*
Le resultó desagradable desde el principio. A Pia no le gustó ni la voz de Heiko Störch ni la expresión presuntuosa de su cara llena de brillos grasientos.
—Tenemos indicios de que su jefe se encontró con una persona a la que buscamos por dos asesinatos —comenzó el hombre.
La inspectora le notó en la cara lo mucho que le asqueaba tener que mostrarse simpático con ella. Consideraba que era humillante rebajarse a hablar con cargos inferiores y tener que lamerles el culo, pero por lo visto no había encontrado ninguna otra forma de conseguir información. Sus dos acompañantes no le hacían ningún caso a Pia. Los hombres de la Dirección Federal se estaban convirtiendo en visita habitual del despacho de Nicola Engel, cosa que a la comisaria jefe no parecía gustarle demasiado.
—Ajá.
La inspectora le sostuvo la mirada con el semblante impasible. Había llegado a dominar su expresión tan bien como Bodenstein.
—Vayamos al grano —gangueó Störch—. ¿Sabe usted dónde se encuentra en estos momentos?
—No, no lo sé —contestó Pia haciendo honor a la verdad—. Ahora mismo tengo otras preocupaciones más acuciantes que la vida privada de mi jefe.
—¿Le dice a usted algo el nombre de Annika Sommerfeld?
—Si no tiene nada que ver con mis investigaciones en curso, no.
Una mirada fría, despectiva.
—Compañera… —El matón de la Dirección Federal se dio cuenta de que así no avanzaba, de manera que probó suerte con la carta de la solidaridad entre policías—. Bodenstein es un viejo amigo mío, de cuando estudiábamos. Me temo que se ha metido en un asunto del que ya no puede salir solo. Tal vez esa mujer le ha hecho perder la cabeza, le ha mentido, quién sabe… Ayúdele e impida que cometa un error más grave aún.
—¿Cómo podría hacer yo eso?
—Póngase en contacto con él y pídale que nos llame.
—De acuerdo. Lo haré. ¿Algo más?
—Ahora —insistió Störch—, llámelo ahora mismo.
Pia cruzó una mirada con Engel, luego se encogió de hombros y alcanzó el teléfono.
—Tenga cuidado de que no sospeche nada —ordenó Störch—, y ponga el altavoz.
La inspectora obedeció. Como esperaba, saltó el buzón de voz.
—Hola, jefe —dijo Pia sin apartar la mirada de Störch en ningún momento mientras dejaba el mensaje—. Tengo un pequeño problema por aquí y necesito su consejo. Es urgente. Llámeme en cuanto pueda, por favor.
Colgó. Su mirada se encontró con la de Nicola Engel, en cuyos ojos leyó su tácita comprensión. A su jefa le había llamado la atención el mensaje que le había dejado a Bodenstein en presencia de todos porque era la única que sabía que Pia y él normalmente se tuteaban.
—¿Algo más?
—De momento no. Gracias. —Störch estaba de mal humor—. Y no lo olvide: este asunto es…
—… alto secreto —lo interrumpió Pia—. Queda claro.
Yannis pagó al taxista con un billete de veinte euros que llevaba en el bolsillo del albornoz, bajó del coche con esfuerzo y se apoyó en las muletas. Después de la extraña llamada de Mark, había intentado localizar a Ricky, pero se le había agotado el saldo de la tarjeta telefónica y no pudo dar con ella.
La idea de que habían entrado en su casa y le habían vaciado todo el despacho no lo dejaba tranquilo. Sin decir nada en el hospital, bajó cojeando con pijama, zapatillas y albornoz y tomó un taxi. Ya era bastante malo que los matones de Dirk Eisenhut se hubieran llevado su cartera, su llavero y su móvil; si lo que Mark decía era cierto, todo lo que poseía había desaparecido. El camino desde el taxi hasta la puerta de su casa lo dejó casi sin fuerzas y completamente sudado. Llamó al timbre. ¿Por qué estaban las persianas bajadas? Llamó una segunda vez, impaciente. Por fin se abrió la puerta.
—¿Qué pasa aquí? —le preguntó a Mark, y lo apartó para entrar.
