*

El móvil de Mark estaba apagado, igual que los teléfonos de Yannis Theodorakis y Friederike Franzen. Frauke Hirtreiter había llegado y les había dibujado un plano esquemático del interior de la casa, que los de fuerzas especiales estaban estudiando. También Nicola Engel había aparecido y se había adjudicado la dirección de la acción. En ese momento discutían sobre cuál era la mejor forma de entrar en la casa para poder reducir al secuestrador sin herirlo: si con granadas aturdidoras o con gas lacrimógeno.

—Pero no tenemos ni idea de dónde se encuentra —intervino Pia.

—Eso importa poco —repuso Joe Schäfer desde su altura—. La casa no es tan grande, y no es la primera vez que hacemos algo así.

—Pero yo me opongo —insistió la inspectora con vehemencia—. Primero deberíamos hablar con Mark.

El chico estaba muy traumatizado. Lo que sus padres y Frauke Hirtreiter acababan de explicarle a la inspectora le había hecho comprender la situación emocional límite en que debía de encontrarse. Lo que nadie sabía era qué había provocado finalmente que tomara como rehenes a las dos personas a quienes admiraba por encima de todo.

—Intentémoslo por la línea fija —propuso Pia.

No le pasó por alto la mirada de exasperación que Schäfer cruzó con sus dos hombres. Ellos preferían la solución rápida, pero a ella le parecía demasiado arriesgado, podía poner en peligro la vida de los dos rehenes.

El psicólogo de la Policía marcó el número que le dictó Frauke y esperó, tenso, mientras sonaba el tono de llamada. Saltó el contestador automático, pero el mensaje se interrumpió a la mitad.

—¿Sí?

—Mark, soy Günther Reul. Soy psicólogo y quiero hablar contigo.

—No tengo nada que decirles.

—Estamos muy preocupados por ti. Tus padres están aquí también. ¿Quieres hablar con ellos?

Pia se percató de la mirada desesperada del padre de Mark. Su mujer y él estaban sentados en un asiento de la parte trasera del furgón.

—No, mejor que no se metan —repuso el chico con crudeza—. ¿Está ahí la mujer con la que hablé el sábado?

—¿A qué mujer te refieres? —preguntó el psicólogo.

—La poli rubia —dijo la voz de Mark por el altavoz—. Que venga.

A Pia le dio un vuelco el corazón del susto. No había contado con eso.

—Pero, Mark, es que no está… —empezó a decir el psicólogo.

—Quiero a esa mujer —insistió el chico—. A nadie más. Y que traiga un par de latas de Red Bull. Dentro de diez minutos en la puerta de la casa.

Dicho eso, colgó. El psicólogo de la Policía torció el gesto, resignado.

—De eso ni hablar —negó categóricamente la comisaria jefe—. La inspectora Kirchhoff no entrará en la casa bajo ningún concepto.

—¿Y qué quiere que hagamos, si no? —repuso Pia—. Además, no creo que Mark vaya a hacerme nada.

—No está usted formada para algo así. —El psicólogo se había ofendido.

Los de las fuerzas especiales argumentaban, y con razón, que el chico podía ser peligroso. Pia no estaba ni mucho menos entusiasmada con la idea de hacerse la heroína y ponerse voluntariamente en manos de un adolescente desequilibrado y armado, pero no creía que hubiese alternativa. De algún modo tendría que tranquilizar al chico y convencerlo para que le entregara el arma antes de que acabara provocando un baño de sangre y destrozara el resto de su vida.

El viaje de regreso a Frankfurt transcurrió sin problemas hasta Würzburg, pero después encontraron retenciones de tráfico cada pocos kilómetros y ya solo avanzaron a velocidad de peatón. Oliver miró un momento a Annika. Durante la comida había estado de muy buen humor, contenta de verdad. Al inspector jefe le habría gustado proponerle no seguir camino hacia Königstein. La perspectiva de pasar una noche más con ella antes de tener que entregarla a sus compañeros había sido muy tentadora, pero después se había impuesto la razón. Annika estaba convencida de que su padrastro habría informado a Dirk Eisenhut inmediatamente de que habían estado allí, y por eso el peligro de que pudieran encontrarlos crecía hora a hora. Hacía un buen rato que apenas había dicho palabra, su rostro tenso se había quedado sin color.

