Capítulo 19
Maggie estaba sentada en el bar del Golden Coast y se preguntaba si aparentaba estar tan nerviosa como estaba. Andy había pasado el día en el campo de golf con Robin. Robin le había dicho que encomendara el noticiario de las siete a un locutor de la plantilla por unos días. Miró su reloj, estarían al llegar. Encendió un cigarrillo y de repente advirtió que ya había uno encendido en el cenicero. Lo apagó apresuradamente. Se sentía como una colegiala, una colegiala esperando encontrarse cara a cara con su primer amor. Pero estaba nerviosa. Dentro de poco, Andy entraría con Robin Stone, y se encontrarían. Apagó el segundo cigarrillo.
Se contempló en el espejo del otro lado de la barra. El tono bronceado y homogéneo de su piel se mezclaba con el color beige de su vestido de seda. Su piel había sido tan blanca en Filadelfia... Cuando Robin le había acariciado el pecho, había dicho: «Piel blanca, blanca, piel blanca de madre». Pero el color moreno era más atractivo. Sabía que era hermosa. Siempre lo había sabido. Pero ella lo consideraba simplemente como un dato de estadística: se era alto o bajo, vulgar o hermoso. Hasta ahora, su belleza no le había aportado ninguna ventaja. En todo caso, había sido causa de desgracia. Pero esta noche se alegró de ser hermosa. Se había vestido con cuidado, el vestido que hacía juego con el tono de su piel parecía acentuar el verde de sus ojos. Ojos de gato. Andy la llamaba su pantera negra. Esta noche se sentía como una pantera: tensa, agazapada, ¡a punto de saltar!
Fue idea suya encontrarse aquí. No quería un encuentro embrollado en la penumbra de un coche. Quería ver la mirada de asombro de Robin... Esta vez, dominaría la situación.
Estaba terminando su bebida cuando vio entrar a Andy..., solo. Conservó la serenidad de su rostro mientras él se acercaba a la barra y pedía un whisky. Estaba perdida si preguntaba. Pero, ¿dónde estaba él?
—Perdóname el retraso, Maggie —dijo Andy.
—No te preocupes.
Finalmente, no pudo resistirlo.
—¿Dónde está tu amigo?
—¿El gran astro de la TV?
Andy sorbió un buen trago.
—¿No va a venir?
Hubiera querido matar a Andy por tener que sonsacárselo todo.
—Quizás. Tendrías que haber visto el revuelo que armó en el Diplomat; hubieras creído que se trataba de Gary Grant. Según parece, todo el mundo contempla su programa, por lo menos toda la gente que hemos encontrado en el campo de golf.
Maggie encendió otro cigarrillo. Nunca se había permitido contemplar el programa de Robin. Formaba parte del tratamiento. Al igual que no pensar en Hudson o en el pasado. Desde luego, era famoso ahora. Nunca se le había ocurrido antes.
—En cada agujero, tenía que pararse a firmar un autógrafo —decía Andy. (Todavía recordaba cómo había intentado disimular su aburrimiento en el Bellevue cuando le habían obligado a firmar aquellos menús).
—Fue un aburrimiento —prosiguió Andy—, hasta que la rubita lo alcanzó en el agujero diecisiete.
Ella agudizó su interés.
—¿Quién?
Andy se encogió de hombros.
—Una huésped del hotel. No tendrá más de diecinueve o veinte años. Dejó su grupo de cuatro para conseguir un autógrafo de Robin y ya no se reunió con ellos. Caminó el resto del recorrido junto a nosotros hasta el agujero dieciocho.
Andy rió.
—Betty Lou, sí, así se llama. —Levantó su vaso—. Por Betty Lou, me hizo ganar veinte dólares.
Sorbió un buen trago y prosiguió su relato.
—Impresionó tanto a Robin que le hizo olvidarse del juego. Cuando ve a una mujer bien parecida, es como una antena de radar y la pequeña Betty Lou lo atrajo inmediatamente. A Robin le gustó. Hizo un tiro muy largo, acabó en una trampa y terminó con un siete en el agujero. Hasta entonces sólo había estado a cuatro sobre igual. Así es como he ganado veinte dólares. Entremos, me estoy muriendo de hambre.
