Jueves, 14 de mayo de 2009

Estupendo. Muchas gracias. —Pia garabateó una cifra en su libreta—. Nos ha ayudado usted mucho.

Colgó el teléfono y contempló sus notas. El padre de Yannis Theodorakis sí que había ingresado la noche del martes al miércoles en la clínica psiquiátrica. A Pia le había costado una buena dosis de poder de convicción, pero al final la médico de guardia le dio la hora exacta del ingreso: las dos y cuarto de la madrugada del miércoles. Theodorakis, según el propietario del Krone, se había marchado del bar después de la pelea con Ludwig Hirtreiter, poco antes de las nueve; Hirtreiter y el conde Von Bodenstein se habían quedado allí aproximadamente hasta las once. En el aparcamiento los esperaba un desconocido, y en Rabenhof, la granja de Ludwig Hirtreiter, estaba ya su hija Frauke, si era cierto lo que decía haber visto la pariente lejana del jefe de la Municipal. ¿Hasta qué hora había esperado la hija allí?

Pia se rascó la cabeza, pensativa, dándole vueltas a qué podía haber sucedido en la granja. ¿Se había acercado Theodorakis a la granja de Ludwig Hirtreiter después de la pelea del Krone para esperarlo? ¿Había encontrado allí a Frauke y se había tomado un coñac con ella? ¿O Frauke ya no estaba, y ese coñac se lo bebió más tarde con Ludwig Hirtreiter, pero luego volvieron a pelearse? ¿Había conseguido Theodorakis, ciego de ira, que el anciano abriera el armario de armas, sacara dos escopetas y una pistola, lo había empujado hasta el prado y allí le había disparado? Después de eso podría haber ido a ver a sus padres. Mmm… ¿Cuánto se tardaba en llegar desde Ehlhalten?

Pia hizo varios cálculos, consultó el planificador de rutas de Google Maps. Por la A-3 se podían recorrer los 53,6 kilómetros en 39 minutos. Mierda. Aquello era demasiado justo y seguro que no bastaría para conseguir una orden de registro de la casa de Yannis Theodorakis. Lo siguiente sería comprobar su coartada para la noche del viernes.

—¿Y bien? —Kai Ostermann entró y se dejó caer en la silla que había junto al escritorio de su compañera—. ¿Has avanzado?

—La verdad es que no —rezongó Pia—. Cuando venga Theodorakis dentro de un rato le tomaré las huellas dactilares y le pediré una muestra de saliva. ¿Tú qué has conseguido?

—Según la información de sus bancos, los hermanos Hirtreiter están completamente arruinados. Acabo de hablar por teléfono con el agente judicial responsable; a Matthias Hirtreiter le embargarán en los próximos días todo lo que puedan. Al otro hermano, el agua ya le llega a la barbilla.

—Bueno, pues si eso no son móviles de peso…

—Justo. Y sus coartadas cojean nada más oírlas.

En la reunión de esa mañana se habían repartido el trabajo: Pia se encargaba de Theodorakis, Ostermann de los tres Hirtreiter, y Kathrin y Cem se acercaban al Anatómico Forense porque Pia no tenía ninguna gana de ver a Henning ni de volver a estar en un tris de caerse redonda en la sala de disección. Oliver asomó la cabeza por la puerta.

—Buenos días —dijo—. ¿Puedes venir un momento a mi despacho, Pia?

La inspectora asintió y se levantó. Su jefe le había enviado un mensaje de texto alrededor de las siete de la mañana en el que le informaba de que llegaría más tarde. Después de todo lo que había vivido el día anterior, ella incluso habría comprendido que no se presentara a trabajar.

La tragedia de Ehlhalten era el tema estrella en la radio y la televisión y, con el espantoso balance de una víctima mortal y 44 heridos, había llegado incluso a las portadas de los periódicos. Pia, Cem y Kathrin solo se llevaron un susto; Oliver, por el contrario, había experimentado el pánico colectivo en su propia piel. Esas cosas dejaban huella.

Entró en el despacho de su jefe y cerró la puerta. Una breve mirada al rostro de Bodenstein confirmó sus sospechas. Todavía parecía bastante afectado. Estaba pálido y con las ojeras marcadas, aunque bien vestido como siempre, con traje y corbata.

—Ludwig Hirtreiter le dio un sobre a mi padre hace poco para que lo guardara —explicó, y se sentó a su escritorio—. Le dijo que, si moría, tenía que entregárselo a su notario.

—¿Su testamento? —preguntó Pia con curiosidad.

—Es posible.

—¿Cómo? ¿Es que no lo habéis abierto? —La inspectora lo miró con incredulidad.

—Seguro que alguna vez has oído hablar del secreto postal, ¿a que sí? —repuso el inspector jefe, y levantó las cejas—. Además, el sobre lleva un sello al estilo antiguo, con lacre.

Le interrumpió el teléfono. Oliver suspiró y contestó.

—Ah, profesor Kronlage. Buenos días.

Le indicó a Pia que se acercara y apretó el botón del altavoz.

—Hola, Tommy —saludó ella al profesor Thomas Kronlage, el jefe de Henning.

—Hola, Pia —repuso el director del Instituto Anatómico Forense de Frankfurt—. ¿Todo bien?

—Sí, gracias por preguntar. Espero que tú también estés bien.

—Estupendamente, por el momento. Bueno, la hora de la muerte puede estimarse con relativa exactitud. Se produjo entre las once y las doce de la noche. El disparo de la cara fue en última instancia lo que lo mató.

—¿Puedes decir cuál fue la secuencia de los disparos? —quiso saber Pia—. ¿Fue primero el tiro de la cara o el del vientre?

—Presumo que este último —respondió Kronlage—. Eso indica el hecho de que había perdido mucha sangre. El disparo en el vientre le desgarró la arteria ilíaca interna y la externa. También son interesantes las contusiones que sufrió en la zona del torso y en los brazos, que conllevaron la fractura de varias costillas.

Pia cruzó una mirada con su jefe.

—¿Contusiones?

—Pudieron ser causadas por golpes o patadas, o por un objeto romo, como la culata de una escopeta. Alguien debió de emprenderla con él a golpes o a patadas con una fuerza considerable; las costillas no se rompen tan fácilmente.

—¿Ante o post mortem?

—Es difícil decirlo. Muy poco antes de que muriera o justo después.

¿Un exceso de violencia? Eso indicaba emociones intensas.

—El asesino debe de ser alguien con mucha fuerza —opinó Kronlage.

—O estaba muy enfadado —añadió Pia pensando en Yannis Theodorakis, a quien su antiguo jefe había descrito como colérico.

—Eso también, sí. La ira da fuerza.

—¿Presentaba heridas de defensa? —preguntó Oliver.

—No. Ninguna. En la cara y en la pelvis de la víctima hemos encontrado leves indicios de que algún animal lo estuvo devorando, así como ADN animal. En el momento de su muerte había bebido: esta mañana ha dado un grado de alcoholemia de 1,3, así que la noche del miércoles debió de rondar el 1,7.

—Gracias, profesor —dijo Oliver—. Con eso ya hemos avanzado bastante.

—Ningún problema —repuso Kronlage—. Yo ya he hecho mi trabajo, ahora les toca a ustedes. Ah, ¿Pia?

—¿Sí?

—Henning vino ayer al instituto, dijo que necesitaba urgentemente un par de días de vacaciones y luego desapareció. Por eso he sido yo quien ha realizado hoy la autopsia. ¿Sabes qué le pasa?

—Creo que sí —contestó la inspectora, que sospechaba adónde había ido Henning con tantísima prisa—. Está haciendo penitencia para ganarse el perdón.

