Berlín, barrio de Wedding,

30 de diciembre de 2008

Abrió los ojos y parpadeó, aturdida, con la mirada en la luz débil de una lámpara de pie que había en un rincón de una sala que no reconocía. ¿Dónde estaba? ¿Qué había ocurrido? Un dolor sordo le martilleaba tras la frente, tenía la boca seca. Hacía frío. Intentó levantar la cabeza y gimió sin querer. Era una habitación de hotel, no cabía duda. ¿Cómo había llegado allí?

Por mucho que se esforzara, sus recuerdos seguían siendo difusos, como una pesadilla de la que casi no se acuerda uno al despertar. Tenía intención de ir a ver a su madre porque era Navidad, pero Dirk había llamado y le había rogado que fuera al instituto. Su despacho. El champán. Le había sentado mal. Ahí el recuerdo se interrumpía. Y de pronto estaba en esa habitación. Volvió la cabeza con cuidado. El indicador digital del despertador de la mesilla de noche marcaba las 22.11. Miró hacia su cuerpo y constató, espantada, que estaba desnuda. Los dedos de su mano derecha se cerraban sobre… ¡un cuchillo! Miró atónita la sangre de la hoja, de su mano y de su brazo, pero no comprendía qué significaba. Se incorporó con mucho esfuerzo y soltó el cuchillo. Notaba las manos y las piernas entumecidas, estaba mareada y tenía que ir urgentemente al baño. Contempló aquella habitación extraña. Sobre una silla que había junto a la puerta colgaba su ropa, su bolso estaba abierto en una mesa, con el móvil y la llave del coche junto a él. Pero también había unos zapatos de caballero y una bolsa de viaje. Unos vaqueros en el suelo, a la izquierda, como si alguien se los hubiera quitado con mucha prisa. El corazón empezó a latirle con fuerza. Ya no entendía nada. Solo con un esfuerzo enorme consiguió ponerse de pie. El dolor estalló en su cabeza.

—¿Dirk? —preguntó con voz ronca, y rodeó la cama tambaleándose.

El suelo de moqueta barata le rascaba las plantas de los pies descalzos. De pronto se sobresaltó y se estremeció al ver ante sí a una mujer rubia, hasta que comprendió que era su imagen en un espejo. ¿Qué eran esas manchas extrañas que tenía en la cara y en el torso desnudo?

Fue con paso vacilante hasta el cuarto de baño, empujó la puerta y se quedó petrificada. ¡Sangre! Había salpicado hasta el techo y todas las paredes de azulejos blancos. El cuerpo sin vida de un hombre yacía en una postura antinatural entre la bañera y el retrete, en medio de un charco oscuro. Al verlo se mareó y sus rodillas amenazaron con ceder. Se aferró al marco de la puerta para no caerse.

—Ay, Dios mío —susurró, horrorizada—. ¡Cieran!