Capítulo 29
Robin estaba sentado en su apartamento esperando que El Show de Christie Lane comenzara su nueva temporada. En los días anteriores, los periódicos habían sugerido la posibilidad de que, en el programa inaugural, se ofreciera una gran sorpresa al público. Robin suponía que Christie iba a presentar al público a su hijo recién nacido.
Sin hablar, le entregó el vaso vacío a Dip Nelson para que se lo volviera a llenar. «Un whisky ligero, Dip». Sus ojos se contrajeron mientras Dip se dirigía sumiso hacia el bar. Sabía que se especulaba mucho acerca de la amistad de ambos. Robin sonrió y no dio explicación alguna cuando Jerry Moss le dijo que se rumoreaba que Dip le proporcionaba mujeres. En realidad, le permitía a Dip estar a su lado porque le daba pena. Comprendía que, a pesar de la satisfacción de Dip por los éxitos de Pauli, este no disfrutaba de su nuevo papel de «marido de la estrella». Sin embargo, Dip nunca se quejaba.
Robin había contratado a Dip como artista invitado en dos programas de variedades de la IBC. Cada una de sus apariciones había provocado críticas tremendamente adversas. Un periodista empezó incluso a censurar la influencia de Dip sobre determinado señor Importante de la IBC. A Robin le importaban un bledo los artículos de los periódicos y los rumores. Si Dip hubiera tenido talento, Robin le hubiera conseguido contratos en todos los programas de la IBC. Pero Dip era terriblemente malo en televisión: un rostro bien parecido no era suficiente. Habían sujetos que hacían anuncios de cremas de afeitar, que incluso eran mejor parecidos que él.
—¿Por qué whisky esta noche, amigo? —le preguntó Dip, al ir a entregarle el vaso.
—Inauguración de una nueva temporada. Quiero estar sereno cuando contemplo un programa. Más tarde iremos al Lancer Bar y nos emborracharemos.
—Preferiría que fuéramos al Danny's Hideaway, me iría muy bien.
—¿Por qué? —preguntó Robin, al tiempo que intentaba neutralizar la coloración verdosa de su aparato de televisión en color.
—Mira, una vez J. P. Morgan le dijo a un sujeto: «Si entro en la bolsa rodeándote con el brazo, esta es la mejor garantía que puedes tener».
Robin sonrió.
—De acuerdo, iremos allí después del show.
La alegría de Dip era casi infantil al dirigirse precipitadamente al teléfono. Robin sonrió mientras le escuchaba discutir para conseguir la mesa adecuada. Después, puso en marcha el sonido del aparato en el momento de comenzar El Show de Christie Lane.
Robin no podía creer lo que estaban viendo sus ojos. Al principio creyó que se trataba de una «morcilla», que el frac y la corbata blanca de Christie iban a ser sustituidos por otro atuendo y que empezaría la payasada. Pero cuando se interrumpió el programa para pasar el primer anuncio, comprendió que el programa era en serio. Estaban intentando presentar un musical de tipo frívolo. Era tan malo que parecía una comedia rústica; por desgracia, la muchacha oponente de Christie era lo suficientemente buena como para convertir el espectáculo en semiserio.
Dip fue a la cocina y tomó una cerveza. Observaba el show sin demasiado interés y se preguntaba por qué Robin le prestaba tanta atención. Después se dirigió al estudio y se puso a mirar un western en el televisor portátil. Robin lo comprendía: le molestaba tener que contemplar un programa que constantemente lo estaba rechazando.
Cuando terminó, regresó al salón. Robin parecía no haber observado su ausencia. Estaba en el centro de la habitación, mirando al aire.
—¿Qué tal ha sido, chico? —le preguntó Dip, alegremente.
—Ha sido horrible.
—Bueno, tal vez sea mejor la próxima semana.
Dip estaba ansioso de marcharse al Danny's.
—Ha sido increíble. —Robin estaba aturdido—. La NBC presenta una comedia estupenda a la misma hora y la CBS tiene un buen programa de acción y emoción. Habremos perdido la mitad de los espectadores en la segunda parte; sé que tendremos clasificaciones más bajas.
—Bueno, vamos al Danny's. Ya no podemos evitarlo, lo hecho hecho está, así es cómo se desmigaja el pastelito.
—Mi pastelito no se desmigaja —dijo Robin con frialdad.
Tomó la línea directa con la IBC.
—Soy Robin Stone. Póngame con Artie Rylander, en la Costa. Tiene el teléfono de su casa. Está en Brentwood.
Encendió un cigarrillo y esperó.
—No me importa quién esté ocupando la línea. Corte y dígales que se vayan.
Cuando consiguió hablar con Artie, sus dientes estaban apretados de rabia.
—Muy bien, Rylander, explíquese. ¿Cómo demonios se lo ha permitido? ¿Acaso no comprendía que sería un fracaso? Bueno, pues, ¿por qué no me llamó? ¡Me importa un bledo Noel Victor! Puede ser el mejor compositor para gente como Tony Newley o Robert Goulet, pero no para Christie Lane... ¿Qué dice, que Chris ha echado a los guionistas? Ya sé que Chris tiene parte en el negocio, pero la tiene juntamente con, la IBC. Y nosotros somos algo más que propietarios de partes iguales, nosotros poseemos los espacios... ¿Qué baladas? Escuche, Artie, no hay buena música nueva, sólo hay buena música conocida; al público le gusta escuchar algo que ya conoce... No me hable de los espectáculos de Broadway. Desde Jugo, un espectáculo de Broadway presenta nuevas partituras y los críticos hablan de la noche del estreno y al público les gustan después de haberlas escuchado en discos y jukeboxes. No tenemos tiempo para eso con un programa semanal de televisión. ¡Y Chris Lane no es Rex Harrison! Es el imbécil típicamente americano. Vestido de frac, parecía un gordo pingüino rubio. Le dirá usted que modifique el show y que vuelva al estilo de antes. Contrate de nuevo a la chica que cantaba en los sketches y al ridículo anunciador. ¿Y quién ha sido el genio que ha tenido la idea del número de ballet?, ¿No sabe que el ballet no resulta en una pantalla de veinte pulgadas? Y temo examinar los costos por debajo del presupuesto... Me importa un comino el contrato de Noel Victor, contrate de nuevo a los anteriores guionistas... ¿Cómo dice que no querrá! Podemos obligarlo... No, no he examinado el contrato, ¡pero lo haré esta noche! Y volveré a ponerme en contacto con usted mañana a primera hora: Colgó el teléfono violentamente.
—Robin —era Dip—, perderemos la mesa del Danny's si no nos damos prisa.
Robin cruzó la habitación y tomó su chaqueta.
—En lo menos que pienso es en la cena —regresó al teléfono—. Póngame con el teléfono particular de Cliff Dorne. Está en Rye.
Chasqueó los dedos indicándole a Dip que le trajera los cigarrillos.
—¿Cliff? Soy Robin Stone.
—Sí, Robin, espera un momento. Te hablaré desde la otra habitación.
Robin encendió un cigarrillo y esperó. Cliff se puso de nuevo al aparato.
—Perdóname, Robin, estamos dando una pequeña fiesta.
—¿Qué te ha parecido el show de Christie Lane?
Hubo silencio.
—¿También te ha parecido muy malo? —dijo Robin.
—Bueno, a decir verdad, no lo he visto. Es que...
—¿Qué dices, que no lo has visto?
—Robin, es el setenta cumpleaños de mi suegra. Tengo a la familia aquí. Estamos cenando.
—Es un show asqueroso —dijo Robin con sequedad.
—Mañana miraré la grabación a primera hora.
—Ven a mi despacho ahora mismo.
—¿Qué?
—¡Ahora mismo! ¿Tienes las llaves de los archivos de los contratos, no es cierto?
—Robin, ¿no puedes esperar a mañana? Está aquí la madre de mi mujer.
—No me importaría ni que estuviera aquí la madre de Whistler. Ven a la ciudad inmediatamente.
—Robin, si fuera mi madre, lo haría. Pero mi mujer nunca creerá que esto era necesario. En realidad no aprecio demasiado a su madre. Hace treinta años que mantenemos una tregua. Si ahora me marcho...
—¿La mantienes?
—No, tiene un taller de reparaciones de automóvil. ¡Pero desde luego que la aguanto! Incluso, le he comprado una estola de visón para esta ocasión. Es una tontería hacer una inversión de esta clase en una señora de setenta años, pero conozco a mi suegra y sé que sobrevivirá al visón.
—Entonces deja de molestarme con estupideces sentimentales. ¡Ven al despacho!
—Robin, me temo que tendrás que esperar a mañana.
—Si es así, pondré a otro muchacho en tu puesto.
Hubo una breve pausa. La voz de Cliff era fría cuando contestó.
—Iré. Pero creo, Robin, que harías bien en leerte mi contrato. No trabajo para ti ni por debajo de ti. Soy el jefe del departamento legal de la IBC. No soy un muchacho que pueda ser sustituido.
—Si estás en el despacho dentro de media hora, el año que viene podrás comprarle otra estola de visón a tu suegra. Si no lo haces, es mejor que mañana devuelvas la que le has comprado. Estoy dirigiendo la IBC y no hay nadie que no pueda ser sustituido. Tenemos un show importante que está a punto de fracasar si no hacemos algo inmediatamente. Quiero tratar de arreglarlo. Y no mañana, sino ahora mismo.
—De acuerdo, Robin.
—Cliff, si no te sientes con ánimos de trabajar conmigo, es mejor que empieces a despejar la mesa de tu despacho esta misma noche.
—Trabajaré contigo, Robin —contestó Cliff—, hasta que regrese Gregory. Entonces será mejor que sostengamos una pequeña conversación.
—Como quieras. Pero ahora, sopla las velas, canta feliz cumpleaños y ven inmediatamente a la IBC.
Colgó el teléfono, se dirigió hacia la ventana y contempló las luces que se reflejaban en el río.
Dip rió.
—Tal como yo dije una vez en una película: ¡Nueva York, caerás a mis pies!
Robin se volvió hacia él.
—¿Qué dices?
—Es una frase. Era el jefe de todos ellos. Pero eso es lo que parecía, el gigante que va a dominar la Avenida Madison, derribar edificios y matar, matar.
—Me limito a hacer mi trabajo.
—¿Y qué pasa con el Danny's?
—No tengo tiempo.
—Robin, este hombre tiene que venir desde Rye. No podrá estar aquí dentro de media hora. Por lo menos podrías hacer una rápida aparición conmigo en el Danny's...
—No podría comer. Y no quiero beber. Lo haremos otra noche.
—Pero es que he sabido que algunos agentes importantes irán allí esta noche. He conseguido que me den la mesa contigua a la de ellos.
—Ve tú al Danny's. Di a todo el mundo que voy a venir. Di si quieres que me tienes en el bolsillo, de todos modos, tengo entendido que eso es lo que dices. Llámame desde la mesa en voz alta a este número. No contestará nadie. Entonces dices: «De acuerdo, Robin, ahora vengo». Y así quedará bien.
Se metió la mano en el bolsillo y tiró un billete de cincuenta dólares sobre el sofá.
—Paga la cena.
Se encaminó hacia la puerta.
Dip tomó el dinero y le siguió.
Cuando Robin se apeó del taxi, Dip le dijo:
—Si tienes tiempo, acércate por allí. No haré la llamada hasta dentro de una hora.
Eran las cuatro de la madrugada cuando Robin y Cliff terminaron de examinar el contrato.
—Ve a casa, Cliff —dijo Robin con voz cansada—. Hemos estudiado todas las cláusulas, todas las palabras. No podemos hacer nada.
Cliff se puso la chaqueta y se arregló el nudo de la corbata.
—Cuando le concedimos el derecho de co-propiedad, nos reservamos el derecho de aprobación de los artistas, pero a él le concedimos el control artístico y creador.
Robin encendió un cigarrillo y arrugó con la mano la cajetilla vacía.
—¿A qué genio se debe este lenguaje tan ambiguo? ¿Por qué nos reservamos el derecho de aprobar a los actores que intervengan, si no tenemos control artístico?
—Procede de los viejos tiempos de los Canales Rojos. Esta es la única razón de que exista todavía. Le proporciona a la agencia o a la cadena la posibilidad de rechazar a un artista que pudiera no corresponder al patrocinador o a la imagen del mismo.
Robin permaneció pensativo.
—¿No podríamos desaprobar todo el reparto? ¿Seguir diciendo que no, hasta que volviera al anterior repertorio?
—Necesitaríamos un motivo que lo justificara. Tendríamos que alegar que iba en contra de la imagen del patrocinador. Y, por lo que tú me dices, el programa fue un aburrimiento, pero no fue de mal gusto. Por consiguiente, no podemos rechazarlo, porque nos meteríamos en el terreno que pertenece a Christie.
Robin apagó el cigarrillo.
—En este caso, está a punto de fracasar uno de nuestros programas más importantes.
—¿Pero fue de veras tan malo?
—Ya verás la grabación más tarde. Y sé cuál será la clasificación de esta noche.
Saludó tristemente a Cliff con la mano.
Estaba amaneciendo cuando llegó a la Avenida Madison. Sabía lo que tenía que hacer. Era inútil lamentarse por el show de Chris Lane. Sería una de las cancelaciones seguras a finales de junio. Tenía que buscar nuevos programas, más programas dedicados a comedia y más violencia. Por la mañana convocaría una reunión general, buscaría nuevas pruebas y contrataría a guionistas con el fin de que desarrollaran las pruebas y los programas de la IBC.
En enero, Robin causó un gran revuelo al anunciar la desaparición del Show de Christie Lane para finales de junio. Le dijo a Perry que estuviera tranquilo, que conseguiría un programa sensacional para la siguiente temporada y que sus patrocinadores tendrían derecho a primera opción.
La desaparición de Christie causó un enorme revuelo en todas partes y se mencionó en los espacios dedicados a televisión del Times y del Tribune. Dos días después de haberse facilitado la noticia, a Christie le ofrecieron programas en la NBC y en la CBS, para la temporada siguiente.
A pesar de que las clasificaciones de Christie habían bajado, este siguió presentando el mismo tipo de programa. Su popularidad era extraordinaria. Christie y Ethel asistían a todas las fiestas significativas. Al contratar los servicios de Cully y Hayes y de Noel Víctor, Ethel se había incorporado al grupo de Alfie. Alfie confiaba en ella, la adoraba, y Ethel iba con él a todas partes para disimular sus idilios con muchachos. El terceto asistía a todas las inauguraciones y estrenos mientras Christie trabajaba en su show.
Chris tuvo ofrecimientos concretos de la NBC y de la CBS, pero se negó a firmar contrato. Los shows que le ofrecían no le permitían actuar más que en calidad de importante maestro de ceremonias. En febrero fue a Nueva York en un esfuerzo desesperado por arreglar las cosas con Robin y poder seguir en la IBC. Pidió a la oficina de Johnson-Harris que informaran a Robin de su decisión de reanudar el antiguo estilo de programas.
El «nuevo» estilo había sido idea de Ethel, para poder incorporarse al grupo de Alfie. Noel Victor era uno de los mejores amigos de Alfie. ¡Bueno, ellos eran muy in! Ethel era tan in, que apenas la veía. Quería volver al antiguo estilo de programas, para él era mucho más fácil cantar canciones que ya conocía que aprenderse una partitura nueva cada semana.
Al llegar, tuvo la desagradable sorpresa de enterarse de que su agente no había conseguido concertar una entrevista con Robin.
—Cuando dice que no —le explicó el agente— es que no. No le da a uno la oportunidad de discutir, rogar o suplicar.
Chris intentó ponerse personalmente en contacto con Robin. Se le dijo en todas las ocasiones que el señor Stone «estaba en una reunión».
Llamó a Danton Miller. Dan estuvo encantado de hablar con él y le sugirió que se encontraran en el «21». Eran las cuatro y el restaurante estaba casi vacío. Se sentaron a una mesa delantera cerca del bar y, durante una hora, estuvieron criticando a Robin Stone. Chris empezó a sentirse mejor.
—Por lo menos, a ti te han hecho ofrecimientos las demás cadenas. Yo estoy perdido.
Ambos observaron que Dip Nelson entraba y se dirigía al bar.
Dan sonrió.
—Viene aquí casi cada día, solo.
—¿Por qué?
Dan se encogió de hombros.
—¿Qué otra cosa puede hacer un sujeto cuando su mujer es una estrella y él no tiene trabajo?
—¿Qué tal te van las cosas? —preguntó Chris.
—Digámoslo así: ha llegado el momento de la supervivencia. Y este buey rubio que está junto a la barra puede ser mi salvación.
—¿Dip Nelson?
—Creo que está suficientemente solo. Y yo tengo una idea...
—Dip Nelson está acabado. Busca a su mujer.
—Su mujer no tiene a Robin Stone en el bolsillo. No sé por qué extraño motivo Dip lo tiene.
—Sí —Christie estaba pensativo—. En California todos hablan de lo mismo. Incluso se murmura que hay algo entre los dos; ya sabes: afeminados.
—No me importa que estén casados en secreto. Quiero poner en práctica mi idea.
—¿Te refieres a que volverás a ser productor?
—Productor y propietario —afirmó Dan—. No hay nada que yo desconozca en este negocio; pero quiero estar en la IBC. Quiero estar allí cuando estalle la gran Máquina del Amor. Entonces volveré a mi sitio, más fuerte que nunca.
Chris asintió.
—Por lo menos tú tienes planeado el futuro. Dan rió.
—Y tú ya lo tienes hecho, Chris. Una enorme casa en California, todo el dinero que quieres, y perteneces al grupo de Alfie. Tu vida es magnífica.
—Es magnífica la vida de Ethel —suspiró Christie—. Tiene todo lo que siempre había deseado. Pero yo no encajo con eso. Cada noche cuando vuelvo a casa tenemos una cita con Alfie o tenemos que asistir a alguna fiesta. Ni siquiera tengo a Eddie y Kenny ahora. A ellos les gusta Nueva York. Han conseguido un trabajo en el nuevo programa de variedades de la CBS.
—Quizás les has superado, Chris. Tú has subido muchísimo.
—¿Le llamas subir a estar sentado y reír los chistes de Alfie y verle mirar con ojos de ternero a cualquier actor de quien esté enamorado? Todos tenemos que hacer lo que dice Alfie. Ethel se enfurece cuando la llamo «muñeca». ¿Te gusta eso? Tengo que llamar a todo el mundo «amor». ¿Un grupo en el que los hombres se llaman unos a otros «amor»?
De repente, en el rostro vulgar de Christie se dibujó una sonrisa forzada.
—En realidad, no debiera quejarme. Como tú dices, tengo todo el dinero que quiero. Y, sobre todo, tengo a mi hijo, Christie Lane júnior.
Sacó una cartera llena de fotografías de un bebé sonriente y rollizo.
—Mira, aunque Ethel no vuelva a repetirlo, me doy por satisfecho. Me ha dado a mi hijo y eso es lo que importa. Yo vivo para este niño, es como conseguir dividendos extra en la vida.
Después miró el reloj.
—Tengo que regresar al hotel. El Plaza. Alfie dice que es donde debo alojarme. Tendrías que ver mi suite, creo que la ocupó Lincoln. Pero Ethel va a llamarme a las seis y media; acerca el teléfono al niño y este chapurrea alguna cosa a veces, ¡qué niño!
Dan le observó mientras se iba. Pidió otro martini. Después envió una nota a Dip, que todavía estaba en el bar. Dip la leyó y se acercó.
—No tenemos por qué beber solos —dijo Dan—. Podemos sentarnos juntos.
—¿Por qué? —preguntó Dip—. Usted es el sujeto que puso el grito en el cielo cuando Robin me dejó actuar en el show de Chris Lane.
—Por no haberme dejado prepararle una actuación adecuada. Le aseguro que, de haberme dado algunas semanas de tiempo, las críticas que le hicieron hubieran sido muy distintas.
Dip se sentó.
—La gente siempre está dispuesta a destrozar a un actor de cine. Tienen que empezar a pensar que es un imbécil sin talento. Pero cuando canto, sobre todo ante un público directo, no hay quien pueda conmigo.
—Permítame ofrecerle un trago —dijo Dan.
—Ah... estoy esperando una llamada de Robin. Tomo la cerveza para matar el tiempo hasta que llame; después saldremos y beberemos por ahí.
—¿Usted y Robin siguen siendo tan amigos?
—Como esto.
Dip entrelazó los dedos.
—¿Entonces por qué no hace algo por usted si son tan amigos? —preguntó Dan—. Se dice por ahí que usted es simplemente como un chico de recados.