Estaban a punto de pedir, cuando llamaron a Andy por teléfono. Regresó sonriendo.
—El gran amante está a punto de llegar.
Eran casi las nueve cuando Maggie vio entrar a Robin en el restaurante. Aparecía limpio y tranquilo. Después vio a la rubita. Maggie comprendió inmediatamente que se había acostado con Robin. Su peinado había perdido la forma y su maquillaje estaba descompuesto.
Andy se levantó.
—Hola, Betty Lou.
La abrazó como si se tratara de un amigo de toda la vida. Después se volvió.
—Esta es Maggie Stewart. Maggie, Robin Stone.
Él la miró con una suave sonrisa.
—Andy me dice que también juega usted al golf. Una tarde tendrá que venir con nosotros.
—Tengo un handicap de veinticinco —dijo ella—. Temo no estar a su altura.
—Oh, lo mismo me pasa a mí —rió Betty Lou—. Podemos constituir un verdadero cuarteto.
Robin pidió dos martinis con vodka. Betty Lou se comportó no sólo como si fuera la dueña de Robin Stone, sino como si le hubiera conocido de toda la vida. Robin se mostraba displicentemente galante. Le encendió un cigarrillo, la ignoró en la conversación pero, intuitivamente, le dio a entender que se sentía feliz de tenerla a su lado. Maggie le vio buscar la mano de la muchacha y dirigirle de vez en cuando una sonrisa, pero toda su conversación estaba dirigida a Andy.
De repente, Maggie se preguntó si Betty Lou no sería una deliberada artimaña de Robin Stone para suavizar la confrontación. Andy debía haberle hablado de sus relaciones.
En un esfuerzo por acomodarse a Robin, Betty Lou le acompañó en un segundo martini. El primero ya le había producido cierto efecto. El segundo fue letal. Al terminar la cena, estaba apoyada sobre el codo con los cabellos caídos dentro del plato de spaghetti. Miraba a todo el mundo con ojos vidriosos. Robin advirtió de repente en qué condiciones se encontraba.
—A veces, demasiado sol y demasiado golf combinan mal con el alcohol.
A Maggie le gustó la defensa que hizo de la muchacha que acababa de conocer. Entre todos, la ayudaron a salir del restaurante y la metieron en el coche de Robin. Después de dejar a Betty Lou, Robin insistió en que fueran con él al Diplomat para tomar un último trago juntos.
Estaban sentados alrededor de una pequeña mesa. Robin brindó a la salud de Andy.
—Por ti, compinche: gracias por las primeras vacaciones que tengo desde hace años. Y por tu encantadora dama.
Miró a Maggie. Sus ojos se encontraron. Los ojos de Maggie lo retaron pero sus ojos azules le devolvieron una mirada inocente. Después dijo:
—Me han contado maravillas de usted. Es tan encantadora como dice Andy. Y su reportaje sobre los OVNI me encanta. Lo he leído hoy. ¿De dónde saca la información y cómo sabe usted tanto de este tema?
—Siempre me ha fascinado —contestó ella.
—Encontrémonos mañana a las once en tu despacho, Andy. Tú y la señorita...
Se detuvo y miró a Maggie. Pareció estar ausente.
—Maggie —dijo Andy tranquilamente—, Maggie Stewart.
Robin sonrió.
—Soy terrible para los nombres. Bien, encontrémonos mañana y a ver si arreglamos eso. Veremos si hay tema para un programa de la cadena.
Terminaron sus tragos y se saludaron en el vestíbulo. Maggie contempló a Robin mientras este se dirigía con paso resuelto hacia el ascensor.
Permaneció en silencio durante el trayecto. En la oscuridad del coche, Andy dijo:
—Mira, no te molestes porque Robin haya olvidado tu nombre. Es su manera de ser. A menos que no se acueste con una muchacha, ni siquiera se da cuenta de que existe.
—Llévame a casa, Andy.
Él bajó la calzada en silencio.
—¿Otra vez dolor de cabeza?
Su voz sonaba fría.
—Estoy cansada.
