Viernes, 15 de mayo de 2009
Dos cadáveres, una sospechosa de asesinato desaparecida y un centenar de preguntas sin responder. Todos los caminos llevaban a un callejón sin salida. No había ninguna novedad sobre Frauke Hirtreiter y su coche; era como si se la hubiera tragado la tierra. Durante el interrogatorio del día anterior, sus hermanos se habían enredado en mentiras y en algún momento habían confesado haber estado con su hermana en la granja el martes por la noche. A las nueve se encontraron allí, sobre las diez y media se marcharon sin que su padre hubiese aparecido. Los dos decían haber visto también el coche oscuro, un BMW o un Audi. Había llegado poco antes de las diez, se paró unos cinco minutos con el motor en marcha en la curva del camino y luego se fue. Eso podía ser cierto, pero también podía ser un intento de conducir las sospechas hacia un misterioso desconocido al que la Policía nunca encontraría, porque no existía.
A la pregunta de por qué se había cambiado de ropa antes de regresar a la fiesta de su suegro, Gregor Hirtreiter dio la hábil respuesta de que el perro de su padre le había saltado encima.
Matthias Hirtreiter justificó los tres cuartos de hora faltantes hasta su llegada a Le Journal con el rodeo que tuvo que realizar a causa del corte de la B-455. No tenían trazas de pólvora en las manos. No había sospechas de riesgo de huida o entorpecimiento de la acción policial que justificaran una orden de detención. Ninguna posibilidad de que les aceptaran la solicitud de rastreo de movimientos de sus móviles. Ni una maldita prueba. Nada.
Pia tuvo que dejarlos marchar con la sensación de que le habían mentido del derecho y del revés.
—De todas formas intentaré conseguir órdenes de registro domiciliario —dijo Ostermann con un deje casi rebelde al terminar su informe—. Aunque solo sea porque en un principio nos ocultaron la verdad.
Las novedades del laboratorio de criminalística daban pie a una ligera esperanza, si bien todavía faltaban los análisis de ADN del trozo de guante de látex, que tardaban más, como de costumbre. En la ropa de Ludwig Hirtreiter se habían encontrado fibras textiles diferentes a las del cadáver de Grossmann, pero, gracias a un programa informático especial, se pudo calcular con bastante exactitud la estatura del intruso de la empresa.
Pia escuchaba a sus compañeros con una oreja mientras garabateaba ensimismada en su libreta. La noche anterior no llegó a casa hasta las doce y media, después de cenar con Kröger unas enchiladas que picaban como el demonio en un mexicano y haberlas hecho pasar con caipiriñas. Había dado por hecho que encontraría a Christoph enfadado, pero no fue así, ya que ni siquiera estaba en casa. «Jirafa de parto, la cosa puede alargarse», le había escrito en una nota amable.
—Theodorakis mide más o menos un metro ochenta —estaba diciendo Cem.
—Tenía un motivo para entrar en la empresa, ya que necesitaba esos peritajes. —Pia bostezó y dibujó un cuervo en su libreta—. Tiene la llave y conoce bien el edificio.
—Ayer por la tarde hablé con él —intervino Oliver, que hasta entonces se había mantenido fuera de la discusión.
Pia aún no le había perdonado que la hubiera dejado tirada, pero no podía pasar de él sin más, porque al fin y al cabo era su jefe. Y fuera lo que fuese a lo que se había dedicado el día anterior, le había sentado bien; se le veía contento como nunca.
—Vaya, ¿dónde lo encontraste? —preguntó.
—Vino a casa, a la finca, para hablar con mi padre. Le pregunté cómo había conseguido los peritajes de WindPro.
—Ah, ¿sí? ¿Y qué cuento te soltó?
Pia accionó varias veces seguidas el resorte de su bolígrafo, hasta que Kai le lanzó una mirada de mosqueo.
—Afirma que se los dio un antiguo compañero del Ministerio de Medio Ambiente.
—¿Yannis Theodorakis trabajó en el Ministerio de Medio Ambiente? —preguntó Cem, sorprendido.
—Sí, en el Departamento de Energías Renovables y Protección Medioambiental. Conoció a Stefan Theissen a través de su trabajo, y este le hizo una oferta de empleo muy lucrativa. Para WindPro, Theodorakis y sus contactos valieron oro durante años; él, a su vez, sabe muchísimo sobre los negocios de la empresa.
—Entre otras cosas, cómo entrar en su edificio —señaló Pia, lacónica—. ¡Esos informes periciales jamás han estado en manos de nadie del ministerio!
—A mí me parece posible —la contradijo Oliver—. No olvides que estaban incluidos en la solicitud de permiso de construcción del parque eólico. Kai, aquí tienes el nombre y el número de teléfono del antiguo compañero de Theodorakis en el ministerio. Ponte en contacto con él, por favor, y pídele que venga.
Ostermann asintió.
—Estoy convencida de que el intruso era Theodorakis —insistió Pia—. Quiere jugarle una mala pasada a Theissen.
—Tiene coartada —le recordó Cem.
—Es poco clara. ¿Y si solo estuvo trabajando con su madre hasta las doce? Después habría tenido un montón de horas para realizar su pequeño allanamiento.
—¿Y casualmente llevaba un hámster muerto en el bolsillo?
¡El hámster! Pia miró a Cem a los ojos un par de segundos.
—Su novia tiene una tienda de animales —reflexionó en voz alta—. En las tiendas de animales se venden mascotas vivas. Tal vez deberíamos consultar los albaranes de venta. Cuántos hámsteres han comprado y cuántos hámsteres han vendido.
Durante un rato siguieron discutiendo algunos detalles y al final decidieron que Cem y Kathrin se acercaran a Ehlhalten con más agentes y preguntaran por ese desconocido a los vecinos de los alrededores del Krone. Mientras tanto, informarían de la búsqueda de Frauke Hirtreiter por prensa, radio y televisión.
Se sentía enfermo. Enfermo y miserable. El mundo entero era mentira. Todos se reían en su cara y pensaban lo contrario de lo que decían. Pero ¿por qué? ¿Por qué no podía nadie ser sincero y honesto? Mark estaba tumbado en su cama mirando el techo de la habitación. Le retumbaba la cabeza, la migraña había empeorado más aún durante la noche.
Fuera brillaba el sol, su luz se colaba por las ranuras de las persianas y proyectaba dibujos en el suelo. El chico oía las voces de sus padres en la terraza, bajo su ventana. Tintineos de porcelana; debían de estar desayunando. Su madre soltó una risita falsa. Siempre reía, aunque no hubiera absolutamente nada de qué reír, interpretaba el papel de la esposa feliz siempre que tenía espectadores. Cuando no se sentía observada, lloriqueaba. O se bebía vasos enteros de vodka a escondidas. Se mentía a sí misma. Igual que yo, pensó Mark, y se hizo un ovillo.
El perro del vecino ladraba.
—¡Calla de una vez! —le gritó su padre al animal.
También él era todo sonrisas, pero debajo de esa alegría forzada hervían una frustración y una ira que a veces se desataban en una explosión. Solo cuando nadie lo veía ni lo oía, desde luego. Una noche, hacía poco, sus padres habían vuelto a tener una bronca, y de las gordas. Al terminar, su madre se había encerrado a llorar en su taller, pero a la mañana siguiente volvía a estar radiante, como si no hubiese pasado nada. Besitos de despedida. ¡Hasta esta noche, cariño! Y un vaso de vodka en cuanto su «cariño» se había largado de una vez. Qué asco.
—¡Maaark! —tarareó su madre desde abajo—. ¡A levantarse!
No, ese día no pensaba levantarse ni aunque llamara Ricky. ¡Ricky! Las imágenes, sus palabras y gemidos regresaron en una oleada amarga como la hiel. Mark se tapó la cabeza con la almohada y se apretó las manos contra las orejas, como si así pudiera acallar esos jadeos lascivos.
¿Por qué no había vuelto directamente a casa la noche anterior? Ojalá no hubiera visto a Ricky así, tan extraña, tan fea, tan vulgar. Lo atormentaba. Le daba asco. Casi como aquella vez que Micha lo dejó tirado. Mark también había confiado en él… y de pronto desapareció sin más, de un día para el otro, y no hizo nada por impedir que se abalanzaran sobre él, aquellos buitres que lanzaban mierda sobre todo lo hermoso y lo convertían en algo repugnante. Él guardó silencio ante sus insistentes preguntas, resistió y conservó la esperanza. Micha regresaría. Lo explicaría todo y entonces las cosas volverían a ser como antes. Pero Micha nunca regresó y nada volvió a ser igual.
El móvil de Mark sonó con un tono de aviso. Lo alcanzó y abrió el mensaje de texto. «Hola Mark —escribía Ricky—. Siento no haber dicho nada ayer. No estaba bien, ¡dolor de espalda! Me acosté pronto. Vienes luego a los perros? Besos Ricky».
¡Dolor de espalda! ¡Ja! Si no hubiera visto con sus propios ojos lo que había estado haciendo, enseguida la habría creído. El estómago se le encogió con dolor. ¿Cuántas veces le habría mentido? Pero ¿por qué lo hacía? ¡Si no había ningún motivo! De repente volvió a encontrarse mareado. Saltó de la cama, se tambaleó en dirección al cuarto de baño y vomitó hasta la primera papilla.
—¡Mark! —Su madre apareció en el marco de la puerta con preocupación en la voz—. ¿Qué ocurre? ¿Te encuentras mal?
—Sí. —Tiró de la cadena—. Seguramente he comido algo en mal estado. Hoy me quedo en la cama.
Pasó medio arrastrado junto a su madre, regresó a su cuarto y se desplomó sobre el edredón. Ella lo siguió e incluso le dijo algo, pero Mark se limitó a cerrar los ojos y esperar a que se marchara de una vez.
¡Mierda, también él acababa de mentir! No era ni pizca mejor que Ricky o que Yannis, esos embusteros.
Llegó un segundo mensaje de Ricky. «Mark! Responde, por favor!».
Ni pensarlo. La decepción era profunda, estaba rabioso. Ricky había destrozado la imagen que tenía de ella. Ricky no podía ser una persona como las demás, él quería admirarla e idolatrarla, igual que había admirado e idolatrado a Micha hasta que se dio cuenta de que solo había mentido y traicionado. El móvil volvió a sonar. Un tercer mensaje de Ricky. Esta vez sí respondió: «Estoy en clase. Ya te diré algo». Nada más. Era la primera vez que le mentía a ella.
Cem y Kathrin salieron, Ostermann recogió sus papeles y desapareció en su despacho. Oliver y Pia se quedaron sentados a la mesa. Un vago recuerdo zumbaba en el subconsciente de Bodenstein desde que había estado con su padre la noche anterior, como si tuviera una palabra en la punta de la lengua pero no hubiera manera de encontrarla. Lo estaba volviendo loco, porque no conseguía caer en qué era.
—Mi padre, por cierto, ha empezado a recordar cómo era el hombre que habló con Ludwig Hirtreiter —dijo al cabo de un rato, rompiendo el silencio—. Por desgracia no eran ni Theissen ni Rademacher, pero sí un hombre que llamaba la atención. Al menos tan alto como Ludwig, o sea que mediría su buen metro noventa.
—¿De verdad piensas en un asesino profesional?
Pia seguía dibujando en su libreta sin levantar la mirada. El inspector jefe podía entender su enfado. No había sido justo por su parte no contestarle al teléfono.
—No. Un profesional raramente se habría arriesgado a abordar a Ludwig en un aparcamiento y en presencia de testigos. —Oliver, pensativo, apoyó la barbilla sobre el puño—. Pero no es suficiente para una orden de búsqueda.
—Esperemos a ver qué descubren Cem y Kathrin —propuso Pia a la vez que sus dedos hacían malabares con el bolígrafo.
El anillo que llevaba, y en el que Oliver se había fijado hacía unos días, destelló bajo la luz de la lámpara del techo. Un destello similar hizo aparecer un recuerdo en la cabeza del inspector jefe, pero entonces le sonó el móvil y el recuerdo volvió a hundirse en las profundidades de su cerebro. ¡Mierda!
—Bodenstein —contestó de mal humor.
—El mismo. ¿Dónde estás? —La voz de su padre sonaba extraña.
—En el trabajo. ¿Por qué? —preguntó, alarmado—. ¿Ha ocurrido algo?
—Ya lo creo. ¿Puedes venir a Königstein? Estoy en el café Kreiner.
—Enseguida nos reunimos contigo.
Oliver se levantó y estaba a punto de colgar cuando su padre añadió:
—Ven solo, por favor. Es una…, bueno…, una situación algo delicada.
—Está bien. Ahora voy. —Y colgó.
—¿Ha sucedido algo? —preguntó Pia.
—Eso me ha parecido. —Oliver asintió—. Tengo que ir a Königstein. Solo, por desgracia.
—Desde luego. —Pia se reclinó en el respaldo, cruzó los brazos a la altura del pecho y se quedó mirándolo con una expresión impenetrable.
Su jefe la conocía lo bastante como para saber que la estaba hiriendo con su conducta, pero no podía explicarle lo que le sucedía desde la noche del miércoles. Al fin y al cabo, ni él mismo estaba seguro de qué era. Sentía algo completamente distinto a cuando tuvo la aventura con Heidi, unos meses antes, que había sido poco más que un pequeño consuelo. Nika, por el contrario, le había tocado una fibra que hasta entonces ni siquiera había sospechado que tuviera. Cuando pensaba en ella —algo que hacía casi de continuo—, notaba un hormigueo en el estómago. Nunca le había sucedido nada parecido, estaba desconcertado y se sentía inseguro porque se veía del todo impotente frente a ese sentimiento.
Pia lo miraba desde abajo con la cabeza inclinada, esperando una explicación que él, lamentándolo mucho, no era capaz de darle. Tras unos segundos de silencio, también ella se levantó.
—Pues nos vemos más tarde —dijo con frialdad—. Ah, y si tus recados por casualidad te llevan hasta la tienda de animales de Friederike Franzen, podrías preguntarle por los hámsteres.
Se echó la mochila al hombro y abandonó la sala de reuniones sin volver a mirarlo.
Achim Waldhausen, secretario del Ministerio de Medio Ambiente de Hessen, no tenía tiempo de acercarse a Hofheim, así que fue Pia quien condujo hasta Wiesbaden.