—Esta misma noche iremos a ver a Clasing y le entregaremos el maletín. —Oliver dejó caer su mano sobre la de ella—. Él pondrá a salvo los documentos.

Le resultaba un alivio enorme que Florian Clasing enseguida se hubiese mostrado dispuesto a hacerse cargo del caso de Annika. Era uno de los abogados defensores con mejor reputación de Frankfurt. Hasta que se supiera con claridad de qué se la acusaba, sin embargo, ella debía seguir en un escondite seguro. También para eso tenía Clasing una idea, pero evidentemente no se la había transmitido por teléfono. Un par de semanas más, que pasarían con rapidez, confiaba Oliver.

«… donde un agente de la Policía ha resultado herido de gravedad por impacto de bala —decía el reportero de la radio, y Oliver prestó atención—. Hasta el momento, la Policía no ha dado información sobre cuántas personas se encuentran como rehenes en poder de quien parece ser un chico de dieciséis años de edad. El agente herido ha sido trasladado al hospital y por el momento no se sabe nada sobre su estado. Desde Königstein, Daniel Keppler para Radio FFH».

¿Un chico de dieciséis años en Königstein? A Oliver se le encogió el estómago.

—Dios mío —dijo, y buscó su móvil, que había apagado por miedo a que pudieran rastrearlos.

Annika se irguió en el asiento del copiloto y le lanzó una mirada de preocupación.

—¿Qué haces? —preguntó.

—Tengo que llamar a Pia —contestó el inspector jefe, y marcó el PIN.

Unos segundos después, el aparato emitió varios tonos. Siete mensajes en el buzón de voz, veinticinco llamadas, tres mensajes de texto. Ya los escucharía y leería más tarde.

Los hombres de las fuerzas especiales habían ocupado posiciones alrededor de la casa y sobre los tejados de los edificios vecinos; ya habían acordado un procedimiento. Un técnico del equipo había instalado un micrófono en la correa de cuero del reloj de pulsera de Pia. La inspectora tenía que estudiar la situación en el interior de la casa y fingir que accedía a las exigencias del chico. En caso de que no consiguiera controlar la situación, las fuerzas especiales tomarían la casa por asalto al cabo de media hora, a más tardar. La madre de Mark lloraba en voz baja, su padre estaba sentado a su lado, encorvado hacia delante y con la cara oculta entre las manos. Por mucho que hubieran hecho o dejado de hacer, para ellos debía de ser horrible oír a los agentes acordar con profesionalidad que en caso de emergencia dispararían a su hijo.

Cuando Pia salió del vehículo de operaciones le sonó el móvil. ¡Christoph! Por un instante pensó si debía contestar o no.

—Ahora no es muy buen momento —dijo—. Todavía sigo en la operación. ¿Dónde estás?

—De camino a casa. Acabo de oír por la radio que alguien ha tomado rehenes en Schneidhain —contestó Christoph—. Por favor, dime que no tienes nada que ver.

—Sí —repuso ella—. Por desgracia.

Él calló unos segundos.

—¿Es peligroso? —quiso saber después, con la voz tensa.

Pia no se atrevió a decirle la verdad.

—Para mí no —mintió.

—Vale —dijo Christoph—. Pues mucha suerte.

Apenas hubo colgado, el teléfono volvió a sonar. ¡Bodenstein! Para él sí que no tenía ni un segundo. Le pasó el móvil a Christian Kröger y le pidió que le explicara la situación al inspector jefe. Tal vez consiguiera despegarse por fin dos minutos de su querida Annika y acercarse allí.

