preguntó Pia.

—No, ni idea —logró decir el hombre entre arcadas.

Ella creyó ver un estremecimiento nervioso en su cara pálida, y en ese instante su cerebro salió del perezoso stand by de las vacaciones y se puso en «modo policía». Su instinto despertó de golpe. Theissen sabía muy probablemente lo que significaba ese hámster muerto encima de su escritorio. Su última frase había sido una burda mentira.

Tras una momentánea afluencia de gente, en la tienda volvía a reinar la calma. Frauke ya había terminado con las primeras citas de la mañana del lunes: el revoltoso airedale de una clienta de Kronberg y dos yorkshire de una viuda de Johanniswald que iban a su peluquería cada quince días. Ricky, después de haber vuelto de su ronda de reparto, se estaba encargando de asesorar a los pocos clientes que quedaban mientras Nika y Frauke colocaban los artículos recién llegados en las estanterías. Las campanas de la cercana iglesia de Santa María tocaban las once cuando Mark entró por la puerta.

—Qué hay —le dijo a Frauke, se quitó del oído uno de los auriculares que terminaban en el inevitable iPod del bolsillo de su cazadora y se detuvo junto a ella.

Su mirada se deslizó enseguida hacia Ricky, que en ese momento le estaba endosando uno de los artículos invendibles con toda su fuerza de convicción a un cliente que en realidad solo había entrado a por un collar antigarrapatas para su crestado rodesiano. Elocuente y encantadora, había empezado a alabar las bondades de aquella caja transportadora de lujo, que tenía un precio de atraco, después de descubrir que pensaba hacer un largo viaje hasta Canadá y quería llevarse al perro.

—Ricky es capaz de vender lo que sea, ¿a que sí? —Mark sonrió con admiración.

Frauke asintió dándole la razón. El hombre ya no ofrecía ninguna resistencia y sonreía como si lo hubieran hipnotizado. Ricky tenía buena mano como vendedora, eso había que reconocérselo, y sabía ganarse al universo masculino como nadie. La melena rubia recogida en dos trenzas y la piel bronceada que dejaba ver el generoso escote de su vestido regional, cuyo corpiño se ceñía a su torso delgado, eran una combinación que le había hecho ganarse un auténtico club de fans en la zona. Nunca le faltaban voluntarios varones para ayudar en el refugio de animales, y ella se recreaba en su admiración.

—¿Qué clase de problema tenéis? —preguntó Mark.

Frauke lo siguió hasta el despacho pasando por delante de la caja. El chico se descolgó la mochila del hombro, la tiró al suelo de cualquier manera y se sentó al escritorio. Frauke le explicó el error que aparecía cada vez que querían introducir artículos nuevos en el sistema. Mark se repantingó en la silla, estiró las piernas, volvió a meterse el auricular en el oído, se acercó el teclado y empezó a mover la cabeza al ritmo de la música y a tamborilear con un pie. Frauke lo miró desde un lado: llevaba el pelo rubio oscuro y grasiento peinado hacia la cara, todo el rato le caía sobre los ojos.

—¿Algo más? —El chico levantó la cabeza y le lanzó a Frauke una mirada de disgusto.

—No, no. Tú ocúpate de eso. —Sonrió, contuvo el impulso de darle unas palmaditas en el hombro y regresó a la tienda.

Ricky estaba ayudando al cliente a meter la gigantesca caja de transporte en su coche y poco después volvió a entrar con una sonrisa enorme.

—Ya hemos conseguido librarnos de esa cosa —comentó con una risita de satisfacción—. Le he hecho un veinte por ciento de descuento, aunque habría estado dispuesta a regalársela.

—Felicidades —dijo Frauke—. Ahora podré cambiar la decoración del rincón.

—Sí, por fin.

Frauke tenía verdadero talento para el escaparatismo. De vez en cuando Ricky dejaba en sus manos la responsabilidad de decorar la tienda, y ella le estaba muy agradecida.

—Venid, chicas, nos tomaremos un café —propuso la dueña.

Frauke y Nika la siguieron al despacho. Mark interrumpió su concentrado trabajo, se quitó los auriculares y miró a Ricky. De su cara desapareció la habitual expresión gruñona y, por un momento, casi se le vio guapo.

—Vaya, pero si está aquí mi hombre preferido —comentó ella sonriendo—. Gracias por venir tan deprisa.

—Ningún problema —masculló Mark, algo cortado, mientras se ruborizaba.

Frauke sirvió un café para ella y otro para Ricky y le pasó la taza; Nika prefirió preparárselo ella misma.

—Oye, Mark —dijo Ricky como de pasada—. ¿Puedes quedarte un rato más? Tengo que montar los obstáculos nuevos para el curso de agilidad y me vendría bien algo de ayuda.

—Es que… todavía no he acabado del todo con esto —respondió, y le lanzó una mirada interrogante a Frauke.

En su infinita veneración por Ricky, Mark habría ido caminando descalzo hasta el Polo Norte si ella se lo pidiera, y Frauke lo sabía. Como también lo sabía sin duda la propia Ricky. ¿De verdad disfrutaba con la idolatría absoluta de un chaval de dieciséis años plagado de acné? Aunque su jefa siempre se mostraba muy segura de sí misma, en realidad por dentro no lo era tanto, y por eso siempre buscaba inconscientemente un público que la admirara sin crítica alguna.

—El ordenador no se irá a ninguna parte —dijo Frauke.

Mark parpadeó bajo su flequillo fingiendo tranquilidad e indiferencia, pero le brillaban los ojos.

—Vale, entonces sí tengo tiempo. —Recogió la mochila y se levantó.

—Genial. —Ricky dejó su taza de café—. Ya podemos irnos.

El joven la siguió al patio, igual que el golden retriever y el samoyedo que estaban esperando pacientemente a su ama al pie de la escalera. Frauke se quedó mirando al extraño cuarteto y sacudió la cabeza.

Ah, señor Theissen —intervino Cem Altunay—. Tengo una petición más que hacerle. En todas las plantas hay cámaras de vigilancia. ¿Le parece bien que revisemos las cintas?

Stefan Theissen dudó un momento, después logró arrancar su mirada del escritorio y asintió.

—Sí, naturalmente. Nuestro jefe de seguridad está en la entrada. Él pondrá las cintas a su disposición lo antes posible. ¿Podrían dejarle pasar? ¿Y también a la recepcionista, para que conteste al teléfono?

—Está bien —dijo Pia—, pero todos los demás deben quedarse fuera hasta que nuestros compañeros hayan terminado. —Esperó a que Theissen y Cem salieran del despacho—. ¿Qué más tienes? —le preguntó entonces a Christian Kröger.

—¿Qué te hace pensar que hay algo más? —preguntó él a su vez—. ¿Es que no te basta con un hámster putrefacto en el despacho del jefe?

Pia sonrió de oreja a oreja y ladeó la cabeza.

—Está bien —prosiguió Kröger—. En la sala auxiliar hemos encontrado una hoja en el suelo, debajo de la fotocopiadora. No sé si es relevante. Tal vez se le cayera a la secretaria, pero tal vez no.

Pia siguió a Kröger a la habitación contigua y levantó la hoja, que ya estaba metida en una funda de plástico. Leyó el texto por encima.

—La página 21 de un peritaje eólico —afirmó—. A mí no me parece nada extraordinario en una empresa que construye centrales eólicas.

—La página 21 de 63 —repuso Christian Kröger—. Yo en tu lugar pediría que me enseñaran ese informe pericial. O intentaría descubrir cuándo lo fotocopiaron por última vez.

—¿Eso puede hacerse?

—En una fotocopiadora como esta de aquí, sí. Después de ejecutar una orden de copia, los datos se quedan grabados temporalmente en el disco duro. Igual que en un PC.

—Dios mío, la de cosas que sabes…

Kröger era de esa clase de personas que dominaban una cantidad de temas increíbles. A Oliver le habría encantado tenerlo en la K 11, pero él se sentía más a gusto como jefe del equipo de la Científica y, con sus treinta y cinco años recién cumplidos, era evidente que todavía no había llegado a la cima de su carrera.

—Y, ahora, ¿puedo seguir trabajando? —preguntó.

—Claro.

Pia se apoyó con los brazos cruzados en el marco de la puerta del despacho de Theissen y observó a los hombres de Kröger, que se arrastraban por el suelo con sus monos blancos, metían el hámster muerto y las vivísimas larvas en bolsas, y aplicaban etiquetas adhesivas en prácticamente todas las superficies para fijar huellas dactilares, recuperar cabellos y partículas cutáneas. El cerebro le trabajaba a toda máquina.

¿Quién había dejado el hámster muerto en el escritorio del director? A juzgar por el estado de descomposición del bicho, debía de haber sido más o menos en el mismo momento en que Rolf Grossmann cayó y perdió la vida. Pia se volvió y caminó despacio por el pasillo. ¿Qué había ocurrido allí la noche del viernes al sábado para acabar en una muerte? El móvil volvió a sonarle, esta vez con su melodía habitual, que ya había reconfigurado mientras iba en el coche. Era Kai Ostermann.

—Hola, turista —saludó su compañero con alegría—. ¿Qué tal te ha ido por China?

—Hola, Kai —contestó Pia, y se dispuso a bajar la escalera—. Genial. Demasiado corto. ¿Se ha puesto Cem en contacto contigo?

—Sí. Ya he hablado con el fiscal. No hay problema para la autopsia.