Esa mañana habían entrado un par de clientes, entre ellos varios miembros de la iniciativa ciudadana. El drama del pabellón y la muerte de Ludwig eran los principales temas de conversación, por supuesto. Frauke no se había presentado, y su coche tampoco estaba en el patio. Seguro que se estaba encargando del entierro de su padre y el papeleo correspondiente, así que Nika llamó para cancelar todas las citas de la peluquería canina. Ricky aún estaba dormida en el sofá cuando ella salió de casa, y eso le había venido muy bien. Tenía mala conciencia por lo de la noche anterior, aunque no porque se arrepintiera de haberse acostado con Yannis; eso lo había hecho por puro cálculo después de encontrarse con algo alarmante en su ordenador, que ella utilizaba en secreto cuando él no estaba.

Para ser técnico informático, Yannis resultaba asombrosamente descuidado y casi nunca borraba el historial de su navegador de internet. Así que Nika había abierto las últimas páginas visitadas y descubrió, desconcertada, la meticulosa investigación que Yannis había realizado sobre ella.

Hacía como mínimo dos días que sabía quién era y conocía su verdadero nombre. ¿Por qué no se lo había dicho a la cara? ¿A qué estaba jugando? Su rechazo instintivo hacia él se convirtió en miedo y solo se le ocurrió una posibilidad para tener también en sus manos un arma contra él. Yannis, que era un salido, enseguida mordió el anzuelo. Bajó al sótano y se acostó con ella mientras su novia dormía una planta más arriba.

Nika miró a su alrededor. Ya había gestionado los pedidos a primera hora y, como no tenía nada más que hacer, se puso a limpiar los cristales de la puerta de entrada. Por desgracia, la mayoría de los clientes tenían la mala costumbre de empujarla con las manos en lugar de utilizar el tirador.

Esa noche no había podido enterarse de por qué buscaba la Policía judicial a Yannis. No hablaron mucho. No hablaron nada, en realidad. Él se quedó dormido enseguida, y ella permaneció tumbada a su lado, despierta, pensando en otro hombre.

Justo cuando acababa con los cristales, el coche de Ricky entró en el patio. Poco después, la dueña cruzaba la entrada trasera y sus perros se le adelantaban para ir a saludar a Nika con alegría. Ricky tenía mal aspecto, parecía hinchada y afligida. La muerte de Ludwig Hirtreiter debía de haberla afectado mucho. Qué extraño, después de todo lo que le había dicho el viejo. Pero Ricky tenía un corazón de oro.

—¿Quieres un café? —preguntó Nika.

Su amiga sacudió la cabeza, lúgubre, se encendió un cigarrillo y se sentó en una silla de la oficina. Nika se sirvió un café y le añadió algo de leche.

—Creo que Yannis tiene a otra —soltó Ricky de pronto, rompiendo el silencio.

Nika se sobresaltó.

—¿Cómo has llegado a esa conclusión? —Se llevó la taza a los labios y sopló dentro sin quitarle los ojos de encima a Ricky.

—La Policía le preguntó ayer dónde había estado la noche del viernes y la del martes, y él les explicó una locura de historia sobre que su padre había acabado en el psiquiátrico. No tiene ni pies ni cabeza. Pero en casa no estuvo. Ni el viernes ni el martes. —Apagó el cigarrillo en el cenicero a rebosar—. Yo no tenía ni idea de que su padre estuviera enfermo. Dice que el viernes ayudó a su madre en el bar. ¿Por qué no me lo dijo? ¿Desde cuándo tiene secretos conmigo? —Luchaba por contener las lágrimas—. No me creo esas historias. Seguro que estuvo con otra. Ay, Nika, no puedo soportar la idea de que él…, de que me pueda abandonar por otra. Con mi ex también empezó así. ¡No lo resistiría una segunda vez!

Nika se cuidó mucho de hacer ningún comentario y reprimió enérgicamente sus remordimientos. Solo había sido sexo, nada más. Yannis no dejaría a Ricky por ella.

—Ay, Nika —susurró Ricky con lágrimas en los ojos y llanto en la voz—. ¡Si no te tuviera a ti! Me hace mucho bien que estés aquí conmigo, poder confiar en ti.

—Claro —masculló Nika, que se sentía miserable.

—Me alegro de que esta mierda del parque eólico vaya a acabarse pronto. —Ricky se limpió con dos dedos el rímel que se le había corrido—. Así Yannis y yo tendremos más tiempo para nosotros otra vez.

Ni una palabra sobre los sucesos dramáticos de la asamblea vecinal, ni siquiera un comentario de por qué quería hablar la Policía judicial con Yannis. Aunque en realidad era bueno que estuviera tan obsesionada consigo misma. Desde que Nika estaba allí, Ricky no le había hecho ninguna pregunta sobre su vida, ya que sencillamente no le interesaba lo que le sucediera a nadie. Frauke, con su penetrante curiosidad, era muchísimo más peligrosa, pero de pronto parecía que tenía otras cosas de las que ocuparse.

Sonó la campanilla de la tienda. El viejo doctor Beckmann, que siempre quería que lo atendiera Ricky y nadie más, avanzó hacia la caja.

—No, no. —Ricky se levantó, se alisó el corpiño y se colocó su sonrisa—. Ya voy yo.

Miró a Nika y la abrazó un momento con fuerza.

—Gracias —le susurró—. Por todo.

Unos segundos después estaba en el establecimiento, sonriendo y bromeando, e incluso tarareó una canción hasta que el viejo doctor se fue de allí mareado de felicidad y bien cargado de productos. Al verla, nadie habría pensado que esa atractiva mujer tuviera tan poca seguridad en sí misma y se aferrara a un hombre que a todas luces le ocultaba secretos. En realidad le da lo mismo que Yannis la engañe, pensó Nika. Lo primordial era que no la abandonase.

Pia pasó con el coche por delante del pabellón municipal y vio que el aparcamiento y sus alrededores seguían cerrados. Luego torció por una calle, que tras unos doscientos metros se convertía en la pista que subía hasta la granja de Ludwig Hirtreiter. Acababa de hablar otra vez con el propietario del Krone y con dos miembros de la junta de la iniciativa ciudadana, y después no había podido evitar la tentación de hacer otra breve visita a la granja de Hirtreiter. Le había pedido a Kröger la llave de la entrada y, mientras conducía por la ligera cuesta en dirección al bosque, pensó en la noche anterior. Al llegar a casa, poco después de la una, se había encontrado a Christoph sentado en la cocina. Ya estaba preparada para aguantar una pelea y sus reproches, pero él la sorprendió abrazándola y no desperdició ni una palabra en hablar de su cita frustrada. Le dijo que se había preocupado por ella, y que la sola idea de saber que estaba en peligro le resultaba cada vez más insoportable. La primera mujer de Christoph había muerto de una apoplejía y lo había dejado solo con tres niñas pequeñas; por supuesto que tenía miedo de perderla a ella también de la noche a la mañana. No le gustaba su profesión y Pia lo sabía, aunque él nunca hablaba de ello. La noche anterior no llegaron a discutir, pero ella durmió mal y tuvo extraños sueños sobre cuervos parlantes, Christoph, Inka Hansen y su jefe.

La inspectora se detuvo en la entrada de la granja detrás de un Audi Q7 rojo burdeos. Para su sorpresa, la casa tenía varias ventanas abiertas de par en par. Se apeó, subió los escalones y contempló la puerta de entrada cerrada. El precinto oficial no estaba roto. Lo rasgó con la llave y abrió sin hacer ruido. En el salón, los hermanos Hirtreiter estaban ocupados realizando un registro domiciliario, pero de los ilegales.

Pia se detuvo en el vano de la puerta y observó a los dos hombres un rato.

—El viejo debió de esconderlo en alguna parte —gruñó el mayor de ambos, que utilizaba un formón para intentar abrir un secreter de madera de nogal—. ¡Con esto no hay manera!

Su hermano estaba sentado de espaldas a la puerta y hojeaba un archivador.

—Aquí tampoco está. ¡Joder! —Tiró el archivador al suelo sin ningún cuidado—. ¡Pero si guardaba toda clase de porquerías, incluso recibos de la gasolinera de 1986!

El luto auténtico, pensó Pia, era otra cosa. Carraspeó.

—¿Puedo saber qué es lo que buscan? —preguntó.

