Capítulo 22

La presencia de Danton Miller en el Hotel Astor parecía acentuar la vulgaridad de la habitación. Ethel contempló una mancha de la alfombra y se preguntó por qué Christie terminaba siempre en las peores suites de los hoteles. Probablemente porque siempre pedía las más baratas. Y allí estaba Dan, absurdamente elegante, sentado en una butaca descolorida. Y Christie, sin darse cuenta de la expresión en el rostro de Dan al ver la suite, estaba sentado fumando un puro. Ethel parecía a punto de saltar como un muelle. Había empezado a sospechar cuando Dan llamó como por casualidad y dijo que pasaría por allí para hablar de la mecánica del programa especial. Dan no era un tipo de los que «pasan». ¿Y qué significaba la «mecánica»? Iba a ser la vida de Christie, de sus amigos, la gente que había conocido en su escalada hacia el éxito. ¡Su Acontecimiento! Esto es lo que había oído decir en las dos últimas semanas. Christie se comportaba como si le estuvieran inmortalizando. Pero era comprensible. Como astro del Show de Christie Lane, aparecía dentro de un marco general. Cantaba canciones, interpretaba sketchs, presentaba a artistas invitados. Pero el «Acontecimiento» era él. Todos hablarían de él; nada de marcos para artistas invitados de Hollywood... ¡Sólo él! Los «criados» pedían nuevos trajes. Y Agnes no hacía más que lanzar indirectas. Oh, no esperaba salir en el programa, decía, «pero cuando todos mis amigos bromean y me dicen que soy una acompañante de ejército, les contesto que prefiero ser una pequeña parte de la vida de Christie Lane, que una estrella en la de otro». Christie todavía no había accedido, pero Ethel sabía que accedería. Poco a poco, la excitación general se le contagió también a Ethel. Empezó a seguir una severa dieta y se compró dos trajes para lucirlos en el programa. Pero todo el impacto de su propia importancia en el programa no se le alcanzó hasta que Danton Miller «pasó por casualidad».

Ethel estaba sentada y escuchaba en silencio mientras Dan hablaba del programa especial. Para asombro de Ethel, su entusiasmo iba a la par con el de Christie. Todo lo que decía halagaba el interés de Christie, adulaba su ego. Mientras hablaba, el programa del Acontecimiento de Christie Lane fue adquiriendo las proporciones del acto de concesión de un premio académico. Tenía que ganar el Emmy. Al llegar a la «mecánica», los ojos de Ethel se contrajeron. Y mientras escuchaba, se hicieron realidad sus peores sospechas. Todas las maniobras iniciales no habían sido más que un engaño. El primer objetivo de Dan era quitarle importancia a ella, interponer una cortina de humo ante el auténtico papel que ella desempeñaba en la vida de Christie. ¡No podía creerlo! Escuchaba mientras Dan explicaba con tono indiferente que contratarían a modelos con el fin de que actuaran como amistades de Christie. La debutante que había accedido a asistir a la inauguración del Aqueduct con él. Las estupendas escenas que obtendrían mientras Christie visitaba las caballerizas del padre de ella.

—Le proporciona a usted otra dimensión —decía Dan—. Christie Lane no es simplemente como el tío Harry de todo el mundo..., muchachas hermosas se sienten atraídas por él y las debutantes lo adoran. Incluso hemos conseguido a una poetisa y les mostraremos a ambos curioseando en Double-day's. ¡Christie Lane es un erudito! Desde luego, Ethel desempeñará un importante papel en el programa. Mostraremos escenas en las que ella estará abriendo su correspondencia, y hablará por teléfono arreglando sus compromisos.