—Bien, entonces nos vemos luego.

La inspectora bajó los últimos escalones y buscó a su nuevo compañero por allí. Los hombres de la funeraria estaban metiendo el cuerpo de Grossmann en una bolsa para cadáveres, alguien había encendido el aire acondicionado, y el desagradable olor casi había desaparecido por la cúpula de cristal abierta. Una mujer de cuarenta y tantos años y cabello oscuro había ocupado su puesto tras el mostrador de recepción, y en su expresión helada se veía claramente lo incómoda que se sentía en su lugar de trabajo. Lo cual era del todo comprensible, porque, a fin de cuentas, Rolf Grossmann había perdido la vida solo unos metros más allá, y en el office que tenía detrás había agentes de la Policía judicial enfundados en blanco y concentrados en recopilar pruebas. Seguro que no era el lunes más agradable de su vida.

—¿Sabe dónde está mi compañero? —le preguntó Pia.

—En la sala de informática. —La recepcionista se esforzó por sonreír y no se movió ni un milímetro—. Por el pasillo, la segunda puerta a la izquierda.

—Gracias. —Pia estaba volviéndose ya cuando se le ocurrió algo más—. Ah, sí, usted conocía al señor Grossmann, ¿verdad?

—Sí, claro.

—Y ¿qué tal era como compañero de trabajo?

La mujer dudó un segundo de más.

—Muy simpático —contestó entonces con poco convencimiento—. Nunca trabajamos juntos. Él solo estaba aquí por las noches. Y los fines de semana.

—Mmm… —Pia se sacó la libreta del bolsillo y anotó un par de cosas.

La recepcionista trabajaba para WindPro desde hacía dos años. Tenía un sueldo base de cuatrocientos euros y conocía a todos y cada uno de los cuarenta y ocho empleados, además de los veintidós externos que estaban contratados para la construcción de los parques eólicos. Sus primeras respuestas fueron vacilantes y no abandonó sus reservas hasta que Pia le aseguró que aquella conversación era absolutamente confidencial.

—¿Estaba usted al corriente de que Grossmann tenía problemas con la bebida?

Por supuesto que estaba al corriente. A nadie de la empresa le había pasado por alto, ya que no hacía más que meter la pata. También tuvo encontronazos con el jefe de seguridad, porque solo en el último mes se olvidó de activar el sistema de vigilancia tres veces, y dos miércoles antes se fue a la gasolinera con su moto en plena noche.

—Por lo visto quería comprar tabaco y aguardiente —la recepcionista puso los ojos en blanco—, pero se olvidó la llave. Por la mañana lo encontraron tirado frente a la entrada principal, borracho, y no había manera de despertarlo. Y dos semanas antes de eso… —bajó la voz y miró a derecha e izquierda para asegurarse de que nadie la oía—, metió aquí dentro a una mujer y se montó una fiesta con ella en el despacho del jefe.

Rolf Grossmann era de todo menos un compañero querido en WindPro. Había fisgado en los escritorios, espiado conversaciones, había meado borracho contra los coches del aparcamiento subterráneo y había hecho comentarios ofensivos cuyo nivel de grosería subía conforme lo hacía la marca del alcoholímetro. El personal femenino hacía todo lo posible por no coincidir a solas con él en los pasillos. Pia escuchaba con interés e iba tomando notas. Aquella versión era completamente diferente a la que les había dado Theissen poco antes sobre su vigilante nocturno.

—Era un cerdo —concluyó la recepcionista, y arrugó la nariz—. Nadie entendía por qué se le permitía todo eso.

A la inspectora le sucedía lo mismo. ¿Se escondía quizá tras la indulgencia de Theissen algo más que una vieja amistad y su conciencia social, tal como él mismo había querido hacerles creer? ¿Por qué no les había contado la verdad? Pia le dio las gracias a la mujer por la información y se dispuso a buscar a Altunay. Ya descubriría por qué les había mentido Theissen. De pronto sintió un hormigueo de excitación, como cada vez que estaba al principio de un caso del que no podía preverse qué dimensiones acabaría adoptando. De todos modos, una cosa sí estaba clara: aquello ya no era la investigación de una muerte accidental. Iban en busca de un asesino.

Frauke Hirtreiter cubrió con delicadeza la mesa pequeña del despacho, sacó con cuidado la pizza de jamón de Parma, anchoas y doble de queso de su caja de cartón y la puso en un plato. Había que tener un poco de estilo. Habría podido caminar unos pocos metros y acercarse a la pizzería, desde luego, pero no le gustaba sentarse sola a una mesa en público y sentirse observada mientras comía. Frauke contempló su pizza llena de ilusión, los bordes crujientes, el queso fundido de un amarillo dorado, las lonchas de jamón. Justo cuando había cortado el primer pedazo, lo había pinchado con el tenedor y se lo iba a llevar a la boca, llamaron a la puerta de atrás. Vaya por Dios. ¿Quién podía ser? Detestaba que la molestaran en su hora de la comida. Renegando, saltó de la silla, se dirigió a la puerta con pasos torpes y giró la llave en la cerradura. Un hombre apoyado con desenvoltura en la barandilla le sonrió con dientes de un blanco artificial.

—¿Qué haces tú aquí? —preguntó Frauke de mala manera.

—¿Qué tal, hermanita? Bonito recibimiento.

Frauke miró a su hermano pequeño con desconfianza. Matthias básicamente se ponía en contacto con ella cuando tenía algún problema. Ya se conocía el percal.

—Estaba comiendo. Pasa si quieres.

Se volvió y regresó al despacho. Su hermano la siguió, cerró la puerta y se detuvo allí mismo con las manos en los bolsillos.

—Has adelgazado —afirmó con una sonrisa—. Estás guapa.

Frauke gruñó con desdén y le dio un mordisco a la pizza.

—No tienes que darme coba —contestó con la boca llena—. Ya sé qué pinta tengo.

Le resbaló grasa por la barbilla y se la limpió sin cuidado con el dorso de la mano mientras le lanzaba una mirada a Matthias. El bronceado, el traje de lino claro, la camisa con el cuello abierto y los zapatos de color beis le daban un aire de dandi. Solo le faltaba un sombrero de paja para parecer un viajero del tiempo salido de la década de 1920.

—Dime qué quieres. Seguro que no pasabas por aquí por casualidad.

—Es verdad. —Él acercó la silla del escritorio y se sentó a la mesa frente a ella—. Hoy he recibido una llamada.

—Ajá… —Frauke se metió en la boca otro trozo de pizza.

Según sus últimas informaciones, la compañía de sistemas de seguridad y dispositivos de alarma de su hermano iba viento en popa. Sus hijos estudiaban en colegios privados, él estaba en el Club de Leones, en el Club de Golf y en un montón de organizaciones más que iban muy bien para la buena reputación de uno y resultaban de gran ayuda a la hora de formar una red de contactos; vivía con su familia en una villa de lujo y disfrutaba exhibiendo su prosperidad sin ningún tipo de complejos.

—Resulta que hay una empresa que quiere construir un parque eólico en Ehlhalten. Tal vez hayas oído algo.

Frauke asintió con la cabeza. Yannis y Ricky no hacían más que hablar del parque eólico; los dos participaban de forma muy activa en la iniciativa ciudadana que habían organizado contra los molinos de viento.

—¿Qué pasa con esa empresa? —preguntó.

Matthias se llevó una mano al pelo, cada vez más ralo, y Frauke vio por primera vez unas arrugas de preocupación en el rostro juvenil de su hermano pequeño.

—Le han ofrecido a papá una fortuna por comprarle ese prado que está cerca de la granja. ¡Dos millones de euros!

—¿Qué dices? —La mano de Frauke se detuvo con el tenedor a medio camino. Se había quedado boquiabierta—. ¡No va en serio!

—Ya lo creo. —Matthias asintió—. Y el viejo cabrón no nos ha dicho nada, por supuesto. Parece que no tiene pensado vender.

—¡Venga ya! —Frauke había perdido el apetito. ¡Dos millones de euros! ¡Por un prado!—. Y ¿tú cómo te has enterado?

—Los tipos de esa empresa me han pedido que interceda por ellos y hable con papá. —Matthias soltó una carcajada sin humor—. Así que Gregor y yo hemos ido a verlo, pero nos ha echado de allí a patadas.

—¿Desde cuándo sabéis lo de la oferta? —preguntó Frauke con suspicacia.

—Desde hace unas semanas —reconoció su hermano.

—Y ¿por qué no me he enterado yo hasta ahora?

—Bueno… No es que te lleves demasiado bien con papá —dejó caer él, andándose con rodeos—, así que pensamos que…

—¡Chorradas! Pensasteis que no me enteraría y que así podríais repartiros el pastel. —Lanzó con rabia el trozo de pizza al plato—. ¡Sois los dos unos hipócritas hijos de puta!

—¡Eso no es cierto! —se defendió Matthias—. ¡De verdad! Escúchame un momento, por favor. La cosa es que en WindPro están dispuestos a aumentar su oferta, pero solo si papá accede a vender en las próximas veinticuatro horas. Si no, solicitarán un expediente de expropiación.

Frauke comprendía lo que implicaba eso.

—¡Quieren pagarnos tres millones! ¡Tres! —Matthias bajó la voz y se inclinó hacia delante—. Es una barbaridad de dinero y a mí no me vendría nada mal.

—Qué quieres que te diga, a mí me parece que nadas en la abundancia.