Sus ojos tardaron solo unos segundos en acostumbrarse a la tenue penumbra del interior de la casa. En el vestíbulo se encontró con un caos infernal: bolsas de basura rotas, vestidos, montañas de papeles rasgados. Miró todo aquello sin entender nada.
—¿Dónde está Ricky? —quiso saber—. ¿Qué estás haciendo tú aquí?
Mark no respondió. Estaba de pie, inmóvil y con los brazos cruzados, con una extraña expresión perdida. A Yannis le traía sin cuidado lo que le sucediera a Mark, le interesaba mucho más su despacho. La estrecha escalera de caracol le supuso un obstáculo casi infranqueable, pero subió escalón a escalón como buenamente pudo. Había esperado encontrar allí un caos similar al de abajo; el vacío completo le supuso una conmoción. Aquello era una pesadilla. No podía creer lo que veía, las estanterías peladas, el escritorio desnudo… Su cerebro no quería asimilar lo que le confirmaban sus ojos. La bajada fue aún más fatigosa que la subida, pero no soportaba seguir viendo aquello. Respirando con dificultad, por fin consiguió sentarse en el primer escalón. Mark no se había movido de donde estaba.
—¿Cuándo ha pasado esto? —Exhausto, Yannis se pasó una mano por la cara bañada en sudor.
—Fue el sábado —contestó Mark—. Ricky no quería decírtelo. Igual que tampoco te ha dicho que se ha acostado conmigo.
La cabeza de Yannis se irguió enseguida.
—¿Cómo dices?
—Y seguramente tampoco que hoy vuela a Estados Unidos y que ha rescindido los contratos de alquiler de la casa y de la tienda, ¿verdad?
Yannis se quedó mirando al chico. ¿Había perdido la cabeza del todo? Mark pateó con la punta del pie una de las bolsas de basura azules rajadas.
—He descubierto todo esto por casualidad —siguió diciendo—. Igual que esto otro de aquí. —Sacó algo de la cinturilla del pantalón.
Un momento después, Yannis tenía frente a sus ojos el cañón de una pistola que parecía bastante auténtica.
—¿Estás loco? —Intentó ponerse de pie—. ¡Aparta esa cosa!
—Quédate sentado —repuso Mark—. Si no, te disparo en la pierna.
Lo dijo muy tranquilo. Con una calma amenazadora. Yannis tuvo que tragar saliva. La falta de emociones de los ojos de Mark le dio miedo. Un miedo mortal.
—¿Qué…, qué quieres? —susurró con voz forzada.
—Esperaremos a Ricky aquí —contestó el chico—, y luego quiero que me digáis los dos por qué me habéis mentido.
Por fin una orden de busca y captura que daba resultado. Ralph Glöckner no parecía sospechar que la Policía lo estuviera buscando y había reaparecido con total inocencia en el hotel Zum Goldenen Löwen después de volver del fin de semana para retomar el trabajo el lunes.
—El dueño ha informado a los compañeros de Kelkheim, y ellos han enviado dos coches patrulla —anunció Cem mientras bajaba la escalera junto a Pia—. Está en la sala de interrogatorios 1.
—Por lo menos hoy tenemos una buena noticia —masculló la inspectora.
Ralph Glöckner era de lejos su última esperanza después de que todos los demás sospechosos hubieran ido cayendo uno a uno. El caso perseguía a Pia hasta en sueños desde hacía días. La noche anterior había soñado que el padre de Bodenstein había disparado a Ludwig Hirtreiter y luego a Annika Sommerfeld.
Ralph Glöckner se levantó de la silla cuando Cem y Pia entraron en la sala. A pesar de su altura, sus movimientos era ágiles y ni siquiera la luz pálida y poco favorecedora del fluorescente disminuía la sensación de energía concentrada que irradiaba. Glöckner era alto y fornido como un árbol, y Pia se preguntó cómo pudo no llamarle la atención su presencia en el aparcamiento de WindPro.
—Se trata del martes pasado —empezó a decir después de haber grabado las formalidades necesarias para el acta—. Nos hemos enterado de que esa noche habló usted con Ludwig Hirtreiter.