Los ojos de Dip brillaron de cólera.
—¡No vuelva a repetirme esta palabra! ¡De hecho, fui yo quien le aconsejó a Robin que anulara el programa de Chris Lane! Sí, ¿y quiere saber una cosa? Robin estaba dispuesto a concederle otra temporada, pero yo no lo olvido... Chris Lane nos trató a mí y a Pauli con enorme desprecio cuando intervinimos en su show y tengo buena memoria. ¡Yo me siento y espero hasta que tengo ocasión de devolver la moneda!
—¿Hasta cuándo durará el espectáculo de su esposa?
—En Nueva York, hasta junio. Después realizará una gira de un año de duración. Yo iré también. Están incluyendo el papel del hermano y lo interpretaré yo.
—¿Y por qué se conforma usted con un papel secundario? —dijo Dan.
—¿Está buscando que le parta la cara aquí mismo, en el «21»?
—Estoy tratando de que sea sensato.
—¿A qué se refiere?
—Me refiero a que sale usted cada noche con el mayor poder de la televisión. Nadie tiene la autonomía de que disfruta Robin Stone. Y usted debiera aprovecharse de ello mientras dure. Porque es muy posible que termine mal. Le he estado observando. Su manera de actuar me parece un suicidio, parece complacerse creándose enemigos. Parece como si estuviera probándose a sí mismo para ver hasta dónde puede llegar, hasta dónde puede empujar a los demás. Hay como una especie de morbosidad detrás de su arrogancia y altanería. Conque, si es usted listo, me tendrá que escuchar.
—No necesito consejos de un fracasado.
Dip contestó con un tono de voz airado. Dan le sonrió con su sonrisa de gato de Cheshire.
—Es posible que dos fracasados tengan más fuerza que uno solo. ¿Le gustaría ser co-propietario de un programa?
—No entiendo nada de eso.
—¿Dónde va usted a cenar? —le preguntó Dan.
—No sé... mejor dicho, tengo que encontrarme con Robin.
—¿No puede librarse de él por esta noche?
Dip sonrió.
—Puedo hacer lo que quiera.
—Entonces, vamos. Tengo una cita con Peter Kane, de la oficina de Johnson-Harris en el Voisin. Escuche, ¿no habrá firmado todavía el contrato para actuar en la gira de Pauli, verdad?
—No, estoy esperando a ver qué tal es el papel.
Dan firmó la cuenta.
—Entonces, venga conmigo. Pero, escuche, mantenga la boca cerrada.
—Nadie me habla a mí en este tono —dijo Dip.
—Yo sí. Porque voy a convertirle en un nombre muy rico.
Se levantó y Dip le siguió fuera del restaurante.
Dip jugueteaba con un vaso de bourbon con agua en el Voisin. Dan y Peter Kane tomaban martini.
Dan comenzó a hablar inmediatamente de la carrera de Dip. Es curioso, pero Peter Kane se mostró interesado. Todos estuvieron de acuerdo en que los críticos se habían mostrado vengativos como consecuencia de la antipatía que experimentaban hacia Robin.
—Este pobre muchacho ha heredado todos los enemigos de Robin y ninguno de sus amigos —explicó Dan.
—¿Y qué amigos tiene Robin? —preguntó Peter Kane—. Ni siquiera una chica fija. Me han dicho que Ike Ryan le prepara de vez en cuando algún plan, le gustan las tres maneras. Dígame, Dip, ¿es un tipo raro?
—Raro con las mujeres —contestó Dip.
—Bien, yo creo que su carrera ha sido un fracaso hasta ahora por culpa de Robin —dijo Peter Kane con seriedad—. Todos los que están en este negocio saben que Robin Stone es su mejor amigo y si él no le utiliza a usted, suponen que se debe a que es usted francamente malo. Por eso no tienen interés. Le ha causado a usted un gran daño al no ofrecerle un show importante.
—Nunca se me había ocurrido —dijo Dip, lentamente—. Tal vez por eso no tengo ofrecimientos.
Permaneció en silencio mientras ambos hombres discutían acerca de los programas de las distintas cadenas. Al terminar la cena, Peter Kane se dirigió a Dan.
—Tengo la sala de proyecciones comprometida para las nueve, es mejor que vayamos ahora.
Dan se dirigió a Dip.
—Tenemos un nuevo programa. Soy propietario del mismo y Peter es mi representante. Acabamos de hacer una prueba. Es una serie de espías, y podemos hacerla bastante barata. Vic Grant interpreta el papel principal. Quiero que lo vea y me diga si le gusta.
El estado de ánimo de Dip se ensombreció. Vic Grant era un actor de segunda categoría cuando él era un astro. Hacía dos años que Vic no había hecho una película aceptable.
Dan firmó la cuenta y se dirigieron inmediatamente a la sala de proyecciones de la oficina de Johnson-Harris. Dip contempló el programa. Era un buen programa de tiros. Vic no lo hacía mal, pero Dip sabía que él podía hacerlo mejor, era un papel como hecho a medida. ¡Y lo situaría inmediatamente en la cumbre!
Cuando se encendieron las luces, Dan le miró.
—¿Le gusta?
—Creo que podría ser fantástico —dijo Dip con entusiasmo.
—Bajemos. Hay un bar al otro lado de la calle y es tranquilo. Podremos discutir la mecánica del programa —sugirió Peter.
—Estoy con usted, amigo —dijo Dip.
Se sentaron a una mesa del fondo. Dip pidió un bourbon y lo bebió de un trago. Si Dan y Peter le veían actuar como un detective audaz y bebedor, no podrían suponer que normalmente se limitaba a beber cerveza.
—Tenemos intención de pedir ciento veinticinco mil dólares por ello —explicó Dan—. Podemos hacerlo con noventa mil y algunas semanas incluso menos. Después añadiremos una comisión del diez por ciento, con lo que tendremos unos beneficios de treinta mil dólares, que podemos repartirnos entre tres, si es necesario.
—¿Se refiere a que recibiré un tercio de los beneficios en lugar de sueldo? —preguntó Dip.
—También podríamos añadir un sueldo simbólico; pongamos mil dólares por semana, más gastos de despacho.
—¿Y para qué demonios necesito yo un despacho?
—Lo necesitará para su compañía. No puede ingresar esta cantidad en calidad de sueldo, perdería buena parte con los impuestos. Mi compañía se llama Danmill, busque un nombre para la suya. Si quiere, mi abogado podría perfectamente arreglárselo.
Todo le estaba resultando demasiado precipitado a Dip.
—¿Y cómo sé que puedo fiarme de su abogado?
—Porque su compañía ingresará los beneficios correspondientes y enviará a Danmill su parte.
—¿Dónde filmaremos? ¿Aquí o en Los Ángeles?
—Donde la IBC considere mejor. Tienen estudios muy grandes en Los Ángeles, pero preferiría que la acción se desarrollara en las calles de Nueva York, para que se reflejara así la atmósfera de la ciudad.
—¿Acaso la IBC lo ha comprado? —preguntó Dip.
—Lo hará, espero.
Dip asintió entusiasmado.
—Bueno, creo que mi actuación será fantástica.
Dan y Peter se miraron. Habló Dan:
—Estoy seguro de que usted lo haría muy bien, pero tenemos un contrato de dos años con Vic Grant. Realizó una prueba con la condición de que conseguiría el papel, si se lograba vender el programa.
—¿Entonces por qué estoy aquí? —preguntó Dip.
—Porque usted puede conseguir que Robin Stone lo compre.
Dip hizo ademán de levantarse pero Dan le agarró del brazo.
—¡Siéntese! Dígame, ¿quiere ser un comiquito toda su vida o un millonario?
Dip le dirigió una mirada iracunda.
—Lo único que han estado haciendo esta noche es pedirme ayuda.
Peter lo interrumpió.
—Dip, tiene que admitirlo. Usted no ha conseguido nada. Por lo menos en televisión, no. Ha tenido toda clase de ocasiones. ¿Por qué no es usted inteligente y se dedica a ganar dinero? Es más prestigioso ser productor y propietario que ser actor.
—¿Qué le hace estar a usted tan seguro de que la IBC lo comprará? —preguntó Dip de repente.
Los ojos de Dan se contrajeron.
—Me parece que anda usted diciendo por el Danny's que tiene a Robin Stone en el bolsillo. Bueno, ahora es el momento de demostrarlo. Consiga que lo compre. En enero habrá muchas sustituciones. Como incentivo, dígale que, si lo compra, obtendrá un tercio de los beneficios. Puede pagarle como prefiera... en efectivo, con viajes, con una casa en el campo.
—¿No habrá problemas con el gobierno?
—Tengo un extraordinario especialista en impuestos. Hay maneras de conseguir que el tercio de Robin figure como saldo legal. Si por ejemplo quiere un Cadillac, lo utilizaremos en algunas escenas y diremos que es para el programa. Diremos que la casa de campo la compramos porque necesitábamos filmar muchas escenas en ella. Podemos preparar decorados y entregarle los muebles que aparezcan en los mismos. Si lo quiere en efectivo, hay muchas maneras de presentar gastos falsos. De eso nos encargaremos nosotros.
—¿Tengo que limitarme a decirle cómo están las cosas?
Dan se encogió de hombros.
—Usted conoce mejor que nadie cómo tratarle.
—¿Y cuánto ha dicho que sacaríamos de eso?
—Dividiéndolo en tres partes, diez mil cada uno.
—¿Y Peter qué?
—Lo único que quiero es que la agencia consiga la comisión —dijo Peter—. Si me presento con una venta a Robin Stone, conseguiré la vicepresidencia. Es lo único que me interesa.
Dip miró hacia el aire.
—Mi nombre tiene que figurar en la pantalla como productor.
Dan rió.
—Todo el mundo sabría que es falso.
—No me importa. Pauli no lo sabrá y el público tampoco. Quiero que figure con letras más grandes que el nombre de Vic Grant. Esto impresionará a Pauli.
—De acuerdo —accedió Dan—. Yo seré el productor ejecutivo. Y aparecerá usted aparte como productor.
Dip sonrió.
—Primero entrégueme una carta, firmada y testificada, en la que se diga que obtendré dos tercios de los beneficios. Después de todo, podría ser que yo convenciera a Robin y después ustedes no cumplieran con lo prometido.
—Redactaré esta carta mañana a primera hora —dijo Dan.
Dip se encontró con Robin en el Lancer Bar la tarde del día siguiente. Tenía la carta de Dan en el bolsillo. Esperó a que Robin empezara su segundo martini antes de mencionar la cuestión de la prueba. Se la describió gráficamente, le explicó de qué se trataba y terminó con el siguiente remate:
—Y un tercio de los beneficios irá directamente a tu bolsillo, muchacho.
Robin lo agarró por la chaqueta y lo atrajo hacia adelante:
—Ahora me escucharás, estúpido. Danton Miller se hizo rico haciendo tratos de esta clase cuando trabajaba en la IBC. He prescindido de todos los agentes que habían tenido algún trato con él. No se te ocurra mezclarme nunca en un trato asqueroso como este.
—¿Entonces no hay trato? —la voz de Dip era servil.
—¡No hay trato por lo que respecta a la cantidad que pensabais entregarme a mí!
Después miró a Dip.
—Escucha, si tienes una buena prueba, muéstramela. Si es buena, tendrá precedencia sobre cualquier otro programa. Si Dan quiere que figure tu nombre, es cosa suya.
Dip sonrió aliviado.
—Entonces ¿no estás enfadado?
—Me enfado cuando me metes en tus líos, amigo. Yo siempre busco programas. No hay razón alguna por la que no entres en el negocio de la producción. Tienes una inteligencia de estilo gánster, que yo admiro mucho. Si compro el programa y aparece tu nombre como productor, sé muy bien que es Danton Miller el que hace el trabajo. Pero si te limitas a permanecer sentado y aceptar reverencias, entonces retiraré lo dicho acerca de tu inteligencia. Muévete, aprende todo lo que tengas que aprender, observa a los cámaras, aprende cómo se consiguen costos por debajo del presupuesto; de aquí salen los beneficios. Cuidado con los músicos y las horas extraordinarias. Pero olvídate de la división de los beneficios en tres partes. Repártelos con Dan y dale lo que le corresponda al maldito agente.
Robin presenció la proyección de la prueba con Dip. Al terminar se levantó.
—¡No es buena... es fantástica! Puedes decirle a Dan que hará un buen negocio.
Dip dio un largo paseo después de dejar a Robin. Decidió que despreciaba a Robin Stone. Odiaba también a Danton Miller. Y odiaba a todos los hijos de perra del mundo. ¿Cómo había llegado a aquella situación? Una esposa que era una estrella y que le trataba como si él fuera su criado. Hombres como Robin y Dan que le decían sin rodeos que era un pésimo actor. ¿A dónde había ido a parar el esplendor? ¿Aquellos días en que entraba en un salón y lo iluminaba? ¿Los días en que las mujeres lo asediaban? Ahora lo evitaban. Pauli le había dicho que se apartara de las muchachas de su espectáculo, ninguna quería salir con Robin Stone. Sin embargo, tenía que conseguirle muchachas a Robin. De todos modos, Robin tenía un comportamiento extraño con las mujeres: nunca olvidaría a la prostituta aquella a la que había golpeado. Y las muchachas se quejaban de que Robin era tacaño; no las llevaba a ningún sitio, simplemente al Lancer Bar o al Steak Place y después a acostarse. Y si no se comportaban como él quería, las mandaba a casa sin pagarles el trayecto del taxi. Dip suspiró y se encaminó hacia el Sardi's. Tenía la costumbre de comer allí, para encontrar a jóvenes actrices para Robin. Desde luego, Robin nunca se lo pedía, pero siempre se alegraba cuando Dip le guiñaba el ojo y le decía:
—Tengo otro número para ti, chico, ¡esta es buena de verdad!
¿Cómo había llegado a eso? Bueno, de ahora en adelante sería distinto. Volvería a ser importante. Treinta mil dólares semanales divididos en dos partes... ¿Por qué dos partes? ¿Cómo podría saber Dan si Robin recibía o no recibía una parte? No podría saberlo. Él se quedaría con dos tercios, más el sueldo. Les diría que Robin lo quería en efectivo y que se las arreglaran ellos para conseguirlo. Y guardaría cada semana los diez billetes grandes. ¡Libres de impuestos! Sería rico. Pero desde luego no tenía intención de observar a los cámaras y de aprender a ser productor; eso que lo hicieran los imbéciles como Dan Miller por una ridícula tercera parte. Él se quedaría con dos terceras partes y se daría la gran vida. Y, veladamente, haría correr la voz de que Robin participaba en ello. De esta manera, cuando un sujeto quisiera vender algo, se acercaría a él y le ofrecería dos tercios, uno para él y otro para Robin. Se convertiría en un auténtico poder. Pauli volvería a adorarlo, ya no le vendría con el cuento de que «estaba cansada» cuando quisiera acostarse con ella. ¡Muy pronto estaría en condiciones de poder ofrecerle a ella un trabajo! De repente, se entristeció. ¡Pauli! Era como uní especie de enfermedad para él. No podía olvidarla. A veces quería matarla; con todas las maravillosas mujeres que había conocido, ella era la única que le interesaba. Incluso había intentado el camino de las orgías con Robin, una chica y ellos dos. Había permanecido sentado mirando cómo Robin le hacía el amor a la chica y, al llegarle el turno a él, sólo había podido conseguirlo imaginando que la chica era Pauli. ¡Y ella también había sido una buena espectadora! Bueno, cuando el nombre de Dip Nelson apareciera en colores en la pantalla de televisión, cuando presentara un programa, dos programas e incluso tres, entonces, Pauli comprendería que él era el hombre más importante de la ciudad.
Robin decidió que la prueba de Dip, Un Tipo Llamado Jones, sustituiría la primera baja que se produjera en verano. Se estipuló el contrato, Dan accedió y ahora Dip no tenía otra cosa que hacer más que esperar a que llegara septiembre y ver entonces qué programas fracasaban.
Pauli salió en gira en junio y Dip permaneció en Nueva York. La actitud de Pauli había cambiado al saber que Dip iba a ganar diez mil dólares por semana. (No le había hablado de los otros diez mil que tenía intención de guardar). Le escribía largas cartas y nunca dejaba de repetirle lo mucho que lo echaba de menos.
En septiembre se presentaron los nuevos programas. La IBC tuvo un éxito inmediato con una serie que Robin había escogido. Otras dos fueron flojas, pero los programas de día habían conseguido buenas clasificaciones. La nueva comedia musical fue un éxito y los dos programas concurso podrían mantenerse. De los dos programas dudosos, uno de ellos sería eliminado con toda seguridad en enero. Lo sustituiría por el programado de Dip; de esta manera le pagaría cualquier favor que hubiera podido hacerle en el pasado y ya no tendría obligaciones para con él. Pensó en Dip... Al principio, le había gustado. Tenía una expansividad y un amor por la vida que a Robin le habían parecido simpáticos. Pero, al pasar el tiempo y ver la actitud de Dip con respecto a Pauli, su respeto por él se convirtió en desprecio. Dip tenía que saber que Pauli lo estaba engañando. Al principio, había intentado estimular a Dip y despertar su orgullo tratándole como un esclavo. Pensó que Dip se rebelaría y que, al rebelarse, volvería a recuperar su fortaleza. Pero Dip se sometió a él.
Cuanto más pensaba en la subordinación de Dip a Pauli, tanto menos le apetecía ligarse con ninguna muchacha. Las pocas veces que había intentado iniciar algo que pudiera parecerse a un idilio, pensaba automáticamente en Maggie y la muchacha que le acompañaba se le antojaba entonces repentinamente aburrida. No, era más fácil dejar que Dip le proporcionara diversiones temporales. Le importaban tan poco las chicas que Dip o Ike traían que solía practicar las tres maneras. Si contemplaba a Ike mientras le hacía el amor a la chica, se excitaba y le era posible hacérselo él después. Era consciente de que Maggie no se apartaba de sus pensamientos. Y, al admitirlo, se enfurecía. ¡Ninguna muchacha le «conseguiría» nunca! Dirigir una cadena era un trabajo de plena dedicación. Hacía un año que no había tocado el libro; la noche antes había colocado cuidadosamente las trescientas páginas amarillas en una cartera y las había depositado en un archivador. Se preguntaba cuándo regresaría Gregory, si es que regresaba... La última postal de Judith la había recibido en agosto y procedía de Cannes. Gregory estaba bien, e incluso jugaba al chemin de fer horas y horas.
Los Austin regresaron sigilosamente a la ciudad a finales de septiembre. Una vez instalados, se anunciaría «oficialmente» su regreso a bombo y platillos. Judith no quería que se perdiera el efecto con la fotografía de siempre, tomada en el momento de desembarcar. Tenía que hacerse por medio de una fiesta gigantesca. Estaba pensando en la posibilidad de alquilar el salón de baile del Plaza e invitar a todos los personajes importantes, a la prensa... Gregory volvía a ser el mismo de antes y ya estaba convencido de que no padecía cáncer. Incluso se había acostado con ella en ocasiones esporádicas. Judith pensaba que se merecía un premio: se mostró excitada y le dijo que era el mejor amante del mundo. No había mostrado tanta excitación ni siquiera en el transcurso de su luna de miel. Pero estaba dispuesta a hacer cualquier cosa para conseguir que Gregory se repusiera y sobre todo para que pudieran regresar a Nueva York. ¡Habían estado fuera un año y medio!
Pero ella no había perdido el tiempo. Los primeros tres meses en Lausana, Gregory estaba demasiado enfermo para poder ver a nadie. Cuarenta tratamientos de shock, después el terrible período regresivo en que incluso se ensuciaba. Y después el lento período de recuperación... Ella alquiló un pequeño apartamento cerca del sanatorio y, durante los tres primeros meses, cuando no le permitían verle, se había puesto en las manos de un excelente cirujano plástico.
Le hizo un trabajo maravilloso, a pesar de que, al principio, se había sentido decepcionada. Creía que iba a aparentar veinte años. En realidad, aparentaba unos treinta y ocho, pero una hermosa mujer de treinta y ocho años. El médico había sido un genio. Desde luego, tenía unos pliegues en las mejillas, junto a las orejas, y cicatrices más pronunciadas detrás, pero ahora llevaba el peinado suelto, suave y hueco, unos centímetros por debajo de las orejas. El mismo Vidal Sassoon lo había creado para ella, y le sentaba estupendamente. Gregory no sabía nada de la operación. Le dijo que estaba muy guapa y que el nuevo peinado obraba maravillas. Ella sonrió. ¿Es que no veía la firmeza de su óvalo? Ni siquiera se había dado cuenta del cambio en su pecho ni de las finas cicatrices junto a la pelvis donde le habían estirado la piel de los muslos.