Los hermanos se volvieron de pronto y la miraron con una mezcla de espanto y culpabilidad. Gregor Hirtreiter dejó caer el formón. Él fue el primero en recuperar la voz, y no se tomó la molestia de mentir.

—El testamento de nuestro padre —contestó.

—La casa sigue oficialmente precintada. —Pia los miró a ambos—. No tienen ustedes permiso para estar aquí.

—Si le digo la verdad —repuso Gregor Hirtreiter—, eso me importa una mierda. Necesitamos un par de documentos con urgencia.

—¿Les está presionando WindPro?

Matthias bajó la mirada, su hermano solo se encogió de hombros.

—¿Para qué voy a mentirle? Sí, nos han puesto un plazo —reconoció—. Se trata de mucho dinero, y a mis hermanos y a mí no nos vendría nada mal.

—O sea que la muerte de su padre no ha llegado en mal momento —comentó Pia.

Gregor Hirtreiter enarcó las cejas.

—Nuestro padre —dijo— era un egoísta tozudo y obstinado para quien el bienestar de cualquier bestezuela era más importante que el de sus hijos y sus nietos. Ese prado le daba absolutamente igual, la única razón por la que no quería vendérselo a WindPro era para hacernos la puñeta. Él era así. Un capullo. Arrogante, sádico, canalla. No derramaré ni una lágrima por él, pero yo no lo he matado.

—Entonces, ¿quién ha sido?

—La mitad del pueblo tenía motivos para hacerlo —repuso el hijo—. Nuestro padre disfrutó destrozando matrimonios y existencias porque se sentía llamado a ejercer de autoridad moral.

—Qué interesante. ¿Tiene algún nombre que darme?

—Abra usted la guía telefónica y tendrá todos los que quiera. De la A a la Z —intervino Matthias con tono burlón.

—Entonces empezaremos por usted —propuso Pia—. ¿Dónde estuvo la noche en que mataron a su padre?

—Trabajé hasta tarde —respondió—. Después de eso fui a cenar algo al restaurante Le Journal.

—¿Hasta qué hora estuvo allí? ¿Quién puede corroborarlo?

—Estuve hasta que cerraron, que sería sobre la una o la una y media. Seguro que la jefa podrá confirmárselo, incluso me tomé un vino con ella cuando se marcharon los últimos clientes.

—Mmm. ¿Y usted? —Pia miró al hermano mayor.

—Esa noche estuvimos con mis suegros. Mi suegro celebraba sus 65 años por todo lo alto.

—¿Dónde? ¿Y hasta cuándo estuvo allí?

—En su casa. En Heftrich. Llegamos sobre las siete y no volvimos hasta pasada la medianoche.

Heftrich no estaba ni a diez minutos de Ehlhalten. En una fiesta de cumpleaños casi nadie se daría cuenta si un invitado se ausentaba media hora. Pia anotó los nombres y la dirección de los suegros de Gregor Hirtreiter.

—¿Dónde está su hermana? ¿Sabe lo que están haciendo aquí? —preguntó.

—Queríamos decírselo, pero no nos ha contestado al teléfono —explicó Matthias—. Y no tiene móvil.

—Bueno, y ¿cómo han conseguido entrar en la casa?

Los hermanos volvieron a cruzar una mirada.

—Hay una especie de entrada trasera —confesó el mayor con desgana.

Pia lo siguió hacia la oscuridad del pasillo. De pronto se detuvo.

—¿Qué ha pasado aquí?

Encendió la luz y Gregor Hirtreiter se volvió. La barandilla de madera de la escalera que llevaba al piso de arriba se había roto, por todas partes había plumas negras de un brillo metálico. La inspectora se acuclilló.

—Aquí hay sangre —constató, y señaló el marco de la puerta del dormitorio—. Y ahí también.

Sacó un par de guantes de látex del bolsillo de la cazadora, se los puso y tocó con el índice una de las gotas oscuras.

Sangre, sin lugar a dudas. No demasiado fresca, pero todavía no se había secado.

—¿No les ha llamado la atención esto al pasar por aquí?

—No —contestó Gregor Hirtreiter.

Su hermano apareció en el pasillo detrás de Pia.

—¿Qué hay ahí arriba? —quiso saber la inspectora.

—Una habitación de invitados. Nuestras viejas habitaciones de niños. Y el trastero.

—Esperen aquí —les dijo Pia—. Voy a echar un vistazo.

Subió la escalera con cuidado y de pronto se sintió catapultada a la década de 1970: dos de los tres dormitorios infantiles y la habitación de invitados tenían el techo abuhardillado, estaban revestidos con madera de pino y completamente amueblados, en las paredes todavía colgaban pósteres amarilleados de grupos de pop cuyos componentes debían de vivir en un asilo a esas alturas, si es que sus excesos con las drogas no los habían matado antes. Los muebles tenían décadas de polvo encima. También el minúsculo cuarto de baño había conservado un delicado estilo setentero: baldosas beis con florecitas, inodoro, bañera y lavabo de porcelana marrón. Solo una habitación se había renovado. En lugar de moqueta y madera, tenía suelo laminado y grueso papel blanco en las paredes. Pia siguió avanzando. Una cuña de madera sostenía abierta la puerta del trastero, al final del pasillo. El tragaluz estaba abierto y unas plumas negras se movían con el viento sobre el suelo de tablas, que bajo la ventana estaba cubierto de excrementos de pájaro. Esa debía de ser la ruta que permitía entrar y salir al cuervo domesticado de Ludwig Hirtreiter. La idea de que un ave de ese tamaño recorriera la casa aleteando libremente era insólita, pero ofrecía una explicación para los rastros del pie de la escalera. El cuervo había estado en la casa. Debía de haberse producido una pelea, y Pia sospechaba a quién había atacado el ave. Al bajar sacó su móvil y apretó el número de marcación rápida de Kröger, que contestó enseguida.

—Christian, te necesito —dijo la inspectora—. Ahora mismo.

—Caray, hace años que sueño con que me digas eso —repuso su colega, de sorprendente buen humor—. Aunque me temo que solo te refieres al trabajo…

—Has acertado —contestó Pia con frialdad—. Estoy en la granja de Ludwig Hirtreiter, en Ehlhalten. Esto está lleno de sangre. Te espero aquí. Ah, sí, y envía una patrulla a buscar a Frauke Hirtreiter, por favor.

Con cuidado de no destrozar ninguna prueba, bajó hasta el pie de la escalera, donde Gregor Hirtreiter la esperaba obedientemente, y los siguió a él y a su hermano por una puerta de cristal translúcido que conducía a una sala pequeña y oscura, alicatada hasta el techo.

—Hemos entrado por aquí. —Gregor señaló una puerta oxidada con un gesto de la cabeza—. No estaba cerrada.

—¿Cuándo ha sido eso?

Pia examinó la puerta y el suelo de la pequeña estancia. Vio gotas de sangre en las baldosas amarillentas.

—No lo sé muy bien. Hará unas dos horas, más o menos.

—¿Cuándo hablaron con su hermana por última vez?

—Ni idea. Ayer, en algún momento.

—¿Es posible que ella haya estado aquí desde entonces?

—Puede ser. —Gregor Hirtreiter asintió, seco—. La veo capaz.

Salieron por la puerta a un jardín lleno de maleza. Pia miró a su alrededor. Un bidón para el agua de lluvia lleno hasta el borde; a su lado, un emparrado para rosales, oxidado y apoyado en la pared. Los arbustos de lilas en flor cargaban el aire con su intenso aroma. Entre la hierba había un sendero trillado que llevaba hacia el patio delantero.

—Bueno —dijo con firmeza—, quiero pedirles a los dos que me acompañen a comisaría.

—¿Ahora? Será una broma, ¿no? —replicó Gregor Hirtreiter.

—Pocas veces bromeo cuando se trata de un tema tan serio —contestó Pia con sequedad—. Quedan algunas preguntas con relación al asesinato de su padre para las que todavía no he recibido respuestas satisfactorias.