—Sí, así es —corroboró el hombre, que apoyó los brazos en la mesa y dobló sus garras bronceadas.
Con frases breves y objetivas, narró cómo Enno Rademacher y él, después de cenar juntos, se habían acercado espontáneamente a Ehlhalten para intentar convencer una vez más a Ludwig Hirtreiter. Puesto que este no estaba dispuesto a hablar con Rademacher, pero tal vez sí con él, lo acompañó a su casa mientras el director de ventas de WindPro se quedaba en el aparcamiento del bar Krone, aunque de bastante mal humor. De camino a la granja, Ludwig Hirtreiter le había dado la impresión de estar muy cansado, agotado. Que ya no tenía ganas de pelear, le dijo. Que las luchas dentro de la iniciativa ciudadana y de su familia lo tenían desmoralizado. Que no le interesaba el dinero, solo temía perder el respeto de los demás.
—Hablamos una buena media hora —concluyó Glöckner—, luego me marché. Ludwig Hirtreiter quería pensar un poco con tranquilidad para ver si encontraba una solución a todo el asunto.
Por desgracia, no había el menor motivo para dudar de lo que decía. Maldita sea.
—¿Hubo algo en la granja de Hirtreiter que le llamara la atención? —preguntó Pia con la esperanza de enterarse de algo útil—. ¿Un coche? ¿Una motocicleta? ¿Recibió quizá Ludwig Hirtreiter alguna llamada?
Ralph Glöckner arrugó la frente y lo pensó. Para decepción de la inspectora, no obstante, al cabo de poco sacudió la cabeza.
—Bueno, gracias de todos modos. —Se obligó a sonreír. Era desesperante—. Si es tan amable de esperar para firmar el acta, por favor. Después podrá marcharse.
Se levantó y miró un momento el móvil. Bodenstein no había llamado. Mierda. Esa peligrosa carrera de su jefe contra Protección de la Constitución no era precisamente lo mejor para su concentración. Justo cuando iba a abandonar la sala de interrogatorios, Glöckner pareció recordar algo.
—Ah, inspectora —dijo para detenerla—, me parece que sí hay algo que deberías saber.
Su mirada parecía escanear a Pia.
—¿Sí?
—Me lo ha recordado tu peinado. —Sonrió y se retrepó un poco en la silla.
—¿El qué?
Pia volvió a acercarse a la mesa. Esa mañana, con las prisas, se había hecho dos trenzas rápidas en lugar de lavarse el pelo.
—Cuando regresé al pueblo me crucé con otro coche. Caray, ese sí que llega tarde, pensé. Tuve que pisar el freno a fondo y casi acabo en la cuneta.
Pia bajó el móvil y lo miró fijamente. Empezaba a sentir una corazonada mezclada con unas palpitaciones temblorosas.
—No nos lo ponga tan emocionante —lo apremió Cem con impaciencia.
Ralph Glöckner pasó por alto el comentario.
—Al volante iba una mujer. Una rubia con trenzas. Tal vez eso pueda ayudaros en algo.
Ahí estaba, ese momento mágico que se producía en todas las investigaciones. La señal que había estado esperando.
—Pues sí —repuso Pia—. Creo que sí nos ayuda.
La llave giró en la cerradura y la puerta de la casa se abrió. Su silueta negra se dibujó durante unos segundos contra la claridad del exterior. Él se armó de valor, pero al percibir su perfume se le saltaron las lágrimas. Yannis había dejado de hablar hacía ya un buen rato y solo gemía en voz baja de vez en cuando.
—Hola, Ricky —le dijo.
Ella se volvió y profirió un sonido inarticulado de sobresalto. Entonces lo reconoció. El cañón de la pistola, que el chico ya sentía cómoda en su mano después de dos horas, tembló un poco al apuntarla.
—¡Joder, Mark! ¿Cómo se te ocurre darme este…? —Se quedó callada al ver el arma. Arrugó la frente—. ¿Qué haces aquí? ¿De dónde has sacado la pistola?
Mark desoyó sus preguntas.