Ethel dirigió los ojos hacia un rayo de sol que se deslizaba por la descolorida alfombra. Esta era la última humillación. Mezclándola con los «criados». Aunque, bien mirado, ¿qué otra cosa era? Ellos le servían haciéndole recados, ella le servía en la cama. Incluso ganaban la misma cantidad de dinero. Por primera vez en su vida, se sintió derrotada. Perdió incluso el instinto de luchar. Tal vez fueran los modales altaneros de Dan, tal vez fuera la suite, pero, de repente, se sintió tan raída como las sucias cortinas que colgaban de las grisáceas ventanas. ¡Se vio de repente a través de los ojos de Danton Miller y deseó escapar! ¡Dios mío!, ¿qué le había sucedido a la pequeña y gorda Ethel Evanski que se sentaba en las escaleras de las casas de Hamtramck y soñaba? ¿Cómo se había convertido en la Ethel Evans que estaba sentada en la suite cargada de humo del Astor escuchando como Danton Miller, evasiva y educadamente, apartaba su presencia de la vida de Christie? ¿Cómo había sucedido todo ello? Había querido convertirse en alguien... ¿era eso tan malo? Estaba deseando romper a llorar, arremeter contra Danton Miller, y arañarle la fachendosa sonrisa de su cara... ¿Cómo estaba sentado aquí, tan impecable e inmaculado? ¿Quién demonios era él para afirmar que no era lo suficientemente buena como para ser la chica de Christie? Dan se había acostado con ella. ¿Cómo no se había ensuciado él y su maldito traje negro? Pero permaneció en silencio. Porque todo lo que Dan decía era sensato. Con las modelos, la debutante y la poetisa, el programa sería mejor. Y lo que le importaba a Christie era el programa. Este era un argumento en el que nunca podría ganar. Era curioso, pero no le importaba lo que pensaran todos los que estaban relacionados con este asunto. Sabrían que no era cierto. Pero, por primera vez, pensó en su madre y en su padre e incluso en Helga. Para ellos, estaba «comprometida» con Christie Lane. ¿Qué pensarían cuando vieran a Christie con las maravillosas modelos, y a la pequeña y gorda Ethel Evanski sentada al margen, junto con los demás «ayudantes a sueldo»? De nuevo dirigió sus ojos hacia el rayo de sol de la alfombra. No se atrevía a levantar los ojos. Tenía un nudo en la garganta y estaba peligrosamente a punto de llorar. Los ojos sin brillo de Christie se mostraban objetivos y pensativos. Dan seguía hablando animadamente, deseando alcanzar un final deslumbrante de la entrevista. Después se inclinó hacia adelante.

—Y bien, Christie, ¿qué piensa usted?

Christie mordió un fragmento de puro y lo escupió al suelo.

—Creo que todo esto apesta.

Ethel levantó los ojos. Dan estaba demasiado sorprendido para poder contestar.

—¿Qué es todo este jaleo de la debutante o de la poetisa? Todos saben que Ethel es mi chica.

Los labios de Ethel se abrieron de asombro. ¿El imbécil la estaba defendiendo?

Dan se encogió de hombros.

—Desde luego, usted va con Ethel. Yo lo sé y usted lo sabe. Pero todos hemos estado pensando mucho acerca de este Acontecimiento y la conclusión ha sido unánime. Consideran que será un programa más excitante si aparece usted con varias muchachas, en lugar de una sola.

—¿Pretenden presentar ustedes un programa de chicas bonitas o el Acontecimiento de Christie Lane?

—Para las clasificaciones, es mejor que combinemos ambas cosas.

—Mi programa ocupa el quinto lugar, ¿no es cierto? Y no es por las modelos o las debutantes..., ¡sino gracias a mí!

Dan asintió.

—Pero, Christie, no olvide usted que en su programa intervienen importantes artistas invitados, bonitas muchachas que actúan en los anuncios y alguna que otra cantante que canta dúos con usted.

—¿Y qué pasa con Ethel? —la voz de Christie sonaba dura.

—Ethel es muy atractiva —dijo Dan rápidamente—. En realidad, Ethel, nunca la había visto con mejor aspecto.

Su sonrisa era indulgente. Ella le contestó con una mirada sombría.

Christie no comprendió esta escena muda.

—¿Y bien? —preguntó.

—Tememos las revistas sensacionalistas. Hasta ahora hemos tenido suerte, pero si una sola de ellas empieza a escribir acerca de la vida amorosa de Ethel, todas seguirán el ejemplo.

—Les pondré un pleito —dijo Christie—. No va más que conmigo desde hace casi un año. Puedo demostrarlo.

—Me temo que sólo demostraría su tesis. Sí, Ethel ha estado con usted, ¡viviendo con usted! Por eso pensaron que la idea de la ayudante era un buen pretexto. Explicaría por qué siempre está a su lado.

—¡Un momento! —Christie hizo un movimiento con el puro—. ¿Quién demonios son ellos?

Dan extrajo la pitillera.