Agarró el pack de seis latas de Red Bull que un agente había ido a comprar a la gasolinera y se lo puso bajo el brazo. Después respiró hondo y cruzó con decisión la calle, que parecía yacer muerta bajo el inclemente sol del mediodía. El corazón le latía con fuerza mientras entraba en el pequeño jardín, subía los dos escalones de la puerta y llamaba al timbre. La sensación de que en ese instante había por lo menos tres francotiradores contemplando por sus miras de precisión hasta la última gota de sudor de su cara era bastante jodida.

La estaba esperando justo detrás de la puerta de entrada y la cacheó por encima con una mano; con la otra sostenía la pistola. Pia casi no se atrevía a respirar, pero el chico no encontró el minúsculo micrófono que llevaba en el reloj de pulsera. Tal vez no había pensado que pudiera ir cableada, o le daba igual. Mark llevaba la misma camiseta con que lo había visto el domingo, cuando saltó por el balcón, y olía a sudor rancio. Con una mano abrió una de las latas que le había entregado la inspectora, se sentó y se la bebió de un tirón.

—¿Dónde están la señora Franzen y el señor Theodorakis? —preguntó Pia, y miró a su alrededor.

El ambiente en la casa era asfixiante, hacía mucho calor y la oscuridad era casi total. Solo por los cristales laterales de la puerta de entrada se colaba algo de luz desde el exterior.

—En la cocina. Y otra cosa… —El chico tiró la lata vacía al suelo sin ningún reparo—. Nada de rollos psicológicos, ¿vale? Solo quiero acabar con esto y que no le pase nada a nadie. Pero, si entran los de las fuerzas especiales, habrá una desgracia. ¿Entendido?

—Sí, entendido —confirmó Pia.

Mark se había transformado desde que habló con él el día anterior. Sus rasgos suaves e infantiles parecían duros, como si de la noche a la mañana hubiese envejecido diez años. Sin embargo, era sobre todo esa expresión tenebrosa de sus ojos lo que preocupaba a la inspectora. ¿Había tomado alguna clase de droga? Antes de entrar estaba segura de que conseguiría convencer a Mark para que se entregara con argumentos sensatos; de repente comprendió que sería inútil.

Durante sus años de trabajo en la Policía, Pia había visto muchas veces esos ojos entumecidos, los ojos de personas a quienes todo les daba igual porque ya no tenían nada que perder.

La cosa no pintaba bien para los dos rehenes, y ellos parecían saberlo. Theodorakis solo tenía las manos atadas tras el respaldo de la silla, pero aun así su pierna escayolada le impedía levantarse y atacar a Mark. Sin embargo, la forma horrible y humillante en la que estaba maniatada Friederike Franzen hizo comprender a la inspectora el odio insondable y el deseo de venganza que debía de sentir el chaval.

Mark había volcado la pesada mesa de la cocina y había atado a la mujer contra el tablón, con los brazos extendidos de tal manera que parecía que la hubieran crucificado. Tenía los ojos vendados, una cuerda de tender la ropa ascendía tirante desde de su nuca hasta la parte de atrás de la mesa, y en el cuello llevaba un collar con una cajita.

—¿Es esto necesario? —preguntó Pia en voz baja.

—Es que tiene mucha fuerza —repuso Mark—. He tenido que dejarla fuera de combate para luego poder atarla. —Evitaba mirar a la inspectora—. Ahí encima hay una cámara. Usted filma.

—¿Qué tengo que filmar?

—Ya lo verá. —Se sentó en una silla, abrió una segunda lata de Red Bull y la vació igual de deprisa que la primera—. ¿Está preparada?

Habla con él, pensó Pia. Tal vez podía convencerlo de alguna forma.

—¿Por qué haces esto, Mark? —preguntó entonces—. ¿Qué te propones?

—Le he dicho que nada de rollos psicológicos —la interrumpió el chico.

Pia se hizo con la cámara digital y la encendió. Le repugnaba profundamente obedecer de brazos cruzados las instrucciones del chico, pero de momento no tenía más remedio si no quería poner en peligro la vida de los rehenes. La lucecita roja parpadeó y ella movió la cámara hasta que por el monitor vio que tenía a la mujer en plano.