Al detenerse frente a su apartamento, estaba de mal humor. Ella no intentó siquiera apaciguarle. Saltó del coche y corrió hacia el edificio. No esperó el ascensor, subió corriendo los dos tramos de escalera que conducían a su apartamento. Una vez dentro, cerró la puerta con violencia y se apoyó contra la misma. Las lágrimas rodaron por su rostro. Después sus sollozos se convirtieron en jadeos opresivos. No sólo no recordaba su nombre: ¡ni siquiera recordaba que se habían conocido antes!
Maggie hizo un esfuerzo por estudiar el guión. No lo había mirado desde la llegada de Robin. Desde luego, todavía faltaban tres semanas para el estreno en el Player's Club, pero quería quedar bien. Después de todo, se trataba de Eugene O'Neill y Hy Mandel vendría desde California para verla. Probablemente no saldría nada positivo de todo ello. El director de una compañía cinematográfica independiente la había visto en la televisión y le había preguntado si le interesaría realizar una prueba cinematográfica. Ella le dijo que le interesaba convertirse en actriz, pero que no quería realizar ninguna prueba cinematográfica. No podía abandonar su programa de televisión para volar a California. Probablemente, su falta de interés había sido la causa de que él insistiera. Llamó a Hy Mandel, un importante agente de Hollywood y le dijo que era maravillosa. Y ahora este iba a venir para verla actuar en un grupo semi-profesional.
Bueno, después de esta noche, tendría todo el tiempo que quisiera para concentrarse en O'Neill.
Era la última noche de Robin Stone en la ciudad. No había vuelto a ver a Betty Lou. La segunda noche se había marchado con una profesora de natación llamada Anna. Después hubo una divorciada llamada Beatriz. Después había alquilado un bote por tres días y había salido sólo a pescar. Había regresado aquella tarde y Andy le había dicho que cenarían juntos. Se preguntaba quién sería su acompañante. ¿Betty Lou? ¿Anna? ¿O la divorciada?
Andy la llamó justo cuando estaba terminando de maquillarse. Estaba contento.
—Acabo de sostener una larga conversación con Robin. ¿A que no lo adivinas? No quiere hacer lo del platillo en un programa de En Profundidad. Quiere hacer un programa especial, y desea que nosotros trabajemos en él. ¡Esto significará un viaje a Nueva York con todos los gastos pagados!
—Espero que no sea cuando esté actuando en la obra de O'Neill.
—Maggie, veintiséis años son demasiados para que una chica intente probar fortuna en Hollywood. Tú perteneces aquí, conmigo.
—Andy, yo...
Tenía que decirle que todo había terminado entre ellos. Que, en realidad, nunca había habido nada. Pero él la interrumpió.
—Escucha, Maggie, no le digas nada a Robin de Amanda.
—¿Amanda?
—La chica cuya foto te enseñé en el periódico de anteayer.
—Ah, ¿la qua murió de leucemia?
—Sí. Era una amiga de Robin. Estaba en el barco cuando sucedió y probablemente no sabe nada de ello. No puede hacer nada: el entierro ha tenido lugar hoy, ¿por qué estropearle las vacaciones?
—Pero ella estaba casada con Ike Ryan —dijo Maggie.
—Sí, pero ella y Robin estuvieron juntos mucho tiempo. Estuvo con ella casi dos años.
Maggie pensó en ello mientras terminaba de maquillarse. Dos años... esto significaba que Amanda era su chica la noche que estuvieron juntos en el Bellevue. Sus ojos se contrajeron al mirarse al espejo.
—Muy bien, estúpida. Te estás comportando como una virgen de veintiséis años. ¿Acaso acariciabas en secreto la idea de que habías sido algo importante para Robin Stone?
Estacionó su coche ante el hotel Diplomat. Era consciente de que muchos hombres se volvían a mirarla mientras cruzaba el vestíbulo. ¿La habrían mirado siempre así? ¿Habría estado viviendo en un vacío tal que no lo había advertido? De repente, sintió una corriente de excitación al dirigirse hacia el bar. Robin se levantó y sonrió.
—Andy volverá en seguida. Está haciendo de director de viajes. Tengo una reserva para el vuelo de mañana al mediodía, pero está intentando cambiarme a otro vuelo más tarde para que podamos jugar una última partida de golf. —Llamó al camarero—. ¿Qué va a ser? ¿El whisky de siempre?