—Pero es que yo tengo una cita… —protestó Matthias Hirtreiter.

—Pues no debería malgastar su tiempo revolviendo domicilios que han sido precintados oficialmente —lo interrumpió la inspectora—. Vamos.

Con el refuerzo de compañeros de otras secciones, Cem Altunay y Kathrin Fachinger habían pasado toda la mañana interrogando a los miembros de la junta de la iniciativa ciudadana. Todos ellos les habían confirmado lo que el propietario del Krone le había contado a Pia. Que Yannis Theodorakis y Ludwig Hirtreiter habían tenido una buena bronca la noche del martes. Ya el lunes, Yannis se había buscado problemas con Hirtreiter al adelantar por su cuenta y riesgo la cita con la televisión, pasando por alto al viejo. La fuerte discusión del martes se había producido porque Theodorakis les había comunicado a los demás miembros de la junta a cuánto ascendía la oferta de compra que WindPro había hecho por el prado de Hirtreiter. Algo que este les había ocultado hasta entonces a sus amigos.

—Ellos habían supuesto que serían cincuenta o sesenta mil euros, pero no tres millones —dijo Cem—. Así que nadie estuvo dispuesto a creerlo cuando afirmó que no pensaba vender. Perdieron la confianza en él y decidieron que sería Theodorakis quien subiría al estrado.

El estilo despótico del liderazgo de Ludwig Hirtreiter, de todas formas, no le gustaba a nadie. Nunca había aceptado que se oyeran otras voces y a menudo era ofensivo con los compañeros de la iniciativa, sobre todo con las mujeres.

Ludwig Hirtreiter era sin duda el ciudadano menos querido de todo Ehlhalten. Pertenecía a la junta de varias asociaciones y no dejaba oportunidad a que participaran los jóvenes. Hacía tan solo unas semanas, en el club deportivo organizaron un complot contra él; como no había prosperado, veintitrés miembros se habían dado de baja esa misma tarde.

—Algunas personas lo odiaban de verdad —concluyó Kathrin.

—No se mata a nadie solo porque ya no quieres tenerlo en la junta de tu asociación —arguyó Oliver.

—Hirtreiter trataba a la gente con mucha brusquedad —intervino Cem—. Destrozó matrimonios destapando en público relaciones con amantes, desacreditó al cura afirmando que iba detrás de los monaguillos. Yo creo que se había pasado con muchísima gente.

En la reunión se hizo un silencio reflexivo.

—Los Hirtreiter recibirán tres millones de euros si venden el prado a WindPro —agregó Pia—. Tal vez contrataron a alguien para que les hiciera el trabajo sucio y les quitara de en medio al viejo.

—¿Un asesino profesional?

—No me parece tan descabellado. Por dinero se consigue cualquier cosa. Incluso a un asesino profesional.

—¿Te refieres al hombre que estaba esperando a Ludwig en el aparcamiento? —Oliver arrugó la frente, pensativo.

—Sí, podría ser. —Pia asintió—. La historia del coche que Frauke Hirtreiter dijo haber visto frente a la granja podría ser inventada, pero tu padre no se imaginó al hombre del aparcamiento.

—Por desgracia no lo vio nadie más —dijo Cem—. Hemos preguntado a todo el mundo.

Oliver miró hacia la pizarra, en la que colgaban las fotografías de Rolf Grossmann, Ludwig Hirtreiter y los lugares donde se habían encontrado los cadáveres. En lo alto de la lista de sospechosos estaba Yannis Theodorakis, a quien sus antiguos jefes y los miembros de la iniciativa ciudadana habían descrito como colérico e impulsivo. ¿Fue él quien, después de que Ludwig arremetiera contra su novia y contra él, lo siguió y lo asesinó dos horas después? Aquello no terminaba de encajar. Los personajes coléricos mataban llevados por un arrebato, no se escondían un par de horas a acechar a sus víctimas. Además, Theodorakis no tenía un móvil plausible. La muerte de Ludwig Hirtreiter no lo beneficiaba, porque, al fin y al cabo, ya había conseguido desarmarlo dentro del grupo de la iniciativa.

No, Pia tenía razón. O bien lo había hecho alguien llevado por el odio o un profesional. Tenían que encontrar al hombre que lo había esperado en el aparcamiento del Krone.

—Vosotros acercaos otra vez a Ehlhalten —decidió el inspector jefe tras pensarlo un momento—. Hablad con toda la gente que vive cerca del bar Krone, con los vecinos de las calles adyacentes, sobre todo con los dueños de perros, que tal vez salieron por la noche a pasear a sus mascotas. Alguien debe de haber visto a ese hombre.

Pia consultó su reloj. Los Hirtreiter llevaban ya unas tres horas cociéndose ahí abajo, en las salas de interrogatorios. Les habían aplicado las medidas de identificación policial y les habían tomado muestras de saliva, lo cual los tenía bastante intimidados. Antes de hablar con ellos, sin embargo, la inspectora quería esperar al resultado de la investigación de Kröger en la casa de Ludwig Hirtreiter. Entretanto, había comprobado que Frauke Hirtreiter no había aparecido ni en su apartamento ni en la tienda ni en el refugio de animales. Tampoco había rastro de su coche y, como no tenía teléfono móvil, no se la podía localizar. Pia sospechaba que se había colado en la casa precintada de la misma forma que sus hermanos y que allí tuvo un desagradable encuentro con el cuervo. Pensó en el comentario burlón de Cem: que el pájaro quedaba descartado como testigo, a menos que identificara al asesino en una rueda de reconocimiento. ¿Y si había hecho exactamente eso? Se le puso la piel de la espalda de gallina.

—¿Pia?

La voz de Oliver la sobresaltó y ahuyentó esa idea absurda.

—¿Qué tienes pensado hacer con los dos Hirtreiter? —quiso saber su jefe.

—Presionarlos —contestó Pia—. Porque los creo capaces de haberle hecho algo a su hermana para quedarse ellos dos con la herencia.

—¿Has comprobado sus coartadas?

—Claro que sí. A primera vista todo encaja, pero las horas que me han dado no son correctas. Matthias Hirtreiter salió de su despacho a las seis y veinte y después ya no apareció por allí, según me ha dicho su contable, que a las diez y media de la noche seguía en el trabajo junto con el asesor fiscal. Esperaban a Matthias, pero no se presentó. En Le Journal estuvo hasta la una y media, sí, pero no llegó hasta las doce menos cuarto. Quedan cinco horas y media enteras para las que no tiene coartada.

—¿Y el hermano número dos?

—He hecho algunas llamadas telefónicas, entre otros al jefe Bradl, de la Municipal de Königstein. Estuvo en la fiesta del suegro de Gregor Hirtreiter y por casualidad llegó en el momento en que Gregor se montaba en su coche y se iba de allí. A comprar tabaco, por lo visto. Pero resulta que no fuma.

—¿Cómo se te ha ocurrido llamar a un compañero de Königstein? —Ostermann sacudió la cabeza con incredulidad.

La inspectora sonrió y se dio unos golpecitos en la frente con un dedo.

—Muy sencillo —respondió—, cuando Gregor Hirtreiter me dijo que su suegro se llamaba Erwin Schmittmann y que había organizado la fiesta en la nave de su empresa, algo me hizo clic aquí dentro. Es el dueño del comercio agrario donde compro la comida para los caballos, serrín y esas cosas. Allí me he encontrado ya un par de veces al jefe Bradl, y en esas ocasiones siempre se charla un poco. Un día me explicó que era vecino de Schmittmann y que hacía años que le ayudaba con el heno y a veces también en la tienda, en sus ratos libres. Por eso pensé que habría invitado a su amigo a la fiesta de cumpleaños, y acerté.

—Increíble —se asombró Cem.

Los demás también estaban impresionados.

—Una estrellita para la señora Kirchhoff —dijo Ostermann sonriendo—. Sensacional, Pia. ¿No sabría también por casualidad cuándo regresó Gregor Hirtreiter?

