Lunes, 18 de mayo de 2009
Apenas había dormido. Desde el alba esperaba con impaciencia la llamada de Ricky. El hecho de no poder ir a verla porque tenía a la Policía delante de casa lo estaba volviendo loco. ¡Pronto serían las siete! ¡En cualquier momento llegaría Rosi para dar de comer a los animales! ¿Podía arriesgarse a encender el móvil? Por lo menos unos segundos sí tenía que intentarlo. Marcó los cuatro números del PIN, que poco después señalizó con un tono que había encontrado red.
Mark comprobó las llamadas perdidas. Su padre había intentado localizarlo más de veinte veces; los números ocultos debían de ser de esa poli. Pero no había nada de Ricky. Ni siquiera un mensaje de texto. La decepción hizo mella en él. ¡Le había prometido que lo llamaría antes de salir hacia Hamburgo, a casa de sus padres! Ya no podía esperar más. El gel frío y las vendas le habían ido bien para la contusión, el tobillo se había deshinchado un poco. Fue a buscar vendajes nuevos a la farmacia del refugio y se puso las zapatillas de deporte, luego se echó la mochila al hombro y salió del edificio administrativo.
El día era claro y fresco, el rocío brillaba sobre los prados. Mark respiró hondo y pisó un par de veces con cuidado. Podía caminar. Rosi llegaba desde Königstein, así que no se cruzaría con ella si tomaba la otra dirección, hacia Schneidhain. Dos chicas que hacían jogging pasaron por delante de la puerta del refugio de animales justo cuando él salía, pero ni siquiera lo miraron. Diez minutos después ya había llegado a las primeras casas. Allí el camino se bifurcaba. En el establo y en las perreras no se veía a nadie, tampoco estaban los caballos. ¿Los habría llevado Ricky a otro pasto la noche anterior? Mark reflexionó un momento y luego se decidió por tomar la calle principal. El coche patrulla que había estado aparcado delante de las casas vecinas había desaparecido, así que consiguió llegar a la casa de Ricky sin que lo vieran. El BMW de Yannis ocupaba el aparcamiento cubierto de delante del garaje, todas las persianas estaban bajadas, la casa parecía extrañamente abandonada. Mark saltó la baja portezuela de jardín que había entre la pared de la casa y el garaje, luego bajó la escalera que llevaba al sótano por el exterior. Debajo de una de las macetas del rellano encontró una llave oxidada, entró en la casa por el sótano y subió la escalera. El interior estaba a oscuras. Se detuvo en el recibidor y miró a su alrededor con un extraño presentimiento. Algo había cambiado. Pero ¿el qué?
—¿Ricky?
Mark entró en el dormitorio. La cama estaba bien hecha. Dio un paso más y su pie tropezó con un obstáculo que no había visto en la oscuridad. Buscó el interruptor de la luz con la mano. En el centro de la habitación había tres maletas y una bolsa de viaje. Abrió los armarios y el corazón empezó a latirle con miedo: ¡la mitad del armario que era de Ricky estaba vacía! Pero para ir a ver a sus padres no tenía por qué llevarse todo el contenido de su armario, ¿verdad? Y de repente supo qué era lo que le había extrañado antes. Cojeó deprisa de vuelta al pasillo. ¡Justo! ¡Los cestos de los perros y los árboles para gatos que siempre estaban allí habían desaparecido! Se quedó petrificado y sintió pánico al comprender lo que significaba todo aquello.
La niebla flotaba en densos vapores sobre el lago y, por encima de ella, las cumbres de los Alpes relucían de rojo a la luz del amanecer. Una vista sobrecogedora para la que nadie más que él tenía ojos. Los demás conductores habían decidido seguir dentro de sus coches durante el cuarto de hora que duraba la travesía, o bien se habían trasladado a la cafetería de la cubierta superior. La mayoría de ellos iban a trabajar cada día al otro lado de la frontera suiza y hacía ya tiempo que el espectacular paisaje no les impresionaba.
Oliver apoyó los antebrazos en la barandilla, que relucía de humedad, y miró en silencio hacia el agua espumosa. Los cuatro motores diésel rugían bajo sus pies. Annika estaba pegada a él y tiritaba, pero no había querido sentarse en la cafetería, sino que prefirió seguir fuera.
Una media hora antes habían dejado el pequeño hotel tras desayunar nada más que una taza de café. Tampoco habían hablado mucho. Pocas veces en su vida había deseado tan temprano que el día hubiera terminado ya. Estaría absolutamente solo, no podría contar con nadie, y además en una ciudad que no conocía. Annika tendría que esperarlo en Constanza, porque entrar en Suiza sin documentación era demasiado arriesgado. En el banco, en lugar de su nombre, daría la contraseña que Annika, O’Sullivan y Bennett habían acordado. Luego, en la cámara acorazada, sacaría el maletín de la caja de seguridad cuya llave tenía en el bolsillo del pantalón. En realidad nada podía salir mal, y lo que estaba a punto de hacer tampoco era exactamente ilegal. Le habían dado vacaciones y podía pasarlas en Suiza, si quería.