Frauke sonrió con burla, y eso hizo saltar a su hermano.

—Mi empresa está en quiebra —reconoció por fin sin mirarla—. Voy a acabar arruinado por impagos. Perderé la empresa, la casa, absolutamente todo, si no consigo reunir quinientos mil euros en el plazo de una semana.

Se volvió de espaldas. De repente no había ni rastro de la despreocupación juvenil con la que solía moverse por la vida y deslumbrar a todo el mundo. El actor se había quitado la máscara y allí debajo solo quedaban unas ojeras profundas, mejillas hundidas y la desesperación de su mirada.

—Me meterán en la cárcel. —Alzó los hombros con impotencia—. Mi mujer amenaza con abandonarme y mi propio padre me niega su ayuda.

Frauke sabía cuánto significaba para su hermano y su mujer gozar de prestigio social. Ninguno de los dos era capaz de rebajar ni un poco sus expectativas y su estilo de vida.

—¿Y Gregor? —quiso saber.

—A él tampoco le va mucho mejor.

Matthias sacudió la cabeza. Los dos callaron un momento. Frauke sintió incluso un poco de lástima por su hermano pequeño, pero en lo más profundo de su ser se había despertado una alegría miserable y rastrera ante el mal ajeno. Así que de repente los maravillosos y exitosos chicos de oro estaban en la misma situación que ella: las deudas los ahogaban y no sabían cómo salvar el pellejo. Sin embargo, mientras que Frauke había conseguido salir adelante hasta cierto punto en esa posición vergonzosa, Gregor y Matthias luchaban desesperadamente por mantener su bonita fachada.

—¿Qué queréis hacer? —le preguntó a su hermano al cabo de un rato—. Ya conoces a papá. Cuando dice que no, es que no y punto.

—Pero no puede avasallarnos de esa manera —repuso Matthias con vehemencia—. He ido a ver a un abogado. Por la legítima que heredamos de mamá, una parte de las tierras y de la granja es nuestra.

—Eso no es así. Hicieron testamento uno en favor del otro. Olvídalo.

—¡No, no pienso olvidarlo! —se rebeló Matthias—. ¡Me lo estoy jugando todo! ¡No dejaré que papá me destroce la vida!

—Te la has destrozado tú solito.

—¡He tenido mala suerte, joder! —Matthias tuvo que esforzarse por no gritar—. ¡La crisis económica nos pilló desprevenidos! Llevábamos un retraso de un sesenta por ciento en la ejecución de pagos, ¡y entonces un cliente importante se fue a la quiebra! ¡Eso supuso que tuvimos que dar por perdido casi un millón!

Frauke ladeó la cabeza y miró a su hermano pequeño.

—¿Qué propones? —quiso saber.

—Que hablemos otra vez con él, los tres. Y si sigue en sus trece, lo obligaremos.

—Y ¿cómo piensas obligarlo?

—Ni idea. Alguna forma habrá.

Matthias se metió otra vez las manos en los bolsillos del pantalón, su mirada se paseó sin rumbo por la sala. Frauke dobló por la mitad el último trozo de pizza, que ya se había quedado fría.

—¿Cuándo? —preguntó.

—La gente de WindPro le presentará la nueva oferta hoy o mañana por la mañana, y a mí me enviarán una copia por fax. Yo digo que vayamos a verlo mañana por la tarde. ¿Estás con nosotros?

Frauke se metió la pizza en la boca y masticó mientras pensaba. Tres millones entre tres. Era sencillamente increíble. Por fin podría pagar sus deudas y aún le quedaría suficiente dinero para llevar una vida desahogada. La primera vez desde hacía más de diez años que podría irse de vacaciones. Podría permitirse esa reducción de vientre que no le pagaba el seguro médico. Y un buen coche.

—Claro —afirmó, y le sonrió—. Estoy con vosotros. Mañana por la tarde en la granja.

E n el edificio hay seis cámaras —explicó Altunay a sus compañeros—. Una en cada planta, otra en el aparcamiento subterráneo y una extra en el vestíbulo de entrada, pero solo las cámaras del garaje y del vestíbulo estaban encendidas, por la razón que fuera.

Se encontraban en la sala de reuniones de la K 11, en el primer piso de la comisaría local de la Policía judicial de Hofheim, y esperaban para poder ver la cinta de la cámara de vigilancia del vestíbulo de WindPro.

—De vez en cuando Grossmann se alegraba el turno de noche con visitas femeninas —dijo Pia, recordando lo que le había explicado la recepcionista—. Por lo visto, hace poco montó una pequeña fiesta privada con una mujer en el despacho de Theissen. Tal vez tenía pensado volver a hacerlo y por eso había desconectado la mitad de las cámaras.

—Es posible. —Cem no estaba del todo convencido.

—Ya casi lo tengo. —El inspector Kai Ostermann tecleaba concentrado frente al ordenador—. Ah, sí. Ahí está.

Pia y Cem dirigieron la mirada al gran monitor de pared en el que apareció el amplio vestíbulo en blanco y negro.

—El sistema de vigilancia de WindPro está programado para grabar de setenta y dos horas en setenta y dos horas —explicó Ostermann—. Esas secuencias de grabación pueden copiarse, pero, si no se detiene la cinta, ella misma se regraba pasado ese período.

—Grossmann siempre empezaba el turno a las seis de la tarde —informó Pia a Kai—. Dale al avance rápido hasta la tarde del viernes, por favor.

Ostermann asintió. En el monitor se vio un ir y venir muy ajetreado mientras los trabajadores de la empresa salían de sus despachos. Sobre las cinco y media, la mayor parte de la plantilla se había marchado ya y solo cruzaban el vestíbulo algunas personas aisladas.

Kathrin Fachinger entró, dejó una taza de café delante de Pia y se sentó a su lado.

—Gracias —dijo la inspectora, sorprendida.

—No hay de qué. —Kathrin le guiñó un ojo.

Desde que Frank Behnke y Andreas Hasse no estaban, el ambiente en la K 11 había mejorado de manera considerable. El malhumor constante de Behnke, esa agresividad soterrada que al final acababa emergiendo en forma de hostilidad abierta contra Kathrin, había hecho del trabajo un infierno para todos. A Hasse, siempre achacoso, tampoco lo añoraban demasiado.

—Ahí está Grossmann —advirtió Cem, y señaló el mostrador de recepción, que se veía justo en la esquina derecha de la pantalla—. Debió de entrar por la puerta lateral y luego por el office.

Hasta poco después de las siete, Rolf Grossmann estuvo sentado tras el mostrador. Después cruzó el vestíbulo, probablemente para ir a cerrar la puerta principal. Entonces apareció en la imagen un equipo de empleados de limpieza, y dos personas trotaron a cámara rápida por la recepción fregando los suelos. A Grossmann no se lo vio en todo ese rato. A las nueve habló con el personal de limpieza, que desapareció por el pasillo de detrás del ascensor de cristal. Durante dos horas y media no sucedió nada. Los parpadeos que salían de la puerta del office hacían pensar que Grossmann estaba viendo la televisión.

—¡Para! —exclamó Pia de repente—. ¡Ahí ha entrado alguien! Rebobina un poco.

Kai hizo lo que le pedía su compañera y luego puso la cinta a velocidad normal.

—¡Theissen! —exclamaron Pia y Cem, perplejos.

—No nos ha dicho nada de que volviera a la empresa el viernes por la noche. —La inspectora miraba el monitor con atención.

El director había entrado en la imagen desde la izquierda, o sea desde el aparcamiento subterráneo. Luego pasaba tras el mostrador de recepción y echaba una mirada al office, pero Grossmann no salía de allí.

—¿La cinta tiene sonido? —quiso saber Cem.

—Sí, pero el micrófono no es muy sensible. —Kai subió el volumen—. Una conversación en tono normal no llega a entenderse.

—Tal vez no dijo nada y solo quería comprobar si Grossmann se había dormido —comentó Pia—. Qué raro. Yo, como jefe, me cabrearía bastante si sorprendiera a mi vigilante nocturno echándose una cabezada.

Theissen fue hacia el ascensor y entró. El compartimento de cristal subió sin hacer ruido y el director desapareció de la imagen. Los minutos fueron pasando en avance rápido hasta que a las 2.54 Grossmann salió otra vez. Se estiró, bostezó y después se paseó por el vestíbulo en dirección a la escalera.

—Va con una hora de retraso —afirmó Cem—. El jefe de seguridad de la empresa me ha dicho que debía realizar una ronda a las doce, otra a las dos y luego a las cuatro, y además levantar acta de cada una.

Grossmann se fue primero por el pasillo de la izquierda y luego por el de la derecha, después se encaminó hacia la escalera. Al llegar al primer piso ya quedaba fuera de plano. La cinta siguió avanzando, pero no sucedía nada.

—¿Habéis oído eso? —Kathrin se inclinó hacia delante—. Se han oído ruidos.

Kai rebobinó y, sacudiendo la cabeza, les hizo saber que no podía subir más el volumen; sin embargo, también los demás oyeron entonces una voz, y luego gritos. Las 3.17. Grossmann ya no regresó.

—Theissen no había abandonado el edificio —reflexionó Pia en voz alta—, y no quería que Grossmann lo viera.

—¿Quieres decir que fue él quien lo empujó por la escalera? —preguntó Cem sin apartar la mirada del monitor, en el que no ocurría nada más.

