Prólogo

Corría todo lo deprisa que podía por la calle desierta. En el negro cielo nocturno estallaban ya los primeros petardos de Nochevieja, anticipándose a la medianoche. ¡Tenía que llegar como fuera hasta aquella muchedumbre que estaba de celebración en el parque y desaparecer entre la gente! No conocía la zona, había perdido por completo la orientación, y los pasos de sus perseguidores resonaban desde los altos muros de las casas. Iban pisándole los talones, cada vez la apartaban más de las calles principales, lejos de los taxis, del metro y de los transeúntes. Si en ese momento tropezaba, todo habría acabado.

El miedo a morir la dejaba sin aire, el corazón le martilleaba contra las costillas. No podría mantener ese ritmo mucho tiempo más. ¡Allí! ¡Por fin! Entre las interminables fachadas de los altos edificios se abría una grieta oscura. Torció en plena carrera para entrar en el estrecho callejón, pero su alivio duró tan solo una fracción de segundo, hasta que comprendió que había cometido el mayor error de su vida. Ante ella se alzaba un muro liso y sin huecos. ¡Se había metido en una trampa! La sangre le afluyó a los oídos; sus jadeos eran el único sonido en el repentino silencio. Se agachó detrás de unos cubos de basura apestosos, apretó la cara contra el muro áspero y húmedo del edificio y cerró los ojos con la vana esperanza de que los hombres no la vieran y pasaran de largo.

—¡Ahí está! —exclamó uno a media voz—. Ya la tenemos.

De pronto se encendió una potente linterna, ella alzó un brazo y parpadeó, cegada por la luz deslumbrante. La cabeza le iba a mil por hora. ¿Debía gritar pidiendo ayuda?

—De aquí no sale —dijo otro.

Unos pasos sobre el asfalto. Los hombres se acercaron, esta vez despacio, sin prisa. El miedo hacía que le doliera todo el cuerpo. Apretó las manos empapadas de sudor y, al unir los puños, las uñas se le hundieron dolorosamente en la carne.

De pronto lo vio. ¡Él! Se había acercado a la luz y la miraba desde su altura. Por un instante de alivio nació en ella la descabellada ilusión de que había acudido para ayudarle.

—¡Por favor! —susurró con voz ahogada, y alargó una mano suplicante—. Puedo explicártelo todo, puedo…

—Demasiado tarde —la interrumpió él.

En sus ojos percibió una ira fría, y desprecio. La última chispa de esperanza que albergaba se extinguió y cayó hecha cenizas, igual que la hermosa villa blanca a la orilla del lago.

—¡Por favor, no te vayas! —exclamó con voz estridente.

Quería arrastrarse hacia él, implorarle perdón, jurarle que por él haría cualquier cosa, cualquiera, pero él se volvió de espaldas, desapareció de su vista y la dejó sola con aquellos hombres de quienes no podía esperar compasión alguna. El pánico la sacudió como una ola negra. Miró frenética a su alrededor. ¡No! ¡No quería morir! ¡No en aquel callejón oscuro y repugnante, que apestaba a meados y basura!

Se defendió a patadas y puñetazos con la fuerza que le confería el miedo y luchó con crudeza la última de las batallas. Aun así, no tuvo ninguna posibilidad; los hombres la habían inmovilizado contra el suelo y le habían doblado los brazos brutalmente hacia atrás. Entonces sintió el pinchazo en el brazo. Los músculos se le relajaron y el callejón se desvaneció ante sus ojos mientras le arrancaban la ropa hasta dejarla allí tirada, desnuda e impotente. Sintió que se la llevaban a rastras, echó un último vistazo hacia la estrecha banda oscura del cielo nocturno que se vislumbraba entre los altos muros y vio las estrellas titilantes. Después cayó a unas profundidades negras e insondables. Durante un breve y maravilloso instante se sintió ingrávida, la vertiginosa caída la dejó sin respiración, todo oscureció y no le extrañó en absoluto que morir fuese tan fácil.

Se incorporó sobresaltada. El corazón latía a toda velocidad en su pecho, tardó un par de segundos en comprender que solo había sido un sueño. Ese sueño la perseguía desde hacía meses, pero nunca había sido tan real y nunca había llegado hasta el final. Temblorosa, se abrazó a sí misma y esperó a que sus músculos agarrotados se relajaran y aquel frío abandonara su cuerpo. La luz de las farolas entraba por la ventana enrejada. ¿Hasta cuándo estaría segura allí? Se dejó caer hacia atrás, apretó la cara contra la almohada y empezó a sollozar, porque sabía que ese miedo jamás la abandonaría.