—Esperaba que me llamaras —respondió, y él mismo se dio cuenta de lo débil que sonaba su hilo de voz—, pero, como no dabas señales de vida, he venido aquí.
La mirada de Ricky recayó en Yannis, que estaba sentado en una silla de la cocina, a oscuras, y abrió los ojos de golpe con sorpresa.
—¡Cielo! —exclamó—. ¿Cómo es que no estás en el hospital?
—Quería despedirme de ti antes de que te marcharas a Los Ángeles —contestó Yannis con sarcasmo—. Me parece que tú no tenías pensado hacerlo.
—¿De dónde sacas que me marcho a Los Ángeles, nada menos? —Ricky abrió mucho los ojos y sonrió con incredulidad—. Voy a Hamburgo, a casa de mis padres.
—¿Ah, sí? Y ¿desde cuándo vive tu familia en Hamburgo? ¿Desde que tu padre vendió su «empresa» y vive de sus «millones», quizá?
—Maldita sea, ¿a qué viene eso ahora?
Ricky se lo quedó mirando unos segundos. La había pillado tan desprevenida que no se le ocurría ninguna mentira improvisada. Por su rostro se extendió una expresión de inseguridad, pero enseguida volvió a dominarse.
—Deja de mentir de una vez —soltó Yannis—. Mark ha encontrado la confirmación de la reserva de avión en tu portátil. Te has llevado a los caballos y también a los demás animales. Y, para poder largarte con tranquilidad, a mí me has ocultado que entraron en casa y me vaciaron todo el despacho.
—¿Que has hecho qué? —preguntó Ricky volviéndose hacia Mark—. ¿Cómo se te ocurre fisgar en mi portátil?
—Es que… yo… —balbuceó él, apocado.
—¡Habla de una vez! —lo animó Yannis—. ¡Explícale lo que te dijo Frauke! ¡Y una mierda, estudios en Norteamérica y un padre rico! ¡Bah! Ni siquiera tus certificados de entrenadora de perros son auténticos. ¡No eres más que una maldita mentirosa!
Los ojos de Ricky se entrecerraron con furia.
—¡Vaya, mira quién fue a hablar! —murmuró—. El parque eólico te ha importado siempre una mierda, ¡tú solo querías vengarte y para ello te iba bien cualquier medio!
—¡Eso no es ni la mitad de lamentable que tu pasado inventado! —replicó Yannis con burla—. ¡En realidad solo eres una pompa de jabón vacía!
—¡Y tú un hijoputa egoísta que solo sabe dar grandes discursos pero que nunca consigue nada! ¡Un fracasado, eso es lo que eres!
Mark, perplejo, seguía las acusaciones mutuas y los insultos que se dedicaban, cada vez más hirientes y con más odio. Palabra a palabra, destruían la ilusión de amor y respeto en la que él había creído y a la que se había aferrado. Se peleaban como sus padres, o peor aún. Con más crueldad y malicia.
—¡Callaos! —gritó el chico entonces—. ¡Parad de discutir!
No soportaba ver cómo las dos personas que él más había querido y admirado en el mundo se despellejaban ante sus ojos. Era mucho peor aún que el día en que perdió a Micha; mil veces mayores la decepción y el dolor. ¿Cómo se le había ocurrido obligarles a confesar sus mentiras? No se lo había imaginado así.
—Y tú, pequeño fisgón asqueroso —le soltó Ricky—. ¿Quién te ha dado permiso para revolver entre mis cosas, eh? ¿Puedes decirme qué clase de numerito has montado aquí?
El desprecio que vio en su cara era indescriptible.
Mark tragó saliva. Ya nada en ella era bonito, su rostro se había convertido en una máscara fea tras la que aparecía la persona que era en realidad: una egoísta desconsiderada, fría y sin corazón.
—Quiero…, quiero saber por qué me habéis mentido. —Luchaba desesperado contra las lágrimas que acudían a sus ojos—. Quiero que los dos me digáis la verdad.
Ricky se lo quedó mirando y sacudió la cabeza.
—¡Bah! —dijo, despectiva—. ¡Tú no estás bien de la cabeza! ¿Quién te crees que eres? ¿Piensas que te debo alguna explicación?