—Sería posible.

—Voy a poner la cinta del aparcamiento subterráneo —dijo Kai.

Tardó un par de minutos en encontrar el punto que estaba buscando. El señor Stefan Theissen había entrado por el garaje a las 23.26. Hasta las 2.41 no sucedía nada, pero entonces una figura se deslizó un instante por delante de la cámara.

—Bueno —dijo Pia con sobriedad—. Ahí tenemos a nuestro amigo, el del hámster.

Kai detuvo la cinta en un punto en que se veía bien al intruso. Todos contemplaron la imagen fija. Ropa negra, pasamontañas negro, una bolsa negra al hombro.

—Lleva guantes de látex —observó Cem.

Pia se inclinó sobre la mesa, alcanzó el teléfono y apretó un número de marcación rápida para hablar con el fiscal responsable. La sospecha de Henning parecía confirmarse. Probablemente la muerte de Rolf Grossmann no había sido ningún trágico accidente, sino un asesinato. Lo que seguía sin explicarse era cómo y cuándo habían salido del edificio Theissen y el intruso, porque no habían vuelto a cruzar el aparcamiento subterráneo ni el vestíbulo de entrada.

—Pues no pueden haberse esfumado en el aire. —Kai Ostermann se reclinó en su silla y cruzó las manos en la nuca—. ¿Qué buscaba allí el intruso? Para dejar un hámster en una mesa no debió de necesitar más que unos segundos.

—Ese hámster… —insistió Cem—. ¡Dejó una pista! ¿Por qué no se lo llevó otra vez cuando la cosa se le fue de las manos?

Pia se lo quedó mirando. De perfil se parecía al actor turco-alemán Erol Sander.

—Acababa de matar a alguien —les recordó Kai a sus compañeros—. Es probable que se encontrara al límite, mental y emocionalmente.

—Pero ¿por qué tuvo que matar a Grossmann? —preguntó Cem.

—Tal vez Grossmann lo reconociera —aventuró Kai—. Una pelea, una infeliz caída… y eso fue todo.

Pia sabía que su compañero se interesaba mucho por el aspecto psicológico de los casos. El noviembre del año anterior había solicitado plaza en un cursillo de perfiles psicológicos que ofrecía la Dirección Federal de la Policía judicial, pero a causa de la grave falta de personal de la K 11 tuvo que renunciar a ella. Kai se había esforzado por que sus compañeros no notaran su decepción, y ella esperaba que pronto tuviera una nueva oportunidad.

Los sucesos que llevaron a la suspensión de Hasse y Behnke habían afectado a la inspectora mucho más de lo que se imaginó. Se había dado cuenta de que sabía más sobre los sospechosos y la mayoría de los testigos con quienes se había encontrado a lo largo de su carrera que sobre esas personas con quienes trabajaba a diario y a quienes debía confiar su vida en una situación delicada, y eso era algo que había decidido cambiar. De pronto todos hablaban también sobre su vida privada, cosa que antes no ocurría prácticamente nunca. Cem Altunay parecía encajar bien en el equipo, y ella sentía curiosidad por ver cómo se llevaría su jefe, Oliver von Bodenstein, con la nueva incorporación. Despertó de su ensimismamiento al sentir las miradas de sus tres compañeros encima.

—Lo siento, el primer día después de las vacaciones —se disculpó—. ¿Qué decíais?

—Que quién se encarga de qué —repitió Kai.

Parecía lo más natural que Pia asumiera el mando mientras el jefe no estuviera allí.

—Cem y yo nos acercaremos a WindPro y le preguntaremos a Theissen qué fue a hacer esa noche a su despacho —decidió la inspectora—. Kai, tú vuelve a mirar las cintas de vídeo. Kathrin, por favor, averigua todo lo que puedas sobre WindPro y también sobre nuestra víctima. No me creo eso de que Theissen lo contratara por puro amor al prójimo.

Los tres aceptaron sin rechistar la división del trabajo propuesta. Antes habrían discutido. Frank Behnke siempre se oponía a las sugerencias y órdenes de Pia, y con ello obligaba al resto del equipo a inclinarse por uno u otro bando. Durante mucho tiempo, Kai se puso del lado de Behnke por la vieja lealtad que sentía hacia él, porque habían coincidido en las fuerzas especiales; Kathrin, por principio, del de Pia. Aquello por fin se había terminado y para ella era un alivio.

—A trabajar, gente —dijo, y de pronto se sintió de buen humor—. Nos reuniremos otra vez aquí a las cuatro.

Tranquilízate ya —dijo Ricky al ver que Yannis consultaba su reloj de pulsera por décima vez en un minuto—. Llegarán enseguida.

Ellos dos, Nika y algunos miembros más de la iniciativa ciudadana a quienes Yannis había avisado con poquísima antelación estaban posados como aves migratorias sobre la valla de madera del prado. Mark estaba sentado en la hierba y acariciaba a los dos perros, a uno con cada mano, mientras ellos se dejaban hacer cerrando los ojos con placer. Junto a él, en el suelo, se veían los carteles de protesta pegados en grandes cartones y los gráficos que el mismo Yannis había diseñado y preparado. Estaba especialmente orgulloso del logo: una silueta estilizada del Taunus con un molino de viento rodeado por un círculo rojo de prohibición.

—Ya llevan diez minutos de retraso —repuso Yannis, disgustado, e interrumpió su incesante paseo.

Para esa gente de la tele la hora no era importante, pero para él sí, porque, si aparecía Ludwig Hirtreiter, se iría directo hacia la cámara y empezaría a divagar como siempre. Yannis se había preparado a fondo lo que quería decir, aprovecharía esa oportunidad única y difundiría por televisión lo que había descubierto. ¡Sería un escándalo y todos los periódicos informarían sobre ello! Para impedir que Ludwig y compañía estropearan su aparición, había llamado en secreto al redactor del programa de televisión Hessenschau y había adelantado la grabación una hora y media.

El sol brillaba y un par de pequeñas nubes inofensivas cruzaban por el cielo azul. En el transcurso de las últimas tres semanas la naturaleza había explotado, pero Yannis no tenía ojos para los arbustos en flor, los pétalos abiertos y los exuberantes prados verdes. Por fin, un cuarto de hora más tarde de lo convenido, vio la furgoneta azul celeste de la HR, la televisión del estado de Hessen, torcer por la pista. Fue a su encuentro y les hizo señas con los brazos. ¡Tenían que darse prisa! Rabenhof, la granja de Ludwig Hirtreiter, estaba a solo unos cientos de metros, al otro lado de un bosquecillo, y si por casualidad al viejo se le ocurría mirar por la ventana en ese instante, vería el vehículo y en menos de veinte segundos lo tendrían allí. A Yannis le costaba soportar la lentitud con la que el reportero, un segundo hombre y por último una mujer bajaban de la furgoneta. Le habría gustado sacarlos de allí a tirones.

—¡Hola! —exclamó el reportero con una gran sonrisa—. ¡Este paisaje es idílico! ¡Genial!

Déjate de paisajes idílicos, pensó Yannis. Mejor date un poco de prisa.

—¿Qué tal? —Se obligó a ofrecerle una sonrisa amarga—. Yannis Theodorakis. Hablamos ayer por teléfono.

El reportero le tendió la mano, luego se acercó a Ricky, Nika y los demás, que habían bajado de la valla, y les estrechó la mano. Sus dos compañeros empezaron a mover bultos en la parte trasera de la furgoneta y a descargar cajas y una especie de pértigas, todo ello con una calma exasperante. El reportero sacó una libreta de su bolsa y empezó a hablarle a Yannis largo y tendido sobre la idea que había pensado para el reportaje.

—Sí, estupendo, estupendo. —Yannis no lo estaba escuchando, solo asentía y no hacía más que mirar en dirección a la granja de Ludwig Hirtreiter.

¡A ver si les daba tiempo! La tensión le aceleraba el pulso. Por fin había llegado el momento. La mujer de la cámara se echó el aparato al hombro, el técnico de sonido se puso los cascos después de enchufar todos los cables, el reportero sostenía el micro con el logo de la HR. La luz estaba bien, el sonido era correcto. Yannis inspiró hondo y respondió la primera pregunta.

Habló sobre la destrucción de la naturaleza, sobre la extensa tala de un terreno de valioso arbolado y la aniquilación furtiva de especies animales protegidas, razones por las cuales habría tenido que descartarse desde un principio la construcción de un parque eólico en aquel lugar. Sintió alivio al ver que no se trababa ni una sola vez, aunque le molestaba bastante la forma en que aquel reportero no hacía más que asentir con la cabeza y sonreír y colocarle el micrófono casi contra los dientes. Por fin llegó la que para Yannis era la pregunta primordial y con cuya respuesta podía mandar todo el proyecto de WindPro al garete. Y justo en ese momento vio el viejo todoterreno verde de Ludwig Hirtreiter subir por la colina. Su cálculo había sido perfecto.