Gregory también presentaba buen aspecto. Volvía a tener el cabello rojizo, estaba moreno y delgado, pero no le apetecía volver al trabajo. Ya hacía una semana que habían regresado y todavía no había aparecido por el despacho. Cada día tenía una excusa distinta. Tenía que ver al sastre... había perdido cinco kilos y no le sentaba bien ninguno de sus trajes. Tenía que ir a ver sus caballos. A principios de la segunda semana, ella le sacó literalmente a empujones, insistiendo en que fuera al despacho.
En cuanto se hubo marchado, llamó a Robin. Había esperado deliberadamente. Él sabía que habían regresado, Gregory había hablado varias veces con él por teléfono. Sabía que le extrañaría que ella no le llamara. Y ahora estaría ansioso...
Su línea particular no contestó. Se sintió decepcionada, pero no quiso dejar ningún recado. Probablemente estaba asistiendo a alguna reunión. Finalmente consiguió hablar con él a las tres. Le pareció que se alegraba de oírla. Había pasado la mañana con Gregory y subrayó el excelente aspecto que ofrecía.
—¿Cuándo le veré? —le preguntó ella.
—Cuando quiera —contestó tranquilamente—. En cuanto Gregory esté dispuesto, me encantaría poder cenar con ustedes dos.
—No me refiero a eso, Robin —dijo ella suavemente—. Quiero verle a solas.
Él permaneció en silencio.
—¿Está aquí, Robin?
—Estoy aquí...
—¿Cuándo puedo verle?
—Mañana a las seis en mi casa.
—Iré. Dejaré recado a Gregory que he ido a un cóctel de beneficencia. No tengo ninguna prisa y Gregory cae dormido inmediatamente después de cenar.
Acudió a otro salón de belleza en East Sixties. No podía arriesgarse a acudir a su salón habitual donde todos los dependientes la conocían, a menos que quisiera que las cicatrices de detrás de las orejas se convirtieran en el mayor chismorreo de Park Avenue. Los dependientes siempre la informaban de quién se sometía a operaciones de cirugía estética.
Estaba sentada en un compartimiento del salón de belleza. Había dado el nombre de Wright. Estaba segura de que no la habían reconocido. ¿Por qué tendrían que reconocerla? Hacía más de un año que su fotografía se había publicado en la portada del Women's Wear. Se reclinó en su asiento y pensó que aquella mujer le estaba frotando la cabeza demasiado fuerte. Sabía que había notado las cicatrices. La perra, estaba celosa porque ella no podría permitirse nunca semejante lujo. La observó: era una mujer de mediana edad, con anchas caderas y dedos estropeados por los tintes del cabello, y zapatos cómodos porque los pies le dolían de tanto permanecer de pie. ¡Dios mío, si hasta tenía varices! ¿Por qué no iba a tener celos la pobre criatura y envidiar a quien podía permitirse el lujo de gastarse tres mil dólares sólo por librarse de unas pocas arrugas?
La mujer sonrió mientras acompañaba a Judith a otro compartimiento en el que la iban a marcar. Mientras Judith hojeaba un número atrasado del Harper's, la mujer le susurró al joven que estaba fuera del compartimiento:
—Esta te va a dar una buena propina, Dickie... es la señora Gregory Austin bajo nombre supuesto y con toda una serie de cicatrices recién hechas. Ten cuidado con las horquillas.
Judith fumaba nerviosamente mientras el joven enroscaba mechones de pelo en los rulos. Ella observó que le miraba las orejas.
—Tuve una mastoiditis el año pasado —dijo sin darle importancia.
Él asintió.
—Mi compañero de habitación también la tuvo.
Le habló en tono cordial.
Se relajó cuando se encontró bajo el secador. Cuando Dickie la hubiera peinado, iría al lavabo y se maquillaría de nuevo. Llevaba el maravilloso fondo de maquillaje que se había comprado en París. Gracias a Dios, las cicatrices de debajo del pecho no se veían. Las operaciones de pecho y muslos habían sido dolorosas, pero valían la pena. Esta noche se quitaría toda la ropa y permanecería de pie delante de Robin. ¡Ahora podía competir con cualquier azafata de aviación!
A las cinco y media salió del salón de belleza. No quería ir andando para no estropearse el peinado. Estaba preciosa: Vidal le había cortado el pelo tan bien, que incluso Dickie había podido seguir la línea. Le había dado una propina de diez dólares. Hacía años que no se sentía tan contenta. Hubiera deseado gritar... cantar, pero se limitó a entrar en un drugstore y pedir una taza de té para matar el tiempo. A las seis menos cinco tomó un taxi y se dirigió a casa de Robin.
El conserje la observó con indiferencia, pero ella sabía que sus enormes gafas de sol ocultaban perfectamente su identidad. Desde luego, no la reconocería; había estado fuera tanto tiempo...
Al tocar el timbre de la puerta de Robin se sintió terriblemente excitada y nerviosa. Él abrió, le hizo ademán de entrar y regresó al teléfono. ¡Dios mío, era un recibimiento poco caluroso! Estaba hablando con California; se parecía a Gregory con sus malditas clasificaciones. Miró a su alrededor. Sólo había estado una vez, pero a lo largo de aquel año de ausencia, había revivido cada uno de los segundos que habían compartido juntos. Cada palabra, cada pieza de mobiliario del apartamento, estaba grabada en su memoria. Se sentía ligeramente incómoda con su nueva ropa interior. El sujetador de color beige y los pequeños slips de encaje le arañaban la piel. Pero valía la pena la molestia, para ver la cara que él pondría cuando se desnudara. Había pensado hacerlo lentamente, con deliberación. Vestía un traje... Valentino se había superado a sí mismo con esta creación: una blusa de seda abrochada por delante; no debía quitarse nada por la cabeza, y llevaba unas maravillosas pestañas postizas individuales con las que no se corría el peligro de que se desprendieran, como sucedía con las enteras.
Robin colgó, se acercó y le tomó las manos en señal de bienvenida. Intentó sonreír, pero tenía el ceño fruncido.
—¿Algún problema? —le preguntó ella.
—Roddy Collins.
—¿Quién es? —preguntó ella.
Esta vez, él sonrió de veras.
—No sólo ha estado usted fuera, sino que apuesto a que no ha mirado la televisión desde que regresó.
—No. Y Gregory tampoco, gracias a usted.
Robin se sentó y le ofreció un cigarrillo. Volvió a mostrarse preocupado.
—Nuestro nuevo astro, Roddy Collins... Su serie ha alcanzado el décimo puesto de las clasificaciones. Es un western. Interpreta el papel de un veloz pistolero al servicio de la ley y del orden. Un sujeto apuesto, de metro noventa y cinco, y todo músculos. Me acaban de decir que es afeminado.
Ella se encogió de hombros. Quería que Robin la tomara entre sus brazos. Él caminaba a grandes zancadas por la habitación y apenas le prestaba atención. Seguía pensando en la llamada telefónica.
—Pero la vida privada de un actor es cosa suya, ¿no? —preguntó ella.
—Desde luego, siempre que sea privada. No me importa con quién se acueste. Pero, según parece, su debilidad no se limita a acostarse con muchachos. Le gusta vestir como una mujer y salir a buscar hombres. ¿Se lo imagina... un metro noventa y cinco, la más reciente sensación de América, patrocinado por un producto de carácter familiar, entrando en un bar para cazar a un hombre?
Ella empezó a reír.
—No es gracioso, Judith. Parece ser que un tipo de metro noventa de estatura se molestó y llegaron los policías. Nuestros abogados intervinieron inmediatamente. Conseguimos obtener tres personas que juraron que se había tratado de una apuesta y que ellos lo estaban siguiendo. Esta vez hemos podido arreglarlo, pero no podemos estarlo vigilando constantemente.
—Robin, he estado ausente mucho tiempo. Sé que tengo que empezar a vivir en este ambiente muy pronto. Pero ahora no, durante nuestro primer encuentro.
La miró como si la viera por primera vez.
—Desde luego que no, ¿le apetece un trago?
—Sí.
Judith hubiera hecho cualquier cosa para romper el hielo inicial.
Él mezcló dos whiskys.
—Gregory tiene buen aspecto —le dijo al entregarle el vaso—. Me agrada que desee que yo siga llevando la dirección, pero usted debiera intentar conseguir que se interesara por algo.
—¿Acaso no se interesa por su trabajo?
—No. Hoy convocó una reunión y les dijo a todos lo orgulloso que estaba de mí. Mañana irá a jugar al golf. Y al día siguiente irá a ver unos caballos nuevos.
Ella se encogió de hombros.
—Ahora es su cadena, Robin.
—Sí, lo es —contestó él lentamente.
—Entonces deje que Gregory juegue con sus caballos y con sus clubs de golf.
—Judith, yo creía que cuando regresara volvería a desempeñar su mismo cargo. Estaba preparado para luchar contra sus decisiones; el treinta por ciento de la programación consiste en programas escogidos personalmente por mí. Pero él no muestra ninguna clase de interés y eso no es sano. Me gusta Gregory. Quiero trabajar con él, sugerir ideas, que me plantee objeciones cuando considere que me equivoco. De esta manera, la programación será mejor.
Ella dejó el vaso y le miró con intimidad.
—Yo me encargaré de eso. Es también mi cadena.
—Judith, es fácil para usted decirlo ahora, pero espere a que esta situación prosiga. Yo no concedo entrevistas. Según la prensa, no soy un sujeto muy agradable. Y a menos que Gregory no esté a mi lado, va a convertirse en un hombre olvidado. Mientras estaba fuera, no había peligro, pero si regresa y no pone manos a la obra, los periódicos encontrarán campo abonado y dirán de verdad que es mi cadena. Hay un periodista, en particular, que me odia. Me negué a que formara parte del jurado en uno de nuestros programas concurso... es un sujeto gordo y estúpido que me odia con toda su alma. ¡Escribe cada día acerca de mí y me llama la Máquina del Amor!
Los ojos de Judith se contrajeron.
—¿No le gustaría vivir de acuerdo con este apodo?
Él ingirió su bebida.
—Deme la oportunidad de reponerme. Usted ha estado nadando en la Riviera. Yo ni siquiera he tenido tiempo de pasar un fin de semana en los Hamptons.
—Para mí, está usted suficientemente fuerte, Robin.
Él se acercó y la levantó. Ella le rodeó el cuello con los brazos. De repente, la llamada del teléfono los interrumpió bruscamente.
—No conteste —dijo ella.
—¡Es la línea de la IBC!
La apartó suavemente y tomó el teléfono.
—Diga. Sí. No bromees, Dip. ¿Lo ha visto Dan? No, no sé quién es Preston Slavitt. Ah, sí, este guionista apartado de Broadway que da la sensación de no bañarse nunca. Tiene talento... ¿qué es estupendo? Bueno, ¿hasta qué hora dispones de la sala de proyecciones?... De acuerdo, dentro de veinte minutos.
Colgó.
—¿No tendrá que ir a alguna parte?
Judith no podía creerlo.
—Dip Nelson acaba de descubrir una prueba que puede ser estupenda.
Tomó su vaso y lo vació de un trago.
—Dip dice que puede conseguirme que yo la vea primero. Las demás cadenas la verán mañana.
Ella le miró asombrada.
—¿Quién es Dip Nelson?
—Es una larga historia, nena. Es un ex actor de cine transformado en productor. Hemos comprado una serie suya y de Dan Miller.
Extendió la mano para ayudar a Judith a levantarse.
—Mire, Judith, es mejor que baje usted primero. Yo bajaré al cabo de algunos minutos.
—¿Cuándo le veré?
—La llamaré mañana, hacia las once.
Después la besó suavemente y la acompañó hasta la puerta, pero ella comprendió que estaba pensando en la sala de proyecciones. Bajó con el ascensor, tomó un taxi y llegó a casa en el momento justo en que Gregory se estaba preparando un martini.
Él la miró con alegría.
—Me alegro de que hayas regresado pronto. Encontré tu nota y temía tener que cenar solo. Estás muy guapa.
Ella tomó el martini y lo sorbió distraídamente. Y de repente advirtió que Robin Stone ni siquiera se había dado cuenta de su nuevo aspecto.
A la una Robin todavía no había llamado y Judith estaba furiosa. Probablemente tendría que comer con alguien, lo cual significaba que no llamaría hasta las tres. ¡Pero le había dicho que la llamaría a las once! Bueno, a lo mejor había estado muy ocupado. Paseó por su dormitorio. Se había maquillado, pero llevaba un negligée. Había esperado que la invitara a comer, a algún lugar tranquilo en el que pudieran hablar y reanudar sus relaciones. Ahora tendría que fingir algún cóctel. Podría arreglárselas para permanecer con él hasta las nueve. Dejaría un recado para Gregory diciendo que tenía que arreglar algo del Baile de los Huérfanos.
Se tendió en la cama y empezó a jugar solitarios; se dijo a sí misma que, si salían cinco cartas, la llamaría a las cuatro, para hablar. Si salían diez, la llamaría a las tres, para hablar nada más. Si salían quince, la invitaría a tomar un trago. Si salían veinte, le pediría que pasaran la velada juntos. Y si el juego resultaba completo, le diría que estaba loco por ella y todo sería tal como había soñado.
Salieron ocho cartas. Probó otra vez. Esta vez fueron quince... no, no había derecho. Esta vez lo haría y tomaría en serio los resultados. No salieron cartas. Dios mío, ¿significaba que no iba a llamarla?
A las cinco, estaba desesperada. Lo llamó a su línea particular. No obtuvo respuesta. Esto significaba que no estaba en su despacho. Cuando Gregory regresó a las seis, ella iba todavía en negligée.
—¿Es que vamos a algún sitio? —le preguntó él al observar su impecable maquillaje.
—Ojalá fuéramos a algún sitio —dijo ella.
Él sonrió débilmente.
—Hemos estado fuera mucho tiempo. La gente todavía no sabe que hemos regresado.
—Tienes razón. Creo que tengo que empezar a telefonear por ahí.
Él suspiró.
—Yo lo prefiero así. Podemos cenar tranquilamente y mirar la televisión.
—¿Y qué es lo que hemos estado haciendo durante un año y medio? —le preguntó ella sin alterar la voz.
Él pareció entristecido.
—De acuerdo, pues, ¿por qué no te pones algún traje bonito y vamos al Colony?
—¿Solos?
—Juntos —contestó él.
—¿Y qué parecerá? —le preguntó ella.
—Que cenamos en el Colony.
—Y también parecerá que no tenemos ni un solo amigo.
—Tal vez no tenemos, Judith. La mayoría de la gente no tienen, ¿sabes?
—Tonterías, siempre nos han invitado a todas partes.
—Invitaciones —dijo él, haciendo una mueca—. Invitaciones a inauguraciones, a fiestas a la salida del teatro. Después devolver las invitaciones, hemos estado fuera de la circulación.
—Pues volvamos —insistió ella.
Él se encogió de hombros.
—De acuerdo, empieza tú a preparar las cosas, siempre te has ocupado de eso.
Aquella noche pensó en ello en la cama. ¿Cómo podían reanudarse las cosas? No tenía auténticas amigas íntimas, simplemente mujeres a las que conocía lo suficiente como para comer juntas, discutir de vestidos y de fiestas de beneficencia y escuchar sus problemas. Judith nunca había tenido una confidente y nunca había estado fuera de circulación. Las invitaciones para cenas, inauguraciones, exposiciones artísticas, fiestas de beneficencia se habían sucedido ininterrumpidamente. De repente comprendió que su vida social había girado alrededor del trabajo de Gregory. Cuando se estrenaba algún espectáculo en Broadway, el productor le ofrecía entradas para la noche del estreno, porque el productor o el director esperaban poder trabajar para Gregory o conseguir que algunos de sus actores actuaran en algún programa de la IBC. Cuando los astros llegaban a la ciudad, llamaban a Gregory y los invitaban a salir. El teléfono no había sonado desde que habían regresado. Pero ella tenía la culpa. No había centrado sus pensamientos y planes más que en Robin Stone. Bueno, mañana empezaría a arreglar las cosas. Tal vez fuera conveniente ofrecer una cena. Llamaría a Dolores y John Tyron. Siempre estaban introducidos en todo.
Dolores se mostró encantada de hablar con ella.
—Oh, Judith, encanto, cuánto me alegro de que hayas vuelto. ¿Asistirás a la fiesta en honor de Joan Sutherland la semana que viene?
—Bueno, a decir verdad, Dolores, todavía no tengo ningún compromiso arreglado, tú eres la primera persona a quien llamo. Acabo de deshacer las maletas.
—Debes estar cansada de tantas fiestas en Europa. Me muero porque me lo cuentes. ¿Viste a Grace cuando estuviste en el sur de Francia? Creo que ofreció una fiesta impresionante.
—Estábamos en Capri entonces.
—Ah, ¿entonces asististe a la fiesta de Korda? ¿Qué tal estuvo?
—Te diré todo lo que he hecho cuando te vea. De momento, me interesa saber de ti y de todos los amigos que hace tiempo que no veo.
—Debes haberte divertido mucho, para haber estado fuera tanto tiempo. Y Gregory tiene suerte con este portento de hombre que le lleva los asuntos. Dime, Judith, se dicen cosas terribles de él, ¿son verdad?
—¿A qué te refieres?
—A todo, querida, orgías y también que es un poco «raro». Anda siempre con este ex actor de cine tan bien parecido, el marido de Pauli Nelson.
—¿Quién es Pauli Nelson?
—Querida, has estado fuera. Fue la mayor sensación de Broadway el año pasado. Pero Robin Stone parece tan excitante. Me encantaría conocerlo.
—Bien, estoy preparando una pequeña cena y lo invitaré. ¿Qué te parece una noche de esta semana?
—Querida, no estoy libre hasta el jueves próximo. Pero consigue que venga Robin Stone y prepara esta pequeña fiesta, digamos dentro de dos semanas. Llámame y dime la fecha y me la apuntaré en seguida en la agenda. ¡Oh! Está llamando el otro teléfono y Freddy ha venido para peinarme... Dios mío, mira qué hora es... ¡Dentro de una hora me esperan en La Grenouille!
Judith hizo varias llamadas. Todos estaban encantados de que hubiera regresado, pero todas las mujeres tenían compromisos y no hablaban más que de la excitación de la nueva temporada, pensando que Gregory y ella habían sido invitados a todas partes. Bien, una pequeña cena en el Colony no iba a servir de mucho. La solución era una gran fiesta de etiqueta en su propia casa.
Decidió ofrecerla el uno de octubre. Llamó de nuevo a Dolores. Dolores estaba muy ocupada, pero desde luego miraría su agenda.
—Encanto, ¡el uno de octubre no! Es la inauguración del New Regal Club. ¿Vendréis, supongo? Mira tu correspondencia: es una sociedad privada pero estoy segura de que os habrán enviado una invitación. ¿Por qué no das la fiesta, vamos a ver, el ocho de octubre? Lo tenemos libre, me lo apuntaré y tú me llamarás para confirmarlo. Tengo que marcharme corriendo, encanto, pero desde luego nos veremos antes.
Judith llamó a Betsy Ecklund. ¡El ocho de octubre! ¿Acaso no iba Judith a la exposición privada y a la cena de etiqueta de la Galería Berner? Se creía que asistiría la Duquesa de Windsor. Judith tenía que examinar la correspondencia... seguro que encontraría la invitación.
Colgó y empezó a mirar la correspondencia colocada en la bandeja del desayuno. Varias facturas, propaganda de Sacks y una carta de su hermana. ¡Era increíble! Estaba completamente al margen de todo. ¡Tener que llamar a Dolores y a Betsy para ver si estaban disponibles! Hubo un tiempo en que se limitaba a escoger una fecha y entregar una lista a su secretaria. Todo el mundo respondía a sus invitaciones. Ahora tenía que arreglárselas para que sus fiestas no coincidieran con la vida social de sus amigos. ¿Un año y medio podía cambiar tan radicalmente las cosas?
Eran las doce y media. No tenía nada que hacer. Llamó al número de Robin. Él tomó el teléfono a la tercera llamada. Escuchó voces, parecía como si hubieran varios hombres en el despacho.
—Ah, sí —habló con tono impersonal—. Siento no haber llamado ayer, pero tuve un montón de cosas que hacer. ¿Puedo llamarla a última hora de la tarde o mañana a primera hora?