No se explicaba el comportamiento de su jefe. ¿De verdad se había quedado embobado con aquel ratoncillo gris y mentiroso de la tienda de animales? Le costaba hacerse a la idea, porque esa mujer no encajaba en el patrón de sus conquistas habituales. Aunque tal vez fuera una reacción causada por la conmoción de la noche del miércoles. Un trastorno de estrés postraumático podía provocar cualquier cosa. Pia intentaba convencerse de que le daba igual lo que hiciera su jefe con su vida privada, pero tenía que reconocer que le sacaba de quicio cómo se estaba comportando con ella. Subió el volumen de la radio del coche, se encendió un cigarrillo y bajó un poco la ventanilla. No tenía sentido romperse la cabeza pensando en Bodenstein, así que se obligó a preparar mentalmente la conversación que tenía por delante. Con algo de suerte conseguiría alguna pista para corroborar sus sospechas sobre ese presuntuoso de Yannis Theodorakis.
Achim Waldhausen esperaba a la inspectora en su despacho y no necesitó ningún estímulo para soltar la lengua. Explicó que Theodorakis había sido compañero suyo, incluso algo parecido a un amigo, pero que de pronto le había mostrado su verdadero rostro. En la época en que dejó el ministerio por la empresa privada, explotó a fondo y con frialdad todos sus contactos e intentó sobornar a antiguos compañeros a cambio de ventajas para sus jefes.
—En realidad —dijo Pia interrumpiendo la perorata del secretario de Medio Ambiente— no me interesa saber quién se dejó sobornar. Estamos investigando dos muertes. Yo solo quería saber si le entregó usted a Yannis Theodorakis dos informes periciales que WindPro presentó para conseguir el permiso de construcción del parque eólico de Ehlhalten.
—De ninguna manera —repuso Waldhausen, consternado.
—Anteanoche mencionó su nombre en la asamblea vecinal —dijo la inspectora—. Afirmó que usted era el contacto de Stefan Theissen en el Ministerio de Medio Ambiente y que le dio el visto bueno al permiso en contra de su propia opinión.
—Eso es típico de ese hombre. —El secretario sonrió con rabia—. Mi departamento, tras un extenso examen de todos los peritajes y los estudios de impacto ambiental, autorizó en su momento la construcción del parque eólico siguiendo un procedimiento del todo normal. No había ningún motivo para rechazar la solicitud.
—¿Y los argumentos de la iniciativa ciudadana? —se interesó Pia.
Achim Waldhausen puso los ojos en blanco.
—Verá —dijo entonces—, todo el mundo prefiere la energía renovable, todo el mundo está en contra de la energía nuclear. Sin embargo, nadie quiere un parque eólico o una planta de biogás delante de la puerta de casa, muchas gracias. Esas iniciativas ciudadanas con sus políticas de bloqueo les cuestan millones de euros no solo a los inversores, sino sobre todo a los contribuyentes, porque alargan innecesariamente los procedimientos de autorización. Y, en la mayoría de los casos, detrás de ellas se esconden motivaciones egoístas.
—¿También en el caso del parque eólico de Ehlhalten?
—Uy, sí. —Waldhausen cruzó las piernas—. A Theodorakis no le interesa para nada el parque eólico. Quiere jugarle una mala pasada a su antiguo jefe, y para eso se servirá de cualquier medio.
—Mmm. ¿Conoce al señor Stefan Theissen en persona?
—Sí, desde luego. No es la primera central eólica que proyecta y construye su empresa en Hessen.
—¿Qué sucedería si se demuestra que los peritajes eólicos que se presentaron para el permiso del parque sí fueron falsificados?
El secretario de Medio Ambiente dudó.
—¿Para qué se iban a falsificar esos peritajes? —preguntó a su vez—. Un parque eólico que no funciona es un despilfarro millonario.
—¿Para quién?
—Para el explotador.
—¿Y quién será el explotador en el caso del parque eólico de Ehlhalten?
—Eso no lo sé muy bien. No estoy familiarizado con los detalles del proyecto. De ello se ocupan los especialistas de las distintas secciones de este organismo. De todas formas, no acabo de entender adónde quiere llegar con su pregunta.
—Y yo no acabo de entender cómo pudo conseguir WindPro un permiso de construcción para un proyecto que ni siquiera tiene claro el camino de acceso. A día de hoy todavía no se han determinado con exactitud los límites del terreno en el que se levantarán los molinos.
—¿Qué quiere decir con eso?
—Que, aquí, en el ministerio, alguien no prestó la atención necesaria cuando concedió el permiso. Y eso me extraña, porque conozco la meticulosidad con que se tramitan normalmente esos procedimientos de autorización. Se trata de un fallo grave. Con permiso o sin permiso, ese parque eólico no se puede construir.
—Se consensuaron diversas variantes del proyecto. —De repente Achim Waldhausen sí recordaba los detalles, por lo visto—. Para la variante A, WindPro había cerrado ya contratos preliminares con los propietarios de los terrenos. La variante B era algo más cara, pero no requería de ninguna inversión añadida, puesto que los terrenos afectados por el camino de acceso pertenecían al land y al municipio. Aun así, había varios obstáculos en cuanto a la protección natural que, en última instancia, no pudieron salvarse. Por eso solo pudimos considerar la variante A.
Pia pensó en los hámsteres.
—Y, entonces, ¿cómo es que de pronto se levantaron las protecciones paisajísticas y naturales, respectivamente, de los terrenos de esa zona en cuestión? —quiso saber.
—Los procedimientos exactos escapan a mi conocimiento —repuso el secretario de Medio Ambiente con rotundidad—. Las condiciones se cumplían. No teníamos ningún motivo para rechazar la solicitud para la construcción.
Todo aquello sonaba a un caso grave de nepotismo en el que tal vez no solo estaba implicado el Ministerio de Medio Ambiente, sino también el Ayuntamiento de Eppstein y quizá incluso el distrito y el land. Sin duda, Stefan Theissen había untado a los cargos adecuados, y Theodorakis lo sabía. De repente Pia comprendió que ese hombre, con sus confrontaciones abiertas, caminaba sobre hielo muy fino. Un antiguo colaborador que se iba de la lengua. La inspectora recordó la desmesurada agresión de Theissen hacia Theodorakis el miércoles por la noche. Era evidente que WindPro tenía muchísimo que perder si la construcción del parque eólico fracasaba, y Stefan Theissen no era un hombre que pensara permitir que eso ocurriera sin luchar. Pia dudaba que hubiera participado directamente en el asesinato de Ludwig Hirtreiter, pero estaba claro que no le venía nada mal. Theodorakis estaba en peligro y era demasiado arrogante para darse cuenta.
La inspectora le dio las gracias a Achim Waldhausen por haberla atendido y salió del despacho. De camino a la salida comprobó su móvil, que había puesto en vibración. Dos llamadas perdidas. Le devolvió a Kai la suya; su compañero había conseguido órdenes de registro para las casas, los apartamentos y los despachos de los hermanos Hirtreiter. A la una tenían reunión de planificación, después se pondrían en marcha.
—¿Y qué? —preguntó Kai—. ¿Qué te ha contado ese tipo?
—Dice que no le entregó nada a Yannis Theodorakis. La antipatía por su antiguo compañero es bastante evidente.
Pia fue hacia su vehículo, que había dejado unos doscientos metros más allá, delante de un concesionario de coches, para ahorrarse el poco práctico trayecto desde la planta del aparcamiento del ministerio. Una comodidad que le había costado una multa.
—Stefan Theissen consiguió ese permiso de construcción mediante sobornos, me juego lo que sea. —Arrancó el papelito azul del limpiaparabrisas y se lo metió en el bolsillo del pantalón—. Tengo el mal presentimiento de que acabo de sacudir un nido de avispas.
—Pero esas avispas no van tras de ti —repuso Kai.
—No —Pia se sentó al volante—, pero sí tras mi sospechoso preferido.
Oliver von Bodenstein dejó su coche en el aparcamiento, fingió no ver el parquímetro y torció hacia la zona peatonal. El café Kreiner se encontraba más o menos enfrente del Tchibo, donde el día anterior había tomado algo con Nika. Su padre estaba sentado a una de las mesas que había bajo el toldo bajado. Estaba pálido y demacrado, y delante tenía un trozo de tarta de fresas intacto.
—Bueno, ¿qué ha pasado? —preguntó Oliver, preocupado—. Parece que hayas visto un fantasma.
Se sentó y pidió un café. Sin leche ni azúcar.
—Es que… estoy todavía bastante afectado —contestó su padre mientras levantaba la taza de café; pero la mano le temblaba tanto que tuvo que dejarla de nuevo.
Pues ya tenemos algo en común, pensó Oliver. Desde la noche anterior había perdido el apetito, ni siquiera le tentaba la tarta de fresas que su padre había despreciado. El camarero le sirvió su café solo.
—Bueno —dijo—, pues cuéntame.
Heinrich von Bodenstein respiró hondo.
—Acabo de salir del notario —empezó a decir por fin—. Esta mañana me ha llamado y me ha pedido que fuera a verlo.
—Ah, o sea que sí era el testamento de Ludwig lo que había en el sobre.
—Sí. En realidad no se ha producido todavía la apertura oficial, pero el notario ha leído el testamento a petición de Gregor y Matthias.
Oliver miró a su padre con curiosidad.
—¿Y? ¿Te ha dejado algo?
—Sí —contestó el conde Von Bodenstein con voz sepulcral—. Sus terrenos. Todos ellos.
—Pero ¿también…? —empezó a preguntar Oliver sin poder creerlo.
—Por desgracia sí —confirmó su padre con tristeza—. También ese prado maldito.
—¡Dios santo! —exclamó Oliver al comprender lo que significaba eso.
¡Su padre sería el dueño del prado por el que WindPro estaba dispuesto a pagar tres millones de euros!
—Es increíble —dijo—. ¿Se lo has dicho ya a mamá?
—No. Acabo de enterarme hace solo una hora.
—Y ¿cómo han reaccionado los hijos de Hirtreiter? ¿Estaba Frauke también presente?
—No. Eso me ha extrañado. Ludwig le ha legado a ella la granja. Gregor y Matthias estaban fuera de sí, por supuesto, porque solo les ha tocado algo de dinero y la casa familiar de Elfi. Querían impugnar el testamento, pero el notario ha dicho que no tienen muchas probabilidades de sacar nada.
El conde no hacía más que moverse nervioso en su silla.
—Tendrías que haber visto a esos dos. —Soltó un hondo suspiro—. El odio con que me han mirado… Como si yo pudiera hacer algo.
—No pienses en eso —repuso Oliver—. ¿Le venderás el prado a WindPro?
—¿Estás loco? —Su padre lo miró estupefacto—. ¡Ludwig quería impedir la construcción del parque eólico! Me ha dejado a mí ese prado porque sabía que yo jamás haría algo que él mismo no quisiera hacer. En todo caso, lo que estoy pensando es si debo aceptar la herencia.
—Por supuesto que sí —dijo Oliver en un susurro, para que no le oyera el matrimonio que estaba sentado en la mesa de al lado—. Ludwig quería que tuvieras ese prado, pero él no puede decidir qué harás con él. A menos que esté especificado en el testamento.
¡Tres millones de euros! ¿Cómo podía dudarlo su padre ni un segundo?
—¡Oliver! ¿Es que no lo entiendes?
El conde miró nervioso a su alrededor y luego se inclinó hacia delante. Oliver vio en sus ojos una expresión que jamás le había conocido: miedo puro.
—¡Ludwig modificó el testamento hace solo seis semanas, como si sospechara algo! Puede que lo mataran por ese prado… ¡y ahora es mío! ¿Y si yo soy el siguiente?
—¿Cómo han permitido esos idiotas que se abra el testamento? —Stefan Theissen tenía que esforzarse para no gritar de lo furioso que estaba—. ¡Habíamos acordado explícitamente que esperaríamos!
—La codicia no tiene límites. —Enno Rademacher se encogió de hombros.
Costaba creerlo. Apenas la noche anterior, los hermanos Hirtreiter se presentaron allí y firmaron los precontratos para la venta del prado. Incluso habían compartido unas copas de champán después. Y de pronto resultaba que su padre no había dejado en herencia ese maldito terreno a sus hijos, sino a un amigo que también era un acérrimo detractor del parque eólico.
—¿Y una medida cautelar? —Theissen se apartó de la ventana.
Sus pensamientos giraban en círculo. En realidad no tenía ni un minuto para ocuparse de ese asunto, debía marcharse de inmediato. Dirk Eisenhut, el director del Instituto Climatológico de Alemania, habría llegado ya, quería comer con él y aprovechar para hablar del desagradable tema de los peritajes.
—Es muy difícil. —Rademacher estaba sentado a su escritorio con una expresión tirante y negaba con la cabeza. En el cenicero se consumía un cigarrillo—. ¿Contra quién vamos a presentarla? El propietario ha muerto, el heredero todavía no está inscrito en el registro de la propiedad, por lo que todavía no hay propietario. Puede alargarse mucho.
Un testamento tardaba un tiempo en ejecutarse y, si los Hirtreiter además lo impugnaban, pasarían meses, si no años, antes de que la propiedad estuviera clara.
—¡Joder, joder, joder! —maldijo Theissen, y se pasó una mano por el pelo—. Intenta acordar con él un precontrato. Ofrécele a ese tipo dinero, presiónalo, ¡yo qué sé! Todo el mundo tiene un precio. No podemos permitirnos ningún retraso. Si no hemos empezado antes del 1 de junio, el permiso de construcción habrá expirado.
—Eso ya lo sé —repuso Rademacher, y tosió—, pero también hay otro problema.
—¡Cómo odio esa palabra!
—Ludwig Hirtreiter le ha dejado sus terrenos al conde Heinrich von Bodenstein, y resulta que su hijo es el tipo de la Policía judicial que investiga lo de Grossmann.
—Encima eso. —Stefan Theissen inspiró hondo y reflexionó.
Habían invertido demasiado para dejar morir el proyecto sin más. Si el parque eólico no se construía, WindPro estaba acabado y ese incordiante de Theodorakis, que les había armado todo aquel alboroto, saldría triunfante. Eso no podía permitirlo de ninguna manera. De pronto se le ocurrió una idea. Se volvió hacia Rademacher.