El sol de mayo les sonreía desde un cielo azul resplandeciente, en el aire flotaban las risas de los invitados y el aroma de las lilas. Thordis era una novia encantadora, Lorenz un novio como salido de un cuento y, aun así, al verlos, a Oliver le embargó la melancolía. La boda de su hijo debería haber supuesto para el inspector jefe un acontecimiento muy especial; Cosima y él habían imaginado muchas veces en el pasado cómo se sentirían cuando el primero de sus hijos se casara. Solo que nada era como él había esperado, porque aunque lo celebraban a la vez, no lo hacían juntos. Apoyado contra la balaustrada con una copa en la mano, charlaba, reía y se sentía como un elemento extraño entre los alegres festejos de su familia. Su vida se había detenido, su mirada solo se volvía ya hacia el pasado. Cosima, al contrario de lo que había temido él, no había tenido el mal gusto de presentarse con su ruso, así que se había quedado sin motivo para marcharse antes de la fiesta. Había hablado con ella, pero la conversación fue igual que todas las de los últimos meses: corta, superficial y cordial, limitada a aspectos prácticos relacionados con sus hijos.

La infidelidad de Cosima lo había pillado completamente por sorpresa. Como salida de la nada, desbarató su vida y lo dejó todo patas arriba. Ella había destruido su familia por otro hombre. Oliver recordaba bien la sensación de horror y humillación que le sobrevino al comprender que Cosima ya no tenía suficiente con él como pareja, ni siquiera como amante. Solo seguía siendo bueno como canguro de Sophia. Esa idea lo había torturado durante incontables noches, mucho más que imaginar a Cosima divirtiéndose con un tipo que era por lo menos quince años más joven que él. Vació su copa e hizo una mueca. El champán se había quedado caliente.

—Bueno, y ¿qué te hace estar tan tristón en un día tan bonito como hoy? —La madre de Thordis, la veterinaria Inka Hansen, sonrió y le ofreció una copa de champán frío—. ¿Verdad que hacen muy buena pareja?

—Ya lo creo. —Él aceptó la copa y dejó la otra en la bandeja de un camarero—. Tú y yo también podríamos haber sido como ellos.

Con Inka podía hablar así. Habían crecido juntos y, aunque nunca fueron pareja, durante un tiempo él creyó que acabarían casándose algún día. Todo eso quedaba tan atrás, no obstante, que ya no le causaba ningún dolor.

—Sí, bueno. La vida nos tenía preparadas otras cosas. —Inka hizo chocar su copa suavemente con la de él y sonrió—. Pero así también me parece bien. Me alegro mucho de que ahora estemos emparentados de algún modo, de verdad.

Bebieron un trago y Bodenstein se preguntó sin querer si Inka estaría saliendo con alguien.

—Tienes muy buen aspecto —afirmó.

—Tú no —repuso ella, seca y directa, como era su costumbre.

—Gracias. Muy amable por tu parte. —No pudo evitar sonreír.

Bebieron una segunda copa de champán, y una tercera. Cosima se levantó entonces en el otro extremo de la terraza. Hasta ese momento no le había prestado mucha atención a su exmarido, pero entonces miró hacia donde estaban Inka y él. De pronto Bodenstein recordó lo celosa que había estado de Inka durante un tiempo.

Marie-Louise anunció a los invitados que ya podían pasar al comedor, y el inspector jefe se alegró al comprobar que, como padre del novio, lo habían sentado entre la novia y su madre. Le retiró a Inka la silla de la mesa y rio por un comentario que le hizo ella. Cosima estaba sentada al otro lado de los recién casados. Cuando sus miradas se cruzaron un momento, él le sonrió, pero solo para volverse enseguida hacia Inka. De repente le gustaba el día. Sintió que brotaba en él una minúscula esperanza de llegar a superar el daño que le había causado Cosima.

Pia le había dejado el volante a Cem porque ella tenía que hacer unas llamadas. Por cuestiones de presupuesto, los vehículos de la Policía seguían sin estar equipados aún con dispositivo de manos libres, lo cual la obligaba a utilizar el teléfono mientras conducía cuando iba sola en el coche. Lo más grotesco era tener que informar por móvil a sus compañeros de que había visto a un conductor hablando por teléfono. Primero habló con el inspector jefe, que le confirmó que ninguna de las puertas del edificio de WindPro presentaba indicios de haber sido forzada. Alguien había abierto al intruso, o bien este tenía una llave. También podía afirmarse con bastante certeza que Grossmann había caído por la escalera desde el tercer piso, según hacían pensar no solo las fibras textiles y los rastros de sangre de los escalones, sino sobre todo su linterna, que había sido hallada en el suelo del pasillo del tercer piso. La segunda llamada fue para su jefe. Oliver contestó al teléfono enseguida, por lo que Pia dedujo que la ceremonia ya había terminado. Le resumió en pocas palabras cómo estaban las cosas.

—Vendrá a la K 11 para la reunión de las cuatro —informó a Cem después de colgar.

—Bueno, aunque tú también lo haces muy bien —repuso este con aprobación.

—Gracias. —Pia sonrió—. Al fin y al cabo ya hace un tiempo que observo de cerca el trabajo de Oliver. Y él es un jefe estupendo.

—Sí, yo también lo creo —coincidió Cem—. Me alegro mucho de que me hayan destinado aquí.

—¿Dónde estabas antes?

—En Offenbach. Ocho años, primero en la SB 13, luego en la 12, y en la K 11 desde hace tres.

El clásico periplo del investigador: delitos sexuales, robos y asesinatos. Cem ya había alcanzado la categoría reina a la que todo agente de la Policía judicial quería llegar, la K 11.

—Vaya, Offenbach. —Pia enarcó las cejas—. ¿Eres del Kickers Offenbach o del Eintracht Frankfurt?

—Ni de uno ni de otro. —Cem rio—. Del… ¡Ha-Ha-HSV! Hamburgo.

—Lo que hay que ver… Yo de todas formas soy neutral en cuestiones de fútbol. —Lo miró con curiosidad—. ¿Cómo es que te marchaste de Offenbach?

—Mi jefe no podía ni verme —confesó él con sinceridad—. Siempre creía que iba detrás de su puesto. Llegó un momento en que la situación se hizo insoportable y, cuando supe que vosotros teníais una plaza libre, la solicité.

—Me alegro. —Pia sonrió—. Necesitábamos refuerzos urgentemente. Kai no puede salir a hacer trabajo de campo por su prótesis, y a veces se hace muy cuesta arriba encargarnos de todo entre tres.

De camino a WindPro, la inspectora se enteró de más detalles sobre su nuevo compañero. Cem Altunay había nacido y crecido en el Taunus, estaba casado y tenía dos hijos, una niña y un niño de siete y nueve años, respectivamente. Su padre y su hermano trabajaban en la Opel, pero él siempre había soñado con entrar en la Policía al acabar el bachillerato.

El coche dio unos trompicones al cruzar los carriles del tranvía. Habían llegado al polígono industrial, y poco después Cem giró para entrar en el aparcamiento de WindPro. En el edificio había un equipo de limpieza retirando las manchas de sangre de la escalera. Sin anunciarse en recepción, Pia y Cem subieron al tercer piso. Una vez arriba, torcieron a la izquierda para ir al despacho de Theissen, pero la inspectora lo pasó de largo y abrió la puerta de cristal que había al final del pasillo.

—Una escalera de incendios —constató.

—Un atajo —añadió Cem—. Nuestro intruso debe de conocer bien esto.

—Quizá sea incluso un empleado y Grossmann lo reconoció. Eso reduciría muchísimo el círculo de posibles autores —dijo Pia antes de llamar a la puerta del despacho de Theissen.

El jefe de la empresa se levantó de su escritorio, que volvía a estar impecable, y se abotonó la americana mientras los inspectores entraban en la sala. Pia se ahorró fórmulas de cortesía innecesarias y fue directa al grano.

—Hemos visto los vídeos de seguridad —dijo—. Estuvo usted en el edificio la noche del viernes. ¿Por qué no lo ha mencionado antes?

—¿No se lo he dicho? —Arrugó la frente—. Se me habrá olvidado entre tanta confusión. Pero solo estuve unos minutos, un cuarto de hora como mucho.

—¿Por qué?

—Necesitaba unos documentos que me había dejado en el despacho.

—¿Para qué?

—Para un viaje de negocios —respondió Theissen con calma—. Pasé el fin de semana en Hamburgo, donde me reuní con un cliente para el que estamos proyectando un parque eólico marino en el mar del Norte.

—Entró por el aparcamiento subterráneo. ¿Cómo y cuándo salió del edificio?

—Bajé por la escalera de incendios. Antes de las doce ya estaba en el coche. De hecho, me acuerdo porque escuché las noticias.

—¿En qué emisora?

—La FFH. Siempre la tengo sintonizada. —Entre las cejas de Theissen apareció una arruga—. ¿Qué importancia tiene eso?

Pia desoyó la pregunta.

—Cuando llegó, se acercó al mostrador de recepción y miró en el office. Más tarde evitó el ascensor y salió del edificio por la escalera de incendios. ¿Cómo es eso?

—¿Cómo es… el qué? No la entiendo.

—¿Por qué no quería que el señor Grossmann supiera que había regresado a esas horas de la noche?

—No quería despertarlo.

—¡No quería despertar a su vigilante nocturno! —soltó Pia con burla. El anticipo de simpatía que le había extendido a Theissen se derritió como la nieve al sol—. Más bien sería de esperar que se hubiera enfadado usted al encontrarlo durmiendo a pierna suelta durante su turno.

A Stefan Theissen aquel asunto parecía resultarle molesto, pero no era un hombre que rehuyera las situaciones incómodas.

—Reconozco que puede parecer extraño —repuso—, pero esa noche me venía muy bien que Rolf no se diera cuenta de mi presencia. Tenía prisa y temía que me entretuviera.