Ella colgó el teléfono. ¿Y ahora qué? Estaba maquillada. Tenía que verlo. Cuando la viera, se sentiría atraído. Había observado la mirada de admiración de sus ojos al llegar ella a su apartamento ¡hasta que sonó el maldito teléfono!
¡Se haría la encontradiza con él! ¡Como por casualidad! Sí, eso haría. Vamos a ver... probablemente saldría a comer a la una y regresaría hacia las dos. Procuraría pasar como por casualidad por delante del edificio de la IBC para tropezar con él.
Se vistió con cuidado, sin sombrero; el abrigo beige y la marta cebellina. Llegó a la IBC a las dos menos diez. Se dirigió a una cabina telefónica y llamó a su despacho. Cuando la secretaria le preguntó su nombre, Judith dijo:
—La señorita Weston, de la oficina Nielsen.
—¿Puede llamarla él, señorita Weston? Está a punto de llegar.
—No, ya volveré a llamar.
Judith colgó el teléfono. Muy bien, significaba que no había regresado de comer. Había una librería cerca del edificio de la IBC. Se detuvo en la misma y fingió estar estudiando los títulos. Permanecería allí hasta que regresara Robin y después, en cuanto le viera, fingiría pasar por allí y tropezaría con él. Esperó diez minutos. ¿Cuánto tiempo puede permanecerse examinando libros? Y hacía viento... gracias a Dios, llevaba mucha laca. Se preguntó si el conserje la había observado y si la reconocería. Estaba refrescando, casi hacía frío. Notó que le escocían los ojos. El maquillaje empezó a correrse. Había un espejo junto a la puerta y ella pudo ver que algunas motitas de maquillaje se le habían pegado en el blanco de los ojos. La mitad de las pestañas postizas inferiores se le habían caído. Era el inconveniente de haber sido rubia natural; con el tiempo, el cabello tendía a oscurecer pero las pestañas no. Sacó el pañuelo. El maquillaje había formado como unas costras bajo los ojos. Intentó quitarlas.
—¿Le ha entrado algo en el ojo?
Se volvió. Era Robin.
A la luz del día, con su rostro moreno cerca del suyo, comprendió que todos sus planes eran como una farsa. Pero se volvió y se esforzó en sonreír.
—Es el maquillaje y el viento. Tenía una cita para ir a comer y el día era tan estupendo que decidí ir andando y dejar el coche. De repente parece como si estuviéramos otra vez en invierno.
—¿Quiere que le llame un taxi?
—Por favor.
Procuró disimular su desaliento.
La acompañó hasta el flanco de la acera e hizo señas a un taxi.
—Judith, quería llamarla, pero tenía trabajo.
—Lo comprendo, pero...
El taxi llegó y ella se puso furiosa. Normalmente era difícil encontrar uno, pero aquel maldito estúpido había llegado corriendo como si se estuviera entrenando para las 500 millas de Indianapolis.
Robin abrió la portezuela.
—La llamaré, Judith.
Tan pronto como llegó a su dormitorio, se echó sobre la cama y empezó a sollozar hasta que se le desprendieron las pestañas postizas.
A las cinco en punto se tomó una de las píldoras que Gregory utilizaba para dormir y dejó una nota diciendo que le dolía la cabeza. Y, antes de caer en un sueño profundo, se preguntó si Robin habría sospechado que ella había planeado el encuentro «casual».
El encuentro «casual» había molestado a Robin. No dejó de pensar en él en toda la tarde. Regañó a la secretaria, se mostró extremadamente brusco con Andy Parino y francamente grosero con Jerry al rechazar una invitación de este para tomar unas copas en el Lancer Bar. Al llegar a casa, se preparó una bebida y procuró mirar la televisión. Pero Judith no se apartaba de su pensamiento. Le había parecido tan digna de lástima, de pie delante de la librería. Su excusa lo había ablandado: estar tan desesperada como para permanecer de pie allí esperando encontrarse con él... ¡Dios mío!, ¿Cómo había podido suceder? ¿Habría sentido Kitty lo mismo hacia sus jóvenes amigos?
Tomó el periódico. No quería preocuparse. Amanda lo había querido, muchas muchachas habían esperado sus llamadas, muchachas que no tenían dos casas en la ciudad ni maridos propietarios de cadenas de televisión... Pero eran muchachas. No eran mujeres de más de cincuenta años que se habían sometido a una operación de cirugía estética... Se asombró al observar su piel suave y tirante, como la de Kitty... Maldita sea, había montones de mujeres ricas de más de cincuenta años que se sometían a operaciones de cirugía estética en la cara, ¿por qué tenía que sentirse culpable en relación con Judith?
Hojeó el periódico en un esfuerzo por distraerse. De repente, descubrió una sonriente fotografía de Dip Nelson. El titular rezaba: LA ÚLTIMA TRANSFUSIÓN A LA TELEVISIÓN. LA entrevista reflejaba el inimitable estilo de Dip; se citaba la siguiente frase suya: «La TV necesita sangre nueva, por este motivo Robin Stone se ha apresurado a comprar la nueva prueba creada por Danton Miller y yo. Lo malo es que en la televisión hay demasiadas personas que no tienen idea de lo que es el negocio del espectáculo».
Robin tiró el periódico al suelo. Se dirigió al teléfono y marcó el número de Dip.
—Basta de entrevistas —le gritó—. ¡Hablas demasiado! De ahora en adelante, deja que tu programa hable por ti. Es una orden.
—De acuerdo, chico. Pero sigo pensando que te has equivocado al no comprar la otra prueba que te mostré. Es un éxito seguro.
—Era una porquería.
—Estás de muy buen humor esta noche.
Robin colgó el teléfono. Se sirvió otro trago fuerte. A las once, estaba completamente borracho.
Judith despertó a la mañana siguiente con la extraña sensación de que algo andaba muy mal. Después recordó los sucesos del día anterior y las lágrimas asomaron a sus ojos. Eran las nueve. Gregory iba a Westbury para ver unos caballos. Caminó de puntillas hasta su dormitorio. Se había marchado. Él tenía un motivo para levantarse —los caballos y el golf— ella en cambio no tenía nada. Abrió el cajón en el que Gregory guardaba las medicinas. Aquella píldora verde m había sentado muy bien. Tomó otra. ¿Por qué no? Por lo tíñenos dormiría todo el día; era mejor que andar por ahí esperando una llamada que no vendría.
La píldora le hizo efecto en seguida. La última noche no había cenado. Pensó pedir un poco de té, pero sentía la cabeza pesada y cayó dormida.
Oyó sonar el teléfono. Sonaba como si viniera de lejos, pero, al despertar, el sonido se hizo más claro e insistente. Extendió la mano... ¡Dios mío, eran las cuatro y media... había dormido todo el día!
—Hola, Judith.
Era Robin. Estaba al teléfono y la llamaba. Y ella estaba tan pesada y soñolienta...
—¿La he molestado? —le preguntó.
—No, no, he tenido un día muy agitado —¿por qué no se aclaraba la cabeza?—. He llegado a casa y estaba intentando descabezar un sueño.
—Entonces cuelgo.
—No, estoy despierta.
Esperó que no advirtiera la pereza que sentía.
—He podido adelantar mucho trabajo y he pensado que a lo mejor le apetecería un trago.
—Me encantará.
—Estupendo. ¿En mi casa dentro de media hora?
—Digamos una hora —dijo ella rápidamente—. Estoy esperando unas llamadas para unas fiestas de beneficencia.
Se levantó de la cama tambaleándose y llamó a la muchacha. Una taza de café le sentaría bien. Dios mío, ¡por qué habría tomado aquella píldora! ¡La había llamado! ¡Quería verla!
Se sentó ante la mesita del tocador y sorbió el café. Tres tazas y seguía sintiéndose aturdida. Todo le parecía venir de lejos. Pero por lo menos su mano no temblaba y pudo maquillarse. Tenía el cabello revuelto pero se aplicó un postizo. Las horquillas se le clavaban en el cráneo, pero prefería no correr riesgos. Desde luego, es posible que no se acostaran, pero era necesario tomar precauciones por si acaso... ¡Había llamado! Quería verla y esto significaba que la llamaría otra vez.
Escribió una nota para Gregory diciéndole que la habían llamado para asistir a un cóctel de beneficencia y que era posible que regresara tarde.
Todavía estaba aturdida cuando llamó a la puerta de Robin. Estaba en mangas de camisa y se había aflojado la corbata. Le tomó las manos y la acompañó al salón. Después la besó suavemente en los labios. De repente, con un abandono que nunca había conocido, le echó los brazos al cuello y lo besó larga y profundamente. Él la tomó de la mano y la acompañó al dormitorio. Sintió como si se moviera en sueños. Todos los sonidos enmudecieron, incluso sus movimientos parecían más lentos, pero no sentía ninguna clase de inhibición. Se desnudó lentamente y permaneció de pie ante él. Robin se tendió en la cama y la atrajo hacia sí. De repente, hacer el amor con Robin se le antojó la cosa más natural del mundo. Y aceptó su abrazo como si lo hubiera conocido de toda la vida.
Eran las nueve y media cuando llegó a casa. Gregory estaba sentado en la cama, mirando la televisión. Le echó los brazos al cuello.
—Cariño, cuánto lo siento, no he podido cenar contigo.
Él sonrió y le dio unos golpecitos cariñosos en la cabeza.
—¿Has vuelto a la vida social?
—Un poco. La reunión se prolongó más de la cuenta y varios de nosotros hemos ido al «21» a tomar una copa y antes de que me diera cuenta...
—No importa. ¿Te pido algo para cenar?
Ella sacudió la cabeza.
—He tomado dos Bloody Marys. Creo que es mejor que vaya a acostarme en seguida.
Tenía apetito, pero deseaba estar a solas con sus pensamientos. Y también quería dormir en seguida y que pasara la noche, porque el nuevo día le traería a Robin, y eso era lo único que le importaba.
En las semanas que siguieron, toda la vida de Judith se concentró alrededor del teléfono. Robin solía llamar hacia las once. Para evitar toda posibilidad de tropezar con Jerry o Dip, Robin había dejado de frecuentar el Lancer Bar y acudía al Marsh's Steak Place. Ella pensaba en este local como en «nuestro sitio». Y los días que no podían verse, paseaba por delante del mismo; simplemente ver el restaurante le proporcionaba la sensación de que todo era auténtico. A veces, iban a su apartamento; y ayer lo había acompañado al aeropuerto porque tenía que hacer un viaje rápido a la Costa. Judith vestía las prendas que se había comprado en Europa y ya estaba pensando en su vestuario de invierno. Gregory quería pasar el invierno en Palm Beach. Estupendo. Se las arreglaría para tener que ir al dentista, para cambiar la decoración de la casa; iría con frecuencia a la ciudad y podría pasar noches enteras con Robin. El doctor Spineck le había recetado unas pastillas maravillosas a base de hormonas y habían cesado los sudores. Y en cuanto a los ronquidos... bueno, no dormiría. ¿Cómo podía dormir teniendo la oportunidad de pasar toda una noche entre los brazos de Robin y despertar con él y desayunar con él? Desde luego, tendría que fingir despertarse antes que él para retocarse el maquillaje. Se compraría una de aquellas bolsas de cocodrilo en las que cabían tantas cosas...
No había hecho nada para estimular su vida social. No le importaba... La llamada telefónica de Robin era lo único que le importaba. A veces se asustaba de la intensidad de sus sentimientos hacia él. Estaba realmente enamorada. Y lo peor de su idilio era su deseo constante de verlo. Por la noche, permanecía despierta y pensaba cosas absurdas: que Gregory moría, rápidamente y sin dolor, que Robin la consolaba y que, después de un tiempo prudencial, se casaban.
¡Casarse! Se sentó en la cama. ¡Casarse con Robin! ¡Dios mío, eliminar al pobre Gregory, aunque fuera en sueños era espantoso, horrible! Pero amaba a Robin. Sí, lo amaba de verdad. Esta era la clase de amor a que se referían los novelistas. Existía. Sus pasados «idilios» palidecían al compararlos con este. Todo palidecía al compararlo con Robin. Era toda su vida. Y Gregory no iba a caer muerto, al contrario, cada día estaba más fuerte.
¿Y si se divorciara de Gregory? No, eso no podía ser, porque Robin tendría que dejar la IBC. Bueno, ¿y por qué no? Le había dicho que quería escribir un libro, incluso había terminado el primer esquema. Trataba de los Grandes Hombres que habían conseguido alzarse de nuevo desde el fracaso hasta la cumbre: el general De Gaulle, Winston Churchill... La teoría de Robin era que el auténtico vencedor es aquel hombre que regresa después de haber permanecido en la cumbre y de haber tocado el fondo del abismo. Es fácil hacerlo una vez. Pero el hacerlo dos veces es lo que separa a los simplemente afortunados de los grandes.
Bueno, ella tenía mucho dinero. Aunque no recibiera nada de Gregory, sus acciones y títulos valían más de medio millón. Y el informe de D&B afirmaba que Robin poseía fortuna personal. Podrían ir a Mallorca, tomar una casa... Le mantendría apartado de todo el mundo. Caminarían por la playa, saldrían juntos a navegar y por la noche se sentarían ante el fuego de la chimenea y él le leería su manuscrito...
Cuanto más pensaba en ello, tanto más la obsesionaba esta idea. De repente, consideró imprescindible tratar de ello con Robin. Él la amaba, estaba segura. Se habían estado viendo constantemente durante seis semanas. Y las noches que no estaba con ella, las pasaba en casa mirando la televisión. Con frecuencia se deslizaba a su dormitorio y lo llamaba para desearle buenas noches y él siempre estaba allí. Era tan maravilloso estar tendida en la penumbra, con Gregory tranquilamente dormido en la otra habitación, derramando su amor en Robin. Desde luego él nunca le decía que la quería. Este no era el estilo de Robin. Pero siempre le decía: «Que descanses, cariño».
Miró el reloj. Eran las doce del mediodía, eso significaba que eran las once en Chicago. La noche pasada había hablado con Robin desde Los Ángeles. Regresaba hoy. El avión se detenía a las cuatro en Chicago para repostar.
De repente, saltó de la cama. Estaría esperándole en el aeropuerto de Chicago cuando llegara. Regresarían juntos en el mismo avión y se lo diría. Le dejó una nota a Gregory diciéndole que tenía que ir a Darien y que estaría fuera todo el día... Gracias a Dios, Gregory estaba siempre tan cansado que caía dormido inmediatamente después de cenar.
Llegó a Chicago a las cuatro, se dirigió al salón de los VIP y lo hizo llamar por los altavoces. Él llegó casi sin respiración y se quedó mudo de asombro al verla.
Ella corrió a sus brazos. No le importaba que lo supieran... de ahora en adelante estarían siempre juntos. Tomaron un trago mientras el avión repostaba. Por primera vez, se alegró de que Robin se sirviera del avión de Gregory. Pareció asombrarse de verla, pero ella creyó notar que se alegraba. No quiso hablar hasta que estuvieran sentados en el avión, dirigiéndose a Nueva York. El mismo Robin fue quien le dio un pretexto estupendo.
Le tomó las manos y dijo:
—Todo eso es maravilloso y excitante pero no debes hacerlo otra vez. Estoy seguro de que el piloto te ha reconocido y no queremos nacerle daño a Gregory.
—Aprecio a Gregory, por eso quiero hacer las cosas limpiamente y con rapidez. Robin, voy a pedirle el divorcio a Gregory.
Él no contestó y contempló las nubes que flotaban por debajo del avión.
—¿Tú me quieres, verdad, Robin?
—Nos tenemos el uno al otro. ¿Por qué hacerle daño a Gregory?
—Quiero casarme contigo.
Él le tomó las manos.
—Judith, no quiero casarme.
Después, al ver que las lágrimas asomaban a sus ojos, le dijo:
—Nunca he querido casarme. Ni contigo ni con ninguna otra.
—Robin, seríamos felices. Podrías dejar la IBC, podrías escribir. Yo estaría contigo... Nuestra vida sería maravillosa, Robin. Por favor, no digas que no. Piénsalo. Es lo único que te pido: ¡piénsalo!
Él sonrió y le tomó las manos.
—De acuerdo, los dos vamos a pensarlo mucho. No se hable más.
Él se levantó, se dirigió al pequeño bar y preparó dos tragos.
—Por nosotros —dijo ella levantando su vaso.
—Por ti, Judith. No quiero hacerte daño. Por favor, créeme.
Ella se estrujó contra él.
—Robin, quisiera que este viaje no terminara nunca.
Él no la llamó al día siguiente. Al principio, no se preocupó. Permaneció sentada en su dormitorio y esperó. A las tres y media lo llamó. Él tomó el teléfono a la segunda llamada.
—Siento no haberte llamado —le dijo—, pero esta mañana había varias reuniones a las que he tenido que asistir. Cosas que se habían retrasado durante mi ausencia.
Ella rió.
—Te he pillado con gente en el despacho, ¿verdad?
—Sí.
—¿Cuánto tiempo estarán aquí?
—Creo que tengo toda la tarde ocupada.
—¿Qué tal si voy a tu casa a eso de las seis?
—Imposible. Tengo muchos compromisos hasta las siete y después he de ver uno de nuestros nuevos programas. Empieza esta noche.
—e gustaría verlo contigo.
—Estaré en casa de uno de los patrocinadores. Después habrá una fiesta o no sé qué más tarde. ¿Puedo llamarte yo?
Le pareció ligeramente molesto.
Colgó. Robin no la llamó. Cenó sola con Gregory. Gregory estaba cansado. Muy pronto le venció el sueño. Dormitó mientras contemplaba el nuevo programa. Ella lo miraba consciente de que, en aquel momento, Robin también lo estaba mirando; así en cierto modo se sentía más cerca de él. Probablemente estaba aburrido. Ella ya conocía las fiestas que ofrecían los agentes. Al día siguiente, leyó las reseñas. La IBC había conseguido un nuevo éxito. El Times hacía una crítica excelente y mencionaba también el hecho de la inyección de adrenalina que Robin Stone le había dado a la cadena. Sin embargo, los periódicos de la tarde la dejaron aturdida. Había habido una fiesta, pero no una pequeña fiesta ofrecida por una agencia. Habían alquilado el Salón del Arco Iris y habían sido invitados todos los personajes famosos. Las páginas centrales estaban llenas de fotografías. Había una gran fotografía de Robin sentado entre una estrella de comedia musical y una modelo. Sonreía mientras escuchaba algo que le estaba diciendo la estrella de la comedia musical. Pero lo que le destrozó el corazón a Judith fue la manera con que su mano derecha estaba enlazada con la de la modelo. El gesto era más elocuente que las palabras... ¡Estaban juntos!
Ella esperó una semana y Robin no llamó. Debía estar ocupado; no podía ignorarla deliberadamente. Finalmente, llamó desesperada a su línea privada del despacho. La voz impersonal de la telefonista contestó a la segunda llamada y le dijo que aquel número ya no funcionaba. Un lento temor la asaltó: ¡no se atrevería! ¡No podía! Marcó el número privado de su casa. Salió la misma voz impersonal: «Lo siento. Este número ya no funciona. No, no podemos indicarle el nuevo número. No está en la guía».
La cólera la cegó. ¡Lo había hecho para evitarla! Rompió a llorar y ocultó la cara en la almohada. Aquella noche permaneció despierta hasta el amanecer. ¡Quería destruirlo! ¡Conseguiría que Gregory lo despachara! Comenzó a atacar al día siguiente.
—Te ha quitado la cadena. Somos como unos proscritos. ¿Te has dado cuenta? ¡Robin Stone acapara todas las invitaciones que nos corresponderían a nosotros!
Gregory la escuchó sin interés. Después le dijo:
—Judith, tengo sesenta y dos años. Las acciones nunca han estado tan altas; el mes que viene serán dos por uno. La cadena nunca ha estado mejor. Y no tengo ninguna intención de luchar contra el éxito. A decir verdad, casi me gusta la idea de dejar de ir por allí un momento, decir que todo me parece bien y escapar al campo de golf o al hipódromo.
—¿Y yo qué tengo que hacer mientras tú estés en el hipódromo? ¿Quedarme sentada en casa todo el día? Y por la noche estás cansado. Y yo me muero por ir a algún sitio.
—Creí que estabas muy ocupada con tus fiestas de beneficencia. Me da la impresión de que te has divertido mucho estas últimas semanas.
Ella evitó sus ojos.