—La cámara está grabando —informó.

En lugar de contestar, Mark apretó un mando a distancia. Fue entonces cuando Pia, horrorizada, comprendió qué clase de collar era aquel. Friederike Franzen se sacudió y profirió un grito espantoso y resollante cuando la descarga eléctrica le atravesó el cuello sin previo aviso. Tragó saliva, pero no se atrevió a mover la cabeza, tal vez por miedo a que la cuerda de la ropa la estrangulara.

—Un collar eléctrico —comentó Mark—. A Ricky le gusta utilizarlo en la escuela canina. A mí me parece horrible, pero ella siempre dice que a los perros no les duele.

—Deja eso —dijo Pia, severa.

—No —replicó Mark, y por fin la miró. El labio inferior le temblaba un poco—. Solo quiero saber la verdad. Y así, por lo menos, ya no me mentirá más.

La calle estaba cerrada a quinientos metros de la casa donde Mark Theissen se había atrincherado con sus rehenes. Curiosos, vecinos y periodistas se apretaban al otro lado del cordón policial, custodiado por agentes de mirada cruda. Tras ellos estaban aparcados los vehículos operativos: ambulancias, camiones de bomberos, furgones de efectivos de las fuerzas especiales, coches patrulla. Oliver no había tenido tiempo de llevar a Annika a Frankfurt, con Clasing. La perspectiva de dejarla sola no le resultaba agradable, pero tendría que quedarse esperándolo en el coche. El riesgo de que alguien la reconociera era demasiado elevado.

Estaba sacando su identificación policial cuando alguien gritó su nombre.

—Hola, Christoph —saludó al novio de Pia, que llevaba la preocupación escrita en la cara.

—¿Qué está pasando? —quiso saber el director de zoo. Estaba visiblemente indignado—. ¿Por qué tardan tanto? ¿Dónde está Pia?

—Tampoco yo lo sé —respondió Oliver—. Acabo de llegar. Lo único que me han dicho es que parece tratarse de una toma de rehenes.

—Hasta ahí llego yo también —contestó Christoph de mala manera—. Pia me ha asegurado hace un rato que no había peligro para ella, pero no la veo por ninguna parte.

El inspector jefe comprendió que no sospechaba cuál era la misión de la inspectora. Seguramente ella misma se lo había ocultado porque sabía que reaccionaría mal si sabía que se había puesto en peligro… y, en efecto, no había situación más peligrosa que la de ponerse en manos de un secuestrador armado.

—Voy a informarme —contestó, cortante él también—. Espera aquí.

—No quiero esperar. Quiero saber qué pasa con Pia —insistió.

—Pero yo no puedo… —empezó a decir Oliver.

Sin embargo, Christoph lo interrumpió con impaciencia:

—Claro que puedes. ¿Y bien?

El inspector jefe suspiró y le indicó al agente que vigilaba el cordón que dejara pasar a Christoph, aunque sabía lo impulsivo que podía llegar a ser. Oliver miró a su alrededor. Había francotiradores apostados en los tejados de las casas colindantes; otros estaban ocultos, acuclillados tras arbustos y coches.

—¡Jefe! —Kathrin Fachinger se separó de un grupo de personas que había junto a la puerta abierta de una furgoneta de operaciones y se acercó a él—. ¡Gracias a Dios que has llegado!

—¿Qué ha ocurrido? —quiso saber Oliver.

—Mark Theissen está en la casa y tiene a la señora Franzen y al señor Theodorakis como rehenes. Va armado y ya ha disparado a un agente.

—¿Qué exige?

—Nada.

—¿Cómo que nada? —El inspector jefe arrugó la frente—. Alguna petición habrá hecho.

—Ninguna. Solo quería que entrara Pia, y ahora…

Oliver oyó cómo Christoph, tras él, inspiraba con brusquedad.