Esa respuesta no dejó satisfecha a Pia, aunque decidió darlo por zanjado. Había algo en el comportamiento del director que la hacía sospechar. Recordó el comentario de la recepcionista sobre que no podía explicarse por qué había disfrutado Grossmann de tanta libertad para hacer locuras en la empresa… por mucho que fuera un viejo compañero de clase del jefe.

—¿Adónde fue con el coche desde aquí? —preguntó la inspectora.

—A casa.

—¿Directamente?

Hasta ese momento Stefan Theissen se había mostrado colaborador, pero entonces se vio que ponía distancias.

—¿Por qué me pregunta todo esto?

Aquella no era una respuesta, pero ese mismo día comprobarían su coartada. Si no podía darles ninguna, lo que tendría sería un problema.

—Su vigilante nocturno murió la noche del viernes al sábado —le recordó Pia—. Alguien dejó un hámster muerto en su escritorio. A menos que lo hiciera usted mismo, alguien más tuvo que entrar en el edificio. Quizá un intruso.

Theissen cruzó los brazos en el pecho y la miró consternado.

—¿Un intruso? ¿Aquí?

—Sí, de alguna forma tiene que haber llegado ese hámster a su escritorio. —La inspectora ladeó la cabeza—. A no ser que, en esta empresa, encontrar animales muertos en las mesas esté a la orden del día.

Theissen hizo caso omiso de su sarcasmo y guardó silencio sin apartar la mirada de los ojos de Pia. ¿Cómo creía el director que había acabado un hámster en su despacho?

—Nuestros compañeros no han encontrado señales de que se forzara ninguna entrada. Quien estuviera aquí, en el edificio, debía de tener llave.

Stefan Theissen tardó solo unos segundos en sacar las conclusiones pertinentes de esa especulación de la inspectora. Negó con la cabeza.

—No —dijo con vehemencia—. Eso no me lo puedo ni imaginar. Conozco a todo el que tiene llave, ¡y ninguno de ellos mataría a una persona! No y no, estoy seguro.

Pia cruzó una mirada con Cem. ¿De verdad no tenía Stefan Theissen ni idea de lo impopular que era su antiguo compañero Rolf entre el personal de WindPro? ¿O es que prefería no saberlo?

¿Qué es todo esto? —Ludwig Hirtreiter cerró de golpe la puerta de su todoterreno y cruzó el prado a zancadas en dirección al reportero y a Yannis—. ¡No habíamos quedado hasta las cuatro y media!

Los de la tele ya habían guardado la cámara y estaban cargando el resto del equipo en la furgoneta. Por la pedregosa pista llegaban traqueteando desde el pueblo algunos coches que levantaban estelas de polvo a su paso. Otros miembros de la iniciativa ciudadana habían aparcado al borde del prado plagado de dientes de león, se apearon de los vehículos y desplegaron las pancartas que llevaban consigo.

—¿Puede alguien explicarme a qué viene todo esto? —Hirtreiter plantó las manos en las caderas y fulminó a Yannis con una mirada iracunda.

Antes de que este pudiera contestar, Ricky tomó la delantera y le puso una mano en el brazo a Ludwig.

—No hemos podido localizarte en el móvil. —Le dedicó una sonrisa cándida que rara vez erraba el tiro con los hombres—. Nos han cambiado la hora con muy poca antelación, así que…

Ludwig era inmune a los encantos de Ricky.

—¡Y una mierda! —la interrumpió, furioso, y le apartó la mano del brazo—. No vivo ni a cinco minutos de aquí. Solo tenías que enviar a ese aspirante a edecán lleno de granos que tienes para que me avisara.

Mark no hizo caso del insulto que le había caído encima. Estaba un poco apartado y había atado los perros de Ricky con correa por si acaso, ya que se llevaban a matar con el perro de Ludwig Hirtreiter, que estaba en la parte de atrás del todoterreno.

—Déjennos repetir otra vez la grabación —le pidió Ludwig al reportero, que le sonrió con lástima.

La pieza iba a emitirse en el Hessenschau de esa noche, y antes había que preparar y montar el material.

—¡Pero es que no sé lo que les ha dicho este tipo! —bramó Ludwig con su voz de bajo. Después señaló hacia los coches que aparcaban en ese momento—. Todos nuestros miembros llegan ahora, queremos demostrar cuántas personas apoyan nuestra causa. ¡Si no, todo esto no tiene ningún sentido!

—De verdad que lo siento mucho. —El reportero se encogió de hombros con impotencia—. El señor Theodorakis nos dijo que adelantáramos la grabación una hora y media. Yo no podía saber que no lo habían acordado entre ustedes.

—¿Que has hecho qué? —Ludwig Hirtreiter dio media vuelta, iracundo. Le costaba respirar—. ¿Cómo se te ocurre? ¿Quién te has creído que eres?

Con su imponente metro noventa de altura, el rostro anguloso y curtido, y la cabellera plateada que le llegaba hasta los hombros, el viejo imponía muchísimo. Su furia le hacía parecer una terrible amenaza. Tras él se reunieron los demás activistas, que tampoco se alegraron precisamente al enterarse de que ya hacía rato que había terminado la grabación.

—He dicho lo que había que decir —contestó Yannis. Se había metido las manos en los bolsillos de los vaqueros y saltaba a la vista que estaba muy ufano—. Así que no te sulfures tanto.

—¡¡¡Me sulfuro si me da la gana!!! —vociferó Ludwig. Un rojo intenso fue tiñendo su piel desde el cuello hacia la cara—. ¡Estoy harto de tus egoístas acciones en solitario, igual que todos los que están aquí! Habíamos hablado infinidad de veces sobre la grabación de hoy, ¡y vas tú y cambias la hora como más te conviene!

El reportero les dio la espalda al ver que las cosas se ponían feas. Por su expresión de desconcierto se veía que lo que quería era largarse de allí, pero no menos de una treintena de personas le cortaban el paso hacia la furgoneta mirándolo con inquina.

—¡Vuelva a sacar la cámara ahora mismo! —exigió Ludwig.

—Es que ya no hay tiempo —explicó el reportero con valentía—. Si quiere que esta noche informen sobre el asunto, tenemos que marcharnos ahora mismo. Será un reportaje estupendo, se lo prometo.

Un buen argumento, pensó Yannis. Ludwig Hirtreiter y todos los demás querían que el reportaje se retransmitiera esa misma noche, por supuesto. El tiempo corría en su contra, porque la asamblea vecinal se celebraría al cabo de dos días. La muchedumbre se dispersó al fin, aunque a regañadientes, y el reportero se largó corriendo hacia la furgoneta, donde sus compañeros lo esperaban con el motor ya en marcha, como si se dieran a la fuga después de atracar un banco.

—Bueno —le dijo Ludwig a Yannis con un tono amenazador cuando se quedaron solos—, y ahora que te quede bien grabada una cosa en la mollera, pequeño intrigante vanidoso: todos nosotros perseguimos un fin común. Esto es una democracia y habíamos tomado una decisión colectiva. ¡No puede ser que siempre haya uno que va por libre!

Yannis se limitó a sonreír. Ya tenía su grabación y estaba más que contento. Los insultos de Ludwig Hirtreiter le resbalaban como una gota de lluvia sobre un impermeable.

—Pero ¿tú de qué vas? —le dijo al anciano—. Fui yo quien os facilitó los números, los hechos y las pruebas concluyentes de la estafa. Sin mí todavía estaríais paseándoos con un par de cartelitos en los mercadillos semanales y lamentándoos por unos cuantos árboles.

—Cuidado, amigo —murmuró Ludwig con rabia—. Vete con ojo con lo que dices, si no, ¡no respondo de mí!

—Ludwig —intervino Ricky con tono conciliador—, de verdad, Yannis lo ha hecho estupendamente, estarás muy satisfecho.

—¡Tú no te metas, cretina! —El anciano le lanzó una mirada de desprecio—. ¡No tienes ni idea de nada y lo único que haces es repetir como un loro lo que te enseña este tipo!

A Ricky se le heló la sonrisa y guardó silencio, ofendida. También Yannis se estaba cabreando. ¿Cómo se atrevía ese viejo tirano a sermonearlo como si fuera un jovencito estúpido?

—¡Con vuestro afán enfermizo de protagonismo lo vais a estropear todo! —siguió diciendo Ludwig Hirtreiter con una voz corrosiva—. Para que nuestra demanda tenga éxito debemos actuar con realismo y tacto, no podemos ir dando porrazos y armando polémica por ahí, pero está claro que eso vosotros no lo entendéis.

Hizo un gesto despectivo con la mano y dio media vuelta.

—¡Por lo menos yo explico todo lo que sé y no me guardo información relevante, como tú! —le gritó Yannis—. ¿Por qué no le has dicho aún a nadie cuánto dinero te ha ofrecido WindPro por el prado?

Ludwig Hirtreiter giró sobre sus talones. Los demás miembros de la iniciativa murmuraron y cruzaron miradas.

—Ya me lo imagino. —Yannis sonrió con malicia—. ¡Con tantísima pasta en juego, ni Dios se creería que sigues estando en contra del parque eólico!

—¿Qué pretendes insinuar con eso? —Ludwig se le acercó como un toro bravo; la cara roja de ira, los puños cerrados.