—Lo que ya funcionó una vez podría volver a funcionar —dijo—. Primero lo hablaremos con el viejo y, si este se opone, con el hijo. Los policías son funcionarios, y los funcionarios suelen ser de la opinión de que ganan muy poco dinero.
—¿Quieres sobornar a un policía? —A Rademacher le sobrevino un nuevo ataque de tos y apagó el cigarrillo.
—¿Por qué no? —Theissen arrugó la frente—. Dos terceras partes de nuestros amigos son funcionarios, y ni a uno solo de ellos tardamos en convencerlo.
Rademacher le lanzó una mirada de duda.
—Ya se te ocurrirá algo —dijo Theissen—. Primero ve hasta allí y hazle una oferta al viejo. Una que no pueda rechazar.
Sonrió al darse cuenta de a quién acababa de citar y consultó su reloj. Ya iba siendo hora de salir si no quería cabrear a Dirk Eisenhut más aún.
Como su padre, con la impresión, ya se había tomado dos licores de pera en el notario y luego un coñac doble en el café Kreiner, fue Oliver quien condujo el desvencijado todoterreno verde. En la salida a la carretera los adelantó un Porsche con un motor ruidoso que se alejó como una flecha negra. Oliver se sorprendió pensando que con tres millones en su haber podría permitirse un deportivo como aquel.
Y de repente cayó en la cuenta de que tenía un montón de sueños y que ese dinero no le iría nada mal para hacerlos realidad. Un coche nuevo, por ejemplo. Después de haber dejado su BMW para chatarra el noviembre anterior, utilizaba un coche de servicio de la Policía. No era algo permanente, como tampoco lo era vivir en la cochera de la granja familiar, aunque ya llevaba cinco meses allí. Sin embargo, un apartamento bonito costaba… dinero. Un dinero que él no tenía y que nunca podría conseguir. A menos que fuera capaz de convencer a su padre de que dejara a un lado todas las consideraciones morales y aceptara la oferta de WindPro. Aquello no era nada ultrajante, a fin de cuentas, sino un simple negocio. Oferta y demanda. Un golpe de suerte como no volverían a tener otro.
¡Tres millones! Un coche nuevo, una vivienda en propiedad con una cocina elegante. Un crucero por el Báltico en un gran velero con destino a San Petersburgo. Una casa de vacaciones… Ahí se le iría acabando el presupuesto, porque, claro, desafortunadamente habría de compartirlo con Theresa y Quentin. Aunque ¿por qué? Theresa, siendo realistas, no necesitaba dinero, ella ya tenía suficiente. Y Quentin se había hecho cargo de la finca y del castillo; Theresa y él mismo habían renunciado a su herencia en su favor. Si su hermano pequeño tuviera unas ideas y un estilo algo más comerciales, ambas cosas podrían ser una verdadera mina de oro.
Cuando giró por la calle que llevaba a la finca, constató con sobresalto que ya estaba pensando en cómo arrebatarles a sus hermanos su parte de la herencia. Educado desde pequeño en el ahorro, él siempre se había tenido por una persona para quien el lujo no significaba demasiado. Su suegra era una mujer adinerada y, gracias a su discreto apoyo, Cosima y él habían podido vivir sin ninguna preocupación, pero el inspector jefe nunca habría permitido que Gabriela le financiara un deportivo o unas vacaciones.
Miró de reojo a su padre, que estaba sentado en el asiento del acompañante, mudo y visiblemente rendido. Sus hermanos y él no tendrían acceso a ese dinero hasta que sus padres murieran. Al instante se avergonzó de esos pensamientos egoístas y codiciosos. ¡Cómo se le había ocurrido imaginar algo así! Poco antes de llegar al aparcamiento de la finca Bodenstein, su padre rompió el silencio.
—El martes por la noche, después de la pelea con Yannis, Ludwig me explicó que Stefan Theissen y su compañero Rademacher habían ido a verlo esa mañana a la granja —dijo, y carraspeó—. Llevaban consigo un borrador del contrato y un cheque, y le presionaron para que firmara.
—¿Un cheque?
Oliver no le recriminó a su padre que hubiera olvidado contárselo antes. Era comprensible, después de todo lo que había vivido.
—Sí, imagínate: un cheque de tres millones de euros.
—¿Y qué hizo Ludwig?
—Rompió el cheque y azuzó a Tell para que los echara. —Una breve sonrisa se estremeció en el rostro demacrado del conde, pero se extinguió al momento—. Theissen consiguió llegar a su coche. Rademacher también, solo que con los pantalones desgarrados.
Stefan Theissen estaba fuera, pero el director de ventas de WindPro, Enno Rademacher, lo atendió. No negó que le habían hecho una visita a Ludwig Hirtreiter el martes por la mañana.
—Esperábamos poder hablar con él de una forma sensata —le contó a Oliver—. A fin de cuentas, dos años antes, cuando se realizaron las primeras planificaciones para el parque eólico, se había mostrado dispuesto a vender el prado o arrendarlo a largo plazo. De repente le entraron remordimientos de conciencia por motivos incomprensibles y ya no quiso saber nada más.
El director de ventas de WindPro se sentó tras su escritorio. Su despacho era más pequeño y más oscuro que el de Theissen. Las estanterías repletas, que llegaban hasta el techo, hacían que la sala pareciera una cueva.
—¿Le molesta si fumo?
—No. —Oliver negó con la cabeza—. ¿Qué sucedió después?
—Intentamos dejarle claro que esa carretera no le acarrearía prácticamente ningún perjuicio. —Rademacher dio una calada al cigarrillo como si quisiera fumárselo hasta el filtro de una tacada, después lo dejó en el cenicero—. No será una autopista, sino un estrecho camino de asfalto que solo se utilizará con frecuencia durante la fase de construcción. Después, algún técnico pasará por allí de vez en cuando, pero por lo demás no habrá tráfico ni ninguna molestia. Los molinos de viento estarán tan alejados, en la cresta de las montañas, que Ludwig Hirtreiter apenas los vería desde su granja. Pero seguía obstinado.
—Estaban dispuestos a pagarle tres millones de euros —dijo Oliver—. ¿No habría sido más fácil y más barato llegar al terreno por otro camino? ¿Y los otros prados que hay alrededor?
—Créame, hemos comprobado todas las posibilidades. No estamos encantados con la idea de pagarle tanto dinero a alguien, pero todos los terrenos que ofrecen posibilidades son de Hirtreiter. En todas las demás variantes, las organizaciones ecologistas y las autoridades de protección de la naturaleza se oponen. Tendríamos que atravesar por mitad del bosque. Una considerable inversión suplementaria.
—La muerte de Ludwig Hirtreiter les resulta muy oportuna, entonces.
—¿Qué quiere decir con eso? —Rademacher lo miró entornando los ojos.
—Con sus hijos seguramente tendrán menos problemas —contestó el inspector jefe.
—Es cierto, sí. Esos caballeros habrían accedido a la venta de inmediato.
—¿Habrían? —preguntó Oliver.
Enno Rademacher le dio otra calada a su cigarrillo, después lo apagó en el cenicero y se puso de pie.
—Señor Von Bodenstein —dijo, y metió las manos en los bolsillos del pantalón—, basta ya de jueguecitos. Estamos al tanto del cambio en las condiciones de la herencia, y supongo que usted también.
El inspector jefe no dejó que notara su sorpresa. La cita con el notario se había producido tan solo dos horas antes.
—Sí, así es —confirmó tras una breve vacilación.
—Tanto mejor. —Rademacher rodeó el escritorio y se apoyó en el borde—. Entonces no me andaré con muchos rodeos. Se nos echa el tiempo encima. Por desgracia, pueden pasar meses hasta que su padre figure en el registro de la propiedad como nuevo propietario, de ahí que pensemos presentarle hoy mismo un precontrato y hacerle una oferta de compra en condiciones similares a las del señor Hirtreiter.
—No harán eso —replicó Oliver con aspereza.
—¿Es que acaso quiere prohibírnoslo? ¿Por qué? —Toda amabilidad desapareció del rostro de Rademacher, sus ojos adoptaron una expresión desagradablemente calculadora—. Su padre es…
—Mi padre es un hombre mayor que está muy afligido por la muerte de un amigo —lo interrumpió el inspector jefe—. Como imaginará, esta herencia inesperada ha representado una enorme carga moral para él.
—Sí, puedo imaginarlo, y tiene mi más sentido pésame —dijo Rademacher aparentando comprensión—, pero es que para nosotros el proyecto del parque eólico tiene prioridad absoluta. Estamos hablando de mucho dinero y muchos puestos de trabajo. —Fingió reflexionar un momento y luego miró a Oliver a la cara—. Pero ¿sabe una cosa? —dijo entonces, como si acabara de ocurrírsele una idea en ese mismo instante—. Tal vez podría influir usted en su señor padre. Decirle que no haga nada que perjudique a sus hijos.
En la cabeza de Oliver se dispararon todas las alarmas. Aquel hombre, con ese traje marrón tan poco favorecedor y esa corbata de mal gusto, parecía tan inofensivo como un vendedor de aspiradoras. Sin embargo, tras ese exterior amable acechaba algo peligroso.
—Cuidado —advirtió antes de que Rademacher siguiera hablando—. Piense usted muy bien lo que va a decir.
—Oh, ya lo hecho. La verdad es que hoy he estado francamente trabajador. —Rademacher sonrió, relajado. Se cruzó de brazos y ladeó la cabeza—. La finca cuya dirección asumió su hermano en sustitución de su padre se encuentra muy endeudada desde la construcción del picadero, y la explotación agrícola no es rentable. En principio, toda la propiedad se financia solo gracias al restaurante del castillo, que funciona de maravilla.
Oliver miró fijamente al hombre, cada vez con mayor malestar. ¿Adónde quería llegar?
—Ahora imagine usted por un momento —prosiguió Rademacher con su tono distendido— que de pronto el restaurante ya no fuera tan bien. Un pequeño escándalo en cuanto a la materia prima, sobre el que la prensa sin duda se lanzaría entusiasmada, o la renuncia del chef. Se tarda mucho menos en destruir una buena reputación que en forjarla. ¿Cree que podría salvar usted el negocio con su sueldo de funcionario?
Oliver se quedó tan descolocado que no dijo nada durante unos instantes. Sentía cómo la sangre le afluía a la cara.
—Eso es chantaje —murmuró con voz ronca.
—Ah, no, querido señor Von Bodenstein, yo no lo llamaría así. —Enno Rademacher volvió a sonreír, con una breve sonrisa—. Es una visión de futuro desagradable, lo reconozco, pero no del todo inconcebible. Con tres millones, por el contrario, su familia se libraría de todas las preocupaciones. Igual que nosotros. Un acuerdo bueno para ambas partes. Piénseselo un poco con tranquilidad y ya me llamará luego.
A media tarde, cuando Mark se levantó y salió de casa, toda su familia había desaparecido. Dos pastillas habían reducido su dolor de cabeza hasta un nivel soportable, volvía a poder abrir los ojos sin sentir mareo.
Aunque se había hecho el firme propósito de no ir a ver a Ricky, el ansia de estar con ella pudo más. Diez minutos después dejó su moto junto al recinto de los perros, al lado del establo. Por allí se veía mucho movimiento y había numerosos coches aparcados a izquierda y derecha del camino asfaltado que pasaba por debajo de la casa de Ricky. El curso para cachorros ya había empezado. El corazón se le aceleró al verla. Ella, sonriendo, le guiñó un ojo igual que siempre.
Mark se apoyó en la valla y la observó mientras hablaba con los propietarios de los cachorros y les explicaba con paciencia cómo atraer la atención de sus mascotas. Se sintió aliviado y al mismo tiempo decepcionado al verla tan recuperada. No sabía por qué, pero había supuesto que la noche anterior le habría dejado alguna huella, un estigma visible, como ojeras, arañazos o moratones. En cambio, nada. Cuando su mirada recayó en la boca de Ricky, se estremeció.
Había vuelto a ponerse ese corpiño provocativo que le estaba tan estrecho y cuyo amplio escote dejaba ver mucho más que el principio de sus pechos bronceados. Un hombre mayor con un cachorro de bóxer flirteaba con ella sin ningún disimulo. Ricky sonreía divertida por sus cumplidos y ladeaba la cabeza con coquetería. Mark se puso celoso al instante. ¿Es que no sospechaba lo que estaba pensando ese viejo verde? ¡No hacía más que comerse con los ojos sus pechos y su trasero! ¡Si Ricky fuera su novia, le prohibiría terminantemente llevar esos tops! Mark se aferró al poste de la valla. Cuando vio que el vejestorio, encima, le ponía una mano en el hombro, casi no pudo soportarlo. ¿Qué se creía ese capullo? De repente alguien le dio una palmada en la espalda y él se volvió, sobresaltado.
—Eh, colega. —Allí delante estaba Linus, el líder de la pandilla más guay del instituto, que nunca hablaba con él—. ¿Cómo tú por aquí?
—Es que todavía tengo que hacer servicios comunitarios —mintió Mark sin pensarlo, y enseguida se enfadó consigo mismo.
—¿De verdad, todavía? Menudo coñazo. —Linus se apoyó en la valla a su lado—. Yo he venido con mi abuelo. Se ocupa del nuevo chucho de mi madre, porque a ella no se le dan nada bien los animales. —Linus hizo un gesto con la cabeza en dirección al viejo del bóxer y soltó una risita—. Pero yo creo que él más bien viene por esa tía buena —confesó bajando la voz—. Está colado por ella.
Mark tenía a ratos calor y a ratos frío.
—¿A quién te refieres? —Se sentía imbécil—. ¿A Ricky?
—Claro. Está buenísima, ¿no crees? Un poco arrugada, vale, pero tampoco es que mi abuelo sea un tío cachas.
Mark nunca había podido soportar a Linus y en ese momento empezó a odiarlo. Sintió cómo se le retorcía el estómago de rabia. ¿Cómo se atrevía a hablar tan despectivamente de Ricky? Le hubiese gustado soltarle un guantazo en toda la cara, primero a él y luego al salido de su abuelo.
—No veas la suerte que tienes de poder trabajar aquí, colega. Esto son como unas vacaciones —siguió diciendo Linus sin malicia—. A mí una vez me metieron en la cocina de la guardería y fue una mierda, tío. ¡Para vomitar! Oye, a ti también te pone la vieja, ¿a que sí?