—¿A cuántas fiestas de beneficencia puedo ir? (No había ido a ninguna.) No puedo estar haciendo siempre lo mismo. He procurado organizar cócteles benéficos, pero ya no da resultado... ¡la gente se empieza a preguntar si mi nombre significa tanto en una lista de patrocinadores! Nunca nos ven en ningún sitio. Me avergüenza admitir que no se nos invita a ninguna de las fiestas «in».
—¿Aún no estás harta de todo eso? ¿La misma gente en todas las fiestas, las mujeres vistiendo nuevos trajes para demostrar algo a las demás mujeres?
—No, me gusta salir.
—Bueno, pues yo creo que es un aburrimiento. Creí que estas últimas semanas te estabas comportando con más sensatez. Descansa mucho permanecer en casa. Ahora quieres que despache a Robin Stone porque se le invita a las fiestas en nuestro lugar. Judith, te comportas como una niña.
—¡Yo no tengo sesenta y dos años y no soy impotente! —le gritó ella.
Él salió de la habitación. Judith permaneció sentada en silencio. Después las lágrimas se deslizaron por su preciosa cara recién estirada. Gimió. Había lastimado a Gregory. ¿Y por qué? Por Robin Stone, ¡por eso! ¡Dios mío, Robin se había marchado! Se había dejado fotografiar deliberadamente con aquella muchacha. La había pisoteado, había pisoteado todos sus sueños. Nunca volvería a estrecharla en sus brazos, nunca sentiría su cuerpo apoyado contra el suyo... Sollozó amargamente. De repente, sintió que le acariciaban el cabello. Gregory estaba sentado junto a ella.
—No llores, cariño, no estoy enfadado. Sé que no querías decirlo.
Ella se volvió y lo abrazó.
—Gregory, te quiero.
—Ya lo sé, pero déjame recuperar mis piernas de marino. Todavía no estoy preparado para el agobio de dirigir una cadena. Iremos a Palm Beach este invierno. Nos divertiremos, te lo prometo.
Ella asintió lentamente.
—Greg, no eres impotente...
Judith hizo un esfuerzo por reanudar su vida social, pero fracasó por completo. Su frustración y su cólera casi ahogaban el dolor que sentía en relación con Robin. Pero no había noche que no contemplara el teléfono recordando aquellas maravillosas noches en que podía llamarle y murmurarle palabras cariñosas. Los recuerdos la hacían llorar y se abrazaba a la almohada para ahogar sus sollozos.
Decidió trasladarse a Palm Beach antes de Navidad. No se atrevió a dar su habitual fiesta de ponche de huevo: todo el mundo se iba a Acapulco, a las Bahamas o a cualquier otra fiesta de las que ofrecían las nuevas anfitrionas que dominaban la escena social.
Pensó en Robin con una mezcla de odio y deseo. Y al llegar a Palm Beach, lo único que hizo fue permanecer sentada en el patio, jugar solitarios y torturarse a sí misma imaginándoselo haciéndole el amor a alguna bonita muchacha.
Pero no había ninguna muchacha bonita en la vida de Robin. Trabajaba diez horas al día y se mantenía al corriente de la competencia de las demás cadenas. El programa de Dip se incluyó en los planes del mes de febrero. Este lo llamaba cada día.
—¿Quieres un poco de acción, chico?
A veces, permitía que Dip lo acompañara al Lancer Bar. Otras veces, a las diez, cuando las paredes parecían caérsele encima, llamaba a Dip.
—Espérame en la puerta de mi casa. Quiero pasar un rato.
—Estamos a cinco bajo cero y ya me he acostado.
—¿Vienes o no?
—De acuerdo, dame diez minutos para vestirme.
Cuando Dip no estaba con Robin, solía acudir al Danny's donde era asediado por los agentes. Muy bien, vería lo que podía hacer... Robin Stone nunca compraba un programa sin consultarle a él. Dip disfrutaba de su nuevo poder. Se vengó de todos los agentes que anteriormente le habían despreciado, diciéndoles que ninguno de sus clientes aparecería nunca en la IBC. Muchos creían en serio que ejercía esta clase de influencia sobre Robin Stone. Tal como decía un agente:
—Un hombre haría cualquier cosa por el hombre que ama.
Por extraño que pudiera parecer, Dan luchaba contra estos rumores. Reía abiertamente ante la sugerencia de homosexualidad entre ambos hombres. No era amor lo que Dip Nelson le estaba ofreciendo a Robin, explicaba: era dinero en efectivo, unos saneados ingresos bajo mano.
Estos rumores llegaron hasta Gregory, que se encontraba en Palm Beach. Cuando este vio el nuevo programa de Danton Miller, en el que aparecía el nombre de Dip Nelson como productor, llamó a Cliff Dome.
—El programa es muy bueno —dijo Gregory—. Pero que este actor de tercera categoría figure mencionado como productor, me hace sospechar que algo de cierto debe haber en los rumores. No creo en lo de la homosexualidad, pero tiene que haber algún asunto de dinero mezclado.
—He estudiado cuidadosamente los contratos —dijo Cliff—. Si se le entrega a Robin alguna cantidad bajo mano, está muy bien disimulado. Le pregunté a Robin sin rodeos cómo había comprado una prueba de Dip Nelson y él me contestó: «Cliff, si tú tienes alguna prueba buena, también te la compraré a ti.»
Gregory colgó. Judith había estado sentada junto a él en el transcurso de la conversación.
—Bien, ¿qué vas a hacer? —le preguntó.
Él se encogió de hombros.
—En este momento, voy a jugar dieciocho agujeros de golf.
Nada parecía ser capaz de detener a Robin Stone. La revista Life publicó un reportaje sobre su vida sin su consentimiento. Lo confeccionaron sirviéndose de las opiniones de gentes que habían trabajado con él y de muchachas con quienes había salido. Una azafata de aviación afirmó que era de verdad la Máquina del Amor. Una modelo dijo que era el hombre más romántico que jamás había conocido. Una aspirante a actriz dijo que era una nulidad. Maggie Stewart había contestado «Sin comentarios». La publicidad creció como una bola de nieve pero Robin la ignoró. Iba al cine con Dip, ocasionalmente se encontraba con Jerry en el Lancer Bar, comía solo en el Steak Place pero, sobre todo, trabajaba.
Fue Jerry quien le mencionó el creciente antagonismo de Gregory. Estaban en el Lancer Bar y Jerry le preguntó:
—¿Con qué frecuencia consultas a Gregory acerca de los programas que compras?
—Nunca le consulto nada —dijo Robin—. No ha habido necesidad. En este mismo momento estoy examinando las pruebas que deberán sustituir a algunos programas mediada la temporada. Le invitaré a ver las que haya seleccionado.
—Es un error por tu parte —dijo Jerry.
Robin no contestó. Concentró toda su atención en el hielo de su bebida.
—Te ha dado una oportunidad —insistió Jerry—. Si quieres seguir estando donde estás, te aconsejo que finjas solicitar su opinión de vez en cuando.
—Supongo que ahora se dice que es la cadena de Robin Stone —comentó Robin lentamente.
—Así es.
Robin sonrió.
—Entonces que Gregory me la quite.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que me importa un comino. Yo no busqué la cadena, pero ahora que la tengo, no voy a devolvérsela a Gregory en bandeja de plata. Que me siga, que luche para conseguirlo de nuevo.
Jerry lo miró con asombro.
—¿Sabes una cosa? Alguien dijo que tenías tendencias de muerte. Creo que es verdad. Robin rió:
—Tú vete a tu sofá y yo iré al mío.
En abril, ya estaba preparada la programación de otoño. Robin estaba a punto de salir del despacho, cuando entró corriendo Dip Nelson.
—Escucha, Pauli está a punto de terminar su gira. Llegará a Nueva York mañana. Tengo una gran idea que todavía no he discutido con Dan. En lugar de utilizar en el programa una chica distinta cada semana, pongamos a Pauli y hagamos de ella un personaje permanente. ¿Qué te parece?
—No me gusta.
Robin se sentó y, haciendo gala de una tolerancia que no le era habitual, dijo:
—Mira, Dip. No bromeemos con los éxitos de televisión. Pauli tendrá éxito en cualquier comedia musical de Broadway. Ike Ryan está deseando tenerla en su nuevo espectáculo de la temporada próxima.
—Pero Pauli pertenece a la TV.
—Mira, preocúpate por tu carrera. Un programa de televisión no es eterno. Tendrías que buscar nuevas ideas. Dan Miller tiene una idea para una prueba que podría ser sensacional.
Los ojos de Dip se ensombrecieron.
—¡Estás bromeando! ¡El muy bastardo! Actuando a espaldas mías. Tenemos un trato... nos repartimos la mitad de todo.
—No, es un acuerdo entre caballeros.
Robin rió.
—No resulta adecuado para ninguno de los dos.
Los ojos de Dip se contrajeron.
—Me encargaré de arreglar este asunto.
Después, con un cambio de humor repentino, recuperó su habitual sonrisa de niño.
—Oye, ¿te vienes al Danny's conmigo? No has ido a ningún sitio. La gente puede empezar a olvidar que somos amigos.
Robin sacudió la cabeza.
—Salgo hacia la Costa esta noche. Quiero encontrar a algún actor de cine para que interprete la prueba de Dan. Y Ike Ryan tiene una serie que es posible que compre si encuentro al actor que quiero.
Dip dejó de sonreír.
—¿Qué le debes a Ike Ryan?
—¿A qué te refieres?
Dip se sentó en una de las esquinas de la mesa de Robin y sonrió.
—Mira, amigo, el Gran Dipper sabe cómo actúas. Tú no concedes favores a no ser que te veas obligado a ello. ¿Es que has pegado a alguna otra prostituta en alguna parte?
Robin se incorporó y le agarró la corbata.
—Escucha, asqueroso hijo de perra: no le debo nada a nadie, incluyéndote a ti. Si Dan Miller no me hubiera ofrecido una prueba buena, no la habría aceptado. Me alegré de que tú intervinieras en ello porque pensé que podría ser una nueva carrera para ti. Si Ike Ryan posee un buen programa, ¡se lo compraré! Pero si fracasa el programa de un amigo, lo cancelaré con la misma rapidez que cualquier otro programa. ¡Recuérdalo!
Soltó a Dip. Este sonrió y se arregló la corbata.
—¿Por qué te enfadas tanto, amigo? El Gran Dipper te quiere y se dejaría matar por ti. Recuérdalo: ¡matar por ti! No se encuentran fácilmente amigos como yo.
Robin llamó a Maggie en cuanto llegó al Hotel Beverly Hills.
—Son las once —le dijo ella— y sea lo que sea lo que tengas que decirme, estoy demasiado cansada para poder escucharte.
—Son las dos de la madrugada según el horario de Nueva York —dijo él—; Y si yo no estoy cansado para hablar, bien puedes escucharme. Además, se trata de negocios. ¿Podemos desayunar juntos mañana a las nueve en el Salón Loggia?
—Digamos a las once y lo pensaré.
—Tengo que ver dos pruebas entre las diez y las once.
—Lo siento, no me gusta que me metas como en un sandwich.
—Maggie, se trata de negocios.
Ella bostezó.
—Entonces dímelo ahora.
—De acuerdo. Empecemos por esto: vi tu última película.
Ella rió de buena gana.
—Tienes razón; tal vez fuera mi última película.
—Era horrible. Pero tú estabas estupenda. Quiero contratarte para una nueva serie de televisión.
—¿Por qué?
—Porque podrías resultar adecuada.
—En este caso, habla con mi agente. A lo mejor, él podrá desayunar contigo. Se llama Hy Mandel y lo encontrarás en la guía.
Después colgó el teléfono.
Robin pasó los diez días siguientes viendo pruebas. Decidió que se enfriara la cuestión de Maggie. Pero quería verla... Varias veces había estado a punto de tomar el teléfono, pero había resistido la tentación; comprendía que no podían verse, hacerse el amor y separarse de nuevo. Y, sin embargo, no quería el matrimonio.
Era una de aquellas noches... una noche solitaria e inquieta. Robin pensó que nada era más solitario que una noche solitaria en Los Ángeles. Por lo menos, en Nueva York podía salir a pasear. Pero aquí, en cambio, si alguien se atrevía a pasear por alguna de las calles arboladas de Beverly Hills, se acercaba inmediatamente algún coche de patrulla. Nadie caminaba a pie en Los Ángeles. Durante la semana, la ciudad entera cerraba a las diez. Desde luego, podía conseguir alguna chica; el Salón del Polo estaba lleno de ambiciosas actrices de segunda categoría y de agentes, que le temían pero que, al mismo tiempo, deseaban atraer su atención. De repente se sintió cansado..., harto. ¿Por qué demonios no le entregaba la cadena a Gregory y se marchaba? Pero marcharse, ¿dónde? ¿Y para qué?
El sonido del teléfono interrumpió sus pensamientos. Miró el reloj. Las siete y media, demasiado tarde para una llamada de negocios. La telefonista le anunció al señor Milano. Por unos momentos, quedó confuso. Pero de repente, Robin recordó.
—Páseme en seguida la comunicación —dijo con vehemencia.
—¡Robin! Me alegro mucho de haberte encontrado.
—Sergio, yo también me alegro de hablar contigo. ¿Dónde estás?
—Acabo de regresar hoy a la ciudad y, leyendo los periódicos, he sabido que estabas aquí.
—Dios mío, pero, ¡si hasta hablas como un actor! Leí que estabas rodando una película en Roma. ¿Qué ha pasado desde entonces?
—Ahora se me presenta la gran oportunidad; empiezo una nueva película aquí, la semana que viene. Yo interpreto el papel principal. Soy un actor, Robin. ¿No es maravilloso?
—¿Qué estás haciendo en este momento?
—Ya te lo he dicho, empiezo una película la semana que viene.
—No, me refiero a ahora mismo. Hubo una pausa.
—Robin, tengo que encontrarme con alguien que me interesa mucho...
—Ah, bien, buena suerte entonces. Me alegro por ti, Sergio.
—Voy a cenar con él esta noche. Se llama Alfie Knight.
—Creo que los dos formáis una pareja estupenda —dijo Robin, bromeando.
—Pero, ¿qué te parece si tomamos un trago juntos mañana? —le preguntó Sergio.
—De acuerdo. A las cinco en el Salón del Polo.
—Estaré allí —dijo Sergio.
Robin pidió que le trajeran la cena a la habitación y encendió el aparato de televisión. En aquel momento, se emitía el programa de Dip... Podría verlo.
Apareció el anuncio. El programa empezó con el habitual relato de la acción, en el preciso momento en que entró el camarero con la cena. Robin estaba empezando a comer la patata al horno que le habían traído, cuando observó un primer plano de Pauli. Casi se atragantó. Condenado Dip... ¡Le había dicho que no la pusiera! ¿Cómo lo habla permitido Dan? Apartó la mesa y contempló el programa. Era malo. En un esfuerzo por conseguir que Pauli se convirtiera en personaje permanente, todo el programa se venía abajo. Inmediatamente puso una conferencia a Dan.
Dan se mostró asombrado.
—Dip me dijo que era una orden directa tuya. Ya está grabado el guión de la semana que viene. He firmado contrato con ella para lo que resta de temporada.
Robin colgó el teléfono con fuerza y puso una conferencia a Dip. La línea estaba ocupada. El muy idiota estaría recibiendo plácemes. Hizo una reserva para el vuelo de medianoche. De repente se acordó de su cita con Sergio. Ni siquiera sabía su número de teléfono..., bueno, le dejaría una nota en el Salón del Polo.
Llegó al aeropuerto Kennedy a las ocho de la mañana y se fue directamente a su despacho. Pidió entrevistarse inmediatamente con Dip y Dan Miller. La expresión de Robin era terrible cuando pidió que se eliminara a Pauli del siguiente programa.
—No puedo hacerle eso —objetó Dip—. Hoy tiene concertada una entrevista con la prensa. Ha dicho que será un personaje habitual del programa y, si la eliminamos, perjudicaremos su carrera.
—Es una orden —dijo Robin.
—Soy propietario de la serie —dijo Dip, obstinado.
Robin se volvió hacia Dan.
—¡Di que posees la mitad!
Dan lo miró asombrado.
—Digamos que tengo un tercio y que estoy dispuesto a ponerme de tu parte.
—¿Quién es el tercero? —preguntó Robin.
Todos permanecieron en silencio.
Dan lo miró.
—Creía que eras tú.
Por unos momentos, Dip pareció asustado. Después su rostro se endureció y su cuerpo se tensó como disponiéndose para la acción.
—No, amigo, yo tengo dos tercios, por consiguiente gano la votación.
Después sonrió.
—Creo que eso lo arregla todo. Pauli se queda.
Robin se levantó y le miró a la cara.
—Dip, una vez me hiciste un gran favor. Hazme otro. No te acerques más a mí.
Dip hizo una reverencia burlesca y se marchó. Dan movía nerviosamente los pies, esperando la reacción de Robin. Se asombró de que este so volviera fríamente hacia él y le dijera:
—Bueno, parece que te has ligado con Pauli. Buena suerte.
—¿No estarás enfadado conmigo? —preguntó Dan.
—Estoy enfadado por el hecho de que hayas creído que yo había accedido a un trato de esta clase.
—¿Afectará esto a mi nuevo programa? —preguntó Dan.
—¿Interviene Dip en el mismo?
—No.
—Entonces el trato sigue en pie.
Las clasificaciones bajaron desde que Pauli actuaba en el programa. En junio, Robin lo anuló. Dip se quedó sin trabajo. Sin embargo, las apariciones en televisión ayudaron a Pauli y fue contratada para rodar una película. Dip la siguió a la Costa y Robin se concentró en la nueva temporada de otoño.
Gregory Austin había establecido que la reunión de noviembre de los accionistas se celebrara en la Costa. Normalmente, solía hacer un rápido viaje de tres días de duración, acompañado de Cliff Dome, pero esta vez decidió pasar allí una semana. Judith necesitaba un poco de distracción.
Gregory observó la fotografía de Robin que se publicaba en la portada del Newsweek. Comprendió que los accionistas consideraban a Robin como a su dios y que, para ellos, Gregory no era más que un anciano semiretirado. Sin embargo, nunca se había sentido mejor y ahora estaba preparado para tomar el mando de nuevo. Había hecho varios intentos de recuperar el control de la cadena, pero sus esfuerzos habían resultado inútiles. Robin escuchaba sus sugerencias... Pero eso era lo único que hacía, escuchar. Y después hacía las cosas a su manera. Y, hasta entonces, la manera de Robin había dado buenos resultados. Las clasificaciones eran muy altas. La IBC era la cadena de Robin Stone.
Pero Gregory no se había dado por vencido. El verano en Quogue le había sentado bien, pero Judith se había aburrido. ¡Dios mío! Un hombre emplea treinta años en formar una cadena y crearse una vida cómoda, se produce una enfermedad, un año y medio apartado de la escena y, al regresar, encuentra otra civilización.
Pensó en Judith. Había observado las pequeñas cicatrices de detrás de sus orejas. ¡Dios mío! ¿Le creía tan estúpido como para no haber observado que su pecho era más firme? Sabía que debía haberlo hecho en el transcurso de aquellas semanas en que él había sido sometido a tratamiento de shock. Había sido muy buena para con él durante su enfermedad. Era natural que, al regresar, quisiera divertirse un poco. Y él le había fallado. Sin embargo, tenía que reconocer que le había gustado la idea de que Robin siguiera haciéndose cargo de la cadena cuando él regresara. Al principio, había constituido un descanso para él que alguien se encargara de tomar las decisiones. Incluso había disfrutado del verano en Quogue y había fingido ignorar los suspiros de Judith mientras contemplaban cada noche la televisión. Sin embargo, la actitud de Judith al regresar a la ciudad, le hizo pensar en la necesidad de tomar alguna determinación.
Judith empezó a permanecer en cama varios días. Algunos días, tomaba píldoras para dormir cada cuatro horas. En tales ocasiones, Gregory había contratado los servicios de una enfermera para que la vigilara y, por la noche, dormía en su habitación: le aterrorizaba la idea de que pudiera prenderse fuego a sí misma mientras buscaba un cigarrillo tambaleándose por la habitación. Cuando no estaba acostada, vagaba por la casa sin maquillaje, vestida con una vieja bata. Se negaba a salir. Incluso le ofreció llevarla a El Morocco. No quería ir sola. De acuerdo, le pediría a Maurice Uchitel que le diera una fiesta allí, que alquilara el salón de arriba. Esta sugerencia no hizo más que provocarle un nuevo ataque de llanto.
—Nadie vendría.