—Que te vas a dejar comprar. Exactamente por…

No llegó a terminar la frase porque Ludwig Hirtreiter le atizó una sonora bofetada con la mano abierta. Yannis se tambaleó y cayó al suelo, pero enseguida se puso de nuevo en pie y se abalanzó sobre el viejo. Ricky acudió en su ayuda, pero ya estaban enganchados. Tres de los activistas, que seguían la pelea con creciente incredulidad, tuvieron la presencia de ánimo suficiente para intervenir.

—¡Cabrón rastrero! —gritó el anciano, rabioso—. ¡Con tu sed de venganza lo estropearás todo! ¡Tú y tu… furcia!

—¡Bueno, bueno! —dijo uno de los hombres intentando calmarlo, aunque sin conseguirlo.

Ludwig se zafó de él y regresó a su coche con pasos pesados. Algunas personas lo siguieron sin mucho entusiasmo, las demás se quedaron quietas sin saber qué hacer.

—Eso, lárgate —masculló Yannis, y se frotó la mejilla.

Ricky sollozaba, perpleja. Mark se acercó a ella tirando de la correa de los perros.

—No logro entender qué tiene Ludwig en nuestra contra. —Miró al chico, llorosa—. Hacemos mucho más que la mayoría, y aun así siempre se mete con nosotros.

—No te enfades con él —dijo Mark con timidez—. No es más que un viejo cabrón idiota.

En la cara de Ricky apareció una sonrisa.

—Tienes razón. —Se secó las lágrimas con el dorso de la mano e irguió los hombros con decisión—. Un viejo cabrón idiota. Eso es lo que es.

El jefe de seguridad, además de portavoz de prensa y director de marketing de WindPro, era la cortesía personificada. Con gran solicitud, les enseñó a Pia y a Cem el plan de seguridad y el control de accesos, y sacó de la estantería el archivador con los comprobantes de los empleados que habían firmado la recepción de su llave. Theissen y su esposa tenían una llave de acceso cada uno, también el director financiero y el comercial, el jefe de ventas, el de la sección jurídica, el del departamento técnico, el de control, el de proyectos, la jefa de personal y el vigilante nocturno. Y, claro, el propio jefe de seguridad. Doce sospechosos. Pia hojeó el archivador y anotó sus nombres. Después pasó más separadores y encontró otros recibos con fechas anteriores.

—¿Qué es esto? —preguntó.

—Eso…, bueno… —El jefe de seguridad se pasó la palma de la mano por la cabeza rasurada—. Verá, nuestro sistema está algo anticuado. Todavía vamos con llaves, no tenemos cierres electrónicos ni tarjetas de chip. Hemos previsto una modernización, claro, pero aún no se ha hecho. Algún que otro antiguo empleado seguramente no devolvió su llave.

—¿Ah, no? —Pia levantó la vista—. ¿De cuántas personas estamos hablando?

El hombre tosió con nerviosismo.

—Eso fue antes de que yo llegara —arguyó.

—Pero, si todos los comprobantes de aquí dentro son de alguien que se quedó con su llave, entonces son… Mmm…

—Nueve —contestó con semblante impertérrito Cem, que los había contado mirando por encima del hombro de Pia.

—Magnífico —comentó ella con sarcasmo—. ¿No tenía pensado decírnoslo?

—Sí, sí…, por supuesto. Yo… Es que… En fin, lo había olvidado.

El olvido parecía estar muy de moda en aquella empresa. El vigilante nocturno salía a la gasolinera a por un trago y olvidaba la llave. Theissen olvidaba que la noche del asesinato había estado en el edificio. El jefe de seguridad olvidaba comunicar datos importantes a la Policía judicial.

—¿Hay alguna fotocopiadora por aquí? —Pia se levantó.

—Sí, allí, en el aparador.

—Ya voy yo —se ofreció Cem, y ella le pasó el archivador.

El jefe de seguridad se tiraba a ratos de la perilla y del lóbulo de la oreja; en su calva se veían gotas de sudor.

—Explíqueme algo sobre WindPro —le pidió la inspectora.

—¿Qué quiere saber?

—¿Qué hacen aquí? ¿A qué se dedica la empresa?

—Proyectamos y construimos centrales de energía eólica en toda Alemania, Europa y ahora también en países extracomunitarios —respondió el hombre, no sin orgullo, esta vez en su faceta de portavoz. De nuevo se encontraba en terreno conocido—. Además de eso, nos ocupamos de la financiación, ya sea mediante un gran inversor único o a través de modalidades de financiación en forma de, por ejemplo, un fondo de capital fijo. Puede imaginárselo como la edificación de una vivienda llave en mano: el cliente nos encarga la construcción de un parque eólico y nosotros nos ocupamos del resto. Búsqueda de emplazamiento, informes periciales y permisos necesarios, planificación y montaje de los molinos. En todos los ámbitos trabajamos solo con los mejores especialistas y gozamos de una excelente reputación en el sector.

Trabajamos. Gozamos. El jefe de seguridad además de portavoz de prensa se identificaba por completo con su compañía.

—¿Por qué cree usted que querría alguien entrar sin permiso en el edificio? —preguntó Pia, y con eso volvió a hacerle perder el hilo.

—Por mucho que quiera, no consigo imaginarlo —repuso él, encogiéndose de hombros—. Que yo sepa, en la casa no hay grandes cantidades de efectivo, y nuestro know-how no es tan secreto como para que la competencia quiera entrar a robárnoslo.

—¿Sabe, quizá, si alguno de los antiguos empleados que no devolvieron la llave se marchó en malos términos con la empresa? —preguntó Cem desde la fotocopiadora.

Una breve vacilación.

—De un trabajador tengo la certeza absoluta, aunque yo no llegué a conocerlo en persona —respondió el jefe de seguridad—. Estos últimos meses no ha dejado de incordiarnos por el proyecto del parque eólico del Taunus, que se llevará a cabo dentro de poco. Se llama Yannis Theodorakis. Y no devolvió la llave cuando lo despidieron.

Mark estaba tumbado en su cama. Había quitado el sonido del televisor y contemplaba su foto preferida de Ricky en el móvil. ¡Esa tarde le había dado mucha pena, la pobre! ¿Qué mosca le había picado al viejo Ludwig Hirtreiter? Después de que Ricky y él guardaran los carteles y las pancartas, fueron con varios más de la iniciativa a una pizzería de Königstein. La bofetada había sido el tema de conversación de toda la noche, desde luego, igual que los dos millones de euros que Ludwig recibiría si vendía el prado. Luego todos se fueron yendo a casa, y en algún momento Yannis dejó de hablar con nadie que no fuera Nika. Era una tontería estar celoso de Nika, y Mark lo sabía, pero de alguna forma tenía la sensación de que se había metido en su familia.

Estaba tan absorto en sus pensamientos que no oyó los pasos en la escalera. Su padre abrió la puerta de pronto; parecía cualquier cosa menos de buen humor.

—Tu profesor ha llamado antes. Hoy has vuelto a faltar a clase —empezó a reprenderlo—. ¿Por qué no has ido?

Mark cerró el móvil y guardó silencio. ¿Qué podía decir? A sus padres, de todas formas, les importaba una mierda lo que hiciera.

—¡Apaga la tele y mírame cuando te hablo!

Mark obedeció y se sentó con una lentitud exagerada. Hubo un tiempo en el que sintió miedo de los ataques de cólera de su padre, pero de eso hacía años. En aquel entonces. Antes. Cuando todavía era un empollón obediente y miedica.

—Bueno, ¿cómo es que te saltas tantas clases? ¿Dónde andas todo ese tiempo?

Mark alzó los hombros sin decir nada.

Qué curioso, la verdad, que uno solo recibiera atención de sus padres cuando hacía algo prohibido. Con sus buenas notas de antes solo conseguía de ellos una cabezada de reconocimiento, y en los cuatro años que había pasado en el internado no le habían hecho más que una llamada de compromiso a la semana, dos como mucho. Incluso durante la «mala época» les había resultado pesado tener que dedicarse a él. Y de pronto se hacían los padres modelo, se preocupaban, querían saber por qué hacía esto o dejaba de hacer lo otro, siempre con esas estúpidas preguntas formales, ya que su verdadero interés por él era nulo. Su padre solo tenía la cabeza en el trabajo; su madre, en sus extrañas antigüedades, sus clubes de mujeres y sus compras.

—Estoy esperando una respuesta inteligente —dijo su padre con un deje amenazador—, y solo esperaré treinta segundos. Si tardas más, te vas a enterar.

—¿Ah, sí? ¿Qué me harás? —Mark alzó la cabeza y lo miró con aburrimiento—. ¿Piensas darme una paliza? ¿Me vas a castigar sin salir? ¿O me tirarás el ordenador por la ventana?

Le daba absolutamente igual lo que dijera o hiciera su padre. De tener una alternativa, ya no estaría viviendo allí con ellos. Ni siquiera necesitaba la paga, porque Ricky le remuneraba su trabajo en el refugio de animales.

—Vas a destrozar todo tu futuro por cabezota —profetizó su padre, funesto—. Si sigues así, repetirás curso. Te expulsarán del instituto y entonces te quedarás sin hacer el bachillerato. Puede que ahora eso te traiga sin cuidado, pero dentro de unos años te darás cuenta de lo que has echado a perder.

Rollos, rollos y más rollos. Siempre el mismo disco rayado. ¡Lo sacaba de quicio!

—Mañana iré a clase —murmuró Mark.