—¡Qué va! —Mark apartó enseguida la mirada de Ricky—. No digas chorradas. Si es un vejestorio. De verdad que no me gusta.
Enseguida se avergonzó. Menudo gallina estaba hecho.
El curso terminó por fin y los dueños de los perros dejaron corretear un poco más a sus mascotas. El abuelo de Linus le estaba soltando un rollo a Ricky, y ella parecía encontrar de lo más interesante cada una de sus palabras. Se reía y meneaba las caderas. Mark estaba a punto de estallar de celos y de asco hacia sí mismo. «¡Sí, Ricky es genial! Para mí es la tía más enrollada del mundo. Me mola mogollón», tendría que haberle dicho a Linus. Pero en lugar de eso se había quedado callado porque tenía miedo de que Linus se burlara de él.
—¡Vamos, abuelo! ¡Que tengo que ir a entrenar! —gritó el chico al final, y luego le dio un golpe a Mark en el hombro—. Nos vemos, colega. ¡Adiós!
—Sí, adiós —dijo Mark.
Ojalá no volvamos a vernos nuca, imbécil de mierda, pensó. Después echó a andar en la dirección contraria.
—¡Mark! —exclamó Ricky justo en ese momento—. ¡Mark, espera!
Linus estaba todavía allí cerca y se lo quedó mirando, así que Mark dio media vuelta con una indiferencia exagerada.
—¿Qué pasa? —preguntó.
Ricky se acercó a la valla.
—Tengo que ir un momento al refugio de animales. Imagínate, la propietaria de nuestro viejo jack russell ha dado señales de vida. Estaba en el hospital, y preocupadísima porque su perro había desaparecido. Seguramente se escapó de la guardería canina a la que lo había llevado. —Sus ojos azules relucían.
—Eso es genial. ¿Quieres que vaya contigo y te ayude a darles de comer? —ofreció Mark.
—No, no, puedo yo sola. Pero hoy mis perros se han movido muy poco. ¿Te importaría dar una vuelta con ellos y llevarlos luego a casa?
Se sintió algo decepcionado, pero asintió.
—No, claro que no.
—Eres un cielo. —Ricky le puso un momento la mano en el brazo—. ¡Hasta luego!
Hacía mucho bochorno. Después de la lluvia de los últimos días, la temperatura había subido y de pronto el cielo amenazaba con tormenta. Los dos batientes de la ventana de la cocina que daba a la terraza estaban abiertos, pero no corría ni una pizca de aire. Nika estaba ensimismada frente a los fogones, dando vueltas a las piezas de ternera que iban tomando color en la cazuela a fuego vivo. La campana extractora estaba a máxima potencia y por eso no oyó cómo se cerraba la puerta de entrada, así que se sobresaltó cuando Yannis la abrazó de pronto desde atrás.
—¡Para! —murmuró, y se volvió entre sus brazos—. ¿Te has vuelto loco?
—Aquí no hay nadie más —contestó él.
Intentó besarla, pero Nika lo rehuyó.
—Ahora no —dijo, buscando pretextos—. Se me quemará la carne.
—Mmm, huele muy bien. ¿Qué vas a hacer?
Yannis miró con curiosidad el interior de la cazuela.
—Osobuco. —Nika se apartó un mechón de pelo de la cara.
Él sacó una botella de agua de la nevera y desenroscó el tapón. El gas se escapó con un siseo.
—Por cierto, ayer te vi hablando en el aparcamiento del Rewe con ese tipo de la Judicial —comentó como de pasada—. ¿Qué quería de ti?
Nika se asustó, no había contado con eso. Pensó desesperadamente qué debía responder. Cuando Oliver von Bodenstein y ella salieron juntos del supermercado, se sentaron en el coche a hablar un rato y, cuando por fin paró de llover, dieron un paseo. Pero no podía contarle eso a Yannis.
—Me lo encontré por casualidad haciendo la compra. Quería saber cuándo vi a Frauke por última vez —contestó, fiel a la verdad. Al fin y al cabo, para eso había ido Oliver von Bodenstein a la tienda.
—Ah, y ¿por qué?
—Por lo visto ha desaparecido. —Nika se encogió de hombros y se volvió—. Hoy tampoco la he visto en todo el día.
—Frauke odiaba a muerte a su viejo. A saber si no se lo habrá cargado ella.
Yannis empezó la botella dándole un par de tragos. Tenía la asquerosa costumbre de beber a morro.
—Sí, sí —dijo sin pensar—, todo el mundo tiene sus secretos.
Sobre todo tú, pensó Nika al recordar la sangre que vio en su ropa. Después de la pelea con Ludwig se metió directamente en el coche y no volvió a casa hasta entrada ya la madrugada. A veces Yannis se enfurecía tanto que lo creía capaz de matar.
Sin embargo, guardó silencio y empezó a trocear cebolla, tomate y pimiento rojo.
—Hablando de secretos… —Yannis reprimió un eructo y se sentó en una de las sillas de la cocina—. Como hace poco te asustaste tanto al leer el periódico, me entró curiosidad.
Ella sentía su mirada como un puñal clavado en la espalda. Le sudaban las manos.
—Hojeé el periódico con atención, página a página —siguió diciendo él.
Nika dio media vuelta. Yannis se había echado una pierna por encima de la rodilla y tenía los brazos cruzados detrás de la cabeza. Sonreía satisfecho sin quitarle los ojos de encima.
—Y entonces me encontré con el anuncio de la conferencia del profesor Eisenhut. ¿Sabías que salen varios cientos de resultados si buscas su nombre y el tuyo juntos en Google?
—No me extraña, Eisenhut fue mi jefe durante muchos años. —Nika intentó mostrarse tranquila aunque en su cabeza arreciaba un furioso temporal. Yannis no podía hacer nada con lo que sabía. ¿O sí?—. Fui su ayudante.
¿Por qué no se lo había dicho ya la otra noche, si lo sabía desde hacía unos días? ¿Qué estaba tramando?
—Me molesta un poco que no me hayas contado nada de todo eso —dijo él—. Te has pasado meses enteros oyéndome hablar de tu especialidad y haciendo como si no tuvieras ni idea. ¿Por qué?
De repente había algo imprevisible en su mirada. Un miedo frío atenazó el corazón de Nika hasta el punto de que casi le impedía pensar. ¡No podía permitirse ningún error! Era imposible que Yannis supiera nada, solo había descubierto su nombre y que había sido la ayudante de Dirk. Pero la sonrisa había desaparecido de su cara y sus ojos oscuros la miraban fijamente.
—¿Por qué no me acompañas esta noche a su conferencia, doctora Sommerfeld? —le propuso con una sonrisilla inofensiva—. Imagínate cuánto se alegrará tu jefe de volver a verte.
Eran poco más de las seis y media de la tarde cuando Oliver subió la escalera despacio y enfiló el pasillo hacia los despachos de la K 11. Por una puerta abierta salía un murmullo de voces. Casi toda la plantilla de la comisaría local de la Policía judicial de Hofheim se había hecho un hueco en la sala de reuniones. Él hubiera preferido pasar de largo hasta su despacho, pero Pia lo vio y se abrió paso hacia él con cara de pocos amigos.
—¿Dónde te has metido todo el día? —preguntó con un claro reproche que Oliver no podía tomarle a mal—. He intentado localizarte un millón de veces. ¿Por qué no has contestado mis llamadas? ¡Aquí se ha armado una gorda!
El inspector jefe no se vio capaz de contarle lo de Rademacher ni lo del aciago testamento de Ludwig Hirtreiter. Era demasiado fuerte para una conversación de pasillo.
—Lo siento —empezó a decir—, es que…
Pero se quedó callado en cuanto se abrió la puerta del despacho del fondo. La comisaria jefe Engel salió y se les acercó con un repiqueteo de tacones y una cara que no presagiaba nada bueno.
—Te tiene en el punto de mira —le susurró Pia—. El coche de Frauke Hirtreiter… Quería decírtelo, pero es que no contestabas al teléfono.
—Vaya, el señor inspector jefe se ha dignado aparecer al fin —espetó Nicola Engel, de visible mal humor—. Empezamos. Por favor…
Oliver y Pia entraron en la abarrotada sala de reuniones. Dieciocho compañeros de diferentes departamentos habían reforzado el equipo de la K 11 y estaban sentados o de pie alrededor de la mesa alargada.
Al ver a la comisaria jefe, las conversaciones cesaron y se hizo un silencio absoluto. Todos, menos Bodenstein, parecían sospechar lo que vendría a continuación. Nicola Engel se sentó a la cabecera de la mesa y el inspector jefe tomó asiento a su lado, junto a Pia.
—Estoy francamente enfadada —empezó a decir la comisaria jefe con tono glacial—. La inspectora Pia Kirchhoff acaba de informarme sobre una metedura de pata vergonzosa, y yo quiero saber, aquí y ahora, cómo ha podido suceder. ¿Por qué no se había dado cuenta nadie de que la sospechosa que buscamos no había utilizado ese vehículo que con tanto esfuerzo intentábamos localizar?
Oliver, que no entendía ni una palabra, permaneció allí sentado con semblante impasible, esperando poder deducir algo más de las siguientes declaraciones de Nicola Engel.
—Autorizo que dieciocho compañeros sean retirados de sus casos actuales para reforzar el trabajo de la K 11, ¡y esto es lo que sucede! Un equipo tan numeroso solo tiene sentido si hay alguien en situación de coordinarlo con eficiencia, y me parece que no ha sido el caso.
Con una de sus temidas miradas de rayos X, la comisaria jefe fue repasando las caras de todos los presentes. La mayoría bajaban los ojos o miraban de reojo a Oliver, contra quien iban dirigidos aquellos reproches en realidad.
—¡Estos informes que tengo son un caos absoluto! —La jefa dio unos expresivos golpecitos con el dedo índice en las dos carpetas que tenía ante sí sobre la mesa—. Aquí solo hay una sucesión de suposiciones confusas. Faltan pruebas contundentes de principio a fin. ¡Y, encima, este patinazo de hoy! Estamos a años luz de resolver los casos Grossmann y Hirtreiter…, y hablo en plural con toda intención, ¡porque esta investigación chapucera salpicará a la dirección de nuestra comisaría!
Un silencio incómodo. Ni toses, ni carraspeos; todo el mundo parecía estar conteniendo el aliento.
—Inspector jefe Kröger, ¿podría explicarme quizá cómo es que ninguno de los suyos miró en el garaje? —preguntó Nicola Engel.
Sin embargo, fue Oliver quien tomó la palabra.
—Si se ha cometido algún error —dijo, todavía sin saber qué había encolerizado tanto a su jefa—, el responsable soy yo, ya que dirijo la investigación.
La comisaria se volvió hacia él.
—Ajá. De manera que dirige usted la investigación. Pues hoy no me ha dado esa impresión. ¿Dónde ha estado todo el día? —Era imposible no percibir el sarcasmo de su voz.
—He estado fuera, trabajando. —Oliver le sostuvo la mirada.
La situación se convirtió de repente en un duelo público de poder, y el inspector jefe no pensaba doblegarse. No tenía intención de disculparse, como tampoco de justificar sus actos. No en ese momento, y mucho menos en ese lugar.
—Eso ya lo aclararemos. —Su jefa lo fulminó con la mirada.
Oliver casi pudo oír cómo le rechinaban los dientes de rabia cuando, al final, fue ella la primera que miró hacia otro lado para salvar la situación.
—Kirchhoff, por favor. Empiece —le ordenó Engel a Pia, y sus ojos dispararon una mirada furibunda a la que Oliver solo reaccionó levantando un instante las cejas.
Él se esforzó por seguir las explicaciones de su compañera, pero al cabo de pocos minutos sus pensamientos se fueron por otros derroteros.
Durante sus más de veinte años en la Policía, varias veces se había encontrado con intentos de soborno, pero nunca se había sentido seriamente tentado. Su integridad significaba mucho para él. Entonces, ¿por qué no le había despertado una auténtica indignación moral esa oferta de cohecho de Rademacher? ¿De verdad había sido una oferta, o lo había entendido mal? En sentido estricto, el director de ventas de WindPro solo había dicho que no le perjudicaría convencer a su padre para que vendiera el prado. Ni el investigador de asuntos internos más malintencionado podría considerar eso como un auténtico intento de soborno.
Con todo, ¿qué debía aconsejarle a su padre esa noche? Tenía que hablar con Quentin y con su mujer de esa vaga amenaza de Rademacher, aunque entonces ellos le exigirían enseguida a su padre que vendiera el prado para no verse metidos en serias dificultades económicas.
Si la cosa llegaba tan lejos, si su padre decidía ceder ante la petición de sus hijos y vender el terreno a WindPro en contra de sus convicciones personales… ¿se habrían dejado presionar? Y, aun en tal caso, ¿tenía eso alguna importancia, hablando de tres millones de euros?
Oliver suspiró por dentro. Esa sería la solución más fácil, y además lucrativa, pero no era realista esperar que su padre cambiara de opinión. Se pondría tan terco como Ludwig Hirtreiter. Por otros motivos, cierto, pero eso a Enno Rademacher le traía sin cuidado. Y él no dudaba ni un segundo de su crueldad despiadada.
—¿Y bien? —Yannis seguía mirándola—. ¿Por qué has mantenido tan en secreto tu pasado?
Estaban sentados a la mesa de la cocina, uno frente a otro. El osobuco estaba en el horno y en los fogones hervían unas patatas. Nika se había recuperado del sobresalto inicial y sopesaba si contarle la verdad a Yannis para que comprendiera la gravedad de la situación. Él había decidido asistir esa noche a la conferencia de Dirk Eisenhut. Solo para provocar a Stefan Theissen. Pero ¿se conformaría con eso? Yannis era como una bomba de relojería, estaba cegado por la sed de venganza y por su orgullo herido.
—Trabajé durante quince años sin apenas un día de vacaciones, hasta que ya no pude más. —Nika se decidió por seguir mintiendo. No confiaba en él—. Sufrí un colapso emocional. Nada me salía bien. Mi jefe no tuvo comprensión conmigo, por eso poco antes de Navidad decidí dejarlo todo y dimitir.
Yannis la miró. Nika percibía la duda en sus ojos.