—Pues sí. —Pia se inclinó hacia atrás y sonrió la mar de satisfecha—. Exactamente diez minutos antes de medianoche. Y sin tabaco, pero con otra ropa.

—Móvil, medios, oportunidad… ¡Lo tiene todo! —Ostermann estaba entusiasmado—. Con eso debería bastar para conseguir una orden de registro. ¿Tú qué dices, jefe?

Oliver no decía nada. Estaba tecleando con cara de concentración en su nuevo iPhone, que lo tenía enamorado. Solo levantó la mirada al darse cuenta de que todos se habían callado.

—¿Qué sacaríamos con eso? —preguntó, demostrándoles que había seguido la conversación—. Si fueron los hermanos, seguro que no se llevaron el arma del crimen a casa. Id a hablar con los Hirtreiter. Si no tienen una explicación sin fisuras sobre dónde estuvieron esa noche en realidad, pediremos órdenes de detención.

—¿No quieres estar presente? —se extrañó Pia.

—Yo iré a Königstein y preguntaré por Frauke Hirtreiter en la tienda de animales —dijo el inspector jefe, que se esforzó por no ver el breve gesto de las cejas de Pia—. Pide una orden de búsqueda para ella y para su coche. Llámame si sabéis algo. Si no, nos vemos mañana temprano.

Faltaban pocos minutos para las cinco cuando Oliver entró en El Paraíso Animal. Se había pasado un cuarto de hora entero sentado en el coche, luchando consigo mismo.

¿Se daría cuenta Nika de que las preguntas sobre Frauke Hirtreiter solo eran un pretexto? Aun así, no le importaba. Quería verla como fuera, aunque le daba un poco de miedo el encuentro. ¿Qué pensaría de él después de haberlo visto hecho un guiñapo lamentable? Para Oliver era muy importante dominar siempre la situación, pero el día anterior no fue así ni mucho menos. Nika estaba ligada indisolublemente a sus recuerdos de esa espantosa vivencia, así que tenía que hablar otra vez con ella para poner en orden sus confusos sentimientos. Quizá su subconsciente le estaba haciendo sentir cosas que no eran, por gratitud o por el motivo que fuera.

Al llegar a la puerta de cristal de la tienda, respiró hondo y entró. Las campanillas repiquetearon y unos segundos después Nika apareció tras el mostrador. Una sonrisa de alegría asomó a su rostro, y el inspector jefe supo que no se había inventado nada. Entre ellos había algo, algo que también sentía ella.

—Hola —dijo, cohibido.

La cara sin maquillar de Nika era más austera que bonita, con la nariz quizá demasiado grande y una boca un poco más ancha de lo necesario, pero tenía algo especial. Oliver se sintió aliviado, porque en secreto había temido que a la luz del día ya no lo atrajera. Al contrario. Incluso le gustaba su ropa, tan poco convencional: un vestido de tela vaquera desteñida, una sudadera dada de sí y zapatillas de deporte sin calcetines. La vanidad no parecía ser una de sus características más destacables.

—Hola —contestó ella con contención—. ¿Cómo se encuentra?

—Bien, gracias.

Desesperado, Oliver buscó las palabras que se había preparado por el camino, pero de repente todo le sonaba lamentable. «Me salvó la vida. Jamás olvidaré lo que hizo. Tengo una gran deuda con usted». Todo bobadas.

—Me alegro. —Nika se puso seria, contagiándose de la inhibición de él—. ¿En qué puedo ayudarle?

Bodenstein recuperó la compostura.

—Estamos buscando a Frauke Hirtreiter —respondió—. ¿Ha sabido algo de ella, tal vez?

—No, por desgracia no. —Nika sacudió la cabeza con pesar—. No he visto su coche, y tampoco ha llamado.

—¿Le dijo algo ayer? ¿Cuándo la vio por última vez?

—Ayer a mediodía. Su padre, el señor von Bodenstein, llamó y le dijo que Ludwig había muerto —contestó ella—. Frauke enseguida salió de la tienda y se fue con el coche. Ya no he vuelto a verla. Tal vez Ricky sepa algo más. —Al ver la mirada interrogante de él, añadió—: Friederike Franzen. La dueña de El Paraíso Animal.

Nika no hizo ninguna pregunta, no quiso saber por qué buscaba la Policía a Frauke. ¿Era señal de discreción o de indiferencia? ¿Sabía quizá algo sobre el paradero de Frauke? ¡Al infierno con esa constante desconfianza!

—Ah, sí, la novia de Yannis Theodorakis. —Oliver asintió—. Mi compañera, por cierto, creía que era usted su señora de la limpieza.

Nika sonrió y en torno a sus ojos aparecieron pequeñas arrugas risueñas.

—Ni yo misma sé por qué dije eso —reconoció—. Me asusté un poco al ver de pronto a la Policía judicial en la puerta. Es que no estoy acostumbrada.

—¿Y quién lo está? —repuso el inspector jefe, que sonrió también.

—Hace unos meses que vivo realquilada en casa de Ricky y Yannis —explicó Nika con franqueza—. Ricky es la amiga más antigua que tengo, fuimos juntas al colegio. El invierno pasado yo no estaba muy bien, tuve… una especie de colapso emocional. Entonces me propuso que me viniera a vivir aquí, a trabajar una temporada con ellos.

—Y a través de ellos entró usted también en contacto con mis padres.

Había sido más una afirmación que una pregunta, pero Nika contestó:

—Exacto. Para Ricky y Yannis apenas existe otra cosa que la iniciativa ciudadana, Yannis habla de ello casi cada segundo. —Puso los ojos en blanco y suspiró—. Así que no puedo mantenerme al margen sin ser descortés.

De repente era muy sencillo hablar con ella. Nika era tan normal… y no parecía sentir ningún reparo ante un agente de la Policía. Oliver se atrevió a dar un paso más.

—¿Quiere que vayamos a tomar un café?

Ella lo miró con sorpresa. Él, fascinado, vio cómo una sonrisa muy parecida a la de Inka se extendía por su rostro. Empezaba por los ojos, se asentaba en dos hoyuelos encantadores y luego se deslizaba hacia las comisuras de sus labios.

—¿Por qué no? Aquí de todas formas no hay mucho movimiento, así que puedo cerrar antes.

Poco después estaban sentados en unos taburetes altos de la cafetería Tchibo, en la zona peatonal. Tras pedir dos cafés latte, le llegó a Oliver el turno de contarle algo a Nika sobre su persona. ¿Cómo acabó hablándole de su ruptura matrimonial a una desconocida? Por lo general, no permitía que la gente se acercara a él muy deprisa, no solía desplegar su vida privada ante cualquiera. Sin embargo, la atención de Nika le sentaba bien. De vez en cuando le hacía una pregunta, pero no lo abrumaba con consejos o ejemplos de su vida, sino que lo escuchaba. ¿Qué era lo que le impresionaba de ella? ¿Sus ojos, que eran de un color y una intensidad muy peculiares, como él había visto pocos? ¿La forma en que ladeaba la cabeza al escucharlo? ¿Su sonrisa, tímida, casi un poco fascinada? Ni una sola vez apartó la mirada de él; Oliver jamás había experimentado algo así. De todas formas, Nika no era del tipo de mujeres en las que él se había fijado a lo largo de su vida. En realidad era justo lo contrario: delicada, cohibida, como una niña. Carecía por completo de la firme seguridad que le había gustado en Cosima, Nicola, Inka o Heidi.

Se olvidó de Frauke Hirtreiter, de Pia y de su trabajo, y no regresó a la realidad hasta que el personal del establecimiento los invitó a salir con amabilidad pero sin demora.

—No me había dado cuenta de lo tarde que es ya —dijo Nika, y sonrió, avergonzada. Estaban en la zona peatonal y el momento de la despedida se acercaba sin piedad—. Seguro…, seguro que tendrá usted cosas que hacer, aparte de tomarse un café conmigo.