—Digámoslo así, Christie. Robin Stone también forma parte de este programa. Si las revistas sensacionalistas le atacan en su primer programa por causa de Ethel, podría perder para toda la serie a sus puritanos patrocinadores. No olvide que, fuera de Nueva York, Chicago y Los Ángeles hay un mundo muy extenso en el que la gente va a misa cada domingo, se casa y celebra bodas de oro. A esta gente le gusta usted. Usted penetra en sus salones. No puede gritarles: «Esta es la chica con quien vivo, tomadlo o de lo contrario...»

Dan se aprovechó del silencio de Christie y prosiguió con renovado ímpetu:

—No importa lo que usted piense al respecto, la conclusión es que no puede presentar a Ethel como su chica en el programa especial.

—De acuerdo. No será mi chica —dijo Christie tranquilamente—. Será mi mujer.

El rostro de Dan perdió su tranquila expresión habitual. Sus labios se abrieron pero no profirió palabra alguna.

Ethel se inclinó hacia adelante, ¡contraatacaría!

Christie asintió como para corroborar esta decisión.

—Sí, ya me ha oído. Voy a casarme con Ethel.

Dan ya se había recuperado de su sorpresa inicial y esbozó una felina sonrisa. Christie se reclinó en su asiento como si el asunto hubiera terminado, pero Ethel comprendió que la batalla acababa de empezar. Dan estaba reuniendo sus fuerzas, preparándose para el ataque.

Este se produjo inmediatamente.

—Es curioso —el tono de la voz de Dan era casi triste—. Siempre le había considerado a usted un gran romántico.

—¿Un qué? —preguntó Christie.

—Un hombre de los que sólo aman a una mujer en la vida. Estaba seguro de que había sido así entre usted y Amanda. La noche que murió llegué a temer que anulara usted su programa. Pero usted es un buen profesional. Comprendí cómo se sentía, pero supo darse cuenta de que la vida tiene que seguir. Cuando un hombre pierde lo único que le importa, encuentra un sustitutivo, una pieza de repuesto transitoria.

Por primera vez, Ethel supo lo que era la locura temporal de la furia ciega que causa asesinatos. Deseaba estrangular a Dan. Pero no era oportuno que se comportara con violencia, mientras Christie dominara la situación. Agarró el brazo del sofá hasta quedarle blancos los nudillos. Y, tratando de controlarse, consiguió hablar en un tono de voz tan circunspecto como el de Dan:

—Parece usted olvidar, querido Danton, que Amanda había dejado a Chris por Ike Ryan. Murió como señora de Ryan, no como la chica de Christie.

El tono de voz de Dan era conciliador.

—Sí, pero los mayores amantes son los que pierden y siguen amando. Para mí, Christie Lane es esta clase de hombre.

Christie se levantó de un salto.

—¿Qué clase de idiotez es esta? ¿Es esta su idea de lo que es un gran enamorado? ¡A mí me parece el imbécil número uno! Un imbécil que anda llorando por ahí por una mujer que le ha abandonado! Ni hablar, Danny, yo soy Christie Lane. ¡Yo soy una persona importante, amigo! He alcanzado el éxito a través de un camino muy duro: he recibido auténticas patadas. Una rubita no es un acontecimiento desgarrador en mi vida.

Se dirigió hacia Ethel y le tomó la mano.

—Fíjese, señor Miller: esto es una verdadera mujer. Una gran mujer. Desde luego que Ethel y yo empezamos siendo dos personas que estaban juntas en la ciudad. Pero, después de algunos encuentros con ella, me olvidé incluso de haber conocido a Amanda.

Dan sonrió tristemente.

—Leí de nuevo el reportaje de Life el otro día y me impresionó. Sobre todo cuando usted decía que Amanda era la única chica con quien había pensado casarse. La muchacha con quien quería tener un hijo. —Suspiró—. Pero no puede ser, la historia de Amanda hubiera sido un momento muy importante en su programa especial.

—¿Qué tiene que ver Amanda con mi programa especial? —preguntó Christie.

La voz de Dan era baja e intensa.