—Caray, Nika. —De repente alargó el brazo sobre la mesa y puso una mano sobre la suya—. Tú y yo podríamos conseguir muchas cosas juntos. Fuiste la ayudante del papa climático de Alemania, tú… ¡eres una verdadera infiltrada! También yo era muy bueno en mi trabajo antes de que mi jefe me diera la patada, y ahora no consigo volver a poner un pie en el sector.
Le soltó la mano y se levantó.
—Stefan Theissen es un codicioso hijo de puta. Toda esa chorrada del ecologismo le importa una mierda. ¿Sabías que antes fue un pez gordo del gigante energético RWE? Responsable del departamento de energía nuclear. Junto con un par más del lobby de las nucleares, en los años ochenta tuvieron la gloriosa idea de inventarse prácticamente la problemática del clima para justificar la construcción de más y más centrales nucleares nuevas. La energía atómica como alternativa a la emisión de CO2, por así decir.
Yannis metió las manos en los bolsillos de los vaqueros mientras caminaba de un lado a otro de la cocina. Nika lo miraba con inquietud.
—Los políticos de todo el mundo estuvieron encantados de aferrarse a eso —prosiguió—. Como la deforestación y el agujero de ozono no les habían dado resultado, una catástrofe climática causada por la acción del hombre les venía de perlas. Hoy en día se puede justificar casi cualquier cosa en nombre de la llamada protección medioambiental, cualquier prohibición, cualquier subida de impuestos. Los poderosos del mundo han vuelto a encontrar un enemigo maravilloso que amenaza a toda la humanidad y que ya no se llama Unión Soviética ni bomba atómica, sino dióxido de carbono.
Nika lo escuchaba en silencio. Conocía los argumentos de quienes consideraban exagerada en exceso la política mundial sobre el clima, y desde hacía ocho meses sabía que tenían razón. Las voces de los escépticos del cambio climático cada vez se hacían oír más. Cada vez más científicos de renombre tildaban de patraña esa supuesta catástrofe climática mundial provocada por el hombre y podían documentar sus opiniones con números y datos. Sin embargo, a pesar de las crecientes protestas en contra de una lucha legislada contra la emisión de CO2, ni los políticos y ni la ONU habían cambiado de rumbo. Nika también había estado convencida de que actuaba correctamente; bueno, hasta el día que tropezó con Cieran O’Sullivan en Deauville.
Yannis se detuvo frente a la mesa y se encorvó hacia ella.
—Nuestro inteligente amigo Stefan Theissen fue uno de los primeros que se subió al tren de las energías renovables —dijo—. El gran chiste de todo esto es que su empresa y sus proyectos están financiados por los mismos que perforan en todo el mundo en busca de petróleo y carbón. Pero eso no lo ve nadie. Igual que la gente tampoco se fija en que, con la aceptación mundial del gran timo del clima, quienes se enriquecen en primer lugar son los investigadores climáticos, los medios, la industria y la política. ¡Contra eso lucho yo! Contra una ecodictadura mundial basada en una mentira y de la que se aprovecha un puñado de gente: personas como Theissen y tu antiguo jefe. Ese estúpido parque eólico me trae sin cuidado, pero es una forma de sacar a la luz pública los chanchullos de esa mafia.
El brillo fanático de su mirada hizo que Nika sintiera miedo. Se estremeció a pesar del calor sofocante. Lo que Yannis había dicho en último lugar era una burda mentira. Al contrario que Cieran O’Sullivan, él no luchaba ni mucho menos por verdadera convicción contra algo que consideraba falso, para Yannis la salvación del mundo no significaba nada. Yannis solo ansiaba venganza por la humillación que había sufrido de manos de Theissen, y para ello había instrumentalizado la iniciativa ciudadana. Lo siguiente sería utilizar el nombre de ella para perjudicar a su enemigo, y Nika no podía permitirlo. ¡De ninguna manera!
—Yannis —dijo, suplicante—, no tienes idea de lo peligroso que es todo lo que dices.
—Me da igual. —Él desechó sus reparos con un impaciente movimiento de la mano—. Alguien debe tener el valor de decirlo en voz alta. No tengo miedo.
—Pues deberías tenerlo. La gente a la que denuncias es poderosa y no se anda con chiquitas —susurró Nika—. Créeme, sé hasta dónde son capaces de llegar. No te metas con ellos.
Yannis ladeó la cabeza y la miró con ojos escrutadores.
—Tú no vives en nuestro sótano porque necesites recuperarte después de un colapso emocional, ¿verdad?
Nika no contestó. Se levantó y fue a los fogones para comprobar cómo iban las patatas. Él se acercó a ella por detrás, le puso las manos en los hombros y la volvió hacia sí.
—Sabes que tengo razón. ¡Ayúdame! ¡Apóyame! —exigió.
—¡No! —replicó Nika con vehemencia—. No quiero tener nada más que ver con todo eso. ¡Y tampoco quiero que me utilices para vengarte de tu antiguo jefe!
Yannis le clavó una mirada penetrante.
—Yo no quiero utilizarte —afirmó fingiendo indignación.
Por supuesto que sí, pensó Nika. Había cometido un error enorme al permitir que Yannis se le acercara tanto. Susceptible como era, se tomaría como algo personal cualquier forma de rechazo, y eso podía tener unas consecuencias terribles.
¿Debía correr el riesgo de decirle a Yannis toda la verdad para que comprendiera lo grave que era su situación? No. Imposible. Con ello se estaría poniendo enteramente en sus manos.
La tensión de su interior hizo que le temblara todo el cuerpo. El agua de las patatas se estaba saliendo, las gotas se evaporaban con un siseo al caer en los fogones calientes, pero Nika no se daba cuenta. Fuera ladró un perro, luego el otro.
—Si esta noche vas allí —susurró en tono conspirativo—, tienes que prometerme que no mencionarás mi nombre. Bajo ningún concepto.
Él no podía querer causarle ningún problema, a fin de cuentas le gustaba, o eso le había asegurado. Pero ¿era cierto o lo había dicho solo por decir? Ningún hombre era sincero cuando la libido le arrebataba el control a la sensatez. ¿Por qué iba a ser Yannis una excepción?
—Te lo prometo —repuso él, quizá demasiado deprisa para parecer creíble.
De repente Nika ya no pudo soportar más su presencia y su cercanía pegajosa, esas manos húmedas sobre sus brazos; aún así, superó su aversión, le tomó el rostro con ambas manos y lo besó. La lengua de Yannis penetró con un ansia desenfrenada en su boca. La rodeó con sus brazos y apretó el abdomen contra el de ella. Nika hubiese querido apartarlo de un empujón, clavarle la rodilla en los huevos y hundirle un cuchillo de cocina entre las costillas. No había sentido tanto asco por una persona en toda su vida, pero, si lo rechazaba en ese momento, Yannis la odiaría. Con una fuerza inesperada, él la levantó y la sentó en el borde del fregadero. Le subió la falda con la mano y tiró de sus bragas con tanta impaciencia que rompió la tela.
—¡Oh, Nika, Nika! Estoy loco por ti —murmuró casi ininteligiblemente.
Se colocó entre sus piernas y frotó su erección contra el cuerpo de ella sin dejar de gemir. ¿De verdad creía que eso le gustaba, que la excitaba? Nika apartó la cabeza, cerró los ojos y se mordió el labio. Había sido ella la que había empezado a jugar con fuego, así que tendría que seguir la partida. Hasta el amargo final.
Pia le dio una pequeña patada a Oliver por debajo de la mesa. Él levantó la mirada, molesto, y se encontró con los ojos gélidos de Nicola Engel. Si no quería perder el favor de su jefa, tenía que apartar de momento sus problemas personales.
—… por desgracia todavía ningún resultado concluyente de balística en lo tocante a la escopeta encontrada en el apartamento de Frauke Hirtreiter —oyó que decía Kröger—. Sin embargo, sí hemos podido identificar el pájaro muerto del bidón para el agua de lluvia, gracias a la anilla de la pata, como el cuervo de Ludwig Hirtreiter.
Kröger describió en términos sobrios la brutalidad con la que mataron al animal.
—Aunque hasta ahora no tenemos ninguna prueba criminalística contundente, por el momento suponemos que fue Frauke Hirtreiter quien entró en la casa precintada y mató al ave. Después debió de guardar su coche en el garaje y huyó con el vehículo de su padre —dijo, concluyendo su informe.
Por fin comprendió Oliver cuál era el fallo que había sacado de sus casillas a la comisaria jefe. La búsqueda de la hija de Ludwig Hirtreiter iba a toda máquina, el país entero intentaba localizarla gracias a los anuncios en radio, televisión y prensa. A ella y a su Fiat Punto: un coche que no conducía, puesto que seguía en el garaje de la granja de su padre. Eso había sido una metedura de pata grave, sí, pero al mismo tiempo hacía aún más probable que Frauke Hirtreiter fuese la autora de los hechos. Al contrario que su jefa, Oliver von Bodenstein creía que ya contaban con un buen número de pruebas contundentes que permitían tener más que una ligera sospecha contra Frauke. La hija no solo presentaba un móvil poderoso, también había tenido la oportunidad y los medios idóneos para cometer el asesinato.
Sin embargo, esa tarde habían sucedido más cosas aún. Durante el registro de la casa de Gregor Hirtreiter habían encontrado la copia de un precontrato de venta del prado a WindPro firmada por él y por su hermano, así como por Stefan Theissen y Enno Rademacher, con fecha de un día antes. Puesto que Gregor no tenía coartada y, además, no ofrecía una explicación plausible de por qué la noche del martes se había cambiado de ropa antes de regresar a la fiesta de cumpleaños de su suegro, Pia había ordenado detenerlo cautelarmente.
—¿Y Matthias Hirtreiter? —preguntó Oliver.
Un par de agentes se sonrieron; habían estado presentes en el registro de la casa de Matthias y habían sido testigos de cómo se había derrumbado por completo.
—No lo veo capaz de asesinar a nadie —repuso la inspectora—. Es un blando.
Junto con la Policía judicial se había presentado en casa de Matthias Hirtreiter el agente judicial y lo había embargado. A Hirtreiter la presencia de la Policía parecía darle igual, pero había llorado como un niño mientras le arrebataban cuadros, muebles, joyas y, por último, incluso el deportivo de su mujer.
—¿Qué habéis averiguado sobre el hombre del aparcamiento? —preguntó Bodenstein al grupo.
—Dos vecinos llegaron a verlo —respondió Cem Altunay—. Una mujer que fue a recoger comida preparada al Krone y un hombre que volvía del bosque con su perro.
—¿Descripción?
—Muy alto y fuerte. Pelo gris, cola de caballo. Gafas de sol. El coche era un BMW Serie 5 negro con matrícula de Múnich.
La niebla de la cabeza del inspector jefe se disipó en ese instante y el recuerdo lo atravesó como un rayo resplandeciente.
—¡Yo he visto a ese hombre! —exclamó, interrumpiendo a Cem, que estaba proponiendo encargarle el retrato robot a un dibujante de la Policía.
Todas las miradas se volvieron hacia él.
—Acuérdate, Pia. Fue el martes, en WindPro. Salió con nosotros del edificio y luego fue al aparcamiento. Cuando acabábamos de ver a Stefan Theissen.
Pia, conocida por su fenomenal memoria, movió la cabeza en un gesto de que no recordaba nada. En la sala de reuniones se hizo un silencio lleno de expectación. Nada producía mayor satisfacción a los subalternos que ver a un jefe cagándola en público.
Pero Bodenstein estaba seguro al cien por cien. El hombre, un auténtico gigante con chaleco de cuero y una coleta gris, lo había mirado con curiosidad antes de seguir camino hacia el aparcamiento andando con un extraño balanceo.
—Les habíamos enseñado a Theissen y a Rademacher la copia del informe pericial —insistió, impaciente, intentando darle un empujón a la memoria de Pia—. Me acuerdo tan claramente de ese momento porque me llamó la atención que tú…
Se quedó callado. Tal vez no debiera decir aquello delante de todos.
—¿Qué te llamó la atención? —preguntó la inspectora, no obstante, con el ceño fruncido.
Veinticinco agentes de la Policía judicial estaban pendientes de la explicación de Bodenstein.
—El anillo —contestó al fin—. Poco antes me había fijado en que llevas un anillo en el dedo. Por eso me acuerdo tan bien.
Veinticinco pares de ojos se deslizaron como teledirigidos hacia la mano izquierda de Pia, que en ese momento se cerró en un puño y luego volvió a abrirse. Ella contempló pensativa la delgada banda plateada de su anular; su frente se alisó, pero su semblante siguió impertérrito.
—Lo siento —dijo al cabo de unos segundos—. De verdad que, por mucho que quiera, no me acuerdo de ese hombre.
Alzó la cabeza y miró a Nicola Engel, que asintió a su vez.
—Eso es todo por hoy. —Pia los miró a todos—. Gracias por vuestra participación. Y a los que no tengáis guardia, que paséis un buen fin de semana.
Entre murmullos y chirridos de sillas sobre el suelo de linóleo, la reunión se disolvió y los agentes salieron al pasillo. Solo quedó en la sala el equipo de la K 11.
—Lo espero mañana a primera hora, a las nueve en mi despacho —dijo aún la comisaria jefe Engel en dirección a Oliver, luego se despidió con una cabezada altiva.
Oliver esperó a que saliera de la sala de reuniones.
—¿Tienes diez minutos? —le preguntó a Pia.
—Por supuesto, jefe —contestó ella sin mirarlo. Aún seguía enfadada.
—¿Qué significa ese anillo? —quiso saber Kai, curioso.
—Puede que os lo diga mañana. —La inspectora alcanzó su mochila—. O puede que no.
La puerta de cristal chocó de pronto contra una de las sillas, y los perros se precipitaron al interior de la cocina meneando la cola y jadeando de excitación. Yannis soltó a Nika, sobresaltado, y se tambaleó un par de pasos hacia atrás. Un puño cayó sobre él, que apenas si consiguió esquivar el golpe.
—¡Eres un cerdo! —vociferó Mark, fuera de sí, y se abalanzó sobre él.
Una silla volcó, los perros aullaban. Nika se bajó la falda.
—¿Estás loco? —gritó Yannis, y se llevó las dos manos a la cara para protegerse—. ¿A qué viene esto?
Pero el chico estaba descontrolado. Furioso, volvió a atacarlo y lo empujó con ambas manos contra la enorme mesa. Tenía la cara arrasada en lágrimas. Una segunda silla se estrelló contra el suelo, los perros huyeron de la cocina. Por fin Yannis consiguió agarrar a Mark de las muñecas.