Tenía cosas que hacer, sin duda, pero nada que le pareciera más importante. El trabajo, que para él siempre había tenido prioridad absoluta, habría de esperar. Seguro que el móvil había vibrado unas diez veces en las últimas dos horas, pero no le había hecho ningún caso y había conseguido acallar su mala conciencia.

—Por suerte tengo compañeros —repuso sin pensar demasiado—. Si quiere, puedo acompañarla a casa.

—Eso sería estupendo. —Nika sonrió un instante—, pero… en realidad tengo que pasar antes por el supermercado. Tengo la nevera vacía.

—Buena idea. Yo también tendría que comprar algo. —El inspector jefe sonrió—. Bueno, pues ¿a qué esperamos?

La recopilación de rastros en la granja de Ludwig Hirtreiter fue más costosa de lo que cabía imaginar. Christian Kröger había llamado a Pia mientras ella estaba en mitad del interrogatorio de Gregor Hirtreiter y le había rogado que fuera para allá. Como la situación probatoria contra los hermanos Hirtreiter era más inconsistente que una hoja de papel biblia, la inspectora no habría podido retener mucho tiempo más a ninguno de los dos.

Oliver no contestaba al teléfono, Kathrin tenía cita con el dentista y Cem había salido volando a la fiesta de cumpleaños de su mujer. Molesta, Pia volvió a pensar que, una vez más, nadie le preguntaba a ella por su vida privada.

Henning y Miriam no habían vuelto a dar señales de vida, lo cual quizá fuera bueno, pero aun así su comportamiento era inadmisible. Cuando tenían problemas, la interrumpían con toda naturalidad a cualquier hora del día o de la noche para inflarle la cabeza con sus lamentaciones; cuando todo iba bien, silencio sepulcral.

Y, por si fuera poco, Oliver también estaba muy raro. Desde que lo conocía, hacía ya cuatro años, era cortés, reservado y centrado; pero de pronto era cortés, reservado y tenía la cabeza en otra parte. La aventura de Cosima y su ruptura matrimonial lo habían cambiado por completo. Cada vez era más frecuente que le cediera a Pia la responsabilidad de toda la sección, y se permitía errores que antes jamás habría cometido. La inspectora tenía muy claro que no había ido a la tienda de animales de Königstein por Frauke Hirtreiter, sino única y exclusivamente por esa muñequita rubia que se había presentado ante Cem y ella como la señora de la limpieza. Entre Oliver y esa mujer había algo. Pia los recordaba sentados uno junto al otro, mirándose. Cuando propuso averiguar algo más sobre Yannis Theodorakis y su novia a través de ella, su jefe había vacilado. Lo cierto era que no podía comprender qué le veía a ese ratoncillo gris, pero tal vez, después de Cosima, necesitaba a alguien como ella para recuperar su autoestima.

Suspiró y apretó el botón de rellamada. Otra vez el buzón de voz. Para variar, llamó a Christoph con el mismo resultado. También él estaba «temporalmente fuera de cobertura». A la mierda con los hombres. Esperaba que por lo menos Kröger hubiera encontrado algo muy importante, porque, si no, se iba a poner hecha una furia. Tenía cosas mejores que hacer, la verdad, que andar de aquí para allá con el coche a las siete y media de la tarde ocupándose de asuntos oficiales.

Un cuarto de hora después había llegado a la casa de Ludwig Hirtreiter y de nuevo se había sentido sobrecogida por la belleza de la granja y su idílica ubicación. Después de todo un día nublado, el cielo se había abierto de pronto y se desplegaba ante sus ojos con una impresionante paleta que iba del rosa pálido al rojo púrpura. La puesta de sol se derramaba sobre las construcciones con un resplandor dorado, las golondrinas volaban como flechas a la caza de insectos por el aire suave y saturado de humedad. ¿Cómo sería vivir allí? El silencio resultaba increíble, sobre todo para Pia, que llevaba años afincada junto a una de las autopistas más transitadas de Alemania.

Entró en el patio y miró a su alrededor con extrañeza. No se veía a nadie y no había ningún coche. ¿Dónde estaban sus compañeros? Mosqueada, sacó el móvil del bolsillo y llamó a Kröger. ¡Pensaba decirle cuatro cosas! ¿Cómo se le ocurría hacerla ir hasta allí si él pensaba marcharse ya a casa? Oyó el timbre de un teléfono a lo lejos y, un instante después, el jefe de rastros apareció por la esquina de la casa.

—Hola —dijo.

—¿Dónde están todos? —repuso Pia.

—He enviado a mis chicos al laboratorio para que analicen enseguida las muestras de sangre. —Christian Kröger se encogió de hombros—. He pensado que ya me acompañarías tú a Hofheim.

—Ah. Sí, claro. Yo te llevo. —La inspectora se tragó el cabreo al ser consciente de que sus compañeros llevaban encima un día de trabajo tan largo como el suyo—. ¿Qué habéis descubierto?

—Bastantes cosas. Ven.

Siguió a Kröger por el sendero trillado que llevaba hasta la casa. El sol había desaparecido tras las montañas, de repente hacía frío y los murciélagos se deslizaban raudos por el azul violáceo del crepúsculo. Entraron por la puerta y subieron la escalera.

—Alguien ha estado en esta habitación —comentó Kröger cuando llegaron al pequeño cuarto revestido de madera—. Allí, en el armario empotrado, se ven huellas dactilares recientes en el polvo.

Abrió la puerta del armario.

—La ropa del estante superior ha sido retirada y recolocada luego de cualquier manera. Quien fuera, estaba buscando algo aquí dentro.

Pia asintió. Frauke Hirtreiter debía de haber llegado antes que sus hermanos. Había tenido el mismo descaro que ellos para pasar por alto el sello policial y había entrado en la casa por la puerta de atrás. Sin embargo, no había registrado todos los armarios sin un plan, sino que por lo visto sabía dónde tenía que buscar. Pero ¿qué buscaba?

Según hacían presumir los rastros, cayó por la escalera y se llevó por delante la barandilla carcomida, golpeándose la cabeza contra el marco de una puerta.

—Después —continuaba Kröger—, esa persona, que con toda probabilidad se trata de una mujer, a juzgar por los cabellos largos y oscuros que había en la sangre del marco, ha entrado en el dormitorio. Eso puede concluirse gracias a las gotas de sangre del suelo y de la cama. De allí se ha llevado una talla de la Virgen María.

—¿Y eso cómo lo sabes? —preguntó Pia, perpleja.

—Espera. —Kröger sonrió haciéndose el misterioso—. Luego debe de haberse producido una fuerte pelea. Hemos encontrado plumas de ave hasta en la lámpara del techo. También plumas pequeñas, como de plumón, no solo de las grandes. Creo que aquí se ha armado una buena. —Señaló arriba, al techo del pasillo—. Eso son salpicaduras de sangre, y también en la pared, por todas partes. Sospecho que es sangre de animal, pero todavía tenemos que comprobarlo en el laboratorio con una prueba de antiglobulina humana.

Pia empezaba a impacientarse, pero no quería interrumpir a Kröger. Era un maestro de la reconstrucción de los hechos y, como muchos de sus colegas de profesión, necesitaba recibir reconocimiento por su meticuloso trabajo, que según su opinión estaba muy infravalorado. Cuando resolvían un caso complicado, el mérito público se lo llevaba la K 11 y los técnicos de criminalística se iban con las manos vacías.

—La prueba principal de que la pelea con el ave no se ha producido hasta después de la caída, sin embargo, es esta de aquí…

Kröger salió de la casa por el mismo camino que habían tomado para entrar, se detuvo junto a la puerta y señaló el bidón para el agua de lluvia. Pia lanzó una mirada dentro.

—¿Y dónde está tu prueba principal? —preguntó, confusa—. Yo no veo nada.

—De camino al laboratorio, por supuesto —contestó él—. En este bidón había un cuervo muerto y una talla de madera de la Virgen María que pesa unos dos kilos. La autora de los hechos ha estampado primero el cuerpo del ave contra la pared de la casa, luego le ha aplastado la cabeza con la talla de madera y por último la ha ahogado en el bidón.