El ojo izquierdo empezó a parpadearle. Le ocurría siempre que se estresaba. Primero el parpadeo y los destellos de luz deslumbrante, después esas líneas en zigzag con bordes de colores que se extendían hasta que casi no le dejaban ver nada más. Enseguida se le reduciría el campo de visión como si estuviera atravesando un túnel, y después llegaría el dolor, un dolor atroz que le iba de la nuca a la frente. A veces se le pasaba deprisa; si tenía mala suerte, duraba días. Mark apretó los ojos y se dio un masaje en el nacimiento de la nariz con el pulgar y el índice.

—¿Qué te pasa? —preguntó su padre—. Mark, ¿qué te ocurre?

Sintió una mano en el hombro y se la quitó de encima con rabia. Cualquier roce no hacía más que intensificar el dolor.

—Nada, déjame en paz —dijo, y abrió los ojos, pero incluso la penumbra le resultaba insoportablemente deslumbrante.

Oyó unos pasos que se alejaban, la puerta al cerrarse. Abrió el cajón de la mesilla de noche y buscó las pastillas a tientas. Si se las tomaba enseguida le iban muy bien. Se las había conseguido Ricky. Tragó dos haciéndolas pasar con un sorbo de coca-cola sin gas y se quedó tumbado con los ojos cerrados. Ricky. ¿Cómo se encontraría ella?

La noche había caído sobre el bosque como un manto de terciopelo negro, la media luna brillaba plateada y las primeras estrellas centelleaban en el firmamento. Ludwig Hirtreiter volvió la mirada hacia el este, donde el brillo anaranjado nunca se extinguía. Allí, en el sur del Taunus, hacía años que nunca oscurecía del todo como él recordaba de su infancia. La gran ciudad de Frankfurt, tan cercana, la zona industrial de la antigua planta química Hoechst AG y el enorme aeropuerto que no descansaba convertían la noche en día con sus deslumbrantes luces. Ludwig suspiró y se removió un poco hasta encontrar una postura más o menos cómoda en el banco de la discreta caseta para cazadores. Buscó con la mano la escopeta de mira telescópica que había apoyado al alcance de su brazo contra la media pared. A su derecha se había acurrucado cómodamente Tell, y sentía la calidez del perro a través del saco de dormir. A su izquierda tenía un termo con té caliente y una fiambrera con pequeños bocadillos. Montaría guardia hasta la mañana para que a ninguno de esos gánsteres se le ocurriera la idea de cerrar la zona en secreto para al día siguiente seguir adelante con la tala de árboles. Ya había pasado la noche en el bosque muchas otras veces y, de todas formas, desde que Elfi murió, hacía dos años, no tenía ningún motivo poderoso para ir a dormir a casa.

Elfi. La echaba de menos cada minuto de su vida, le faltaba el intercambio de ideas con ella, echaba de menos sus inteligentes consejos y ese amor incondicional que él le había correspondido con todo su ser desde el día que se conocieron, hacía ya cincuenta y ocho años. El cáncer se presentó dos veces para luego desaparecer, pero solo en apariencia. En realidad se había extendido con alevosía, se le coló en los ganglios linfáticos y en la médula espinal y contaminó todo su cuerpo. ¡Qué valiente había sido ella! Aguantó sin protestar que le aplicaran una quimioterapia dolorosa y humillante, bromeó cuando se le cayó el pelo, y ni siquiera lloró cuando ya no pudo seguir comiendo porque se le desprendían las mucosas bucales. Elfi había luchado como una leona.

Después de todos aquellos tratamientos espantosos se fue recuperando. En la breve y engañosa fase de mejoría habían compartido un último viaje a su hogar de la Alta Baviera, un paisaje que ella solo había abandonado por amor a él. Hicieron una excursión juntos por las montañas solitarias, con la mutua sospecha de que sería la última. Ludwig Hirtreiter sintió que se le saltaban las lágrimas. A la vuelta, todo sucedió muy deprisa. Enterró a Elfi solo tres semanas después. Sus dos hijos y su hija estuvieron a su lado, pero él apenas cruzó una palabra con ellos, pues el abismo que los separaba era demasiado profundo. Tal vez habría podido aprovechar la oportunidad para tenderles la mano en un gesto de reconciliación, pero por puro dolor no estuvo en situación de hacerlo. Y luego ya fue demasiado tarde. Las malas palabras que se cruzaron no se podían retirar. Ludwig estaba solo y así seguiría.

Aguzó el oído allí sentado, muy quieto. Una leve brisa soplaba por entre la copa del árbol y hacía susurrar las hojas; olía a asperilla y ajo silvestre. Un pequeño mochuelo ululó, una madre tejón sacó a sus cachorros al claro bajo la luz de la luna. En algún lugar de la maleza se oía el trajín de una familia de jabalíes. Sonidos y aromas conocidos, un bálsamo para su alma desgarrada.

Sus pensamientos se volvieron hacia esa tarde. Su ira contra Yannis no se había calmado aún. Desde el primer momento aquel tipo le resultó sospechoso, porque, aunque había hecho mucho por la causa, sus motivos eran egoístas y luchaba con una obsesión peligrosa. ¿Cómo se había enterado de lo de la oferta de WindPro? ¿Conservaba aún algún contacto en su antigua empresa? Desde luego, él habría hecho mejor enseñando sus cartas, pero creía que aquello no era asunto de nadie. Además, temía que esa cantidad increíble sembrara desconfianza y discordia. Y justamente eso había sucedido. Aun así, se arrepentía de haberle soltado un bofetón a Yannis delante de todos. Debería haber reaccionado con más serenidad, pero estaba tan cegado por la cólera que perdió el control. ¡Y luego, por si fuera poco, aquella idiota se le había echado encima! Su antipatía hacia Ricky era injusta y él lo sabía, pero en el fondo le recriminaba que le hubiera ofrecido a Frauke no solo un trabajo, sino también un sitio donde vivir. De no ser por Ricky, Frauke seguiría aún con él en la granja.

Tell se movió en sueños y gruñó un poco. Ludwig alargó una mano y acarició el pelaje áspero de su perro.

—Ninguno de ellos nos comprende —dijo en voz baja, y la oreja de Tell se sacudió.

En el fondo no tenía nada en contra del parque eólico si el emplazamiento hubiera sido adecuado para ello, pero no lo era. Así lo demostraban dos informes periciales que se habían elaborado con independencia uno del otro. Talarían todos los árboles por pura codicia, y luego los molinos ni siquiera conseguirían girar. Cuando conoció a esos jovencitos emperifollados de la empresa de proyectos, constató la frivolidad con la que se repartían un dinero que, en sentido estricto, pertenecía a los contribuyentes. A esas alturas ya habían subido a tres millones su oferta por el prado; qué locura. Ironías del destino que, precisamente por su negativa a venderlo, el parque eólico pudiera fracasar. Porque no vendería. Lo mismo le daba lo que pudiera pensar la gente: Theissen y sus cómplices tendrían que pasar por encima de su cadáver para conseguir ese pedazo de tierra.

Pia embutió la última carga de ropa sucia en la lavadora del cuarto de baño sin dejar de bostezar. Después de cuarenta horas sin algo que pudiera considerarse un sueño reparador, su cabeza era lo único que no quería descansar. Oyó los leves ronquidos de Christoph por entre la puerta abierta del dormitorio y envidió su facilidad para conciliar el sueño a cualquier hora y en cualquier parte. Cerró la puerta del baño con cuidado para que el traqueteo de la lavadora no lo despertara y regresó al salón, donde el televisor seguía encendido sin volumen. Había pensado ver una película, pero sus pensamientos se iban continuamente a otras cosas, así que al final dejó de intentar seguir el argumento, que de todas formas era muy malo.

Había algo raro en Stefan Theissen, y por eso Pia no le había mencionado los detalles que habían descubierto ya sobre el intruso y la muerte de Grossmann. ¿Por qué les había mentido el director? ¿No se daba cuenta de que en poco tiempo descubrirían la verdad? Su coartada para la noche del viernes al sábado era descaradamente endeble, ya que, aparte de su esposa, nadie más podía atestiguar que llegara a su casa a las doce y veinte. Alcanzó el mando a distancia y fue cambiando de canal entre bostezos. Se quedó en el informativo de Hessenschau y se sorprendió al ver en pantalla el peculiar edificio de WindPro donde esa mañana habían encontrado el cadáver. Subió el volumen. Sin embargo, la noticia no hablaba de la víctima, sino de un parque eólico que iba a construirse en las inmediaciones de Eppstein. Un hombre de pelo oscuro apareció en plano. Estaba en un prado y, tras él, algunas personas sostenían en alto carteles de protesta.

«Los peritajes eólicos presentados son una farsa, tal como demuestran dos contraperitajes que hemos encargado nosotros —decía el hombre con tono objetivo—, pero eso no le interesa a nadie. Igual que el hecho de que para este proyecto descabellado vaya a destruirse una valiosa superficie de arbolado que, por cierto, hasta hace poco era reserva natural. Y ni siquiera los frena tener que aniquilar una población protegida de hámster europeo para conseguir las condiciones que requiere el permiso de construcción…».

Cuando su nombre apareció en pantalla, Pia dio un respingo en el sofá. Se fue corriendo a la cocina, desenchufó el móvil del cable de carga y apretó el botón de rellamada. ¡Theissen había vuelto a mentirles! Impaciente, regresó al salón y siguió el resto del reportaje hasta que su jefe contestó por fin al otro lado de la línea.