—¡Para! —ordenó—. ¡Basta!
—¡Te lo estabas montando con ella! ¡Con esa… zorra! —exclamó el chico, y movió la cabeza en dirección a Nika, que estaba paralizada junto a los fogones.
Mark intentó zafarse de Yannis, pero este lo tenía agarrado con fuerza. ¿Cuánto tiempo los habría estado escuchando desde la terraza? A juzgar por su entrada, seguro que bastante rato. Eso no era bueno. No era nada bueno.
—¡Lo has malinterpretado todo! —repuso Yannis.
El chico, sin embargo, no quería escucharlo.
—¡Mientes! ¡Mientes! ¡Mientes! —gritaba, hecho una furia—. ¡Estás loco por ella! ¡Me he dado cuenta de cómo la miras! ¿Cómo puedes engañar así a Ricky?
—¡Para ya de decir eso! —le ordenó Yannis, y lo zarandeó—. Pero ¿a ti qué te ha dado?
Mark se desplomó.
—¿Por qué haces esto? —preguntó entre sollozos—. ¿Por qué te enrollas con Nika? ¡Si tienes a Ricky!
Se aferró a la pierna de Yannis y lloriqueó como un niño pequeño. Él cruzó una rápida mirada con Nika, que se volvió sin decir nada y desapareció en el sótano.
—Escucha, Mark. —Le acarició la cabeza al joven. Ricky podía presentarse en cualquier momento y la cosa se complicaría—. Ahora tranquilízate. Ven, levanta.
Yannis se encorvó y puso bien las sillas, luego recolocó la mesa de la cocina.
—Has malinterpretado la situación —dijo—. Eso no ha sido nada.
Quería ponerle una mano en el hombro a Mark, pero el chico retrocedió ante él con cara de asco.
—¡Mentira! —repitió con voz tensa—. ¡Eres un cerdo! He visto perfectamente cómo le metías la lengua en la boca y cómo te restregabas contra ella. ¡Si yo no hubiera llegado por casualidad, te la habrías tirado en la cocina de Ricky!
Yannis lo miró fijamente. ¿Qué se había creído ese mocoso con aires de superioridad moral, queriendo provocarle mala conciencia? No le apetecía en absoluto justificarse delante de un adolescente de dieciséis años medio chalado, pero aun así tenía que ocurrírsele alguna historia creíble, porque si no el chico era capaz de irle corriendo a Ricky con el cuento. Se mareó al comprender lo cerca que había estado de una catástrofe total. ¡Si Mark hubiese entrado dos minutos más tarde, sí que los habría pillado in fraganti a Nika y a él sobre el fregadero!
—¡No armes tanto alboroto por esto! Sí, vale, la he besado.
—Pero ¿por qué? —preguntó Mark con todo acusador—. Tú… ¡Tú quieres a Ricky!
—Mark. —Yannis se obligó a hablar con voz conciliadora—. Por supuesto que quiero a Ricky. Lo que acabas de ver no ha sido culpa mía, de verdad. Es mejor que Ricky no sepa nada, solo le haría daño.
Mark sacudió la cabeza con insistencia.
—He oído perfectamente lo que decíais —dijo, y se sorbió la nariz—. El parque eólico te da igual. Pero yo…, yo… ¡te he ayudado! ¡He hecho todo lo que querías! Y pensaba que lo hacías en serio.
Yannis no necesitaba esa clase de problemas en ese momento. Se inclinó y abrazó al muchacho, aunque lo que en realidad le hubiera gustado era darle una patada en el trasero. La ira demencial de Mark lo había asustado, hasta entonces solo lo había visto tranquilo, casi sumiso. ¿Qué sucedería dentro de su retorcido cerebro?
Al final consiguió que el chaval se sentara en una silla. Se acuclilló frente a él y le tomó de las manos.
—Ha empezado Nika —dijo, convincente—. Hace ya semanas que intenta ponerme cachondo, incluso se pasea desnuda por ahí cuando Ricky no está. Yo no he hecho más que decirle que pare, pero hoy… ¡Joder! Me alegro muchísimo de que hayas aparecido en el momento oportuno. Quién sabe lo que habría pasado si no. Habría tenido remordimientos toda la vida. Por Ricky.
Se pasó las dos manos por la cara.
—¡Mark, también tú eres un tío! ¿Qué habrías hecho si la mejor amiga de tu novia de pronto se te echa al cuello y empieza a besarte? Me… Me ha… ¡Me ha pillado completamente desprevenido! ¿No puedes imaginarte cómo es eso?
La apelación a la complicidad masculina tuvo éxito. El chico lo miró con recelo, pero la confianza regresó poco a poco a su mirada.
—Te lo digo yo, la mayoría de las mujeres son malas. A Nika le importa una mierda que Ricky sea su mejor amiga. —Yannis hablaba y hablaba, ya no le importaba qué imagen estaba dando de Nika.
Esa misma noche sin falta tendría que decirle a Ricky que no quería volver a ver a Mark por casa. El chico estaba mal de la cabeza; y no era de extrañar, con su pasado.
La puerta de la casa se abrió y los perros se pusieron a ladrar de contento y a saltar alrededor de su dueña. Ricky entró sonriente en la cocina y dejó dos bolsas de la compra en la mesa. Insensible como era, no se dio cuenta de nada.
—¡Hola, cielo! —Le dio un beso a Yannis y luego se volvió hacia Mark—. Eh, Mark. Gracias por pasear a los perros.
Vació las bolsas y guardó la compra en la nevera mientras explicaba que la propietaria del jack russell había llorado de alegría y que había donado al refugio de animales un cheque de más de mil euros. Justo entonces pareció extrañarse de que ni Yannis ni Mark dijeran nada.
—¿Pasa algo? —preguntó, sorprendida, y los miró a uno y a otro.
—No, nada, cariño. —Yannis le sonrió con candidez—. Solo estaba pensando. Te vienes conmigo a Falkenstein para la conferencia, ¿verdad?
—Claro que sí. Por eso me he dado más prisa.
Ricky le correspondió la sonrisa y Yannis la abrazó. Le lanzó a Mark una mirada de advertencia por encima de su hombro y le indicó que se esfumara con un gesto de la cabeza. El muchacho tragó saliva, pero por suerte no tuvo presencia de ánimo para explicarle a su adorada Ricky lo que había sucedido.
—Pues… yo tengo que irme ya —masculló, y desapareció hacia el jardín por la puerta de la cocina.
Los importantes invitados del mundo de la economía y la política estaban animados y expectantes. En las primeras filas de la sala se habían sentado los notables de la ciudad, el distrito y el land; detrás de ellos, los representantes de la prensa, que habían aceptado en gran número la invitación del Círculo Empresarial del Taunus Sur.
El señor Stefan Theissen, como presidente del Círculo Empresarial, había inaugurado la velada con un breve discurso de bienvenida, y en esos momentos el profesor Dirk Eisenhut hablaba sobre las consecuencias ecológicas, económicas y políticas del cambio climático. Ofrecía cifras y datos, ponía ejemplos ilustrativos y leía algún que otro pasaje de su nuevo libro, que en pocos días había conseguido colocarse en el número uno de la lista de los más vendidos. El público seguía atento sus explicaciones y agradeció la conferencia con un aplauso entusiasta. Aun así, Theissen estaba algo nervioso cuando subió al estrado junto a Dirk Eisenhut para moderar el debate final. Al ver que las preguntas, bienintencionadas todas ellas, eran respondidas con elocuencia por el gurú climático Eisenhut, respiró tranquilo. Pero su tranquilidad era prematura.
—Les doy las gracias y espero… —empezaba a despedir ya el acto, cuando un hombre se levantó en una de las filas del centro.
Stefan Theissen no podía creer lo que veía. ¿Qué narices hacía Theodorakis en la sala?
—Yo tengo alguna pregunta —dijo—, pero para el señor Theissen.
Los de las primeras filas se volvieron con curiosidad.
—Vamos a dar por terminado el debate en este punto. ¡Muchas gracias!
—¿Y eso por qué? ¡Deje que le haga una pregunta! —exclamó alguien.
Stefan Theissen sintió que rompía a sudar. Para su desgracia, Theodorakis estaba sentado en medio del público, así que no podía expulsarlo de la sala sin levantar revuelo.
—El miércoles, en el pabellón de Ehlhalten, por desgracia no pude hacerlo —dijo Theodorakis—. Como tal vez sabrán, la asamblea vecinal terminó en tragedia, hubo heridos e incluso una muerte. Sin embargo, yo quería que el señor Theissen me explicara cómo consiguió el permiso de construcción del parque eólico del Taunus. Para su información —Theodorakis se volvió hacia el resto del público—, WindPro quiere erigir junto a Ehlhalten un parque eólico con diez molinos monstruosos aunque ese emplazamiento es completamente inadecuado a causa de falta de viento. Para ello se pagaron sobornos al Ministerio de Medio Ambiente de Wiesbaden, se gaseó una población de hámsteres comunes y se falsificaron informes periciales.
Stefan Theissen miró a Dirk Eisenhut con el rabillo del ojo y percibió la rigidez de su expresión.
—¿A qué viene esto ahora? —murmuró el experto climático—. ¿Quién es ese hombre?
El público empezó a intranquilizarse, todos se volvían hacia Theodorakis. Theissen, desesperado, pensaba en cómo salvar el acto. ¿Interrumpiéndolo sin más?
—Profesor Eisenhut —añadió entonces Theodorakis—, aparte de que todo lo que acaba de explicarnos acerca del cambio climático son completos disparates, me interesaría saber por qué usted y su colega Brian Fuller, de la Universidad de Gales, falsificaron peritajes a nuestro estimado señor Stefan Theissen.
Para horror de Theissen, que aún albergaba una minúscula esperanza de que el público silbara o hiciera callar de alguna otra forma a Theodorakis, el silencio que siguió fue sepulcral. Los periodistas, que durante la conferencia apenas habían tomado notas, se olieron un escándalo y abrieron las libretas, expectantes.
—Sé, gracias a fuentes expertas y competentes, que los peritajes eólicos del parque proyectado en el Taunus que realizaron su colega británico y usted fueron manipulados. Sencillamente no introdujeron en sus cálculos datos muy importantes. Estoy convencido de que le sonará de algo el nombre de la doctora Annika Sommerfeld. Fue ella, en concreto, quien constató el error al comparar para nosotros, la iniciativa ciudadana «Por un Taunus sin molinos», esos informes con los de EuroWind de 2002.
Stefan Theissen observó que a Dirk Eisenhut se le desencajaba la cara unos instantes.
—Lo siento muchísimo —murmuró—. Lo vamos a dejar aquí. Acompáñeme, nos vamos.
Pero Dirk Eisenhut seguía sentado, paralizado y con las manos aferradas a los brazos de la silla, y no daba muestra alguna de que pensara levantarse.
—Tengo que hablar con ese hombre —repuso con voz tensa, lo cual sorprendió a Theissen—. ¡Ahora mismo!
Yannis Theodorakis, mientras tanto, se había dado cuenta de que tenía la atención de todo el mundo y sonrió, seguro de su triunfo.
—De modo que, o es usted un incompetente, o manipuló conscientemente los peritajes —añadió—. ¿Tal vez por deferencia, porque la empresa del señor Stefan Theissen va a financiarle su nuevo instituto climatológico de Frankfurt? ¿O por una vieja amistad? ¿O tal vez… por dinero?
Al fin se alzaron voces que lo interrumpieron. Otros asistentes se levantaron también. Stefan Theissen estaba desesperado. Entretanto, sus compañeros del Círculo Empresarial se habían dado cuenta de que aquello se le iba de las manos. Dos de ellos intentaron abrirse camino hasta Yannis Theodorakis a través de las filas de asientos, otro salió de la sala y regresó con tres guardias de seguridad. Ciego de ira, Stefan Theissen comprendió que había subestimado por completo a su antiguo empleado. Ese presuntuoso vengativo estaba a punto de destrozar absolutamente todo.
—¡Ya basta! —dijo, y se levantó.
Con una determinación descabellada, saltó del estrado para detenerlo él mismo. Pero ya era tarde. Doscientas personas esperaban ávidas la respuesta de Dirk Eisenhut; los periodistas habían olido sangre y olvidaron cualquier discreción. Saltaron de sus asientos, se empujaron, sacaron micrófonos y dictáfonos mientras intentaban llegar hasta Theodorakis. Empezaron a dispararse flashes, la gente gritaba en medio del desorden. Había quien chistaba para que volviera a hacerse el orden.
A Stefan Theissen ya le daba lo mismo lo que pudieran pensar de él. Su rabia se había transformado en pura ansia asesina cuando alcanzó a su adversario y lo agarró de la camisa.
—¡Te lo advertí! —murmuró.
Sintió cómo la tela se desgarraba bajo sus dedos, los botones saltaron. Theodorakis solo reía con burla.
—Tú mismo… —se mofó—. Las fotografías saldrán mañana en todos los periódicos.
Esas palabras y los gritos de indignación de algunas personas de la sala consiguieron que Stefan Theissen recobrara el juicio. Bajó las manos y comprendió el gigantesco error al que se había dejado arrastrar. De pronto se hizo un silencio consternado. Theissen vio cómo Dirk Eisenhut alcanzaba el micrófono con la cara pálida.
—¡Detengan a ese hombre! —ordenó, y toda la gente se volvió hacia él—. ¡Bajo ningún concepto dejen que se marche!
Los guardias de seguridad estrecharon el círculo imperceptiblemente. Theodorakis, que los vio con el rabillo del ojo, abandonó su sonrisa de seguridad. Nadie se movía, nadie quería perderse el último acto, el más emocionante de aquella obra teatral. En el silencio se oyó un trueno, los primeros goterones de la tormenta golpearon contra los grandes ventanales de la sala de actos.
De repente Yannis Theodorakis sintió prisa por salir de allí, así que aprovechó el amparo del público y pasó de largo junto a Theissen empujando a su acompañante rubia por delante de sí mismo, como si fuera un escudo.
—¡Ya ven cómo intentan taparme la boca! —Su voz sonó estridente.