—Íbamos a mostrar las fotografías que les tomaron para Life. Presentar un momento del anuncio de Amanda y utilizar la grabación de aquel gran momento en que usted le cantó «Mandy». ¿Recuerda cuando enfocamos los bastidores y le tomamos un primer plano escuchándole a usted? —Dan sacudió la cabeza tristemente—. ¿Se lo imagina? Ningún espectador podría contener las lágrimas. Todos los periódicos del país escribirían acerca de ello: el programa especial con la historia de amor del siglo. Amanda, la única muchacha de la vida de Christie. Y cuando ella se casó con otro, él no le guardó rencor. Y cuando ella murió, murió también una parte de él. El público lo aceptará. Esto explicaría las modelos, la debutante..., porque, después de Amanda, ya no puede haber una sola muchacha en la vida de Christie Lane. Después, mientras usted cante, la voz del locutor dirá: «Las mujeres gustan de escuchar cantar a Christie..., pero Christie siempre cantará sus canciones de amor a una muchacha que nunca más podrá escucharlas». Después le mostraremos a usted en la ciudad, demostrando que está intentando olvidar. Christie, al público le gustan los enamorados; no tendrán en cuenta el hecho de que ella se casara con Ike Ryan. Estuvieron casados poco tiempo. Dígame, ¿cuántas chicas recuerda que hayan ido con Sinatra? Ha habido muchas, pero sus seguidores creen que sigue cantándole a Ava Gardner. Las canciones adquieren una significación más intensa; al mundo le gustan los enamorados, sobre todo cuando han perdido a alguien. Podemos decir que Ethel Evans es su compañía más asidua, que también apreciaba a Amanda..., eran amigas y trabajaban juntas en el show, por eso comprende la terrible pérdida que le aflige. Christie, ¿no se lo imagina?

La expresión de Christie era más suave.

—Tendría que ser guionista de cine, Dan. —Después su voz se endureció—. Pero, ¿qué clase de programa esperan que haga? ¿Este es el «Acontecimiento de Christie Lane»? La historia del hombre que alcanzó el éxito a través de un camino muy duro, que seguía siendo un cantante de segunda categoría al llegar a los cuarenta? Todo el mundo lo rechazaba, y dos años más tarde ¡lo consiguió! Esta es la historia, ¡este es el núcleo de la misma..., este precisamente! Esto es el Acontecimiento de Christie Lane. ¿Lo entiende? Mi Acontecimiento ¡sobre mí mismo! Si llega el día en que tenga que escarbar los huesos de una muchacha muerta para conseguir un programa, me conformaré quizá. Pero, en este momento, vendo mi talento, mi vida. Y ni usted ni el señor Robin Stone tienen que decirme lo que soy. ¡Yo soy yo! ¿Lo entiende? ¡Yo! Y voy a casarme con Ethel Evans.

Dan se dirigió hacia la puerta.

—Lo siento. Quizá tomé demasiado en serio el reportaje de Life..., tanto hablar de lo mucho que quería un niño de Amanda, para que se pareciera a ella, para que fuera como ella...

—¡Tonterías! —gritó Christie—. Puedo asegurarle que quiero un hijo. Lo quiero. Y quiero darle todo lo que yo no tuve. ¡Y Ethel y yo vamos a tener un hijo maravilloso!

Dan se inclinó ligeramente.

—Les deseo a ambos muchas felicidades. Creo que es estupendo. Christie, después de escucharle a usted, he cambiado de opinión. Usted y Ethel..., bueno, casi puede decirse que es una boda que se ha concertado en el cielo.

Después salió de la habitación.

Christie contempló unos momentos la puerta cerrada. Sin mirar a Ethel, dijo:

—Llama a Lou Goldberg. Dile que venga a la ciudad. Llama a Kenny y Eddie. Diles qué busquen lo de los análisis de sangre y todo este jaleo. Llama al alcalde, mira a ver si puede casarnos.

Desapareció en el dormitorio.

Ethel se sentó en el sofá. No podía creerlo. ¡Lo decía en serio! Iba a ser la señora de Christie Lane. Levantó los ojos mientras Christie salía del dormitorio con su gabán.

—¿Qué haces sentada? —le preguntó—. ¿No quieres casarte?

Después, mientras ella asentía en silencio, chasqueó los dedos.

—Vamos, muévete, empieza a preparar las cosas.

Ella se levantó de un salto del sofá y con un arranque repentino se echó en sus brazos.

—¡Oh, Christie! —sus lágrimas eran auténticas—. ¿Lo dices en serio?

Se sintió turbado mientras ella se separaba de sus brazos.