Hizo un gesto de desdén con la mano y soltó una risa burlona. Y entonces algo sucedió en el interior de Mark. Fue como si de repente se le accionara un interruptor. Había sucedido ya lo peor que podía haber imaginado, así que dejó de tener miedo, pero un odio frío empezó a hervir en él para sustituirlo. Toda su vida hasta ese momento había estado marcada por el temor a perder a alguien a quien quería: primero a sus padres, luego a Micha, por último a Yannis y a Ricky. Y de pronto había sucedido. Los había perdido a todos. Uno tras otro lo habían decepcionado, le habían mentido y lo habían dejado tirado. ¿Qué más debía temer? Todo le resultaba ya indiferente. Completamente indiferente.
—No pienso seguir escuchándote —dijo Ricky, decidida.
—Quédate donde estás —advirtió Mark.
—Basta ya de esta mierda.
Ricky sonaba cabreada. Alargó el brazo y tuvo la osadía de intentar arrebatarle la pistola.
Entonces Mark apretó el gatillo. La bala pasó rozándole el brazo y se clavó en la pared, junto a la puerta de entrada. El estrépito del tiro fue mucho mayor de lo que Mark había esperado.
—¿Estás tarado? —gritó Ricky, que se tambaleó hacia atrás—. ¡A ti te falta un tornillo pero de verdad, pequeño idiota! ¡Por poco me das!
—La próxima vez no fallaré, puedes creerme —le aseguró Mark.
El miedo en los ojos de ella hizo que se sintiera bien. Era casi como estar sentado frente a su ordenador. Solo que esta vez el arma que empuñaba era de verdad.
—¿Qué quiere decir que han retirado los coches patrulla?
—Es que tocaba el cambio de turno. Y luego hemos tenido que ir a una pelea en una de las escuelas de aquí cerca.
Pia tuvo que esforzarse para no gritar. Estaba enfadadísima. ¡La casa de Friederike Franzen llevaba casi tres horas sin vigilancia!
—Quiero que como mucho dentro de diez minutos haya dos coches patrulla en la casa —dijo con severidad—. Uno justo delante y otro en la pista de atrás. E informad si sucede cualquier cosa.
Colgó antes de que el agente de la Policía municipal de Königstein pudiera ponerle algún reparo.
—Imbéciles —masculló, cabreada.
El despacho del jefe no era práctico, así que se había trasladado otra vez a su escritorio.
—Pia, Frauke Hirtreiter me ha dado el número de móvil de Friederike Franzen —dijo Kathrin tras aparecer por el marco de la puerta—. Ya hemos solicitado información a su operador. También he presentado una petición para obtener el seguimiento del móvil de Mark Theissen.
—Muy bien. Además necesitaremos una lista detallada de llamadas, de ambos.
—Las recibiremos en la próxima media hora.
—Genial. Por favor, avisa a Christian Kröger para que venga.
—Ahora mismo.
—Ya hemos dado orden de busca contra Friederike Franzen —anunció Cem—. He averiguado la matrícula de su coche.
En el escritorio de enfrente, Kai hablaba por teléfono con la fiscalía para conseguir una orden de detención. Cem llamó después al instituto de Mark Theissen para saber si el chico se había presentado en clase. Por su casa no había pasado desde que había huido por el balcón, su madre estaba muy inquieta. Con la motocicleta roja no podía haber ido a ninguna parte, porque los municipales de Königstein la tenían custodiada desde el sábado.
Pia hojeó el expediente de Ludwig Hirtreiter y fue pasando revista mentalmente al sábado anterior. ¿Cómo no se había dado cuenta antes de que algo no cuadraba con Ricky Franzen? Se había comportado de una forma extraña. Su bolso no estaba en la cocina, sino en el coche. ¡Les había mentido! Además, era sorprendente lo deprisa que se había recuperado de su conmoción. ¿Por qué? ¿Con quién había hablado por teléfono? ¿Qué había entre ella y Mark Theissen?
—¿Querías hablar conmigo? —Kröger entró en el despacho.