—Todo irá como la seda —dijo de pronto Annika, y le puso una mano en la mejilla—. No te preocupes.
—No estoy preocupado —repuso él. Se fijó en cómo ondeaba la melena de ella con el viento. Sus ojos eran tan verdes como el agua del lago—. Pronto habrá terminado todo, y entonces… —Se quedó callado y le apartó un mechón de la frente.
—¿Y entonces? —preguntó ella en voz baja.
Todo parecía tan irreal… ¿De verdad había pasado solo una semana desde que había hablado con Inka Hansen sobre su ruptura matrimonial en la boda de Lorenz? Tenía la sensación de que hacía medio año. Desde entonces habían sucedido muchísimas cosas. Annika había entrado en su vida inesperadamente y, desde la noche anterior, él sabía con certeza que ya nada sería como antes. Tal vez fuera aún demasiado pronto para decirle en voz alta esas dos palabras simples que, no obstante, expresaban en su simplicidad justo lo que sentía por ella.
—Entonces tendremos todo el tiempo del mundo para conocernos mejor —dijo, terminando la frase—. Lo de anoche fue muy bonito.
Ella sonrió, una sonrisa delicada que aceleró el corazón del inspector jefe.
—También para mí lo fue —dijo en voz baja—, y me alegro de que podamos conocernos mejor.
—Yo también —repuso Oliver.
Sentía una satisfacción profunda y del todo excepcional, como si por fin hubiese encontrado lo que llevaba toda la vida buscando. Solo le quedaba superar ese único día; después, todo se solucionaría.
Tomó el rostro de ella con delicadeza entre sus manos y le dio un beso largo y suave en la boca.
No había pegado ojo en toda la noche. Mark seguía desaparecido. Su mujer y él habían ido en coche a todos los lugares en los que podía esconderse un chico, habían intentado localizarlo en el móvil una y otra vez.
Stefan Theissen estaba junto a la ventana de su despacho con la mirada perdida sobre las extensiones de césped y los campos que llegaban hasta los contornos de Frankfurt, que en la neblinosa luz de esa mañana de mayo parecía estar al alcance de la mano.
Habían llamado por teléfono a los profesores y los compañeros de clase de Mark y se enteraron de que esos amigos de los que hablaba su hijo ni siquiera existían. No había compañeros con quienes jugara al fútbol, fuera al cine o saliera por ahí, como hacían los demás chicos de dieciséis años. Al principio su mujer y él se lanzaron acusaciones mutuas, luego se gritaron y, por último, permanecieron en silencio, porque no había más que decir. Mark llevaba una doble vida prácticamente perfecta delante de sus narices, y ambos habían fracasado del todo como padres, ya que se habían dejado embaucar a voluntad por pura comodidad, porque todo lo demás había sido más importante para ellos que su propio hijo. Ninguno de los dos había comprendido hasta entonces lo perjudicial de aquella estrecha amistad de Mark con esa tal Ricky y su novio.
Incluso un par de semanas antes, cuando las señales de que Mark no estaba bien se intensificaron, ellos lo despacharon con un par de conversaciones superficiales en lugar de investigar a fondo por qué padecía su hijo esos constantes dolores de cabeza y se saltaba las clases. Un error garrafal, más aún teniendo en cuenta todo lo que había sufrido Mark. No había excusa posible.
Unos golpes en la puerta sacaron a Stefan Theissen de sus pensamientos. Se apartó de la ventana. Su secretaria entró en el despacho.
—El conde Von Bodenstein está aquí —anunció.
Theissen tardó unos segundos en comprender, luego asintió con la cabeza y forzó una sonrisa que le costaba verdadero esfuerzo mantener. El precontrato estaba preparado en la mesa de reuniones, la firma sería una mera formalidad. Pronto la construcción del parque eólico, y con ella el saneamiento económico de WindPro, se vería libre de obstáculos. Así dispondría de más tiempo para Mark. Lo subsanaría todo. De alguna manera.
El conde Heinrich von Bodenstein pasó por alto la mano que le tendía Stefan Theissen.
—Señor Theissen, no me alargaré —dijo, adusto—. Lo que han hecho usted y sus cómplices ha sido absolutamente infame. Dividieron a la familia de mi amigo Ludwig con su oferta inmoral y ahora también han sembrado la discordia en mi familia. Con sus amenazas han extendido el temor y el miedo. Por eso mi familia y yo hemos decidido vender ese desdichado prado a una tercera parte.