—Claro que sí. Ahora haz las llamadas, muñeca.

Se dirigió hacia la puerta.

—¿Pero dónde vas?

Él se detuvo. Después, con una ligera sonrisa, dijo:

—Voy a comprar los anillos de boda.

Al dejar el Astor, se dirigió a la parte alta de la ciudad. Llegó a la calle Cuarenta y siete y se encaminó hacia la manzana conocida como el paseo de los joyeros. Conocía a varios amigos. Los Edelman siempre le ofrecían artículos a precio reducido cuando compraba gemelos de oro para los guionistas y el equipo por Navidad. Los vio a través del escaparate al pasar delante de su tienda. Les saludó con la mano y se preguntó por qué no se habría detenido. Siguió caminando en dirección al este. Se encontró dirigiéndose hacia la Quinta Avenida. Aceleró el paso como si comprendiera su finalidad subconsciente. Empezó a correr. Al llegar a la Quinta Avenida, estaba sin respiración. Dudó unos momentos y después subió las escaleras de piedra de la Catedral de San Patricio.

Christie había nacido en el seno de una familia católica. Aceptaba este hecho como se acepta el color de la piel. No era practicante, ni siquiera recordaba el catecismo, a pesar de que se lo sabía de memoria cuando hizo la primera comunión. Al divorciarse sus padres, su educación religiosa finalizó bruscamente. Su madre contrajo matrimonio de nuevo; el tipo era baptista y su hermanastro fue educado como baptista. ¿O era metodista? No se llevaba bien con su padrastro, razón por la cual abandonó su hogar a los catorce años. Ahora, en la suave oscuridad de la Catedral de San Patricio, todos los ritos olvidados volvieron a su memoria. Inconscientemente introdujo los dedos en el agua bendita y se santiguó. Pasó junto a hileras y más hileras de cirios encendidos y contempló las estaciones del Vía Crucis. Vio que una mujer se acercaba a uno de los pequeños confesionarios. De repente, experimentó una imperiosa necesidad de confesarse. Se aproximó nerviosamente a uno de los confesionarios. Después se detuvo. Hacía tanto tiempo. La última vez fue cuando tenía catorce años, la primera vez que se acostó con una mujer. Pensó que la confesión le preservaría de contraer la gonorrea. Estaba tan ansioso de acostarse con la muchacha que no se dio cuenta de la clase de bestia que era hasta que terminó. Pero, ¿qué podía esperarse en un portal por cincuenta centavos? Una mujer salió de un confesionario y se dirigió hacia uno de los bancos. La vio arrodillarse y sacar un rosario. Sus ojos estaban cerrados y sus labios se movían mientras pasaba las cuentas. No tenía más que acercarse y arrodillarse: «Perdóneme, padre, porque he pecado». Caminó hacia el confesionario, se arrodilló y murmuró:

—Perdóneme, padre, porque he pecado.

—Diga, hijo mío.

Vio vagamente el perfil borroso del cura detrás de la reja.

—He cometido muchos pecados mortales —empezó Christie—. He vivido con una mujer que no es mi esposa. He pronunciado el nombre de Dios en vano.

—¿Está usted arrepentido?

—Sí, padre. Voy a casarme con esta mujer, tendré un hijo y... —se detuvo. Hubiera querido decir: «La amaré y la respetaré», pero las palabras se le quedaron en la garganta. Se levantó y salió precipitadamente del confesionario. Caminó hacia la parte frontal de la iglesia. Sabía que tenía que haber alguna salida lateral. Su mirada se dirigió hacia la pared junto a la cual hileras y más hileras de cirios encendidos brillaban en la penumbra. Varias personas estaban arrodilladas ante una imagen de la Virgen María. Caminó hacia el fondo de la iglesia. Ante cada imagen, había una llamarada de cirios encendidos. Parecía un mar de cirios; cada llama representaba una plegaria. De repente, pasó junto a un altar que estaba oscuro. Tardó un momento en darse cuenta de que sólo había una vela encendida: una vela entre dos bandejas de cirios sin encender. Brillaba, desafiante y orgullosa, en su patética soledad. ¡No estaba bien! El único santo del lugar que no hacía negocio. Leyó la placa. San Andrés.

Miró a su alrededor para asegurarse de que nadie le observaba y después cayó de rodillas. Los peldaños de piedra eran duros. Puso la cabeza entre las manos y levantó los ojos.