—¿Pia está en la casa? —preguntó haciéndose el sorprendido, aunque ya lo sabía.

—Sí, está bien. Le hemos puesto un micrófono y podemos oír hasta la última palabra que dicen ahí dentro.

—Quiero hablar con ella —dijo Christoph, decidido.

—No, eso no puede ser —repuso Oliver, que se lo había visto venir—. Solo la distraerías. Es peligroso.

—Ah, ¿y meterse en una casa con un loco armado no es peligroso? —se rebeló él. Le brillaban los ojos y apretaba los puños con impotencia.

—Pia sabe lo que hace —le aseguró el inspector jefe.

—¡Eso me importa una mierda! —exclamó el hombre, furioso.

—Christoph, por favor —intentó tranquilizarlo Oliver, y le puso una mano en el brazo—. Que ahora tú pierdas los nervios no va a ayudar a nadie.

—No estoy perdiendo los nervios. —Christoph se quitó de encima su mano—. Solo me preocupo, y creo que con razón.

Oliver entró en el vehículo de operaciones y saludó con la cabeza a Nicola Engel, Cem, Kröger y Ostermann. En el asiento de más atrás estaban los padres de Mark. Stefan Theissen seguía con el rostro hundido entre las manos, mientras su mujer lloraba en voz baja. Junto a ella estaba sentado el psicólogo de la Policía, que le sostenía la mano.

—Venga aquí, Bodenstein —dijo la comisaria jefe sin levantar la voz—. Escuche esto.

El inspector jefe se sentó entre ella y el técnico.

«… nunca estudié ingeniería aeroespacial en Estados Unidos —decía la voz llorosa y poco inteligible de Friederike Franzen por el altavoz—. Mis padres tampoco son ricos, y nunca heredaré mucho dinero. Yo… solo lo dije para…, para darme importancia e impresionar a Yannis».

—¿Qué es eso? —preguntó Oliver a media voz.

—Los está obligando a los dos a confesar sus mentiras —respondió su jefa sin hablar muy alto tampoco—. Kirchhoff tiene que grabarlo todo. Hace casi dos horas que están así, sobre todo son tonterías de su vida privada. Quién ha engañado a quién y con quién, esa clase de cosas.

De repente se oyó la voz de Pia.

«Señora Franzen. ¿Qué sucedió de verdad el sábado, durante el ataque que sufrió en su casa?».

En la furgoneta todos se irguieron automáticamente y contuvieron la respiración. Por el altavoz se oyeron sollozos.

«Fue… Solo fue fingido —contestó Ricky—. Tu padre quería los documentos y los informes periciales que tenía Yannis…».

«Eso no me interesa», la interrumpió Mark.

—¿Dónde has estado? —le preguntó la jefa a Oliver entre murmullos.

—Después te lo explico.

—Störch me está presionando. Cree que sabes dónde se encuentra esa tal Sommerfeld. —Lo miró con intensidad—. ¿Tiene razón?

Bodenstein dudó.

—Sí, tiene razón —contestó entonces—. Sé dónde está, pero no pienso decírselo.

—¿Te has vuelto loco, Oliver? —murmuró Nicola Engel—. ¡A esa mujer la buscan por asesinato! Si la encubres…

—No es ninguna asesina —la cortó él—. Se trata de mucho más que de esas dos muertes. Pero te lo explicaré más adelante, te lo prometo.

Ella le dirigió una mirada crítica y luego se encogió de hombros.

—Espero que tengas argumentos buenos de verdad. Porque, si no, no podré seguir protegiéndote.

—Los tengo —repuso Oliver.

En la casa seguían hablando de cosas poco interesantes. Los minutos se convertían en horas, el calor del oscuro interior de la furgoneta era casi insoportable.

—¿Cuánto más va a durar esto? —murmuró el jefe de las fuerzas especiales.

—Me da igual —contestó Nicola Engel—. Si acaba sin derramamiento de sangre, por mí como si se alarga diez horas más.