—Es espeluznante. —Pia torció el gesto y se estremeció.

—No le ha bastado con matar al pájaro —dijo Kröger con tono profesional—, ha querido aniquilarlo.

La inspectora apartó la mirada del bidón y miró al jefe de rastros. Su cara no era ya más que un borrón de claridad en la penumbra. Al comprender lo que insinuaba con esas palabras, de pronto sintió mucho frío.

—¿Como el asesino de Hirtreiter, quieres decir? —preguntó.

Kröger asintió.

—Exacto. Tampoco a él le bastó con disparar al hombre. Después le propinó patadas, o le golpeó con la culata del arma, e incluso mató a su perro. Un exceso de violencia similar al que ha recibido el cuervo.

Pia empezaba a dudar de la teoría del asesino profesional. Un asesino a sueldo no se habría dejado llevar y no habría maltratado a su víctima con golpes y patadas. Habría terminado su trabajo y habría desaparecido, cuanto más rápido, mejor. Sin embargo, ¿era capaz una mujer de semejante brutalidad?

Metió las manos en los bolsillos de sus vaqueros y levantó los hombros. Frauke Hirtreiter y su madre habían aguantado durante años a un padre y un esposo déspota, según explicaba el jefe Bradl. Cuando las mujeres asesinaban, lo hacían casi siempre para poner fin a una situación insoportable. Los hombres, por el contrario, mataban más por ira, celos o incluso por miedo a ser abandonados.

—Christian, eres un as —dijo Pia, despacio—. La verdad es que podrías tener razón. Y, en ese caso, hemos cometido un error garrafal.

—¿Y eso?

Pia no contestó. Pensó en el comentario de Bradl: que Frauke siempre había sido muy buena disparando y cazando, para contentar a su padre. Deseaba recibir su reconocimiento, pero Ludwig Hirtreiter muy probablemente la había despreciado. Ella había estado en la casa del padre la noche del asesinato. Sabía manejarse con las armas. Y odiaba a su padre. ¿Podía ser esa la pista caliente que habían estado buscando sin resultado hasta entonces? La inspectora desoyó los rugidos de su estómago.

—¿Sabes reventar cerraduras? —le preguntó a su compañero.

—Casi todas —contestó Kröger—. ¿Por qué?

—Porque vamos a echar un vistazo en el apartamento de Frauke Hirtreiter. Y si eres bueno y te apuntas, luego te invito a cenar algo.

—Hasta ahí podíamos llegar… —se indignó Kröger.

—¿Eso significa que no vienes?

—Claro que voy, pero no pienso dejar que me invite una colega —dijo, y sonrió—. La cena la pago yo.

Dejó de llover, el sol se puso tras la cordillera del Taunus y se hizo de noche. Mark había pasado toda la tarde en el refugio de animales, después estuvo dando vueltas por ahí con la moto y se pulió un depósito entero de gasolina. Ricky no había dado señales de vida aunque él le mandó tres mensajes al móvil. Tenía que hablar con ella cuanto antes. Por la tarde, para decepción suya, en la tienda solo encontró a Nika, que le dijo que Ricky no se encontraba bien. Mark empezaba a preocuparse de verdad.

Dejó la moto en la valla del pasto de los caballos y decidió esperar un rato en el establo. Ricky iba todas las noches a comprobar cómo estaban sus animales. Desde los jardines del otro lado de la pista asfaltada llegaban los aromas de algo asado a la parrilla. Mark no hacía más que comprobar su móvil, pero seguía mudo. Se estaba volviendo loco por no haber podido ver a Ricky ni hablar con ella en todo el día. Le pidió mentalmente que lo llamara. Susurró su nombre, lo dibujó en la tierra mojada que había junto al establo. Nada. Con sus facultades telepáticas no llegaría muy lejos. ¿Qué era lo que hacía antes, cuando aún no conocía a Ricky y a Yannis? ¡Qué vacía había estado su vida sin ellos!

¡Por fin sonó el móvil! Le dio un vuelco el corazón y los dedos le temblaron, pero entonces vio, decepcionado, que era su madre. Contestó para que no siguiera molestándolo. Sus preguntas y sus reproches le resbalaban. Era increíble la cantidad de tonterías que podía decir esa mujer en tan poco tiempo.

—Enseguida voy a casa —masculló al final—. Adiós.

Eran las nueve y media. Mierda. Ya no aguantaba más. La casa de Ricky estaba a solo dos minutos. Si por lo menos pudiera verla un momento y asegurarse de que estaba bien… Tal vez Yannis no estuviera en casa, o eso esperaba él, y así podría consolarla otra vez. Avanzó por la pista, saltó la verja baja del jardín y atravesó los arbustos de rododendros. El corazón le latía a mil por hora. La barbacoa humeaba, la mesa de la terraza estaba puesta aunque intacta. Mark se acercó algo más a hurtadillas. De pronto Yannis salió de la casa con una bandeja en las manos.

—¡Para ya de una vez con eso! —lo oyó exclamar.

Sonaba claramente cabreado. Mark sintió un asomo de decepción. Yannis estaba allí y Ricky estaba en casa. En realidad, él ya podía irse también a la suya.

—¡No pienso parar! —Ricky apareció en el vano de la puerta—. Te pasas toda la noche fuera, y luego me entero por casualidad de que tu padre está en el hospital. ¿Cómo es que guardas algo así en secreto?

Yannis se limitó a poner cara de exasperación y dejó dos filetes en la parrilla.

—¡Ayer estabas en la tienda con Nika y te marchaste en cuanto llegué! ¿Por qué? ¿A qué vino eso? —Su voz sonaba llorosa.

—¡Por Dios! —Yannis se volvió hacia ella—. ¡No te debo ninguna explicación! Mis padres nunca te han interesado. Ahora no conviertas esto en un drama.

—¡Pero es que es un drama! ¿Sabes lo absolutamente ridícula que me sentí delante de esa poli?

—Si hubieses cerrado el pico no te habrías puesto en ridículo tú sola, imbécil —repuso Yannis con frialdad.

La carne se asaba y desprendía un aroma apetecible, pero Mark ya no podía pensar en comer. Escuchaba la pelea con creciente espanto. Jamás había oído a Yannis y a Ricky hablarse de esa forma.

—¿Estás loco? ¿Cómo puedes decirme eso? —Ricky puso los brazos en jarras—. ¿Qué he hecho para que me trates así? ¿Es que no sabes todo lo que hago por ti? ¡A mí ese parque eólico de mierda me trae sin cuidado! Pero participo en todo ese teatro por ti. Y tú, para agradecérmelo, ¡me mientes!

Mark tragó saliva. Llevaba todo el día preocupado por Ricky, pero estaba bien. Seguramente no había tenido ganas de llamarlo y punto, porque era un crío tonto y pesado. No daba la impresión de que estuviera ni un poco triste, ni siquiera enferma.

—¡A mí también me la suda lo que pase con el parque eólico de las narices! —gritó Yannis, que toqueteaba la carne con un trinchante—. ¡Lo que me importa es el cabrón de Stefan Theissen! ¡Lo sabes muy bien! Pero ¿qué? ¿Ahora tengo que ir todo el día besándote los pies solo porque has reunido unas cuantas firmas? ¡Que, encima, han volado!

A Mark se le abrió la boca. Pero ¿qué estaban diciendo? Hacía meses que no le hablaban más que del parque eólico, de la mentira del clima, de la iniciativa ciudadana, ¿y de pronto les importaba una mierda?

—No tienes por qué besarme los pies. Solo quiero…

—¡Calla de una vez, joder! —gritó Yannis con tanta violencia que Mark se sobresaltó—. ¡Tanto reproche y estas discusiones constantes me tienen asqueado! ¡Tú me das asco! ¡Todo esto me da asco!

Los dos perros se metieron en la casa con la cola entre las piernas.