Ella asintió.
—¿Y quién será su acompañante esta noche? ¿La divorciada de siempre?
Su extraña excitación interior proporcionó a su voz el adecuado tono de petulancia.
Él sonrió.
—Usted es mi acompañante esta noche. Usted y Andy. Quiero beber y descansar con dos buenos amigos. Y hasta emborracharme tal vez.
Andy sonreía victoriosamente al regresar a la mesa.
—Está todo arreglado. Mañana a las seis en punto. Personalmente, creo que haces mal marchándote. Ellie, mi enlace con la Nacional, me ha dicho que en Nueva York están a quince grados. Y que Santa Claus va a bajar á la ciudad. Con todo aquel barro y los Santa Claus situados ante los almacenes con sus tintineantes cascabeles y sin taxis...
Sacudió la cabeza y se encogió de hombros.
Robin contempló su vaso vacío y pidió otro trago.
—Me gustaría quedarme, pero tengo un compromiso muy especial la noche de Navidad en Los Ángeles.
Robin había tomado cuatro martinis. Maggie jugueteaba con su segundo whisky y se asombró una vez más de su capacidad. Le había parecido que estaba absolutamente sereno aquella noche en Filadelfia en la que admitió estar muy bebido. ¡Lo suficientemente bebido como para no recordarla! Fueron al Fontainebleau y contemplaron la actuación de Sammy Davis. Ella tomó un bistec. Robin no tocó la comida y siguió ingiriendo vodka metódicamente. Andy procuró no irle a la zaga.
Terminaron en un bar de la calle Setenta y nueve. El local estaba lleno de humo. Robin mandó traer una botella de vodka a la mesa. Maggie siguió tomando whisky. Había demasiado ruido para poder hablar. Robin bebió en silencio y Andy siguió ingiriendo su bebida con desgana.
A la una de la madrugada, Andy se desvaneció. Maggie y Robin procuraron meterle en el coche. Robin dijo:
—Le dejaremos en su casa y después la acompañaré a usted.
—Pero mi coche está en el Diplomat —dijo ella.
—No se preocupe, tome un taxi hasta allí mañana. Cárguelo en los gastos, dígale a Andy que le dio el visto bueno antes de desmayarse.
Ella le dirigió hasta el domicilio de Andy. Robin intentó sacar a Andy del coche.
—Es un peso muerto —murmuró—. Venga, Maggie, necesito que me ayude.
Entre los dos, medio acompañaron y medio arrastraron a Andy hasta su apartamento. Robin lo tendió en la cama y le aflojó la corbata. Maggie lo miraba preocupada. La sonrisa de Robin la tranquilizó.
—Ahora no le despertaría ni siquiera un platillo volante. Se sentirá terriblemente mal mañana, pero vivirá.
Regresaron al coche.
—Estoy algunas manzanas más abajo, en aquel edificio bajo del fondo —dijo ella.
—¿Qué le parece si antes tomamos un último trago en algún sitio?
Ella le condujo a un pequeño bar de los alrededores. El propietario reconoció a Robin, colocó una botella de vodka sobre la barra e inmediatamente se enzarzó en una discusión sobre fútbol profesional. Maggie estaba sentada con un whisky soso y escuchaba. Era increíble; Robin parecía estar completamente sereno.
Cerraron el bar y la condujo a su apartamento. Por unos momentos, permanecieron en la oscuridad del coche.
—¿Tiene un poco de vodka arriba? —preguntó él.
—No, sólo whisky.
—No me gusta. Buenas noches, Maggie, ha sido estupendo.
—Buenas noches, Robin.
Se volvió de cara a la puerta e impulsivamente se volvió y lo besó. Después salió corriendo del coche y subió rápidamente a su apartamento.
Se sentía alborozada. Si un hombre quería besar a una muchacha, no tenía más que acercarse a ella y hacerlo. Esta vez, ella había tomado la iniciativa. Sintió como si hubiera luchado por la emancipación femenina. Había quebrantado una ley férrea. De ahora en adelante, quebrantaría un montón de leyes. Cantó mientras se desnudaba. Empezó a ponerse el camisón y después lo apartó a un lado. De ahora en adelante, dormiría desnuda. Siempre le había gustado, pero no le había parecido correcto. Se dirigió al cajón de la cómoda y sacó todos los camisones, introduciéndolos en una bolsa. Mañana, la muchacha se encontraría con un buen regalo. Se deslizó en la cama y apagó las luces. La frialdad de las sábanas le pareció maravillosa; experimentó una sensación de libertad que nunca había sentido. No tenía sueño pero cerró los ojos...