—Muy bien, Andy, viejo amigo, voy a hablarte de mis cosas. Este cirio que te han encendido ya está a punto de terminarse, por lo que ya te habrás encargado de este asunto.

Se levantó. ¿Estaría chiflado? Hablando como si fuera de verdad, hablando al yeso... Además, los santos no existían. Sólo había chiflados radicales que se dejaban matar por una causa. Y al final, ¿para qué? Ya eran polvo y la gente seguía pecando, luchando y muriendo. Como Amanda. Amanda... Se detuvo y las lágrimas asomaron a sus ojos. Ocultó la cara entre las manos y empezó a sollozar.

—¡Oh, Mandy! —murmuró—. No quería decir lo que dije en aquella habitación. ¡Dios mío, si hay un cielo y tú me escuchas, dile que no quería decirlo! Mandy, ¿puedes oírme, muñeca? Te quiero. Nunca he amado a nadie más. Y nunca lo haré. Te amé a ti y eso es lo que importa. Por eso quizá me caso con Ethel. Te amaba, pero te fuiste con otro y me hiciste daño. Creo que hoy lo recordé y de repente pensé ¿por qué hacerle daño a Ethel? No la amo, pero ella me ama a mí. ¿Por qué no hacerla feliz? Ya ves, muñeca, que indirectamente, tú eres la razón por la cual Ethel va a ser feliz. Y cuando tenga a mi hijo, entonces yo también seré feliz. ¿Por qué tiene que ser así, Mandy? ¿Por qué me ama Ethel y yo te amaba a ti? y ¡maldita sea! —perdona muñeca—, pero, ¿por qué la gente no se puede querer? Pero voy a dárselo todo a mi hijo... Y mira, Mandy, tal vez cuando salga de aquí piense que estoy loco, pero en este momento creo que tú puedes escucharme. Y creo que San Andrés está contigo y que hay algo en el Más Allá cuando morimos. No puedo empezar a arrodillarme por ahí ni ir a misa, pero te diré una cosa: educaré a mi chico en la religión católica y nunca diré ninguna palabrota delante de él. Y nunca dejaré de amarte, muñeca. Creo que tú lo sabes, ¿no es cierto, Mandy? Tú no estás bajo tierra encerrada en una caja. Tú estás arriba, y eres feliz. Lo presiento. Jesús..., ¡lo presiento!

Se detuvo, y, por unos momentos, le pareció ver muy de cerca el encantador rostro de Amanda y su sonrisa. Él también sonrió.

—De acuerdo, muñeca, cuídate allá arriba. Y ¿quién sabe? Si hay otra vida, tal vez podamos estar juntos entonces. —Cerró los ojos—. San Andrés, ayúdame a ser un buen padre. Y dame un hijo sano y fuerte. —Se levantó y, de repente, volvió a arrodillarse—. Y, a propósito, dale las gracias al Jefe de allá arriba por toda la suerte que él me ha dado. Y ruega por mis intenciones.

Se levantó, echó una moneda de veinticinco centavos en el cepillo, tomó una cerilla y encendió un cirio. Ahora había dos velas brillando al mismo tiempo. Pero, era curioso, al haber más luz, se acentuaba más la hilera de velas apagadas. Miró hacia la imagen de San Andrés.

—Sé cómo te sientes: como cuando yo actuaba en salas de fiesta vacías con quizá dos mesas ocupadas. Solía mirar los blancos manteles de las mesas vacías y palidecía.

Buscó en su bolsillo y sacó un dólar, lo echó en el cepillo y encendió otras cuatro velas. Todavía le pareció modesto comparado con los demás santos. Christie se encogió de hombros.

—¡Qué demonio, no voy a ser tacaño!

Sacó un billete de veinte dólares y lo introdujo en el cepillo. Después encendió con cuidado todas las velas. Retrocedió y contempló orgulloso el resultado.

—Andy, viejo amigo, cuando esta noche vengan los curas a inspeccionar la casa, se quedarán de piedra. ¡Vas a ser el Nielsen más importante!

Después regresó al distrito comercial y compró dos aros de oro.