—Hola, Christian. Gracias por venir tan rápido. —Pia se mordió el labio inferior, pensativa—. ¿Qué ha pasado con el informe sobre la escopeta que encontramos en casa de Frauke Hirtreiter? No lo encuentro en el expediente.
—Sigue en mi mesa. ¿Qué necesitas?
—¿Habéis encontrado huellas dactilares en el arma?
—Un montón. —Kröger arrugó la nariz—. ¿Por qué?
—Ahora pensamos que Friederike Franzen disparó a Ludwig Hirtreiter y luego ocultó el arma en casa de Frauke. Me ayudaría mucho que encontrarais sus huellas dactilares en la escopeta.
—¿Tenemos alguna huella suya para comparar?
—De momento no.
—Mark no está en el instituto, por supuesto —dijo Cem desde el escritorio de al lado—. ¿Qué hacemos ahora?
El teléfono de la mesa de Pia empezó a sonar a la vez que su móvil. ¡Henning! ¡Cómo se le ocurría llamarla precisamente en ese momento, después de cuatro días de silencio absoluto! Pia le pasó su móvil a Kröger.
—Ten —dijo, molesta—. Tu gran amigo. Pregúntale qué quiere, por favor.
Luego descolgó el auricular del fijo. Una voz exaltada le gritó algo al oído, y Pia tardó un momento en comprender que tenía al teléfono al jefe de los municipales de Königstein. Se le ensombreció el semblante mientras escuchaba sin decir nada.
—No puede ser cierto —dijo al final—. ¡Les he pedido explícitamente que esperasen delante de la casa! Sí… No… De eso nos ocupamos nosotros. Que cierren la calle y la pista, y un perímetro amplio. Dentro de un cuarto de hora estamos ahí.
Colgó y miró a sus compañeros.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Kai, alarmado.
—Mark Theissen tiene a la señora Franzen como rehén en su casa —informó Pia con gravedad—. Acaba de disparar a un agente que ha llamado al timbre de la puerta.
Inspiró hondo y maldijo para sus adentros a Bodenstein, que se había largado de luna de miel con su ratoncito mentiroso, y luego en voz alta a los agentes que habían suspendido la vigilancia de la casa de Friederike Franzen sin autorización.
—Kai —dijo, y se levantó—, tú te encargas de avisar a todo el mundo. Las fuerzas especiales, ambulancia, psicólogo y qué sé yo. Cem y Kathrin, nosotros salimos ahora mismo.
—¿Vas a necesitarme a mí también? —preguntó Kröger.
—Claro. Siempre. Y no os olvidéis los chalecos. Nos encontramos dentro de tres minutos abajo, en el aparcamiento.
Se echó la mochila al hombro y se puso en marcha. Entonces se acordó de Henning.
—¿Qué quería ese? —Alargó la mano para recuperar su móvil.
—Ah, será mejor que te lo diga él mismo —dijo Kröger en una evasiva para responder.
—Anda, venga ya. ¿Qué pasa?
—Si lo he entendido bien, acaba de casarse en Inglaterra.
Todo había salido de maravilla. Oliver se había sentido un poco como en una película de espías al entrar en el pequeño banco privado del distrito financiero de Zúrich, donde se identificó con la contraseña «Climategate». Le autorizaron sin problemas a pasar a la cámara acorazada del sótano del edificio, y allí abrió la caja de seguridad y sacó el maletín negro. Diez minutos después ya estaba otra vez en la calle, con las rodillas temblándole y el corazón a cien por hora. Miró a su alrededor directamente, pero nadie le prestaba atención. A pesar de todo, se sintió aliviado cuando estuvo en la autopista, conduciendo de nuevo en dirección a Winterthur.
Una hora después había llegado a Constanza, y los aduaneros suizos y alemanes le indicaron con gestos que cruzara. Era la una en punto cuando entró en el aparcamiento del hotel Schiff, junto al lago, justo delante del muelle del transbordador. Annika lo había visto llegar y corrió hacia él. El corazón de Oliver se llenó de alegría al ver en su rostro el brillo de la tranquilidad. Un instante después cayó en sus brazos y lo besó.
—Ha sido muy emocionante —dijo sonriendo.