Alguien estaba llamando a la puerta. Encendió la luz y miró el reloj. Sólo las cuatro y media. Debía acabar de dormirse. La llamada se hizo más insistente. Se puso una bata y abrió la puerta, sin sacar la cadena de seguridad. Robin Stone estaba allí, blandiendo una botella de vodka.
—He traído mi propio trago —dijo.
Le dejó entrar.
—Estaba en mi habitación, regalo de la dirección. Pero no me apetecía beber solo.
—¿Quiere un poco de hielo?
—No, lo beberé solo.
Le entregó un vaso, se sentó en el sofá y le observó mientras bebía. De repente se volvió hacia ella.
—Estoy borracho.
Ella sonrió ligeramente. Los latidos de su garganta golpearon con fuerza.
—¿Me quieres, nena? —preguntó él.
Ella se levantó del sofá y cruzó la habitación.
—Te quiero —dijo lentamente—. Pero no esta noche.
—Tiene que ser esta noche; mañana me voy.
—Aplázalo un día.
—¿Qué diferencia hay entre hoy y mañana?
—¡Quiero que me recuerdes!
—Sé buena, nena, y no te olvidaré.
Ella se volvió y le miró.
—Lo siento, pero ya lo he probado.
Sus ojos mostraban una dulce curiosidad. De repente, se le acercó y, con un rápido movimiento, le abrió la bata. Ella la agarró pero se la arrancó. Retrocedió, mirándola con interés. Ella ocultó su turbación y lo retó con la mirada.
—Pecho desarrollado y hermoso —dijo—. Odio los pechos desarrollados.
Con otro movimiento rápido e inesperado, la levantó en sus brazos, la condujo al dormitorio y la dejó caer sobre la cama.
—También odio a las morenas.
Se quitó la chaqueta y se aflojó la corbata. De repente, ella se sintió asustada. Había una extraña expresión en sus ojos, como si la estuviera mirando sin verla. Ella se incorporo pero él la obligó a tenderse.
—No vas a dejarme, soy un gran chico ahora.
Su voz tenía un sonido extraño, como si hablara para consigo mismo. Sus ojos eran como los de un ciego.
Lo contempló mientras se desnudaba. Podía escabullirse, pedir ayuda, pero la curiosidad la heló. Quizás fuera así como se sentía la víctima de un asesinato. Paralizada, incapaz de oponer resistencia. Se quitó la ropa y se acercó a ella. Se sentó en la cama y la miró con ojos inexpresivos y extraños pero cuando se inclinó y la besó dulcemente, su miedo se desvaneció y le correspondió con vehemencia. Se tendió a su lado, sus cuerpos estaban juntos. Le oyó suspirar, su cuerpo estaba relajado. Su boca buscó su pecho. Ella le abrazó y desaparecieron todas sus dudas. La excitación y la emoción se mezclaban en ella y cuando él la tomó, alcanzó el clímax juntamente con él. Y, mientras estaba unido a ella, gritó las mismas tres palabras que había pronunciado en Filadelfia: ¡Mutter! ¡Madre! ¡Madre!
Después se apartó de ella. En la oscuridad, ella observó en sus ojos la misma mirada vidriosa. Él le acarició las mejillas y sonrió suavemente.
—Estoy borracho, nena, pero ha sido distinto, no es como con las demás.
—Ya me lo dijiste una vez en Filadelfia.
—¿De veras?
No mostró reacción alguna. Ella se acurrucó junto a él.
—Robin, ¿ha sido distinto con otras muchas chicas?
—No... sí... No lo sé. —Parecía estar soñoliento—. Pero no me dejes.
La atrajo hacia sí.
—Prométeme esto... que nunca me dejarás.
Ella se apretó a él en la oscuridad. Muy bien, se dijo a sí misma. Esta es tu ocasión. Échale de la cama. Dile «Adiós, periodista». Pero no pudo.