Desesperado, llamó a su médico de Suiza, el doctor Brugalov, y le explico que Judith estaba pasando por una depresión como consecuencia de la tensión que había sufrido en el transcurso de su propia enfermedad y le pidió que le recomendara a algún médico de los Estados Unidos que pudiera ayudarla.
El doctor Brugalov le recomendó el doctor Galens. Cuando Gregory le explicó la situación, el doctor Galens insistió en ver a Gregory cada día. Sin embargo, no quería ver a Judith. Gregory estaba tan desesperado que accedió. Habló de su parálisis, discutieron acerca de su vida sexual con Judith. Le explicó al doctor Galens lo de las cicatrices de las orejas y del cuerpo. Estaba seguro de que no lo había hecho para atraer a otros hombres; Judith no era así y, en realidad, el sexo significaba muy poco para ella. Gregory creía que se había sometido a estas operaciones para poder seguir conservando su posición de diosa en las portadas del Women's Wear.
Pero el doctor Galens siguió insistiendo en su vida sexual. Un día, desesperado, Gregory le gritó:
—Mire, esta chica era virgen cuando nos casamos, por consiguiente, empecé muy despacio con ella. Y ella nunca mostró deseos de otra clase de experimentos. Y así ha sido siempre. Últimamente debió leer algún libro de orientación..., ya sabe, estos manuales del matrimonio, porque en estos últimos años, ha hecho algunos intentos de amateur conmigo. Yo nunca me hubiera atrevido a nada de eso con ella; no es esta clase de mujer. Yo no necesito sexo extra. Dios sabe que antes de casarme, pasé por variaciones suficientes como para que me duraran toda la vida. Y si Judith se conformaba con una vida sexual sencilla, yo me daba también por satisfecho. Además, lo que a ella le gustaba era nuestra vida: era excitante y...
Se detuvo de repente. ¡Dios mío! ¡Era eso! ¡El miedo! ¡Su miedo! Todo mezclado con la IBC y con Judith... a Judith le gustaba la vida que él le ofrecía. Él también la amaba a ella... no, más que eso: la veneraba. A pesar de quejarse de las fiestas de ponche de huevo, seguía estando muy orgulloso de que ella le perteneciera, orgulloso de la elegancia que había traído a su vida. Cuando inspeccionaba las cenas que ofrecían y comprendía que ella era la creadora de, todo aquel maravilloso mundo para él, experimentaba siempre el temor de que algo pudiera destruirlo. ¿Otro hombre? No, Judith no era demasiado sensual ¿Dinero? Él siempre tendría. ¿Enfermedad? Sí... ¡La enfermedad podía destruirlo todo!
Y ahora había sucedido: había perdido a Judith. Ella se estaba autodestruyendo. ¿Pero acaso él no había hecho lo mismo al regresar y fingir alegrarse teniendo a Robin al frente de la cadena? De repente, todo se le antojó muy claro. ¡Conseguiría que Judith cayera de nuevo a sus pies! No iba a ser fácil. Pero había recuperado su espíritu de lucha.
Primero, tenía que recuperar el control de la IBC. Actuó inmediatamente. Se dirigió a Robin y le dijo que tendría que informarle a él con respecto a cualquier decisión referente a la programación de la nueva temporada. Robin lo miró y sonrió.
—¿Por qué? —preguntó Robin.
Gregory se sintió confuso. No podía enfrentarse con la fría y directa mirada de Robin.
—Mire, Robin, yo le he promocionado a usted desde periodista a presidente de la cadena. Estoy orgulloso de usted, quiero trabajar con usted, usted es mi muchacho.
Procuró mostrarse abierto y afable.
La mirada de Robin se endureció.
—¡Yo no soy el muchacho de nadie! He estado dirigiendo esta cadena casi dos años. Ahora no puedo empezar a pedirle permiso para cada decisión que tome. Si usted quiere a alguien que haga eso, búsquese a otro muchacho.
Es cierto, Gregory podía buscar a otro muchacho, pero no podía permitir que otra cadena se quedara con Robin Stone. No obstante, cada vez que miraba a Judith crecía su determinación: su pobre y triste Judith que había pasado por toda aquella serie de operaciones simplemente para caer en el olvido por su culpa. Tenía que recuperar el control de la IBC.
Esperó que el viaje a Los Ángeles le ayudara a conseguirlo. No esperaba suscitar un interés especial en los accionistas, tenía que atravesar un compás de espera. Era estúpido, pero deseaba que fracasara alguno de los programas de Robin, que bajaran los valores de la IBC. Tenía que luchar contra sí mismo y esperar que se produjeran grandes pérdidas. Era la única manera de ganarse de nuevo el control de la cadena.
El doctor Galens creyó que el viaje le sentaría bien a Judith, con tal de que no permaneciera sentada en su hotel. Gregory había llamado a Cully y Hayes con el fin de que dieran a conocer su llegada a la Costa y conseguir que se les invitara a todas las fiestas importantes. Le molestaba tener que tomar todas estas medidas, pero lo más importante para él era el bienestar de Judith. Y Cully y Hayes lo consiguieron: ya habían llegado varias invitaciones por avión. Y Judith dejó de tomar Seconal, salió, se arregló el peinado y se compró todo un guardarropa nuevo para lucirlo en California. Tal vez una semana de excitación consiguiera alejarla para siempre de su letargo.
Tenían que salir el domingo. El viernes anterior, Gregory llamó a Judith y le preguntó a qué hora quería salir.
—¿Tengo que contestar en este mismo momento? —preguntó ella—. Diles que tengan el avión preparado para las doce del mediodía.
Le dijo a la secretaria que llamara al piloto para que este estuviera dispuesto. La secretaria pareció sorprenderse.
—El señor Stone tomó el avión hace dos horas.
—¿Cómo dice?
—Ha ido a Las Vegas este fin de semana para contratar a un actor. Después irá a la Costa para asistir a la reunión de directores. Yo creía que usted lo sabía.
—Lo había olvidado —dijo Gregory rápidamente.
Se sentó. ¿Cómo se atrevía Robin a utilizar el avión? Mandó llamar a Cliff Dorne.
Cliff suspiró.
—Mire, Gregory, ¿por qué pregunta que «cómo se atreve»? Es el avión de la compañía y él dirige la compañía. ¿No sabe cómo han bautizado el avión en la Avenida Madison? ¡La Cama Volante! Robin lo hizo decorar de nuevo y parte del mismo fue convertido en dormitorio con una cama de pared a pared. Y es difícil que no haga el vuelo en compañía de alguna mujer para que le haga compañía en aquella cama. No puedo estar vigilándolo constantemente. La mayoría de las veces ni siquiera sé dónde está.
—Hay que pararle los pies —dijo Gregory.
—Por desgracia, cuando usted estuvo enfermo, Judith le confirió poder ilimitado. No puedo decirle las veces que he querido marcharme. Pero sabía que con ello no haría más que facilitarle las cosas. Si hubiera puesto a alguno de sus adictos como jefe del departamento legal, hubiéramos estado perdidos.
—Estamos perdidos ahora —dijo Gregory, tristemente.
—No, él mismo se cavará su propia tumba.
—¿A qué se refiere? —Gregory le preguntó.
—Tiene que suceder así, sobre todo, teniendo en cuenta su forma de comportarse de estos últimos seis meses. Toma decisiones descabelladas y corre unos riesgos inauditos. ¡Seleccionó dos programas que tenían que fracasar y, en cambio, constituyeron un éxito fabuloso!
—Es como todos los demás —dijo Gregory lentamente—. Está ávido de poder.
—No, yo no creo que aspire al poder. Por una parte, parece desear que su nombre brille como un faro y, por otra, le tira barro encima. Seré franco con usted y le diré que no acabo de comprenderlo. Corren incluso rumores de que es afeminado, sin embargo siempre sale con alguna mujer. También hubieron rumores de que recibía dinero bajo mano y yo pasé varias semanas intentando cazarle. No recibía dinero. Sólo hay una faceta curiosa. Se trata de un actor llamado Sergio Milano. Hasta ahora, Robin le había estado mandando trescientos dólares semanales. Lo sé porque su especialista en impuestos y el mío son primos y pude comprobarlo. Sergio Milano es amigo de Alfred Knight.
—¿Entonces cree usted que Robin es un afeminado?
—Eso parece. Sergio todavía no ha alcanzado un gran éxito, pero ha estado consiguiendo papeles bastante buenos y es un italiano muy atractivo. Evidentemente, gana dinero suficiente y ya no necesita el que Robin le mandaba. O quizá ha dejado de aceptarlo porque Alfred Knight es su nuevo amigo.
—Oiga, ¿podemos conseguir que alguien nos ayude en este asunto? Yo no sé cómo se hace. —Gregory estaba confuso.
—Ya lo he hecho. Tengo un hombre que seguirá a Robin a partir del momento en que llegue a la Costa. Supongo que es un deber para con nuestros accionistas, teniendo en cuenta que tenemos al frente de la empresa a un hombre que podría estar envuelto en algún escándalo.
—Cliff, yo no quiero escándalos. Una cosa es librarse de Robin y otra es destruir la vida de un hombre. Eso no lo haré.
Cliff sonrió.
—Gregory, lo único que quiero es un informe escrito. Tenemos que descubrir muchas cosas. Después se lo presentaremos a Robin. Él tampoco querrá un escándalo. Tiene familia, una hermana que pertenece a la alta sociedad de San Francisco, y es lo suficientemente inteligente como para comprender que un escándalo acabaría con su trabajo. Aquí es cuando le diremos que vamos a poner a alguien para «ayudarle». Dividiremos el poder. Usted creará un nuevo título. Que Robin siga siendo el presidente de la IBC. Conseguiremos que regrese Dan Miller. El poder quedará dividido y usted tomará las decisiones finales.
Gregory asintió.
—Me gusta que vuelva Dan Miller. Yo puedo controlarlo. ¿Pero aceptará que Robin ostente un poder igual al suyo? Esta fue la razón de que se marchara.
—No, se marchó porque Robin tenía poder sobre él.
—¿Y si Robin se va a otra cadena? —preguntó Gregory.
—No podrá hacerlo, si disponemos de la clase de informe escrito que me imagino.
—Bien, no podemos hacer nada hasta que dispongamos de este informe —dijo Gregory.
—Conseguiremos saber algo. Si no en esta ocasión, en la próxima. Tal vez incluso en Nueva York. He contratado los servicios de una buena compañía, tienen agentes en todas las ciudades. Mientras, tenemos que esperar.
Gregory asintió. Entonces empezó a pensar en cómo decirle a Judith que volarían a la Costa en un avión comercial. Pero ella encajó bien la noticia:
—Odio a este maldito avión. Véndelo.
Robin aterrizó en Los Ángeles a última hora del domingo. En el hotel le esperaba un montón de notas. Agentes, estrellas y directores de estaciones filiales lo habían llamado. Todos le habían enviado alcohol y su suite parecía un bar bien provisto. Dio una ojeada a las notas: una era de Sergio.
Se sirvió un trago de vodka. El Salón del Polo estaría lleno de empleados de la IBC, por no hablar de los malditos accionistas. Tenía que evitar aquel sitio. Llamó a Sergio.
—Robin, el mes que viene te mandaré un talón por todas las «pensiones» que me enviaste. Acabo de firmar un magnífico contrato con la Century Pictures.
—No te preocupes por el dinero, sólo conseguirás que me aumenten los impuestos. Fuiste para mí un buen amigo cuando te necesité y sabía que el dinero procedente de la venta de las propiedades de Kitty no iba a durar toda la vida.
—El Gobierno se quedó buena parte —dijo Sergio, tristemente. Después añadió:
—Robin, esta noche Alfie da una fiesta importante. Empieza a las ocho. Ven, por favor.
—Yo no hago estas escenas.
—No es la clase de fiesta que te imaginas. Vendrá todo el mundo —Sergio rió—. Por Dios, Robin, estoy a punto de conseguir el éxito, no podría permitirme una fiesta de esta clase. Y, en mi contrato, figura una cláusula según la cual tengo que observar buena conducta. En el contrato de Alfie también figura.
—Si no me refiero a eso, en realidad ni siquiera se me había ocurrido. Quiero decir que no me gusta el tipo de vida de Hollywood. Lo siento, amigo. Tendréis que celebrarlo sin mí. A propósito, ¿estás viviendo con Alfie?
—No; él tiene una casa pequeña. Yo vivo en el Melton Towers. Es posible que nos compremos una casa. Es mi sueño.
—Melton Towers. Conozco una chica que vive allí, Maggie Stewart.
—Ah, sí. Nos encontramos en el ascensor. Es extraordinariamente guapa.
Después de colgar, Robin llamó al Melton Towers. Maggie contestó a la segunda llamada.
—Oh, es Superman con su Cama Volante. He leído que ibas a venir aquí.
—Maggie, quiero verte.
—Acabo de grabar un programa. Tres sesiones hoy y dos más mañana. Saco cinco equipos de trajes distintos y me mato procurando ser brillante, alegre y, sobre todo, resplandeciente de personalidad actual. Te digo que no hay nada peor que la personalidad actual para destruir la moral de una chica.
—Quiero verte —repitió él.
—Ya te he oído la primera vez.
—¿Entonces a qué viene hablarme de los programas que has grabado y de todo lo demás?
—A que estoy loca. ¿Sabes por qué? Porque quiero verte. Esto significa que debo estar loca... Como si pidiera ser castigada.
—¿Quieres venir aquí? Pediremos que nos traigan la cena a la habitación. ¿O qué te parece el Matteo's?
—Ven tú aquí —contestó ella lentamente—. Me he limpiado la cara, tengo el cabello mal arreglado. Tengo salchichas de Franckfurt en la nevera y abriré una estupenda lata de judías guisadas.
—Iré en seguida.
—Espera una hora. Quiero ducharme y estar más o menos presentable.
Se sirvió un trago de vodka, encendió la televisión y se preguntó si Gregory Austin habría llegado. Tal vez debiera llamarle. Después se encogió de hombros. ¡Al diablo! Le vería en la reunión de directores del martes.
Gregory estaba sentado en el espacioso salón del bungalow número ocho del Hotel Beverly Hills. Normalmente hubiera preferido el Bel Air. No era tan conocido y no tropezaría constantemente con la gente de la cadena. Como aquella noche. Eran las seis, pero su reloj le decía que eran las nueve, según el horario de Nueva York. Estaba cansado, pero acababa de llamarle Clint Murdock. Clint era un general retirado y un importante miembro de la junta de directores. La señora Murdock los había visto entrar, ¿les apetecería cenar con ellos en el comedor del hotel? No tenía más remedio... El general era demasiado importante para desairarlo. Bueno, sería una cena rápida. Con un poco de suerte, podría regresar al bungalow antes de las doce de la noche. Bostezó. Tenía tiempo de echar una pequeña siesta... No tenían que encontrarse con el general hasta las ocho. Es mejor que se lo dijera a Judith. La señora Murdock era muy aburrida, pero, por lo menos, Judith tendría ocasión de lucir uno de sus trajes. Tal vez se detuvieran en el Salón del Polo a tomar unas copas. Y, a partir del día siguiente, estaban invitados a una fiesta cada noche. Cully y Hayes se habían ganado los mil dólares semanales. Esperaba que Judith se sintiera satisfecha.
Ella entró en el salón.
—No sé qué hacer. No funciona el servicio.
—Mañana a primera hora ya funcionará —dijo él.
Ella sonrió.
—Bueno, no me quedará más remedio que ponerme el pijama de lame dorado esta noche. Es lo único que no está arrugado.
—¿Esta noche?
Ella le mostró una invitación.
—Estaba aquí cuando llegamos. Alfie Knight ofrece una gran fiesta, asistirá todo el mundo.
—Judith, a partir de mañana tendremos fiestas cada noche. Pero, esta noche, estoy citado para cenar con el general Murdock y su esposa.
—¿El general Murdock? No cenaría con ellos aunque no tuviera nada que hacer, ¡y tanto menos perder la fiesta de Alfie Knight por su culpa!
Él se levantó de su asiento y la rodeó con los brazos.
—Judith, lo necesito. Murdock puede ayudarme en la reunión.
Ella lo miró con desprecio.
—Claro. Pasaremos horas y horas sentados y tendré que hablar de idioteces con la señora Murdock, mientras tú escuchas la última historia de pesca del general. ¿Crees que Robin Stone se arrastraría tan servilmente? ¡Estará en la fiesta de Alfie Knight! ¡Todo el mundo estará allí!
Se apartó de él y corrió al dormitorio. Sintió pánico al ver que se dirigía al cuarto de baño.
—Judith, ¿qué vas a hacer?
Ella le mostró un frasco de píldoras para dormir.
—¡Voy a tomar dos! Me niego a sentarme y aguantar a estos pesados. Por lo menos, si estoy dormida, no me dará pena perderme una de las mejores fiestas de la ciudad.
Él agarró el frasco.
—No puedo anular la cita con el general. Pero si esta fiesta significa tanto para ti, puedes ir. Inventaré alguna excusa para los Murdock.
—No puedo ir a una fiesta como esta sin acompañante.
Tomó el frasco.
—Déjame tomar las píldoras, por favor, Greg. No puedo soportar una interminable cena con esta gente.
—No; conseguiré que alguien te acompañe.
De repente se volvió hacia ella.
—Tal vez pueda acompañarte Robin Stone.
Ella le miró con rostro inexpresivo.
—Seguramente tendrá alguna cita.
—Puede acompañarte, aunque tenga una cita.
Se dirigió al teléfono. Odiaba tener que pedirle un favor a Robin, pero pensó en Judith. Maldita sea, no iba a permitir que se acostara.
Cuando Robin tomó el teléfono, Gregory le planteó la cuestión inmediatamente.
—Robin, esta noche hay una fiesta en casa de un actor de cine, Alfie Knight creo. Sí, bueno, han invitado a mi esposa y ella cree que puede resultar divertido. Hace tiempo que no asiste a ninguna de estas fiestas de Hollywood. Por desgracia, tengo una cita para cenar esta noche con un miembro de la junta de directores y le agradecería enormemente que pudiera usted acompañarla.
Judith observó la cara de Gregory para descubrir algún indicio. El silencio era de mal agüero; podía adivinar que Robin se estaba negando...
—Creo lo mismo que usted —contestó Gregory—, pero es un favor personal que le pido. Ah, comprendo. Bueno, mire, Robin, ¿no podría mantener su cita y, al mismo tiempo, acompañar a mi esposa a esta fiesta? No creo que estas cosas puedan prolongarse más allá de las nueve o las diez. Se lo agradecería mucho...
—¡Por el amor de Dios, deja de suplicar! —gritó Judith.
Se acercó corriendo y tomó el teléfono.
—Robin, soy Judith, ¡no se preocupe! Ha sido una idea de Gregory, no mía.
—¿De veras quiere ir, Judith? —le preguntó él.
—Pensé que podría resultar divertido. Y creo que necesito un poco de distracción. Pero no quiero forzarle a acompañarme.
—Odio las fiestas de Hollywood. Pero mire, Judith, ¿le importaría que fuera un poco tarde, pongamos a eso de las diez?
—Sería maravilloso. Tendría oportunidad de dormir un poco antes.
—Estupendo. La llamaré desde el vestíbulo.
Ella colgó y procuró disimular su satisfacción. No quería ir, pero lo hacía por ella. Significaba que todavía sentía algo. Le había dado la oportunidad de decir que no. Probablemente tenía alguna cita con una muchacha y la anularía para estar con ella. Se acercó a Gregory y lo besó suavemente.
—Tus pobres empleados, todavía siguen obedeciendo tus órdenes.
Se sintió aliviado al verla alegre.
—No, no me ha obedecido a mí. Le convenciste tú. Pero tú, Judith, siempre tuviste esta habilidad.
Era tan feliz que sentía deseos de mostrarse amable con todo el mundo.
—¿Estás seguro de que no te importa que no venga a la cena de los Murdock?
—Claro que no. Les diré que el viaje te ha fatigado. Y no sabrán que asististe a la fiesta de Alfie. Seguro que no han sido invitados.
Ella le besó la cabeza.
—Voy a darme crema en la cara y a tomar un buen baño caliente. Después dormiré un poco; despiértame cuando te vayas.
Cantó mientras dejaba correr el agua del baño. Vería de nuevo a Robin. Y comprendía que él también tenía deseos de verla. Claro que sí. Lo había asustado al hablarle de matrimonio. Bueno, le daría a entender que, de ahora en adelante, impondría él las condiciones. Basta de ultimátums. Aquella semana le vería cada noche, probablemente estarían invitados a las mismas fiestas. Y cuando regresaran a Nueva York, irían al Steak Place y... ¡Era maravilloso vivir!