Mark se puso a temblar y sintió un pinchazo intenso detrás de los ojos. Todo su mundo, que giraba alrededor de Ricky y de Yannis, se estaba desmoronando. Él los había admirado e idolatrado y, de repente, la imagen inmaculada que se había formado de ellos se hacía pedazos con gran estruendo. ¿Qué haría él si se separaban?

—Parad. Parad, por favor —susurró, desesperado.

Ricky cayó de rodillas, ocultó el rostro en sus manos y empezó a sollozar, pero Yannis no le hizo caso. Impasible, se puso a dar la vuelta a los filetes en la parrilla.

Mark no soportaba seguir viendo a Ricky tan triste. Lo que le hubiera gustado habría sido acercarse a ella, abrazarla y consolarla. ¿Cómo podía Yannis mostrarse tan insensible y tan cruel? Al chico le resultaba desagradable ser testigo de esa pelea, pero tenía la sensación de que, si se iba, dejaría a Ricky en la estacada. Ella se levantó, se acercó a Yannis, lo abrazó desde atrás y le suplicó que no siguiera enfadado con ella. ¡Era horrible verla humillándose tanto, sometiéndose así!

—Déjame —dijo Yannis con disgusto, y se volvió hacia ella—. Ahora no me apetece… ¡Joder! Pero ¿qué haces?

Mark contempló sin dar crédito cómo Ricky se arrodillaba delante de Yannis. El corazón empezó a martillearle en el pecho, sintió frío y luego calor. En ese momento sí tendría que haber desaparecido, pero ya no era capaz. Un poder misterioso lo frenaba, lo obligaba a quedarse detrás del gran cedro y mirar hacia la terraza como un voyeur. Casi se olvidó de respirar y sus dedos se hundieron en la corteza gruesa y pegajosa de la conífera. Yannis dejó el trinchante y, sin decir nada, empujó a Ricky hacia la tumbona. Repugnado y fascinado a partes iguales, Mark los vio aparearse como animales, sudando, sin palabras, sin caricias, mientras la carne se quemaba en la parrilla. Una imagen brutal que le arrebató cualquier ilusión de amor y romanticismo. Se odió a sí mismo por estar contemplando aquello y, además, sentir que se excitaba. Odió a Yannis por comportarse de una forma primitiva y asquerosa, y odió a Ricky por haberle mentido y haberle ocultado su verdadera cara. Era una zorra barata que se dejaba insultar y humillar. Un dolor salvaje rugía en su cabeza y hacía que se le saltaran las lágrimas.

—¡Dios, oh, Dios, te quiero! —exclamó Ricky en ese momento.

¿Cómo podía decirle eso a un hombre que diez minutos antes la había llamado imbécil? Mark ya no lo soportó más. Dio media vuelta y echó a correr como si el diablo en persona estuviese persiguiéndolo. Unas lágrimas ardientes corrían por su cara. ¡Nunca, jamás podría volver a mirar a ninguno de los dos a los ojos sin pensar en eso y avergonzarse de ellos! Lo habían traicionado, le habían mentido y engañado. Igual que todos los demás.

La vecina de Frauke Hirtreiter, que también era su casera, tenía una llave del piso, así que Pia y Kröger se ahorraron el allanamiento. En realidad, que entraran allí sin una orden de registro no era del todo legal, pero la inspectora contestaría a cualquier posible queja alegando un peligro inminente; eso siempre funcionaba. A esas alturas ya estaba más que cabreada con su jefe, que seguía sin contestar al maldito móvil. Llevaba desde las cuatro y media desaparecido, casi como Christoph, que tampoco contestaba a ningún teléfono: ni al móvil ni al del trabajo ni al fijo de casa. ¡Como fuese una revancha barata por la noche del miércoles, ya se podía ir preparando!

—¿Cuándo vio a la señora Frauke Hirtreiter por última vez? —Pia volvió a guardar su identificación después de que la vecina, una señora ajada de unos setenta años con una melena corta completamente blanca y un aliento a ajo espectacular, la examinara con atención.

—Ayer, sobre las seis. La señora Franzen había cerrado la tienda antes de hora, seguro que para asistir a esa reunión… Qué horror lo que pasó allí, ¿verdad?

—Sí, fue horroroso —coincidió Pia, y dominó su impaciencia.

—Yo aquí me entero de todo. La casa es mía y, desde que esos jóvenes tienen la tienda de animales ahí abajo, vuelve a haber vida en el edificio. —La vecina sonrió. Le brillaban los ojos—. Mi marido murió hace quince años. Antes la tienda era nuestro comercio de electrodomésticos, pero tuve que cerrar.

Eran las diez de la noche y a Pia no le interesaba lo más mínimo la biografía de la anciana, pero, claro, la gente mayor y solitaria disfrutaba cuando era el centro de atención, aunque fuera por poco tiempo.

—Frauke llegó algo después de que la señora Franzen se marchara. Subió directa a su apartamento. Yo quería darle el pésame porque la señora Franzen me había contado lo sucedido… Así que llamé a la puerta.

La vecina alargó el cuello con desconfianza para observar qué hacía Kröger en el interior del piso.

—¿Qué impresión le dio la señora Frauke Hirtreiter?

—¿Impresión?

—¿Parecía triste? ¿Conmocionada?

—No. —La mujer sacudió la cabeza—. Lo cierto es que no. A mí también me extrañó un poco, porque a su padre acababan de matarlo de un tiro, pero parecía más bien… acelerada. No me dijo mucho, y eso que habla por los codos… —Esas últimas palabras sonaron despectivas.

—¿Y qué le dijo?

Pia oía a Kröger haciendo ruido detrás de ella.

—Pues ya no me acuerdo bien. ¡Sí! Me pidió que le regara las plantas, porque era posible que tuviera que salir de viaje unos días.

Frauke Hirtreiter se había enterado de la muerte de su padre por la mañana a través del padre de Bodenstein, después había estado con sus hermanos en el Anatómico Forense de Frankfurt. ¿Podía saber ya a las seis de la tarde lo que encontraría en el armario de la habitación de invitados de la casa de su padre, y había empezado a planear su fuga?

—¿Pia? ¿Puedes venir? —llamó Kröger a media voz desde el apartamento.

—Pues muchísimas gracias, señora…

—Meyer zu Schwabedissen. Irene.

Una vaharada de olor a ajo hizo que Pia contuviera un momento la respiración. Con el estómago vacío, aquel olor resultaba casi insoportable.

—Ah, ya. —La inspectora le entregó una tarjeta de visita y forzó una sonrisa—. Si recuerda algo más, o si la señora Frauke Hirtreiter aparece o se pone en contacto con usted, llámeme, por favor.

La señora Meyer zu Comosellamara asintió con brío.

Pia entró en el piso. «Humilde» fue el adjetivo que le vino a la cabeza al ver aquella sala escasamente amueblada. La cocina de módulos estaba limpia, pero era antiquísima y estaba muy desportillada; en el salón había un sofá raído, un televisor viejo y diminuto con antena, y un desvencijado mueble de pared al que parecía que se le iban a caer las puertas con solo abrirlas. Paredes frías sin cuadros, ningún libro, ninguna figurita. Desangelado. Un par de plantas en el alféizar eran lo único que lo diferenciaba de la celda de una cárcel. Nadie vivía así por elección. A Frauke Hirtreiter le hacía mucha falta el dinero de WindPro.

—¿Christian? —preguntó Pia—. ¿Dónde estás?

—Aquí, en el dormitorio —oyó que decía su voz desde la habitación contigua.

La inspectora siguió andando. Suelo laminado claro sin alfombra. La cama, el armario y la estantería del dormitorio eran relativamente nuevos y parecían comprados en un almacén de construcción.

Kröger estaba de pie frente al armario abierto y fotografiaba algo del interior con la cámara de su móvil.

—Has tenido buen olfato —dijo volviendo la cabeza—, ven a ver esto. Ni siquiera se ha tomado la molestia de esconderla.

Pia miró más allá de él. Entre algunas perchas con ropa colgada había apoyada una escopeta.