—Nunca te dejaré, Robin, lo juro.
Estaba medio dormido.
—Sólo son palabras.
—No, en mi vida se lo he dicho a nadie. Te lo prometo. Te quiero.
—No, me dejarás... para ir...
—¿Para ir a dónde?
Tenía que saberlo.
Pero ya se había dormido.
Observó cómo se iluminaba el cielo y permaneció tendida, completamente despierta. Contempló su hermosa cabeza. Sintió el calor de su mejilla apoyada contra su pecho. Le parecía imposible. Él estaba aquí, durmiendo en sus brazos. ¡Le pertenecía a ella! Se alegró de haberle hablado de Filadelfia. En aquella ocasión le había pedido que no lo dejara. Y ella lo había hecho. Tal vez lo había lastimado. Esto podría explicar su conducta de esta noche: en medio de su embriaguez, había pensado que todavía estaba casada, ¡claro! Sintió que iba a estallar de felicidad.
Estaba medio dormida y, de vez en cuando, despertaba para contemplar al hombre que tenía en sus brazos y convencerse de que había sucedido realmente. Contempló las luces del alba y se asombró de la rapidez con que el sol iluminaba el cielo, mientras las gaviotas se llamaban entre sí anunciando un nuevo día. Era un nuevo día, ¡un día maravilloso! El sol penetró en la habitación; muy pronto llegaría hasta el hombre que sostenía ella en sus brazos. La otra noche, había olvidado correr las cortinas. Se levantó cuidadosamente de la cama y caminó de puntillas por la habitación. Muy pronto, la fría oscuridad lo cubrió todo. Eran las nueve. Penetró en el cuarto de baño. Quería que durmiera lo necesario para eliminar los efectos del vodka. Quería que se encontrara bien al despertar. Se miró fugazmente al espejo. ¡Dios mío! Anoche debió estar trastornada, no se había molestado en quitarse el maquillaje. Se alegró de haber despertado antes. El carmín y el maquillaje estaban completamente corrí-dos. Se dio crema en la cara, tomó una ducha y se maquilló suavemente. Se recogió el pelo en una cola de caballo, se puso una blusa y unos pantalones y se dirigió a la cocina. ¿Le gustarían los huevos? ¿El jamón ahumado? Tal vez su olor le molestaría después de tanto vodka. Preparó el café y abrió una lata de jugo de tomate. Se decía que era bueno para la resaca. Sacó la sartén, si quería huevos, se los preparía. ¡Dios mío, haría cualquier cosa por él!
Eran casi las doce cuando le oyó moverse. Vertió un poco de jugo de tomate en un vaso y se lo llevó a la cama. Él lo alcanzó en la oscuridad. Le observó mientras bebía. Después corrió las cortinas. El sol inundó la habitación. Él parpadeó varias veces y miró a su alrededor.
—¡Por Dios, Maggie!
Miró la cama y después la miró a ella.
—¿Como llegué hasta aquí?
—Llegaste por tu cuenta a las cuatro y media de la madrugada.
Como un sonámbulo, le devolvió el vaso.
—¿Hicimos...?, sí, supongo que sí.
Contempló la cama. Después sacudió la cabeza.
—Algunas veces, cuando estoy muy borracho, no sé lo que hago. Lo siento, Maggie.
De repente, sus ojos se ensombrecieron de cólera.
—¿Por qué me dejaste entrar?
Reprimió el temor que la ahogaba.
—¡Dios mío! —se pasó la mano por el cabello—. No puedo recordar. No puedo recordar.
Sintió que las lágrimas rodaban por su rostro, pero su cólera le impidió perder el control.
—Es la excusa más antigua del mundo, Robin. ¡Pero puedes utilizarla, si esto te satisface! La ducha está allí.
Pasó al salón y se vertió un poco de café. Parte de su cólera se desvaneció. El asombro de sus ojos había sido auténtico. De repente, comprendió que había dicho la verdad. No se acordaba.
Él entró en el salón, anudándose la corbata. Llevaba la chaqueta colgada del brazo. La tiró sobre el sofá y tomó la taza de café que ella le ofrecía.