Robin alquiló un coche y se dirigió al apartamento de Maggie. Eran casi las siete. Estaba metido en un lío, ¡pero Judith le había parecido tan desesperada! Había dejado de verla después de aquella conversación del matrimonio, y suponía que ya habría encontrado a alguien más. Sin embargo, el falso tono de orgullo de su voz al decirle que no era necesario que la acompañara había sido un grito de socorro. Y él no había tenido el valor de negarse.
Pensaba en ello mientras conducía el coche por el Sunset Boulevard. Se preguntaba por qué sentía compasión hacia Judith. No sentía nada por nadie. Excepto por Maggie, ¡quería a Maggie! Era una atracción física. Simplemente eso. Pero, además, admiraba su valentía. Ella le devolvía los golpes. Era un reto, no era débil y melancólica como Amanda. Maggie era una luchadora; era el estilo de chica que le gustaba. Pero Judith... ¿Qué demonios le debía a ella? ¿Por qué había tenido que interrumpir su velada con Maggie? Estaba molesto. Apartó estas ideas de su pensamiento, mientras dirigía el coche al pequeño aparcamiento cercano al Melton Towers.
Maggie parecía cansada, pero estaba extraordinariamente hermosa. Observó unos círculos púrpura bajo sus ojos. Estaba excesivamente delgada, pero por una extraña razón le pareció más deseable que nunca.
Comieron en la mesita de café. Y cuando terminaron, él la ayudó a lavar los platos. Después, con una sonrisa casi tímida, ella lo condujo al dormitorio. Se asombró de la ternura que le demostraba... y después, al tenerla entre sus brazos, se sintió satisfecho por primera vez desde hacía mucho tiempo. Dios mío, si pudieran establecer alguna tregua. Sabía que la quería tener a su lado, pero no podía limitarse simplemente a pedirle que viviera con él. Le acarició el cabello y pensó por primera vez en el matrimonio. Quizá diera resultado, siempre que ella le dejara libertad de marcharse cuando quisiera. Sin embargo, en aquel momento, no se le ocurría pensar en nadie con quien deseara marcharse. Dios mío, dentro de poco tendría que marcharse y acompañar a Judith a aquella maldita fiesta. Dio una ojeada al reloj. Las nueve menos cuarto: todavía tenía tiempo.
—Maggie...
—¿Mmm?
Ella se movió y le acercó la cara al cuello.
—¿Tienes algún plan para tu carrera? ¿Quiero decir aparte del programa que estás grabando?
—Alfie Knight tiene una película que me gustaría hacer.
—Sigo ofreciéndote el papel de protagonista de una nueva serie de televisión.
—Prefiero hacer la película.
—¿Has hecho algo al respecto? —le preguntó él.
Ella se incorporó por encima de él y buscó un cigarrillo en la mesilla de noche.
—Le escribí una nota a Alfie y Hy lo ha estado asediando. Dijo que me contrataría a mí si no encontraba a ninguna actriz importante. Me han dicho que quiere a Elizabeth Taylor. No creo tener muchas posibilidades.
—Quizá yo pueda ayudarte. ¿Pero por qué no aceptas la serie de televisión? Te reportaría mucha publicidad y dinero y Alfie no hará la película hasta el año que viene.
Ella le miró lentamente.
—¿Y después tú vendrás aquí de vez en cuando, nos encontraremos, nos haremos el amor y hablaremos de mi carrera?
—Vendré muy a menudo por aquí.
—Esto significa que nos haremos el amor muy a menudo y que hablaremos muy a menudo.
Ella se levantó de la cama.
—¿Qué quieres, Maggie?
Ella permaneció de pie en el centro de la habitación. La luz del cuarto de baño se reflejaba en su cuerpo. Él adivinó la cólera de sus ojos.
—¡Te quiero a ti! Esta noche ha sido maravillosa, pero, como siempre, mañana por la mañana me odiaré a mí misma. Me siento como una especie de acomodación, ¡tu plan de la Costa Oeste!
Robin se levantó de la cama inmediatamente y la tomó en sus brazos.
—¡Maldita sea...! Sabes que eso no es cierto. Podría conseguir a cualquier muchacha de esta ciudad por el simple hecho de que estoy en condiciones de ofrecerles trabajo.
—Y acabas de ofrecerme a mí un trabajo estupendo, el papel de protagonista de una serie. ¡Y por eso crees que tengo que estar dispuesta a saltar en cuanto suene el teléfono! Dime, ¿quién es la chica que tienes en Nueva York, dispuesta a correr al Lancer Bar en cuanto tú se lo digas? ¿Tienes alguna otra en Chicago? Tendrías que tener una, porque es donde te detienes para que reposte tu Cama Volante.
Se apartó de ella y se puso los shorts. Ella se puso una bata y encendió un cigarrillo. Lo miró mientras se vestía.
Él sonrió de repente.
—La Cama Volante, ¿así es cómo llaman a mi avión?
—¿No leíste el Undercover del mes pasado?
—¿Qué demonios es eso?
—Un periódico sensacionalista. Aparecías en la cubierta. ¡No creas que sólo se habla de ti en el Newsweek o en el Times! Apareces en muchas revistas. Y, de acuerdo con lo que decía Undercover, no te importa lo que esté contigo en la Cama Volante, hombre o mujer, con tal de que puedas acostarte con él.
Él la abofeteó con fuerza. Maggie perdió el control y rompió a llorar. Después cayó en sus brazos.
—Robin, ¿por qué estamos siempre destruyéndonos el uno al otro? —sollozó.
—Te aprecio, Maggie, y quiero que aceptes el trabajo que te ofrezco.
—¡No quiero ninguna paga! —las lágrimas rodaron por su rostro—. ¿Pero es que no lo entiendes? ¡Lo único que quiero en este mundo eres tú!
—¡Tú me tienes! Más que cualquier otra mujer de las que he conocido. Sigo llevando tu maldito anillo ankh.
Al no contestar ella, dijo Robin:
—¿Tan importante es un anillo de boda?
—Sí.
—De acuerdo.
—¿De acuerdo qué? —le preguntó ella.
—De acuerdo, nos casaremos.
Miró el reloj. Eran las nueve y cuarto, tenía que ir a buscar a Judith, pero quería dejar las cosas arregladas con Maggie.
—Significará que serás la señora de Robin Stone. Pero tengo que tener libertad de ir y venir cuando me parezca. Ahora, por ejemplo, tengo que marcharme.
Ella lo miró fijamente.
—¿Cómo?
—Tengo que acompañar a una señora a una fiesta.
Por unos momentos se lo quedó mirando incrédula. Retrocedió como si él la hubiera ofendido.
—¿Quieres decir que viniste aquí sabiendo que tenías una cita más tarde, sabiendo que saltarías de la cama y correrías hacia otra mujer?
—No es nada de eso. Esta dama es la señora Austin.
—De esta manera, todo es muy legal. Pero ella no es precisamente un modelo que digamos.
—Maggie, no mezclemos en eso a la señora Austin.
—¡Claro, ella está por encima de todo eso! —ella rió—. Quieres ser libre y, sin embargo, tienes que saltar en cuanto la señora Austin chasquea los dedos. ¿Así es cómo conseguiste ser el director de la IBC?
—Me voy, Maggie. No quiero que digas cosas que no piensas en realidad. Te llamaré mañana.
—No hay mañana para nosotros.
Los ojos de Maggie centelleaban.
—No crees eso que dices, Maggie.
Ella se volvió y Robin comprendió que estaba sollozando. Se acercó y la tomó en sus brazos.
—Maggie, yo te aprecio. Dios mío, ¿cómo puedo demostrártelo? Te estoy pidiendo que te cases conmigo. Si me quieres por lo que soy, estupendo. Yo te quiero a ti.
—Quiero que tú me necesites, Robin —sollozó ella—. Estuve casada con un hombre que no me necesitaba, a no ser por una cosa: un hijo. Robin, ¿no lo entiendes? Te quiero tanto que me asusto. Me dolía que Hudson me engañara a pesar de que nunca le había amado. Sin embargo, no podría vivir si tú me dejaras. ¿Acaso no crees que he intentado olvidarte? Con Andy, con Adam y con todos mis oponentes. Pero no dio resultado. No quiero que te cases conmigo pensando que me haces un favor. Quiero que te cases conmigo porque me quieras, porque tú quieras compartir conmigo todas tus cosas, tus pensamientos, tu amor, tus problemas. No tu cuerpo simplemente. ¿Pero es que no me entiendes, Robin? Quiero que tú me necesites.
—Me parece que no podremos cerrar el trato —dijo él lentamente. Después sonrió—. Ya ves que no necesito a nadie.
Ella asintió lentamente como derrotada.
—Una vez Dan Miller dijo eso de ti.
—Entonces, Dan es más inteligente de lo que yo creía.
Se dirigió hacia la puerta.
—¿Quieres este trabajo?
—No.
—¿Quieres casarte conmigo?
Ella sacudió la cabeza.
—No con las condiciones que tú me impones.
Él abrió la puerta.
—Estaré aquí cuatro o cinco días. Si cambias de idea en alguna de estas cuestiones...
Ella lo miró con los ojos llenos de lágrimas.
—No me llames más, Robin. Por favor. ¡Nunca!
—¿Lo dices en serio?
Ella asintió.
—No me llames a menos que tengas que decirme que me necesitas.
Esperó hasta que escuchó que el ascensor se cerraba detrás de él y entonces cayó sobre la cama y empezó a sollozar.
Robin entró en el vestíbulo del Hotel Beverly Hills a las diez menos un minuto. Cinco minutos más tarde bajó Judith, reluciendo como el oro. Nunca había presentado mejor aspecto y nunca le había inspirado más compasión. Pensó en Maggie con su cola de caballo y sus ojos ojerosos. Y comprendió que por mucho que se esforzara, no volvería a hacerle el amor a Judith.
Sonrió ligeramente al acercarse a ella.
—Va a conseguir avergonzar a todas las actrices de cine —le dijo.
—Es lo único que tenía que no se había arrugado. Lo he llevado un montón de veces en todas las fiestas de Nueva York.
—Sólo tengo un Rambler alquilado. No es suficientemente elegante para usted —le dijo acompañándola hasta el coche.
Ella se acurrucó junto a él en el asiento delantero.
—Lo prefiero a una limousine —miró su perfil mientras subían por las laderas de las colinas—. Robin, le he echado mucho de menos —le dijo suavemente.
—Una mujer hermosa como usted no debería echar de menos a nadie —le dijo él—. Judith, mire los nombres de las calles de su lado. La casa de Alfie está en el Paseo de la Golondrina, todas estas malditas calles tienen nombre de pájaro.
—Ahora estamos en Doheny —dijo ella.
—Vamos bien. Cerca de aquí tendríamos que girar.
Ella se concentró en los nombres de las calles.
—Me comporté como una niña —dijo lentamente.
—¿Cuándo?
—Al encontrarme con usted en Chicago.
—Pensé que había sido un poco arriesgado, pero encantador.
—He pensado mucho, Robin. No puedo hacerle daño a Gregory, él me necesita.
—Buena chica. Y usted también le necesita a él.
—No, yo le necesito a usted.
—Ah, aquí está el Paseo de la Golondrina. Y aquélla debe ser la casa, donde hay tantos Rolls y Bentleys aparcados.
En el momento de aparcar, se le acercó un coche de patrulla.
—¿Va usted a entrar, señor? —le preguntó el oficial.
Robin asintió.
—Creo que hay una fiesta.
El oficial rió.
—Es la tercera vez que me envían aquí. Mire, dígale a Alfie Knight que soy un admirador suyo y que tiene derecho a divertirse, pero que la señora de más abajo tiene un niño que está echando los dientes.
—Lo haré —le prometió Robin.
Ayudó a Judith a apearse del coche.
El oficial la observó, pensó que era una ciudadana cualquiera y volvió a dirigir su atención a Robin.
—Oiga, ¿de qué le conozco? Su cara me es familiar. ¡Claro! Solía mirar el programa de En Profundidad cuando usted lo hacía. Es Robin Stone, ¿verdad?
—Sí.
—Casi todos los nombres famosos de la ciudad acuden a esta fiesta. Oiga, tendría usted que volver a hacer aquel programa. Me gustaba mucho, usted es casi tan bueno como Huntley y Brinkley.
—Ahora dirige el programa del Acontecimiento —dijo Judith con orgullo.
—No puedo verlo. Ahora estoy de servicio hasta muy tarde y no puedo ver mucha televisión.
Esperó a que Robin empezara a caminar por el sendero. Le llamó en voz baja:
—Señor Stone, ¿podría hablar con usted un segundo... a solas?
Robin dudó. Judith sonrió y asintió. La dejó y regresó junto al coche de patrulla.
—Escuche, señor Stone. Sé que la mujer que le acompaña no es su esposa.
Robin lo miró fríamente. Esperó que el oficial prosiguiera.
—Mire, no es que me meta en lo que no me importa. Sólo quiero advertirle... por si ella es la esposa de alguien...
—Me temo que no le entiendo —dijo Robin.
—No se me escapa nada, ¿sabe? Y mientras hablaba con usted, he observado que le espían.
—¿Cómo?
—Que le espían a usted. Creo que le vienen siguiendo. ¿Tiene usted algún problema o le pasa algo?
—No más de lo habitual.
—Bueno, mientras hablábamos, un sujeto ha estado conduciendo por esta calle. Primero ha dado una vuelta en U y ha bajado, después ha subido y ha vuelto a bajar de nuevo y ahora ha aparcado al fondo de la calle. La última vez que ha pasado, le he reconocido. Es un investigador privado.
—A lo mejor sigue a alguien que ya está dentro. La señora que está conmigo, me acompaña a instancias de su marido.
El oficial se encogió de hombros.
—Tal vez está vigilando alguna otra residencia, esperando que salga el marido de alguien. Pero es un detective.
—Bueno, no me sigue a mí —dijo Robin—, pero gracias de todos modos.
Después corrió por el camino hasta alcanzar a Judith.
Al entrar en la casa, la sorpresa y la alegría que se reflejaron en el rostro de Sergio casi le hicieron alegrarse de haber ido. Reconoció a varios directores importantes, algunos actores importantes y muchas estrellas de segunda categoría. Alguien lo tomó del brazo y le dio un beso en el cuello. Era Tina St. Claire. Él presentó a Judith a Sergio, Alfie y Tina. Después tomó dos vasos y acompañó a Judith hacia un sofá. Un enorme gato siamés paseaba por el salón y lo miraba. Dejó escapar un largo maullido y saltó hasta sus brazos.
A Alfie casi se le derramó el vaso.
—¡Demonios! ¡Tiene usted mucho sexappeal! Slugger odia a todo el mundo.
—¡Slugger!
Al oír la voz de Robin, el gato ronroneó. Robin le acarició la oreja.
—¿De dónde lo ha sacado?
—Me lo dio Ike Ryan. Perteneció a su esposa. Ike viaja tanto que la mitad del tiempo el pobre gato se lo pasaba en la guardería y a mí me encantan los gatos. Odia a los extraños, pero usted es una excepción.
—No, somos viejos amigos Slugger y yo.
Acarició el cuello del gato y observó que todavía llevaba la pequeña placa de plata en el collar.
Tina St. Claire se detuvo ante la orquesta y empezó a dar vueltas mirando significativamente a Robin.
—Es mejor que no metas demasiado ruido —dijo Robin a Alfie—. Acabo de encontrarme con el coche de la patrulla.
—Ah, este divino oficial. Me parece que se sirve de los vecinos como excusa para venir aquí. Personalmente, creo que es un calavera —dijo Alfie.
Judith le dirigió una sonrisa a Robin.
—En realidad, no es necesario que nos quedemos —le susurró.
—¿Ya está cansada? —le preguntó—. ¿O acaso encuentra que hay demasiada gente?
—Siempre hay demasiada gente cuando estoy con usted. Me gustaría tomar una copa en su suite.
—Creía que quería asistir a esta fiesta.
—Ya he asistido. Ahora quiero estar con usted.
—Sería una grosería para con Alfie y Sergio. Es un viejo amigo mío.
Robin siguió bebiendo lenta y constantemente, mientras hablaba con Sergio y Alfie, y Judith conversaba con un grupo de actores. Estaba decidido a marcharse tarde, a que fuera demasiado tarde para que ella pudiera acompañarle a su suite a tomar una copa.
Eran casi las doce cuando la fiesta empezó a decaer. Judith se apartó del grupo y se acercó a él que se encontraba junto al bar. Su sonrisa era forzada.
—Bueno, le he dejado pasar todo el rato con estos dos chicos. Ahora me toca a mí. ¿Tomamos esta copa?
—¿Qué beberá?
—Lo que tenga.
—Alfie tiene un bar muy bien provisto. Dígame qué es lo que quiere.
—No quiero tomar la copa aquí —le contestó ella con aire molesto.
Alfie se acercó.
—¿Qué pasa, amor?
Robin reprimió una sonrisa. Alfie era uno de los pocos apartados de la televisión. La señora de Gregory Austin significaba muy poco para él.
Ella sonrió.
—No pasa nada. Simplemente le estaba diciendo a Robin que ya era hora de marcharnos.
—Si usted está cansada, amiga, puedo hacer que alguien la acompañe cuando usted quiera.
Ella lo ignoró y se volvió hacia Robin. El tono de su voz era firme.
—Robin, quiero ir a casa.
Él sonrió ligeramente.
—Alfie, ya has oído lo que dice la señora. ¿Quién tiene que pasar cerca del Beverly Hills Hotel?
—Johnny vive por North Canyon... Oye, Johnny, ¿cuándo vas a marcharte?
El joven del otro lado del salón le indicó que estaba a punto de hacerlo.
—Tienes que acompañar a alguien, amor —dijo Alfie.
—¡Cómo se atreve! —Judith le volvió la espalda a Alfie—. Robin, acompáñeme a casa.
—Desde luego, pero no en este momento. Quiero terminar mi bebida.
Alfie se situó detrás del bar y le entregó la botella de vodka.
—Necesita refrescarse.
Judith le observó mientras llenaba de nuevo el vaso.
—Robin, quiero marcharme con usted.
—Mire, amor —dijo Alfie—, no siempre se puede conseguir lo que se quiere. Ahora me gustaría casarme con Sergio y tener niños. Por desgracia, no puede ser.
Los ojos de Judith centelleaban al mirar a Robin.
—¿Le gusta estar aquí con todos estos degenerados?
—Me gusta estar con mis amigos.
La dejó y se dirigió hacia el sofá. Alfie y Sergio le siguieron.
Judith permaneció de pie junto al bar. Nunca le había sucedido nada parecido. El evidente desdén de Alfie... La trataban como una chica corriente de la ciudad. Era la señora de Gregory Austin, pero la habían tratado a empellones y la habían despreciado. Se sirvió un buen trago de whisky. El reloj que colgaba por encima del bar sonaba fuertemente en medio del silencio. De repente, advirtió que casi todo el mundo se había marchado. Sólo quedaban Robin y aquellos dos afeminados, sentados los tres en el mismo sofá. Se lo hacían deliberadamente, para avergonzarla. Bajó del taburete del bar y vio algo en el suelo que le llamó la atención. Era una pulsera de oro. Leyó la inscripción y se dibujó una lenta sonrisa en sus labios. La tomó con las puntas de los dedos como si fuera a mancharse y se acercó al sofá en que estaban sentados los tres hombres.
—Ahora comprendo por qué queríais que me marchara. Los tres queréis quedaros solos, ¿verdad?
Los hombres la miraron con curiosidad. Alfie vio la pulsera y se levantó. Se llevó automáticamente la mano a la muñeca. Arremetió contra ella, pero Judith retrocedió.
—¡Perra! Esta noche la llevaba puesta. ¿De dónde la has sacado?
—La he encontrado en el suelo, detrás del bar. —La agitó delante de él—. Se habrá roto la cadenilla. Es una pulsera muy interesante.
Con un rápido movimiento, la introdujo en su sujetador. Se frotó las manos.
—Ahora está donde ninguno de vosotros se atreve a ir.
Robin se levantó lentamente.
—Tal vez te olvidas de mí. A mí no me asustan los pechos.
—Tú también eres un afeminado —retrocedió ante él—. La Máquina del Amor; las chicas son sólo para disimular; lo que te interesa son los hombres. La pulsera lo demuestra.
—¿Qué tiene que ver la pulsera de Alfie conmigo?