—¡Ay, Oliver! ¡No sé cómo podré llegar a agradecértelo!
—Esto no ha sido más que el primer paso —reflexionó él—. Me temo que la cosa se complicará bastante cuando tengamos que tratar con Störch y la gente de la Dirección Federal.
Annika lo soltó. La sonrisa desapareció de su rostro y dejó paso al desánimo. La leve brisa que venía del lago le alborotó el pelo. Se retiró un mechón tras la oreja.
—¿Qué haré si no soy capaz de desmentir sus pruebas? —susurró, y lo miró con los ojos muy abiertos—. Dirk tiene tanto poder y tanta influencia… Lo creo capaz de cualquier cosa para quitarme de en medio.
—Todavía vivimos en un Estado de derecho —dijo Oliver lleno de convencimiento, y abrió el maletero—. En nuestro país nadie acaba en la cárcel porque sí.
—Tú sigues teniendo fe en el Estado de derecho. —Annika suspiró—. Mi experiencia, por desgracia, es muy diferente.
A Oliver le dolió verla tan perdida y triste. Alargó la mano y le acarició la mejilla. Un día tan maravilloso como ese y con un escenario tan espléndido no debería acabar ensombrecido por pensamientos oscuros. La pesadilla de Annika terminaría pronto, y entonces tendrían todo el tiempo del mundo para disfrutar de agradables charlas y excursiones.
—Durante el trayecto he pensado que necesitarás un abogado que sea bueno de verdad —dijo el inspector jefe— y ya se me ha ocurrido alguien. Clasing. Es especialista en derecho penal, uno de los mejores de Alemania. Lo conocí hace años durante un caso y me debe un favor. Lo llamaré en cuanto volvamos, si te parece bien.
—Sí, claro que me parece bien. —Annika rozó el maletín con la punta de los dedos y enseguida retiró la mano con un escalofrío—. Por culpa del contenido de este maletín han muerto personas a quienes conocía. Todo esto es horrible.
—Vamos. —Oliver le pasó un brazo por los hombros y cerró con ímpetu la puerta del maletero—. Ahora hay que asegurarse de que no se nos escape el siguiente transbordador, y luego iremos a comer algo. Estoy muerto de hambre.
Ante el cordón que habían montado en la calle de la casa de Ricky ya se había reunido una muchedumbre. Pia se abrió paso hasta encontrar al jefe de operaciones.
—El chico ha abierto la puerta y se ha puesto a disparar —explicó exaltado Werner Sattler, inspector jefe de la Policía municipal de Königstein—. ¡Con total frialdad!
—¿Cómo está el agente? —se interesó Pia.
—No lo sé. Cuando se lo han llevado al hospital todavía hablaba. Por suerte llevaba puesto el chaleco antibalas. Si no, ya estaría muerto.
Pia miró hacia la casa. Todas las persianas estaban bajadas, en el aparcamiento cubierto se veían el BMW negro de Theodorakis y el Audi oscuro de Friederike Franzen. Christian Kröger discutía con unos compañeros y ordenó levantar un segundo cordón a unos cincuenta metros de la casa. Entonces llegó el Grupo de Fuerzas Especiales. La furgoneta oscura con lunas tintadas que debía hacer las veces de central de operaciones aparcó lo más cerca posible del primer cordón. Cem fue para allá con el teléfono en la oreja. Una ambulancia y un coche de bomberos aparecieron también en la calle.
—¿Cuánto tiempo llevan los dos en la casa? —preguntó Cem.
—No lo sé con exactitud. —Werner Sattler se encogió de hombros y se secó con un pañuelo la frente cubierta de sudor.
En la pequeña ciudad del Taunus nunca se había producido una crisis con rehenes, y el hombre estaba visiblemente sobrepasado.
—¿A qué hora se retiraron los coches patrulla? —siguió preguntando Cem.
—¡Cielo santo, ya sé que también eso fue un error! —soltó Sattler—. No me lo restriegue encima por las narices.
Pia abrió la boca para dedicarle un suculento reproche, pero su compañero fue más rápido que ella.
—No pretendía hacerlo —repuso con calma—, pero así podremos delimitar mejor el espacio de tiempo.