—Si quieres huevos o tostadas —dijo ella.
Él sacudió la cabeza.
—Lo siento en el alma, Maggie. Siento lo que le he hecho a Andy. Y, sobre todo, lo siento por ti. Mira, yo me voy. No tienes que decírselo a Andy. Yo se lo contaré; encontraré la manera.
—¿Y yo qué?
—Tú sabías lo que hacías. Andy no. Él es tu chico.
—No estoy enamorada de Andy.
Él sonrió.
—Y supongo que estás locamente enamorada de mí.
—Sí, lo estoy.
Él rió, como si se tratara de un chiste confidencial.
—Debo ser muy experto cuando estoy borracho.
—Quieres decir que esto te ha sucedido con frecuencia.
—Con frecuencia no. Pero ha sucedido antes, quizás dos o tres veces. Y cada vez me alarma espantosamente. Pero es la primera vez que me enfrento con la evidencia. Generalmente, me despierto y sé que ha sucedido algo, algo que no puedo recordar bien. Suele sucederme después de una borrachera. Pero la noche pasada pensé que estaba a salvo, que podía emborracharme tranquilamente, sólo estabais tú y Andy. ¿Qué demonios le pasó?
—Se desvaneció.
—Sí, ahora lo recuerdo. Creo que es lo último que recuerdo.
—¿No recuerdas nada de lo que me dijiste?
Sus ojos azules eran inocentes.
—¿Me porté mal?
Sus ojos se llenaron de lágrimas.
—No, fuiste mejor que nadie.
Dejó la taza de café y se levantó.
—Maggie, lo siento. Lo siento de veras.
Ella le miró.
—Robin, ¿significo algo para ti?
—Me gustas. Por consiguiente, voy a hablarte claro. Eres una muchacha brillante y hermosa pero no eres mi tipo.
—Que no soy tu...
No pudo terminar.
—Maggie, no sé por qué motivo vine aquí. No sé lo que dije, ni lo que hice... Y siento haberte lastimado.
Después se acercó a ella. Le acarició suavemente el cabello pero ella se apartó.
—Mira, Maggie, tú y Andy tenéis que hacer como si esto no hubiera ocurrido.
—¡Por favor, vete! Te lo he dicho... he terminado con Andy. Había terminado antes de anoche.
—Será duro para él. Tú le interesas.
—No soy adecuada para él. No lo quiero. Por favor, vete.
—Voy a trasladarle a Nueva York —dijo él repentinamente—. De todos modos, no hay suficientes noticias desde aquí. ¿Y tú? ¿Quieres trabajar en Nueva York?
—¡Por lo que más quieras, deja de hacer el papel de Dios!
Él la miró a los ojos.
—Maggie, ojalá pudiera borrar la última noche. Hacía mucho tiempo que no me sucedían estas cosas. La última vez fue en Filadelfia.
Ella lo miró fijamente.
—¿Recuerdas eso?
Él sacudió la cabeza.
—Se había marchado cuando desperté. Sólo recuerdo que llevaba carmín de labios de color naranja.
—Yo llevo carmín color naranja.
Sus ojos se abrieron incrédulos.
Ella asintió silenciosamente.
—Es absurdo. Yo me dedicaba a noticias allí.
—Por Dios, ¿acaso me sigues?
Se sintió ultrajada de cólera y humillación. Antes de que pudiera darse cuenta, su mano le cruzó la cara.
La sonrisa de Robin era triste.
—Supongo que lo merezco... Debes odiarme, Maggie, todos estos días hemos estado juntos y no me acordaba.
—No te odio —dijo ella fríamente—. Me odio a mí misma. Odio a todas las mujeres que actúan como idiotas sentimentales y pierden el dominio de sí mismas. Siento haberte pegado. No mereces la pena.
—No intentes mostrarte dura, no es tu comportamiento habitual.
—¿Cómo sabes tú cuál es mi comportamiento habitual? ¡Cómo puedes saber nada de mí! Me has hecho dos veces el amor y no lo recuerdas. ¿Quién eres tú para decirle a nadie qué soy? ¿Quién eres tú? ¿Qué eres tú?
—No lo sé, de veras rio lo sé.
Después se volvió y abandonó el apartamento.