«¿Te acostaste con Nika?», se oyó preguntar en ese momento a la voz de Mark por el altavoz.

Oliver, que empezaba a tener problemas para concentrarse, se estremeció de pronto.

«Sí, nos acostamos —contestó Theodorakis—. Se enamoró de mí y empezó a acosarme. Se paseaba desnuda por ahí cuando Ricky no estaba. En algún momento ya no pude evitarlo».

El inspector jefe tuvo que tragar saliva. Fue como si de repente se abriera un abismo sombrío delante de él. ¡No podía ser cierto! ¿Annika se había acostado con ese tipo? ¿No le había explicado varias veces lo absolutamente repugnante que le había parecido desde el principio? De pronto sintió celos, pero no dudó de las palabras de Theodorakis, que tenía una pistola cargada ante los ojos. De modo que Annika le había mentido. Pero ¿por qué?

¿Qué había ocurrido en las últimas veinticuatro horas que había desestabilizado tanto a Mark? Mientras Pia, obediente, enfocaba con la cámara a Ricky o a Yannis, también observaba al chico con el rabillo del ojo y le daba vueltas a esa pregunta. En la aparente impasibilidad de Mark aparecían grietas cada vez más profundas cuanto más hablaban Yannis y Ricky. Y esos dos hablaban sin parar. Mark le había quitado la venda de los ojos a Ricky, y tanto Yannis como ella estaban vomitando todo lo que llevaban dentro con la mirada puesta en el cañón de la pistola y evidenciando así su egoísmo despiadado y su desprecio, tanto mutuo como por el prójimo. Era repugnante.

Yannis confesó haberse aprovechado de Mark para sus acciones contra el parque eólico después de enterarse de quién era su padre. Reconoció sin ambages que era un egocéntrico rematado, un mentiroso de mierda y un cerdo. Ricky admitió que se había dejado sobornar por el padre de Mark, y también que destruyó las firmas y saboteó el trabajo de la iniciativa ciudadana a cambio de dinero.

Mark los escuchaba con un semblante inalterable, pero su mirada se había avivado y ya no estaba entumecida. Pia no se atrevía a juzgar si eso era buena o mala señal. Lo único cierto era que el chico tenía en la mano una pistola a la que había retirado el seguro, que se había bebido varias latas de refresco excitante y que podía perder el control de sus emociones en cualquier momento. La inspectora todavía no tenía muy claro qué se proponía con ese «tribunal», como él lo llamaba.

—¿Te acostaste con Nika? —preguntó Mark.

—Sí, nos acostamos —reconoció Yannis.

Tenía la cara blanca como la pared, sudaba muchísimo y el ojo que no se le había hinchado brillaba de una forma muy poco natural. Debía de tener fiebre.

—¿Por qué? —siguió preguntando Mark.

—Se enamoró de mí y empezó a acosarme —dijo Yannis—. Se paseaba desnuda por ahí cuando Ricky no estaba. En algún momento ya no pude evitarlo. Además, reconozco que esperaba que pudiera servirme de algo, porque es experta en peritajes eólicos y esas cosas.

—Pero tú siempre decías que querías a Ricky. Eso era mentira, ¿verdad?

—Hace un tiempo sí estuve enamorado de ella, pero cada vez menos. Últimamente ya solo me parecía desquiciante. —Cambió de postura sobre la incómoda silla y gimió—. Tengo sed. Por favor, tengo que beber algo.

Mark no hizo caso de eso.

—¿Y tú? —preguntó, en cambio, volviéndose hacia Ricky—. ¿Querías a Yannis?

Friederike Franzen estaba al borde del desmayo. Las horas en esa postura forzada, el miedo atroz, la humillación…, todo aquello la había agotado. Pia sintió compasión por ella, a pesar de lo que pudiera haber hecho.

—Al…, al principio sí, p…, pero luego n…, ya no —tartamudeó.

Mark no había vuelto a utilizar el collar eléctrico, pero aún tenía el mando a distancia en la mano.