De la boda se informó ampliamente en la prensa y en la televisión. Incluso los acontecimientos anteriores a la boda fueron noticia. Lou Goldberg alquiló el segundo piso del Danny's y ofreció una magnífica «despedida de soltero» para Christie. Acudieron todos los actores de sexo masculino que se encontraban en Nueva York. Los periodistas reprodujeron algunos de los chistes que se habían contado en el transcurso de la cena. Los cómicos de la televisión improvisaron algunas bromas al respecto. Pero ningún chiste se refirió a Ethel. Comprendían que la más ligera broma podía destapar la olla a presión que encerraba el pasado de Ethel.

Ethel pasó por varios malos momentos. La primera preocupación fue la llegada de su padre y su madre una semana antes de la boda. Christie insistió en que tomaran una habitación doble en el Astor. Ethel no discutió la cuestión de la habitación. Sus padres nunca habían estado en un hotel, probablemente no sabrían qué hacer con una suite. Tal como estaban las cosas, tuvo que advertir a su madre que no hiciera las camas. Se quedó pasmada cuando fue a recibirlos a la Penn Station. (¡Desde luego que no venían en avión! ¡La idea de Nueva York ya era por sí misma suficientemente traumática!) Pero no podía creer que estos dos diminutos personajes fueran su familia. ¿Acaso habían encogido?

Se quedaron asombrados ante el Astor, no pudieron articular palabra al conocer a Christie y contemplaron la ciudad fascinados. Insistieron en que les llevara a lo alto del Empire State Building. (Ella nunca había estado allí.) Hicieron un paseo en barco por Nueva York. Querían ver la Estatua de la Libertad. Lo siguiente de la lista —desde luego tenían una lista; la había confeccionado medio Hamtramck— era la Radio City. La película estuvo muy bien, ¡pero aquella obra de teatro! Les encantó. Quedó aliviada cuando los «criados» les acompañaron a la tumba de Grant, por el Central Park y al puente de George Washington. Al principio, se sintió agradecida, hasta que comprendió que iba a ser la futura señora de Christie Lane: también eran sus «criados». Mientras tanto, aprovechó este momento de libertad para visitar tiendas en busca de un traje de novia adecuado. Tenía que ser de carácter conservador. Era extraña la repentina decisión de Christie de que les casara un cura. De todos modos, era una buena señal: lo consideraba como algo permanente. Por lo que a ella respectaba, le hubiera gustado que los casara un hechicero, siempre que fuera legal. Había hablado con el padre Kelly... no, no era necesario que se convirtiera, sólo tenía que comprometerse a educar a sus hijos en la religión católica. ¡Hijos! Tendría un hijo. ¡Uno! Pero no antes de estar preparada. Tenía treinta y dos años y había pasado mucho tiempo yendo a la caza de vestidos de saldo y escogiendo los platos más baratos de los menús. Por primera vez, iba a tener un magnífico guardarropa, se sometería a sesiones de masaje, acudiría a los mejores salones de belleza. No quería perder seis meses vistiendo trajes maternales. Ahora no, por lo menos. Cuando estaba a punto de poseer todo lo que quería.

Se casaron la primera semana de mayo en una ceremonia celebrada en la Catedral de San Patricio, con la familia de ella, Lou Goldberg, los «criados» y Aggie como invitados. Christie lo había querido así y hasta no haber dicho el «sí» final, ella no iba a objetar nada. Cuando terminó la ceremonia todo el mundo se besó. De repente, observó que Christie desaparecía. Le vio cruzar al otro lado de la iglesia. Le siguió con curiosidad, permaneció a cierta distancia y vio que se arrodillaba ante un altar. ¡El estúpido estaba encendiendo todas las velas! ¡Y había echado veinte dólares en el cepillo! Regresó junto al grupo de invitados sin que él la viera. No se había dado cuenta de lo mucho que Christie la apreciaba. Para que Christie se desprendiera de veinte dólares, tenía que ser amor. Pero muchos hombres tacaños, cambiaban después de la boda. Esto era una buena señal.

Christie invitó a todo el mundo a comer y después fueron todos a la estación a despedir a los padres de Ethel. Aquella noche, cuando llegó a la suite de Christie en el Astor, pudo figurar por primera vez en el registro de la recepción.

No hizo ningún comentario acerca del hecho de transcurrir su luna de miel en el Astor. Christie estaba enfrascado en el programa especial y después pasarían seis semanas en Las Vegas. Tenía que preparar sus planes futuros. Le diría que depositara cinco mil dólares en su cuenta cada mes, quizá diez mil. Después de todo, tenía un importante contrato con la IBC para la próxima temporada. Y, antes de marcharse, llamaría a una agencia de arrendamientos para que les buscaran un dúplex en Park Avenue.