Los guardias de seguridad le dirigían miradas interrogantes a Stefan Theissen, que sacudió la cabeza con discreción. Theodorakis comprendió que no lo detendrían y abandonó la sala, pero de espaldas, por si acaso.
—¡Volveremos a vernos! —exclamó en voz alta—. ¡Quien siembra vientos, señor Theissen, recoge tempestades!
Ya era tarde cuando Oliver detuvo su coche de servicio en el aparcamiento vacío de la finca. La conversación con Pia le había dejado una sensación extraña. Debería habérselo esperado. Ella lo conocía bastante bien, y además tenía un olfato muy bueno con los estados de ánimo de los demás. Era una de las cualidades principales que la hacían una policía no solo buena, sino excepcional. Cuando le había preguntado qué le pasaba, él había evitado contestar, como un cobarde. Y eso que sabía lo mucho que molestaba a su compañera no recibir respuesta. ¿Por qué no había sido capaz de contarle lo del testamento y lo de Rademacher? Pia acabaría sabiendo de todas formas a quién le había dejado Ludwig Hirtreiter ese prado; si no lo sabía ya. ¿Había guardado silencio porque llevaba todo el día sopesando en secreto la idea de seguir el consejo del director de ventas de WindPro?
Oliver se mordió el labio inferior, pensativo. Tenía que llamar a Pia enseguida. Buscó el móvil en el bolsillo de su americana, que se había quitado a causa del calor.
Todavía hacía un bochorno espantoso, no se movía ni una gota de aire. Alrededor de las farolas revoloteaban un par de polillas, los truenos y los relámpagos que se veían a lo lejos prometían una refrescante tormenta.
El inspector jefe marcó el número de su compañera, pero le saltó el mensaje del buzón de voz. Le pidió que lo llamara, daba igual a qué hora, y volvió a guardar el iPhone. Los rugidos de su estómago le recordaron que llevaba todo el día sin comer. Bajó del coche. ¿Cómo es que la gran verja de hierro forjado de la finca estaba cerrada? Por lo general siempre estaba abierta. Maldijo en voz baja y buscó la llave en su bolsillo, abrió y entró en el patio. En la casa de sus padres, al otro lado de la explanada, se veía luz. Con algo de suerte todavía encontraría algo de comer en la nevera de su madre; además, quería preguntar cómo se encontraba su padre. Pasó junto al imponente castaño, subió los tres escalones de la casa y comprobó con sorpresa que también esa puerta estaba cerrada. No había timbre, así que golpeó con el puño la pesada madera de roble. Su padre abrió poco después y, en el resquicio, su cara tensa asomó por encima de la cadena de seguridad.
—Ah, eres tú —dijo, cerró otra vez y abrió del todo.
—¿Por qué os habéis atrincherado así?
Oliver entró en el vestíbulo, que olía a cera para suelos. Su padre espió con recelo hacia la oscuridad del patio antes de volver a pasar la cadena, cerrar el pestillo oxidado y darle dos vueltas a la llave en la cerradura. Su madre apareció en la penumbra. Al ver la expresión de miedo en la cara de esa mujer que solía ser tan intrépida, el inspector jefe sintió al mismo tiempo una honda compasión y una rabia intensa. ¿Cómo había podido cargarlos Ludwig Hirtreiter con semejante responsabilidad al legárselo todo? Siguió a sus padres a la cocina. También allí habían pasado los cerrojos de la puerta lateral y habían cerrado los viejos postigos de las ventanas. En lugar de la lámpara del techo, la débil luz que inundaba la habitación procedía de dos velas.
—Pero ¿qué ha pasado? —preguntó, preocupado.
En el aire se percibía un leve aroma a ajo y salvia que le estremeció las terminaciones nerviosas del estómago, pero no era momento para ponerse a pedir algo de comer.
—Ha estado aquí ese hombre —dijo su padre con voz insegura.
—¿Qué hombre?
—El que quería hablar con Ludwig en el aparcamiento. Me ha entregado una carta. Leonora, ¿la tienes ahí?
Su madre asintió y le alcanzó una hoja de papel doblada. Al inspector jefe le temblaron las manos mientras la leía.
Tal como había anunciado, Enno Rademacher no había perdido el tiempo. Le ofrecía a su padre tres millones de euros por el terreno. Era increíble.
—¿Estás seguro de que era el mismo hombre?
—Absolutamente —confirmó el conde con un asentimiento de cabeza—. Cuando lo he visto de pronto ante mí, lo he recordado todo. Su voz. Su acento.
—¿Acento?
—Austríaco. Ha dicho que la oferta tenía un plazo, que debía decidirme deprisa o las consecuencias serían más que desagradables.
—¿Te ha amenazado? —quiso asegurarse Oliver sin poder creerlo. Intentaba mantener la calma.
—Sí.
Su padre se dejó caer sin fuerzas sobre el banco de la cocina, junto a la puerta del sótano; su madre se sentó a su lado y le tomó de la mano. En esas circunstancias era imposible hablarles de las amenazas del director de ventas de WindPro ni intentar convencerlos para que vendieran el prado. La imagen de sus padres, sentados como dos niños aterrados y cogidos de la mano, se le clavó a Bodenstein en el corazón. Un trueno retumbó e hizo temblar la casa desde los cimientos.
—¿Qué vamos a hacer ahora, Oliver? —preguntó su madre con voz temblorosa—. ¿Y si ese hombre quiere matarnos a nosotros también?
Nika recorría la casa intranquila. En la tele no daban nada que pudiera distraerla, y el calor la ponía más nerviosa todavía. Salió a la terraza, se sentó en una de las sillas de plástico y contempló la oscuridad del jardín. Se había levantado una leve brisa, olía a lluvia.
Dirk no estaba ni a cinco kilómetros de ella y no sospechaba lo cerca que la tenía. Le sobrevino un sentimiento de añoranza que se convirtió en dolor físico e hizo que se le saltaran las lágrimas. Apretó los dientes. No podía soportar más la tortura de su corazón ni ese miedo constante. Tantos meses viviendo escondida y con secretos le estaban afectando, se había vuelto asustadiza y se sentía horriblemente sola. Hacía tiempo que se había dado cuenta de que estaba en un callejón sin salida: no había vuelta atrás, pero tampoco podía seguir adelante sin ponerse en peligro de muerte. Sus días en esa casa se acercaban a su fin, porque Mark en algún momento le contaría a Ricky lo que había visto. Y Yannis, que conocía su verdadero nombre, ya no la dejaría en paz.
Un relámpago cruzó el negro cielo nocturno, segundos después resonó un trueno enorme. Justo en ese momento se encendió la luz del pasillo y los perros saltaron de sus cestos. Nika se levantó y entró en la cocina. Yannis y Ricky habían regresado. Entraron de la mano y riendo con alegría.
—¡Nika! —exclamó Ricky, radiante—. ¡Habrías tenido que estar allí! ¡Ha sido sensacional! ¡A ese Stefan Theissen casi le da un infarto cuando Yannis se ha levantado y le ha cantado las cuarenta delante de todo el mundo! —Pasó junto a ella para ir a la nevera—. ¡Tenemos que brindar por eso!
Nika lo supo al instante y la sangre se le heló en las venas. Yannis había roto su promesa; la expresión compungida de su cara y su tímida sonrisa eran explicación suficiente.
Antes de que pudiera decirle algo, él salió de la cocina. Ricky, como siempre, no se dio cuenta de nada. Sacó tres copas de champán del armario y se dispuso a abrir una botella mientras cotorreaba sobre su éxito triunfal. Nika pasó junto a ella, salió al pasillo y abrió de golpe la puerta del lavabo. Yannis estaba vaciando la vejiga y la miró asustado por encima del hombro. Llevaba la mala conciencia escrita en la cara.
—¿Cómo has podido hacerlo? —le recriminó ella. Le daba igual lo que pensara Ricky—. ¡Me lo habías prometido!
—Si me dejas que te lo… —empezó a decir, pero ella lo agarró del hombro y le dio la vuelta con una fuerza inesperada.
Yannis maldijo, furioso, porque se había meado en los pantalones y los zapatos.
—Has dicho mi nombre, ¿verdad?
Ricky apareció detrás de ella con la botella abierta en una mano y un cigarrillo encendido en la otra.
—¿Qué pasa aquí? —preguntó, y los miró a uno y a otro con desconfianza mientras Yannis, angustiado y con toda la cara roja, intentaba meterse el pene en los pantalones.
—¿Cómo has podido hacerlo? ¡Me lo habías prometido!
—¡Venga ya, ahora no te pongas así por eso! —masculló él, molesto por la situación tan bochornosa en la que se encontraba—. ¡Tampoco es que seas tan interesante!
—Me gustaría saber de qué habláis, si no os importa —se entrometió Ricky.
Nika no le hizo caso. Miraba a Yannis sin poder creerlo. Había aprovechado fríamente la primera ocasión de decir lo que sabía sobre su verdadera identidad para conseguir colocarse a sí mismo y sus peticiones en el centro de los focos. Ella no le importaba lo más mínimo.
—¿Sabes lo que eres, Yannis? —le soltó—. ¡Eres un cabrón despiadado, egoísta y con afán de protagonismo! Con tal de salir en los periódicos eres capaz de lo que haga falta. ¡Pero no tienes ni puta idea de lo que me has hecho hoy!
Él ni siquiera tuvo la decencia de disculparse.
—Tan horrible no será… —repuso con desdén.
La deprimente sensación de que una vez más le habían mentido y se habían aprovechado de ella la había dejado abatida. Sobraban las palabras. Lo que había sucedido no podía deshacerse. Se volvió y desapareció en el sótano.
Los vio de pie en el resplandor de la farola, con el coche de la Policía y sus luces azules intermitentes a pocos metros. A él no lo habían descubierto; se preparó, apuntó y apretó el gatillo. ¡Bum! ¡Diana total! El cráneo estalló como una calabaza, sangre y sesos por todas partes. Ya tenía en la mira la cabeza del siguiente. Esta vez apuntó algo más abajo. Al pecho. Apretó el gatillo. ¡Otra diana! El grito mortal le aceleró el corazón, sacó la lengua entre los dientes, concentrado. Su mirada se deslizaba de un lado a otro. ¡Ahí, otro más! Mark se secó las palmas de las manos en los vaqueros y disparó. Las balas le arrancaron el brazo al hombre y empezó a brotarle sangre del muñón.
Yannis, eres un cerdo, pensó. Había visto perfectamente cómo agarraba a Nika, cómo se frotaba la polla contra ella y le metía la lengua en la boca. Primero se tiraba a Ricky, luego se enrollaba con Nika. ¡Y lo que había dicho del proyecto del parque eólico…! A ese no le importaba nada la protección de la naturaleza, ¡solo su estúpida venganza y algo de una conspiración mundial! ¡Menudo mentiroso de mierda! Mark luchaba contra las lágrimas y disparaba a todo lo que se le ponía por en medio. Dejó un baño de sangre virtual en la pantalla de su ordenador.
Otros días el juego le ayudaba a controlar sus agresividad, pero esa noche no. Estaba confuso y furioso. Además, esos malditos dolores de cabeza lo estaban volviendo loco. ¿Debía contarle a Ricky lo que había visto? Tal vez así echaría de casa a Yannis, ese cabrón mentiroso, y él podría vivir con ella. Mark la amaría para siempre jamás. ¡Nunca le mentiría ni la engañaría! Podrían llevar juntos la tienda, la escuela canina, el refugio de animales. Al contrario que Yannis, que jorobaba a los gatos en secreto, a Mark le gustaban todas las mascotas, igual que le pasaba a Ricky.
Cerró el juego apretando una tecla. Le resultaba inimaginable hacer algo así. Si le decía la verdad a Ricky, todo cambiaría. ¡Yannis y ella eran los únicos amigos que tenía en el mundo! Por otra parte, eso ya lo había pensado una vez… y se había llevado una decepción.
«Eres el único amigo que tengo en todo el mundo», le había dicho a Micha, y era verdad. El recuerdo del cálido sentimiento de protección se convirtió en un globo de dolor que se infló y se infló hasta que casi no le dejó respirar. Micha nunca se impacientaba, siempre disponía de tiempo para él. Juntos habían trabajado en el jardín, habían salido a pasear y, por la noche, se habían tumbado en el sofá a ver la tele, a leer o a charlar. Los fines de semana, cuando todos los demás se iban a su casa y solo a los padres de Mark, una vez más, parecía molestarles la visita de su hijo, Micha le preparaba un chocolate caliente. Después se podía quedar a dormir con él, en lugar de tener que dormir solo en su habitación para cuatro. En casa no había contado nada de todo eso, claro, porque seguro que su padre no habría entendido lo espantosamente solo y abandonado que se sentía esos fines de semana en el internado. Mark seguía aún sin comprender muy bien por qué Micha desapareció de un día para el otro. A él habían ido a buscarlo en plena clase y lo llevaron al despacho de la directora; sus padres estaban allí, y también muchas otras personas a quienes no había visto nunca. Fue un trago duro de pasar, que le hicieran esas preguntas tan vergonzosas. Una psicóloga le soltó una charla de buen rollo, intentando sonsacarle historias perversas con toda clase de trucos. Le dio una muñeca y le pidió que les enseñara dónde lo había tocado Micha, qué había hecho con él. Mark no dijo ni una palabra; no comprendía nada, pero se sentía fatal.
No fue hasta muchos meses después cuando por casualidad vio en la televisión una noticia sobre lo que la prensa denominaba un «escándalo de abusos sexuales», y entonces se enteró de que el profesor Michael S. se había ahorcado en la cárcel a dos días del inicio de su juicio por abusar sexualmente de sus alumnos.
Ese fue el día que robó uno de los palos de golf de su padre y se volvió loco. Todavía era capaz de sentir el profundo alivio que le sobrevino al reventar a golpes las ventanas de los coches y ver los añicos de los cristales en el asfalto mientras se disparaban las alarmas.
Con cada golpe, la presión de su pecho y el entumecimiento de su cabeza remitían un poco. Hasta que se libró de ellos. Se tumbó en mitad de la calle y contempló las estrellas del cielo. En algún momento apareció la poli y se lo llevó a rastras.
De todo aquello hacía ya mucho tiempo, pero de pronto esa presión estaba otra vez ahí, insoportable y penetrante como antes. No podía desoírla más. Tenía que deshacerse de ella. Como fuera.