Sattler lo pensó un momento.
—Sobre las siete.
Y ya eran las doce y media. La casa había estado cinco horas y media sin vigilancia. Una error imperdonable.
—Deberíamos interrogar a los vecinos —propuso Cem—. Tal vez hayan visto algo.
—Buena idea. —Christian Kröger asintió en dirección a la casa de al lado—. Allí vive la experta en terrorismo de la urbanización. Me apuesto cincuenta euros a que se han pasado todo el día pegados a la ventana.
—Muy bien. —Cem sonrió un instante—. Pues me acercaré un momento.
—Christian —le dijo Pia a Kröger—. Pide que vayan a buscar a Frauke Hirtreiter. Y alguien debería ir a ver a Theodorakis al hospital. Necesito un plano exacto de la casa.
Kröger asintió y sacó su móvil. El jefe de la unidad de las fuerzas especiales se acercó. Pia conocía a Joe Schäfer de varias operaciones conjuntas y de unos cursos que él había dirigido en la Escuela de Policía. Era un chulo arrogante, pero el mejor hombre para esa misión.
—Buenas —le dijo a Pia, y se quitó las gafas de sol de espejo—. ¿Qué tenemos? ¿Cómo está el asunto?
Sus hombres, con sus chalecos negro antracita, los pasamontañas negros y los cascos negros de estilo marcial, se reunieron junto al vehículo de operaciones.
—Hola, Joe. Todavía no sabemos mucho.
Pia y Kröger lo siguieron al interior del vehículo, que estaba equipado hasta el techo con la tecnología más puntera, y allí explicaron al jefe de las fuerzas especiales y a su gente cuál era la situación que suponían en la casa, además de darles cuatro indicaciones sobre la zona.
—El secuestrador va armado y ya ha disparado a un agente —terminó de decir Pia—. Se trata de un chico de dieciséis años psicológicamente inestable. Debemos contar con que volverá a hacer uso del arma.
El jefe de la unidad de fuerzas especiales arrugó la frente, luego asintió y les dio unas instrucciones breves a sus hombres. Los dos francotiradores debían tomar posiciones en los tejados de la casa de enfrente y la de al lado, todos los demás agentes especiales se posicionarían delante y detrás de la casa de Friederike Franzen. Pia no les envidiaba su trabajo. No era ningún placer tener que pasarse horas inmóvil a veintiséis grados a la sombra y con todo el equipo antidisturbios puesto sin perder la concentración.
—¿Ha presentado ya alguna demanda? —preguntó Joe Schäfer.
—No, ninguna.
Cem entró en la furgoneta. Los vecinos, tal como había supuesto Kröger, habían visto todo lo que había sucedido esa mañana en la casa. Al contrario de lo que pensaban hasta entonces, Mark tenía a dos rehenes en su poder, ya que unas dos horas antes había llegado en taxi Yannis Theodorakis, en albornoz y zapatillas, y había entrado en la casa ayudándose de unas muletas. La señora Franzen se había presentado algo más tarde. Ya de buena mañana había metido a los caballos en sus remolques y se los había llevado, igual que a los demás animales que tenía en el jardín.
—Los padres de Mark acaban de llegar —añadió Cem para completar su informe—, y el psicólogo ya está aquí.
—Bien —dijo Pia—. Hablaré con los padres. Y luego llamaré a Mark al móvil.
—De acuerdo. —Joe Schäfer asintió.
Sonó el móvil de la inspectora: era Kai, que le comunicó que Friederike Franzen, según la información de su operador de telefonía, había llamado a Stefan Theissen el sábado. Pia tuvo que taparse la otra oreja, porque Schäfer y Cem también hablaban por teléfono.
—Y no fue la única ocasión en que hablaron, lo hacían bastante a menudo —informó Kai—. Cuatro veces solo el sábado: a las 7.12, a las 8.15, a las 9.45 y a las 14.32. También esta mañana se han llamado. Extraño, ¿verdad?
A Pia no le parecía tan extraño, puesto que confirmaba sus sospechas. Friederike Franzen no había sido atacada el sábado, de eso ya estaba más que convencida.