—Dímelo tú —dijo ella con desprecio—. Lleva el nombre de Sergio delante y en el reverso dice «De Robin Stone, Navidad, Roma, 1962». Pero la llevaba Alfie. ¿Por eso querías quedarte, Robin? ¿Para poder hablar con Alfie por haberte quitado a tu verdadero amante?
Sergio se volvió hacia Robin, implorante.
—Es la pulsera que te pedí en Roma. ¿Recuerdas que me dijiste que podía grabar lo que quisiera? Por eso puse tu nombre en el reverso. La llevaba siempre. Era y es mi posesión más querida. Pero Alfie me dio la suya. —Levantó el brazo mostrando una pulsera de oro muy semejante—. Se la regaló su madre a Alfie. Era lo que él más quería. Por eso nos intercambiamos las pulseras.
Alfie asintió.
—Era algo que yo apreciaba mucho, Robin.
Judith echó la cabeza hacia atrás y se rió.
—Es la escena más emocionante que jamás presencié. Bueno, me marcharé. Creo que Gregory se alegrará de ver esta pulsera. Creo que también se divertirán todas las revistas sensacionalistas. Es posible que lleguemos a tiempo antes de la reunión de directores del martes. Después de todo, Robin, eres... ¿Cómo diría...? Sí, absolutamente inempleable.
—Judith, me importa un comino la cadena. Si tienes algo contra mí, de acuerdo. Pero no mezcles a Sergio y Alfie. Puedes destrozar sus carreras.
Ella lo miró y rió.
—Cada vez lo echas a perder más —se volvió hacia Alfie—. Creo que las revistas sensacionalistas estarán encantadas de conocerle, amor.
Sus ojos centellearon de cólera. Se dirigió hacia la puerta.
Sergio arremetió contra ella. Alfie la agarró y la arrastró hasta el centro del salón. Robin hizo ademán de separarlos, pero Sergio la estaba acorralando. La tenía atrapada detrás del bar. Ella miró a su alrededor, aterrada, como un animal acosado. De repente observó un brillante Oscar. Lo agarró, y cuando Sergio se le acercó, le golpeó la cabeza. Sergio cayó al suelo inmediatamente.
—¡Perra! —gritó Alfie—. Está inconsciente... Lo has matado. Dios mío, Sergio...
Estaba arrodillado, sollozando junto al cuerpo de Sergio, que estaba inconsciente.
Judith corrió hacia la puerta, pero Alfie se levantó y la alcanzó.
—¡No lo harás!
Su mano le cruzó la cara. Robin levantó a Sergio y lo colocó sobre el sofá. Oyó que Judith gritaba. Sabía que Alfie la estaba abofeteando, pero estaba seguro que lo único que le lastimaría era la dignidad. Su mayor preocupación era Sergio. Tomó un poco de hielo y se lo puso sobre la cabeza.
—¡Ten cuidado! —le gritó Alfie—. Puede tener una fractura de cráneo.
Robin se volvió, vio a Judith y atravesó corriendo el salón. Ella tenía el labio partido y de su nariz manaba sangre. El postizo de cabello estaba ladeado y ofrecía un cómico aspecto junto a su cara golpeada. Robin intentó interceder, pero Alfie la apartó de él agarrándola por el cabello. Ella gritó con toda la fuerza de sus pulmones. Robin agarró el brazo de Alfie y lo obligó a soltarla. El traje de Judith estaba desgarrado por la parte del cuello, dejando al descubierto parte de su sujetador con armadura de alambre. La pulsera se deslizó y cayó al suelo. Alfie la recogió. Después, para completar las cosas, la abofeteó de nuevo.
Robin la agarró y ella se le abrazó sollozando.
—Lo siento, Judith —le susurró—. Pero cuando se actúa como un gato vagabundo, a veces se le trata a uno como tal.
Todos quedaron como helados al oír el timbre y los golpes contra la puerta.
—¡Abran! Es la policía —gritó una voz.
—Dios mío —sollozó Judith—. Esto matará a Gregory. Miren mi aspecto.
—¡Usted! ¿Y yo qué? —gritó Alfie—. ¡Y Sergio! Esta clase de publicidad puede ser la ruina de todos nosotros..., por culpa suya, ¡perra!
Judith se abrazó a Robin.
—Sácame de esto. Dios mío, sácame de esto y no volveré a hacer nada mal.
—¡Que no volverá a hacer nada mal! Usted puede volver a sus millones. ¿Pero yo qué? ¡Tengo una cláusula en el contrato que me obliga a observar buen comportamiento! —le gritó Alfie.
Robin seguía manteniendo a Judith junto a sí y con la mano libre agarró a Alfie.
—Alfie, te sacaré de esto, pero con una condición: Maggie Stewart conseguirá el papel principal de tu próxima película.
—¿Qué película? Mañana todos habremos escapado de la ciudad.
—¡Judith! —Robin la sostuvo y contempló su cara manchada—. Tu historia será que yo estaba borracho. Quise propasarme contigo. Te agarré por el traje. Sergio se acercó para ayudarte. Fui a golpearle, pero él evitó el golpe y te golpeé a ti —eso explicará el estado de tu cara— y después pegué a Sergio.
—¿Y qué hacía yo? —preguntó Alfie.
—Tú corriste a defenderla y te di un puñetazo.
Se incorporó y le propinó a Alfie un sonoro puñetazo en la mandíbula. Alfie gritó. Robin sonrió levemente.
—Lo siento, amigo, pero si es que defendías a la dama, tienes que presentar algún golpe.
Robin advirtió que los golpes de la puerta hablan cesado. Comprendió que la policía estaba intentando entrar por la parte posterior de la casa.
—¿Todos saben su papel? Así lo espero porque aquí llega la Ley.
Se volvió en el momento preciso en que la policía entraba a través de la terraza del dormitorio. Aterrorizada, Judith corrió hacia la puerta principal. La abrió y quedó deslumbrada por los flashes de las cámaras. Los periodistas penetraron en el salón. Ella corrió hacia Robin, pero, al ver a los periodistas y a la policía, retrocedió. Vagamente escuchó que Alfie explicaba:
—Todo ha sido un estúpido malentendido. El señor Stone me estaba hablando de la señorita Maggie Stewart, quiere que actúe en mi nueva película, y bebimos un poco. Robin bebió demasiado. No sabía lo que hacía. Dios mío, no hubiera querido propasarse, con la señora Austin si hubiera estado sereno, es lo suficientemente mayor como para ser su madre.
Los labios hinchados de Judith hicieron una mueca.
—¿Cómo, pequeño...
—Tranquila —dijo Robin—. Digamos que no es mi noche.
Entonces llegó la ambulancia. Todos concentraron su atención en el médico que estaba examinando a Sergio.
—¿Cómo está? —preguntó Alfie con ansiedad.
—Probablemente se trata simplemente de una contusión —contestó uno de los encargados de la ambulancia—. De todos modos, no puede decirse nada hasta haberlo examinado por rayos X.
Después sacudió la cabeza.
—Ustedes los actores de cine actúan muy a lo bruto.
El policía que Robin había encontrado al principio de la velada, le tomó del brazo y lo miró con una expresión de tristeza como diciendo «Y yo que había confiado en usted». A Alfie se le pidió que actuara de testigo. Judith se negó a presentar ninguna denuncia; sin embargo, la obligaron a acompañarles a pesar de sus protestas.
En la comisaría de policía fue todo cuestión de rutina, a no ser por los periodistas. Parecía como si todos los periodistas de la ciudad se hubieran concentrado allí, aparte de una cámara de televisión de una estación local. Robin no intentó evitar las cámaras, pero procuró cubrir a Judith. Cuando un fotógrafo más avispado se interpuso entre ellos y logró conseguir una foto del rostro hinchado de Judith, Robin corrió tras él y le destrozó la cámara. Los demás fotógrafos captaron la escena, pero la policía restableció el orden. Alfie se negó a presentar denuncias.
—Después de todo, yo fui quien le empujó primero. Y él estaba bebido —dijo Alfie.
El médico llamó para decir que Sergio se encontraba bien; se trataba de una contusión leve. Robin pagó una multa por perturbar el orden y firmó un talón al fotógrafo por haberle roto la máquina. A continuación, fueron dejados en libertad.
Después acompañó a Judith al hotel y aparcó cerca de Crescent.
—Podemos ir por aquí para no entrar por el vestíbulo. La acompañaré hasta el bungalow.
—Robin...
Él la miró. Un ojo estaba empezando a perder el color y sus labios estaban como en carne viva y ensangrentados.
—Aplícate compresas frías en la cara —le dijo—. Mañana tendrás un ojo morado.
Ella se tocó la cara con cuidado.
—¿Y qué voy a decirle a Gregory?
—Exactamente lo que le has dicho a la policía.
Ella se incorporó y le tomó la mano.
—Robin, sé que te parecerá extraño, pero te he querido de verdad —las lágrimas asomaron a sus ojos—. Y ahora te he destruido.
—No, nena, lo he hecho yo mismo... Y tal vez ya fuera hora.
La acompañó hasta el bungalow. Dentro estaba oscuro.
—No voy a despertar a Gregory —dijo ella—. Ya habrá tiempo de decírselo mañana.
—Que descanses, Judith.
Ella se le abrazó un momento.
—Robin, ¿por qué ha tenido que suceder todo esto?
—Ve a tu bungalow —le susurró él— y quédate allí. De ahora en adelante, quédate donde te corresponde.
Después se alejó y penetró en el hotel. Descolgó el teléfono, se dejó caer en la cama y se quedó dormido sin quitarse siquiera la ropa.
A las siete de la mañana, Cliff Dome despertó a Gregory Austin.
—Por Dios, Gregory —le dijo—, casi me he desmayado al saber la noticia. ¿Cómo está ella?
—¿Cómo está quién? —Gregory hizo un esfuerzo por permanecer despierto.
—Judith.
Gregory miró el reloj de su mesilla de noche.
—¿De qué demonios estás hablando?
—Gregory, el vestíbulo está lleno de periodistas. Tienes un «No molesten» en la línea, pero le he dicho a la telefonista que asumía toda la responsabilidad por llamarte. ¿No has leído los periódicos de la mañana?
—Por el amor de Dios, hombre, acabo de despertarme. ¿De qué estás hablando? ¿Y qué tiene Judith que ver con eso?
—Robin Stone le ha pegado.
—¿Cómo?
Gregory dejó caer el teléfono y corrió al dormitorio de Judith. Ella estaba durmiendo con la cara oculta en la almohada. Él le rozó el brazo suavemente. Ella murmuró y despertó lentamente. Gregory la miró, aterrado:
—Judith... ¡Tu cara! ¡Tienes un ojo morado! ¿Qué ha pasado?
—No es nada.
Ella intentó ocultar la cara en la almohada.
Él la obligó a incorporarse.
—Cliff está al teléfono. Hay periodistas en el vestíbulo. Parece ser que los periódicos hablan de ello. ¿Qué ha pasado?
—Pídeme un poco de café —dijo ella lentamente—. No es tan grave como te imaginas.
Gregory corrió de nuevo a su dormitorio.
—Judith está bien. Ven aquí inmediatamente y trae todos los periódicos.
Después pidió café. Finalmente, Judith se levantó y entró en el salón.
—Es peor mi aspecto que cómo me siento —dijo con una triste sonrisa.
—Dime qué ha pasado.
—No hay mucho que decir. Robin bebió mucho. De repente, se abalanzó sobre mí. Sergio intentó protegerme, y cuando Robin fue a golpearlo, esquivó el golpe y lo recibí yo. Después Robin golpeó a Sergio, y llegó la policía. Eso es todo.
—¿Que eso es todo? —gritó Gregory—. ¡Mira cómo estás! ¿Por qué no me llamaste? ¿O por qué no llamaste a Cliff Dome?
Judith sorbió el café.
—Greg, estás desorbitando las cosas. La policía nos dejó a todos en libertad. De hecho, Robin me acompañó a casa.
—¡Que te acompañó a casa!
—Sí, ya se había serenado.
Escuchó el timbre de la puerta y se levantó apresuradamente.
—Probablemente es Cliff Dome. No quiero que me vea.
Se ocultó en el dormitorio.
Cliff llevaba todos los periódicos. Gregory retrocedió al ver las portadas. Los grandes titulares en negro eran variaciones sobre un mismo tema:
LA MÁQUINA DEL AMOR SE CONVIERTE EN UNA MÁQUINA DE DESTRUCCIÓN. GOLPEA A LA ESPOSA DEL JEFE DE LA CADENA UN PUÑO DE STONA ES COMO UN GRANITO. LA NOCHE EN QE LA MÁQUINA DEL AMOR ATACÓ A CIEGAS.
Y todas las noticias eran iguales. Gregory contempló las fotografías. Todos parecían estar vencidos, excepto Robin. Su aspecto era extrañamente tranquilo. Incluso se adivinaba una ligera sonrisa en sus labios.
Cliff permanecía sentado con aire plañidero. El timbre de la puerta sonaba constantemente y los botones entregaban telegramas para Judith procedentes de sus amigos de Nueva York. En el Este eran casi las doce del mediodía; en aquel momento, la noticia y las fotografías ya habían dado la vuelta al país.
Gregory caminó a grandes zancadas por la estancia.
—¿Cómo pudo enterarse la prensa?
—Nuestro hombre los avisó —dijo Cliff de mal humor. Es el que ha estado siguiendo a Robin desde su llegada.
Judith salió del dormitorio. Se había aplicado maquillaje sobre el morado del ojo y, aparte de los labios hinchados, su aspecto era bastante presentable. Incluso consiguió sonreírle débilmente a Cliff.
—Bueno, puedo decir de verdad que he visto cómo vive la otra mitad. Y todos nuestros amigos han recordado de repente que estamos vivos. Greg, ¿te lo imaginas?, todos me encuentran encantadora. Tendrías que leer los telegramas. Peggy Ashton quiere ofrecer una gran fiesta en honor nuestro. Dice que soy la mujer del siglo... con un hombre luchando por mí contra otros dos.
Sonreía con alegría infantil.
—Es necesario que escribamos alguna nota para la prensa —dijo Cliff—. Desde luego, Robin tiene que marcharse. Es lástima que haya tenido que suceder así —dirigió una mirada a Judith que estaba ocupada abriendo los telegramas—, pero, por lo menos, hemos conseguido una excusa justificada para presentar a la junta de directores.
—No. Se quedará —dijo Gregory.
Judith y Cliff se lo quedaron mirando.
—Es necesario que rectifiquemos. Tiene que aparecer como un malentendido por nuestra parte. Afirmaremos que Robin no persiguió a Judith, que ella resbaló y cayó escaleras abajo. Pensaremos en algo.
—¡No pensaremos en nada! —Judith se levantó—. No voy a permitir que se escriba sobre mí como si fuera una idiota, convirtiendo a Robin en un héroe. ¡Me persiguió y eso es lo que tiene que decirse!
Salió hecha una furia de la habitación.
—Tiene razón —dijo Cliff—. Una negativa aún empeoraría las cosas. Despide a Robin y dentro de pocos días todo quedará olvidado.
—¡Se quedará. Llama a Danton Miller y ofrécele su antiguo cargo. Dile que trabajará con Robin. Ambos tendrán el mismo poder y ninguno de ellos podrá tomar ninguna decisión sin que yo la apruebe. De ahora en adelante, volveré a controlar las cosas.
—Gregory, debes estar loco. Has estado buscando la ocasión de librarte de Robin. ¡Aquí la tienes! —objetó Cliff.
—Quería recuperar el control de mi cadena y ya lo he conseguido. Le pedí a Robin que acompañara a Judith a esta fiesta porque Judith quería ir. Por lo menos, de ahora en adelante, ella procurará mezclarse únicamente con la gente de su clase. Pero no quiero echar a Robin a los lobos.
—Creo que cometes un gran error —dijo Cliff—. Ahora ninguna otra cadena querrá quedarse con él; es inempleable.
—No te pago para que me des consejos —gritó Gregory—. Te pago para que me asesores en cuestiones legales. Robin Stone le ha dado demasiado a la IBC para que se le eche por una noche loca. Todo esto se olvidará dentro de poco. Aplazaremos la reunión de la junta de directores a pasado mañana. Para entonces, habré preparado los informes y yo mismo los presentaré. Que venga Dan. Él y Robin se sentarán detrás de mí como dos colaboradores mientras yo hable.
Robin despertó al oír golpear contra la puerta. Miró a su alrededor... Todavía estaba tendido sobre la cama en sentido transversal. Se sintió como endurecido, pero pudo llegar hasta la puerta. Cliff Dome entró en la habitación y tiró un montón de periódicos sobre la mesa de café.
Robin los tomó. Eran peor de lo que esperaba.
—Acabo de salir del bungalow de Gregory.
Robin asintió.
—Supongo que desea mi dimisión.
—Desde luego que sí, pero siente pena por ti. Ha mandado llamar a Danton Miller para que te sustituya y podrás quedarte hasta que encuentres otra cosa. Por lo menos, de esta manera, guardarás las apariencias.
Robin se dirigió al escritorio y escribió unas líneas.
—Creo que es así como se hace —dijo—. No tengo contrato. Expiró hace algún tiempo... Aquí está mi dimisión. Tú puedes ser testigo.
Le entregó a Cliff la pluma y el papel.
Cliff sonrió.
—Puedo decirte que he esperado mucho tiempo que llegara este momento.
—Saldré en el primer avión que encuentre. Iré a mi despacho de Nueva York y vaciaré mi escritorio. Cliff, aquí están los esquemas de los programas de primavera. Todo está aquí: clasificaciones, planes futuros, el informe que iba a presentar a la junta de directores.
Le entregó su cartera.
—Te enviaré la cartera a Nueva York —dijo Cliff. —Quédate con ella. Me la regalaste tú el año pasado por Navidad.
Después se dirigió hacia la puerta y la abrió.
Gregory examinó la dimisión de Robin. Sacudió la cabeza.
—¿Le has dicho que yo quería que se quedara, Cliff?
—Lo tenía escrito antes de que yo llegara —dijo Cliff. Gregory se encogió de hombros.
—Bueno, él mismo se ha querido apartar de la televisión. Maldito sea su orgullo. Si hubiera permanecido aquí y hubiera trabajado con Dan, todo esto se habría olvidado... Tal vez tendría que hablarle.
—Si lo haces, me marcho —dijo Judith de repente.
Ambos hombres la miraron, sorprendidos.
—Quiero que se aparte de nuestras vidas. Lo digo en serio, Gregory.
Gregory asintió.
—De acuerdo. Cliff, dile a Dan que todo está arreglado. Pero quiero que Sammy Tebet ocupe el puesto de Robin. Sammy es bueno; no puede compararse con Robin, pero dudo que nunca podamos encontrar a alguien como él.
—¿Entonces por qué tenerle a él si tienes a Dan? —preguntó Judith.
Gregory sonrió.
—Quiero tener dos hombres, dos hombres que se tengan mutuamente ojeriza.
Cliff asintió y salió de la suite.
Robin ya había hecho el equipaje. Estaba a punto de salir, pero retrocedió unos pasos y tomó el teléfono. La telefonista dijo:
—Señor Stone, han habido cientos de llamadas para usted. Han llamado todos los periódicos y hay un periodista del Times acompañado por un fotógrafo esperándole a usted en el vestíbulo. Si lo desea, hay una salida por Crescent Drive, puede evitarlos.
—Gracias, encanto. ¿Quiere ponerme con el Melton Towers? Es un edificio de apartamentos, pero tiene una centralita.
—Sí, conozco el número. Señor Stone, quiero decirle que me parece usted maravilloso a pesar de lo que digan los periódicos. En la actualidad, no es frecuente leer que un nombre lucha por la mujer que ama contra otros dos. Creo que es muy romántico.
Rió y llamó al Melton Towers.
Maggie tomó el teléfono a la segunda llamada. Su voz era soñolienta. Robin pensó que tal vez no se hubiera enterado de la noticia.
—Despierta, dormilona, tendrías que estar en los estudios grabando los programas, ¿no?
—No es hasta la una... ¡Robin! —Despertó de golpe—. Me llamas. ¿Significa que...?
—Significa que regreso a Nueva York, Maggie, en el avión de la una.
Hubo una larga pausa; después ella dijo:
—¿Y por eso me llamas?
—Sí. Y, además, quería que supieras que yo no...
Se detuvo.
De repente no consideró importante decirle que no se había propasado con Judith y que no la había golpeado. En cierto modo, sabía que Maggie lo comprendería. En realidad, quería que Maggie supiera que no se marchaba sin decirle adiós.
—Maggie, mira, yo...
Pero el teléfono estaba mudo. Ella había colgado.