Mark se golpeó la cabeza contra la superficie del escritorio. Una y otra vez, hasta que le sangró la nariz y la piel se hinchó y reventó. Tenía que dolerle, tenía que sangrar, sangrar, ¡sangrar!
El profesor Dirk Eisenhut caminaba nervioso de un lado a otro de la suite de su hotel. En realidad tendría que haber salido a cenar con los anfitriones y sus esposas, pero él estaba demasiado agitado para mantener conversaciones superficiales. No hizo caso ni de la botella de champán que estaba metida en una cubitera con hielo ni de la bandeja de exquisiteces de la cocina del hotel.
¿De verdad tenía una pista de Annika después de cinco meses? Jamás habría creído posible que una persona pudiera desaparecer por completo en la Alemania de 2009, pero así había sido. Al principio había estado seguro de que un día volvería a aparecer. Había movido todos los hilos, había acudido a todos sus contactos, que no eran pocos. Contrató de su propio bolsillo a un afamado despacho de detectives y puso al personal de seguridad del instituto tras la pista más pequeña, todo en vano. A principios de febrero, la Policía había recuperado su coche en la ciudad de Espira, en un meandro del Rin, pero no se habían hallado indicios de que Annika estuviera dentro del vehículo o se hubiera ahogado. Aquella fue la última pista. ¿Qué había sucedido con ella? ¿Qué había ido a hacer en Espira?
Dirk Eisenhut se detuvo junto a la ventana y miró hacia el parque oscuro. Fuera arreciaba una fuerte tormenta, la primera de esa primavera. La lluvia caía del cielo como un diluvio, unas ráfagas violentas azotaban los imponentes árboles. Parecía que sus siluetas negras ejecutaran una danza demencial. El nombre de Annika estaba en la lista de personas desaparecidas de la Dirección Federal de la Policía judicial, pero nadie había avisado diciendo haberla visto, ni siquiera un loco en busca de protagonismo. Era sencillamente desesperante.
Unos golpes en la puerta hicieron que se volviera. Su corazón dio un par de latidos de más, después vino la decepción. Stefan Theissen y otros dos miembros de la junta del Círculo Empresarial entraron. Llevaban los trajes empapados por la lluvia.
—¿Y bien? —preguntó, tenso—. ¿Lo tienen?
—No, lo siento. —Stefan Theissen levantó las manos con pesar—. La tormenta… De repente todo era un caos.
—¡Menuda puta mierda! —renegó Dirk Eisenhut sin poder dominarse—. ¡Esto no puede ser cierto! ¿Para qué tienen un servicio de seguridad?
Los tres hombres cruzaron miradas de bochorno.
—Para nosotros también ha sido muy desagradable —dijo uno de ellos, apaciguador—. No podemos explicarnos cómo ha conseguido entrar en la sala.
—Quizá con un pase de prensa falso —opinó el otro.
Los apocados empresarios formaban delante de él como niños castigados después de que la velada hubiera terminado casi en catástrofe.
—No se preocupe por ese hombre, no tiene nada en contra de usted —dijo Theissen, esforzándose por minimizar los daños.
Dirk Eisenhut, sin embargo, apenas lograba reprimir su decepción.
—A mí me da igual lo que haya dicho —replicó con vehemencia—. Eso no me importa lo más mínimo. Yo…
Se quedó callado al ver la extrañeza en los rostros de sus anfitriones. Acababa de meter la pata. Entonces fue consciente de lo graves que eran las acusaciones que aquel hombre había expresado públicamente. Podían causarle grandes complicaciones y daños económicos a Theissen y a su empresa, puesto que aquella aparición espectacular al final de una conferencia discreta había sido sin duda carnaza para la prensa.
Respiró hondo.
—Por favor, disculpen que me haya comportado con tan poca corrección —se excusó—. Es que estoy algo desconcertado. Ese hombre ha mencionado el nombre de una colaboradora que trabajó conmigo muchos años y de manera muy estrecha, y que hace unos meses desapareció sin dejar rastro. Por un momento me ha sacudido la esperanza de que tal vez él sepa dónde se encuentra.
En la suite del hotel Kempinski se hizo el silencio, solo se oían el viento que aullaba y la lluvia que golpeteaba los cristales de las ventanas. Stefan Theissen miró a Dirk Eisenhut, después despidió a sus colegas del Círculo Empresarial.
—Annika era algo más que una colaboradora —explicó Eisenhut, que se dejó caer en una silla y se pasó ambas manos por la cara—. Fue mi ayudante durante quince años, la única persona en quien podía confiar de verdad. Tuvimos… una fuerte discusión, y desapareció. Después ocurrió la desgracia de mi mujer. Desde entonces intento desesperadamente encontrar a Annika.
Alzó la cabeza y miró a Theissen.
—Lo entiendo —dijo este—. Y tal vez pueda ayudarle. Sé quién es ese hombre.
—¿De verdad? —La mirada de Dirk Eisenhut parecía delirante.
—Sí —contestó Theissen, y asintió con la cabeza—. Trabajaba en nuestra empresa como director de proyectos y quiere vengarse de nosotros intentando impedir la construcción del parque eólico. Se llama Yannis Theodorakis, y sé incluso dónde puede encontrarlo.
Sacó su móvil del bolsillo de la americana y empezó a marcar. Dirk Eisenhut, que no podía estarse sentado ni un segundo más, retomó sus paseos por la suite. La sola idea de volver a tener delante a Annika provocaba en su interior un verdadero caos de emociones. Theissen, hablando en voz baja con el teléfono a la oreja, se acercó al elegante secreter de nogal y garabateó algo en una hoja del papel de cartas del hotel.
—Aquí tiene el nombre y la dirección de su novia. —Le tendió la hoja a Eisenhut, que tuvo que reprimirse para no arrancársela de la mano—. Por lo visto vive con ella. Espero que pueda ayudarle.
—Gracias. —El profesor sonrió con cansancio y le puso un momento la mano en el hombro a Stefan Theissen—. Al menos es una oportunidad. Y disculpe, por favor, mi comportamiento de antes.
—No pasa nada. Me alegro de haber podido ayudar.
Cuando el director de WindPro cerró la puerta al salir, Dirk Eisenhut sacó su móvil, llamó a un número grabado y esperó con impaciencia hasta que alguien descolgó al otro lado de la línea.
—Soy yo —dijo únicamente—. Creo que la he encontrado. Tenéis que ir allí ahora mismo.
Después se acercó al minibar, sacó una botellita de whisky y la vació de un solo trago. La alta graduación alcohólica le tranquilizó los nervios. Respiró hondo un par de veces y volvió a la ventana; se acercó tanto al cristal que lo empañó con el aliento.
—¿Dónde te has escondido, mal bicho? —masculló apretando los dientes.
Estaba viva, lo sentía con todo su cuerpo. La encontraría. Y entonces, que Dios se apiadara de ella.
Estaban sentados con cara sombría alrededor de la desgastada mesa de la cocina. Nadie decía una palabra. La tormenta ya había llegado y jarreaba sin parar. Oliver von Bodenstein se levantó, abrió la ventana y apartó el postigo. Un aire húmedo le sopló en la cara, olía a lluvia y a tierra. El agua borboteaba en los canalones y provocaba un ruido al caer en el bidón que había junto a la puerta de la cocina.
—No podemos permitir que ese tipo cumpla su amenaza —dijo Marie-Louise, disgustada—. Hace años que me deslomo día y noche en el restaurante, y no me apetece que me lo destrocen.
Oliver había llamado a su hermano y a su cuñada y les había hablado de la herencia y de la amenaza abierta del director de ventas de WindPro. Llevaban dos horas y media dándole vueltas a cómo actuar.
—No entiendo por qué dudas, papá —opinó Quentin, que hasta entonces apenas había dicho una palabra—. Véndeles ese prado. Así te librarás de todas las preocupaciones.
Oliver le lanzó una breve mirada a su hermano. Quentin era un pragmático; las consideraciones morales casi nunca lo atormentaban.
—No puede ser —contradijo Heinrich von Bodenstein a su hijo pequeño con voz cansada—. ¿Cómo voy a mirar a los demás a la cara si hago eso?
En los últimos cuatro días había envejecido décadas. Su rostro delgado parecía enjuto, tenía los ojos hundidos en las cuencas.
—¡Ay, papá! ¡Como si eso fuera lo único que importara! —Quentin sacudió la cabeza con indignación—. Cualquier otra persona de este mundo tendría menos remordimientos de conciencia que tú, te lo juro.
—Por eso Ludwig me dejó la herencia a mí, y no a ningún otro —replicó su padre—. Precisamente porque sabía que yo actuaría como él habría querido.
—Tu decencia te honra —comentó Marie-Louise, mordaz—, pero sigo sin ver por qué tenemos que sufrir nosotros las consecuencias. Deberíamos votar, y luego…
Unos golpes en la puerta de entrada la interrumpieron. Todos se sobresaltaron y se miraron con inquietud. Era casi medianoche. ¿Quién podía ser?
—¿Es que no habéis vuelto a cerrar la verja al entrar? —susurró la madre de Oliver con una expresión de espanto en la mirada.
—No —reconoció Quentin—. Como luego teníamos que salir otra vez…
—Pero yo te había pedido que…
—Mamá, esa puerta lleva abierta las veinticuatro horas del día desde hace cuarenta años —la atajó él con impaciencia—. ¡Estás viendo fantasmas!
Nadie daba muestras de querer ir a abrir, así que Oliver apartó su silla y se levantó.
—¡Ten cuidado! —exclamó su madre tras él.
En el pasillo le dio al interruptor de la luz exterior y abrió, uno tras otro, el pestillo, la cadena y la cerradura. Si de verdad el gigante de la coleta tenía el descaro de presentarse allí a esas horas, se iba a enterar. Oliver abrió la puerta con impulso y, bajo la tenue luz del farol de la pared, en lugar de un hombre imponente vio a una mujer delicada. Llevaba todo el día pensando en ella, y al verla ante sí tan inesperadamente el corazón le dio un vuelco salvaje de alegría.
—¡Nika! Esto sí que es una sorpresa —dijo, aunque luego reparó en su estado, y su alegría se transformó en preocupación—. ¿Qué ha ocurrido?
Iba calada hasta los huesos, tenía el pelo pegado a la cara y junto a sus pies había una maleta de piel.
—Disculpe que lo moleste tan tarde —susurró—. Yo… Es que… no sabía adónde ir…
El padre de Oliver apareció en el pasillo y se acercó.
—¡Nika! —exclamó, y pronunció la misma pregunta que acababa de hacer su hijo—. Pero ¿qué ha ocurrido?
—Pues… he tenido que irme de casa de Yannis y Ricky —explicó ella con voz temblorosa—. He venido corriendo desde Schneidhain porque no sabía adónde…
Se quedó callada, le temblaban los hombros y luchaba por contener las lágrimas.
Heinrich von Bodenstein le ayudó a quitarse la cazadora mojada y la hizo pasar a la cocina. Le temblaba todo el cuerpo. ¿Estaba en shock? Al verla en aquel estado tan lamentable, la madre de Oliver recuperó la energía. Se levantó y le acercó una silla.
—Ven, siéntate —dijo—. Espera, voy a buscar una toalla y un jersey seco. Y algo para calentarte. —Aliviada de no verse condenada a la inactividad mientras esperaba la visita de un asesino, salió de la cocina.
Oliver contempló a la mujer, que se sentó rígida y lívida en la silla rodeándose el tronco con los brazos, y sintió una enorme preocupación. Se veía claramente que estaba asustada y su mirada contenía desesperación. ¿Qué había sucedido? ¿Por qué había acudido allí en plena noche y a pie, cruzando el bosque oscuro y la tormenta? Recordó a la chica que había estado hablando y riendo con él la noche anterior. Le costaba relacionar a aquella Nika con el ser humano maltrecho que estaba sentado en la cocina de sus padres. El conde sacó una manta, su mujer regresó con una toalla y un vasito de coñac que le puso a Nika en la mano con cariño.
—Bueno, parece que la Orden Hospitalaria de Malta ha encontrado una nueva misión —comentó Quentin con sarcasmo. Le dio una palmada a su hermano en el hombro—. Nosotros nos vamos. Confío en que tú puedas conseguirlo, hermanito.
—Sí, empléate a fondo —murmuró también su cuñada, que le guiñó un ojo—. Con ese dinero por fin podría ampliar el hotel.
Típico de Marie-Louise. Su segundo nombre era «Negocianta». Oliver se limitó a enarcar las cejas y no dijo nada. Esperó hasta que su hermano y su cuñada se hubieron marchado, luego se sentó frente a Nika a la mesa de la cocina. Ella sostenía el vaso con ambas manos y tiritaba cada vez que una ráfaga de viento húmedo y frío atravesaba las cortinas. Las velas temblaban intranquilas en la corriente.
—¿Quiere que cierre la ventana? —preguntó Oliver.
Ella sacudió la cabeza en silencio. El inspector jefe se fijó en su cara. Parecía joven y vulnerable, y le conmovió que en un claro caso de emergencia hubiese acudido a él. Confiaba en él. Vio cómo se llevaba el vaso a los labios, temblando. Bebió un trago de coñac y torció un momento el gesto. Su mirada vagaba de aquí para allá, la conmoción iba retrocediendo, aunque poco a poco.
—¿Mejor? —dijo él en voz baja.
Los ojos de Nika buscaron los suyos y se aferraron a ellos. El reloj de pie tocó la media.
—¿Quiere explicarme lo que ha ocurrido? —preguntó Bodenstein con tacto.
Lo que le habría gustado hubiese sido levantarse y abrazarla para consolarla. Nika lo miró fijamente con sus grandes ojos y se apartó un mechón mojado de la frente.
—Es que ya es muy tarde —susurró—. Mañana… tendrá que trabajar. Lo siento mucho…
Su consideración lo impresionó.
—No lo sienta —se apresuró a decirle—. Y mañana es sábado. Tengo todo el tiempo del mundo.
Ella sonrió; un destello breve y agradecido iluminó su rostro, pero enseguida se extinguió. Su cara, pálida, recuperó algo de color. Dejó el vaso a un lado, unió las manos y respiró hondo.
—Me llamo Annika Sommerfeld —comenzó en voz baja—. Durante quince años trabajé en el Instituto Climatológico de Alemania como ayudante del profesor Dirk Eisenhut, que ahora quiere matarme.