Stefan Theissen dejó de sonreír.
—No puedo entregarles ese terreno —siguió diciendo el conde—. Ni por dos ni por tres millones. Mi amigo Ludwig quería que el valle y el bosque siguieran siendo naturaleza virgen, y yo respeto su deseo. Mi conciencia no me permitiría obrar de ningún otro modo. Lo siento.
Stefan Theissen asintió y soltó un profundo suspiro. Aquello era el fin definitivo. No habría ningún parque eólico en el Taunus y de repente le resultaba del todo indiferente. Solo estaba agotado, exhausto. Hacía mucho tiempo que había sacrificado su propio sentido moral por un afán de riqueza y reconocimiento, había utilizado métodos legales e ilegales sin ningún miramiento para conseguir sus objetivos, y de pronto fracasaba ante un viejo con una raída americana de tweed para quien su simple conciencia valía más que tres millones de euros.
Theissen esperó a que el conde saliera del despacho, después se acercó al aparador y levantó el marco con la fotografía de Mark, de cuando aún todo iba bien. Un chiquillo rubio, sensible y serio, como sus dos hermanas mayores. Un chiquillo que no había encontrado en su familia amor y cariño, y que por eso lo buscaba con desesperación en extraños. En las personas equivocadas. ¿Y si Mark sí estaba involucrado en el asesinato de Ludwig Hirtreiter? En tal caso, la culpa era de él, que no había sabido cuidar lo bastante de su hijo.
Durante un rato se quedó inmóvil en el recibidor de la casa, incapaz de formular una idea con claridad. Solo oía su propia respiración y el motor de la nevera, que zumbaba de vez en cuando en la cocina. Las maletas hechas, los cestos de los perros desaparecidos, los armarios vacíos, las bolsas de basura azules junto a la puerta de la casa: ¿le había mentido Ricky? ¿Pretendía dejarlo tirado? La pregunta de «por qué» se repetía con insistencia en su mente. ¿Qué pasaría con El Paraíso Animal y con Yannis? ¿Quién se ocuparía de las liebres, los conejillos de Indias, los perros y los gatos a los que tanto cariño tenía? No, seguro que estaba equivocado. Mark respiró hondo y contuvo las náuseas que empezaban a crecer en su interior. Regresó al dormitorio, tiró con decisión de una maleta y abrió los cierres. Necesitaba estar seguro.
En las primeras dos solo había vestidos, pero en la tercera encontró el portátil de Ricky. Superó sus escrúpulos, lo sacó de la funda y lo abrió. La contraseña era tan simple como la de su madre. Mark se sentó en la penumbra del suelo del dormitorio con el portátil en el regazo y abrió los correos electrónicos de Ricky. Uno de los primeros era de Rosi.
«Claro que lo haré —había escrito—. Tú tráeme a los peluditos, que yo te los cuido. Será más fácil así que si tengo que ir todo el rato a tu casa». ¡Los peluditos! Menuda expresión más cursi. ¡Típico de Rosi! Mark fue bajando por la pantalla y leyó el correo de Ricky al que había respondido Rosi. «Querida Rosi, tengo que irme de viaje unos días. Yannis sigue en el hospital. ¿Podrías ocuparte durante este tiempo de mis animales? A los caballos me los llevaré mañana temprano, pero para los demás no he podido encontrar nada en tan poco tiempo. Te estaría muy agradecida si pudieras».
Mark no entendía nada. ¿Por qué le pedía el favor a Rosi y no a él? Al fin y al cabo, él había dado de comer muchas otras veces a sus mascotas y les había limpiado las jaulas. Además, ¿por qué se había llevado a los caballos si solo iba a estar unos días con sus padres? Mark miraba fijamente la pantalla.
Estaba claro, se dijo, que Ricky no quería cargarlo con la responsabilidad de los animales. No había que olvidar que solo tenía dieciséis años y tenía que ir al instituto. Ricky había sido considerada y solo quería lo mejor para él. Tal vez estuviera también algo afectada, porque su padre estaba a punto de morir y eso era una situación excepcional. Y, por si fuera poco, también estaba lo de Yannis y la desaparición de Nika.
Su cerebro no podía evitar buscar una explicación razonable, una justificación, como siempre que Ricky hacía algo que se contradecía con la imagen que tenía de ella. No, Ricky jamás lo abandonaría así como así, sin decirle anda.
Mark siguió leyendo los correos y de repente se quedó de piedra. Un mensaje de una web de vuelos de bajo coste con el asunto «Su reserva de vuelo».
Abrió el mensaje y lo leyó. Una vez. Dos veces. La confirmación fue un mazazo. Como tantas otras veces en su vida, cuando sucedía algo malo de verdad, lo pillaba completamente desprevenido. No sintió ira, solo una decepción vertiginosa que lo destruía todo.