Pasó la primera semana de casada, sentada en la penumbra de un teatro contemplando a Christie mientras grababa el Acontecimiento. Ella intervendría en escenas de locales: restaurantes, teatros. En este momento, estaban creando de nuevo la atmósfera de su programa de televisión con el fin de que pudiera cantar algunas canciones. Ethel se había puesto en contacto con un agente de arrendamientos, una elegante dama llamada señora Rudin, que llegó un día al ensayo con varios planos de magníficos apartamentos. Christie se acercó durante una pausa. Ethel lo presentó a la señora Rudin. Escuchó tranquilamente mientras Ethel hablaba. Después mordió el puro que estaba fumando.

—Escuche, señora, enrolle todos estos preciosos papeles azules y olvídelo. Ethel y yo estamos muy bien en el Astor.

El rostro de Ethel ardió de rabia contenida. Esperó a que la mujer se marchara. Después lo acorraló detrás del escenario.

—¿Cómo te atreves a hacer esto? —preguntó.

—¿Hacer qué?

—Ponerme en ridículo delante de una agente de arrendamientos.

—Pues no las traigas y así no te pondré en ridículo.

—Pero tenemos que tener un apartamento.

—¿Para qué?

—Christie, ¿acaso esperas que viva siempre en el Astor con dos baúles en el salón, un pequeño lavabo para los dos, un solo cuarto de baño?

—Escucha, he visto el tugurio que compartías con Lillian. No era precisamente el Ritz que digamos.

—Entonces yo no era la señora de Christie Lane.

—Bueno, pero el señor Christie Lane se encuentra a gusto en el Astor.

Comprendió que no era el momento adecuado para discutir. Tenía todo el verano por delante para convencerle.

—Voy a Sacks a comprarme un traje de baño para Las Vegas. A propósito, quiero una cuenta corriente.

—Abre una.

—Necesito poner algo en ella.

—Has estado ganando doscientos dólares por semana antes de casarnos. Lo he hablado con Lou. Te seguirá mandando el mismo talón cada semana. Puedes seguir ocupándote de mi publicidad..., de todos modos, no tienes otra cosa que hacer.

—¿Pero y mi dinero para gastos?

—Doscientos dólares no son precisamente una fruslería. Además, ahora que no tienes que pagarle la mitad del alquiler a Lillian, dispondrás de más dinero. Doscientos dólares por semana es suficiente para los gastos. Varias familias de ocho miembros viven con este dinero.

Se hundió en uno de los asientos del teatro vacío. De repente, se sintió como si la hubieran engañado; era como cavar un pozo de petróleo y despertar al día siguiente y ver que estaba seco. Y cuando terminó el programa especial y se trasladaron a Las Vegas, siguió persistiendo en ella la misma sensación. Los botones y los directores de los moteles la llamaban señora Lane. Aparte de eso, su vida no había experimentado cambio alguno. En realidad, su vida había sido mejor antes de la boda. Siempre había dispuesto de algunas noches a la semana para ella, noches en las que podía dormir en la intimidad de su apartamento con Lillian. Ahora, en cambio, pasaba todo el rato junto a Christie, los «criados» y Agnes. Y al llegar el otoño y regresar a Nueva York, seguirían acudiendo al bar del Copa, al Jilly's y a cenar con los «criados». Pero no quería volver al Astor.

Lo comentó con Christie una noche después del espectáculo.

—¿Qué hay de malo en el Astor? —le preguntó él.

—No quiero vivir allí.

—¿Dónde quieres vivir?

—En un bonito apartamento, con un comedor, una terraza y ¡dos cuartos de baño!

—¿Tantas habitaciones para nosotros dos? Una vez en Hollywood alquilé una casa, pero vivían conmigo Eddie, Kenny y Agnes. E incluso así nos sobraba sitio. Mira, cuando tengamos un niño, hablaremos de apartamentos. Desde luego, teniendo un niño, quiero un comedor. Quiero que aprenda bien las cosas, pero mientras estemos tú y yo solos, viviremos en la suite de un hotel.

La noche siguiente, dejó de ponerse el diafragma.