—Entonces, ¿por qué le decías que lo querías?

—Porque…, porque… eso… es lo que se dice siempre.

El chico saltó de la silla, se acercó muchísimo a Ricky y la encañonó con el arma entre los pechos.

—No, no es lo que se dice siempre. —Sacudió la cabeza con fuerza y por fin sacó lo que había estado hirviendo en su interior—. ¡Yo creí que me querías! ¡Siempre he confiado en ti! Y ¿cómo me lo pagas? ¡Mientes, mientes y mientes! ¿Por qué lo has hecho? ¿Por qué? ¿Por qué me haces tanto daño? ¡No lo entiendo!

De repente empezaron a caerle las lágrimas.

—¿Por qué pretendías largarte así, sin decirme nada? —gritó—. ¿Por qué has aceptado dinero de mi padre? ¿Cómo se te ocurre destruir todo lo que era bonito?

Pia comprendió entonces. Mark se había dado cuenta de que lo habían utilizado y le habían mentido, y de pronto su admiración infinita se había transformado en odio.

Yannis gemía en voz baja; Ricky, por el contrario, jadeaba de miedo.

—Mark… Mark, por favor, por favor —susurró con voz ronca a la vez que ponía unos ojos desorbitados—. ¡No me hagas nada, por favor! Ya…, ya sé qué lo he hecho todo mal… ¡Lo siento mucho! Siem…, siempre pienso solo en mí… ¡Pero recuerda todo lo bonito que hemos vivido juntos!

—¡Cierra la boca, cierra la puta boca! —vociferó Mark soltando un gallo—. ¡No quiero oír eso!

Cayó de rodillas delante de ella y se echó a llorar con desesperación.

—¡Mataste al tío Rolf! —aulló—. ¡Y luego te largaste y no me ayudaste! ¿Por qué me habéis dejado todos tirado?

Ahora sí que esto se pone peligroso, pensó Pia. El joven estaba a punto de sufrir una crisis nerviosa; como perdiera del todo la cabeza, habría víctimas. Pensó febrilmente qué hacer. Si intentaba arrebatarle el arma y no lo conseguía a la primera, aún empeoraría más la situación. La cámara no era lo bastante pesada para derribarlo con ella. Tenía que haber otro modo para intentar que entrara en razón.

—¿Mató usted a Rolf Grossmann? —le preguntó a Friederike Franzen—. ¿Cómo sucedió eso?

Mark se volvió de pronto y miró a Pia con sorpresa, como si por un momento hubiera olvidado que estaba allí.

—Con la pistola eléctrica —susurró sin fuerzas el chico—. Yo entré por el aparcamiento subterráneo y le abrí a ella por la escalera de incendios. De repente el tío Rolf subió por la escalera y ella…, ella le…, le apretó la pistola eléctrica… en el pecho. Yo… lo intenté todo, pero…, pero ya… De pronto ya estaba muerto.

—Sabemos que lo intentaste todo para salvarlo, Mark. No pudiste evitarlo.

—Pero…, pero usted me dijo el sábado que yo tenía la culpa de que el tío Rolf hubiese muerto de un ataque al corazón…

Se había arrodillado en el suelo, su mirada vagaba por la penumbra de la cocina.

—Entonces todavía no sabía lo que había hecho Ricky —se apresuró a contestar Pia—. Sí sabía, por el informe de la autopsia, que alguien intentó reanimarlo.

La inspectora se arriesgó a mirar un momento su reloj de pulsera. ¡Ya eran las siete menos cuarto! Llevaba más de tres horas allí dentro, Mark y sus rehenes mucho más, y con cada minuto que pasaba la situación se volvía más impredecible. A esas alturas, cualquier pequeñez podía ser el desencadenante de un disparo. Eso debía impedirlo a toda costa. En realidad Mark Theissen no era el culpable, sino la víctima. Y daba lo mismo cómo acabara ese día; de cualquier forma, el chico tendría que expiarlo el resto de su vida.