Capítulo 17

Robin había pensado asistir. Le había dicho a Tina, el nuevo orgullo de la Century Pictures, que estuviera lista para las ocho. Incluso había pedido un coche. Generalmente evitaba estas cosas, pero había empezado a trabajar de nuevo en su libro, dedicándose al mismo casi todas las noches durante varias semanas. Necesitaba un poco de descanso. Y Dios había creado a Tina St. Claire precisamente para eso. Era una hermosa idiota sin cerebro, que había venido a Nueva York para promocionar una película. Ella sólo interpretaba un pequeño papel, pero los principales protagonistas no se habían podido conseguir, por lo que Tina St. Claire, la prometedora starlet de Georgia, había accedido a ir de parranda. Y verdaderamente había ido: San Francisco, Houston, Dallas, St. Louis, Filadelfia y, finalmente, Nueva York. La compañía cinematográfica la había dotado de un agente de prensa, de un guardarropa prestado de los estudios y de una suite en el St. Regis que apenas había tenido tiempo de ver. En tres días, había aparecido siete veces en televisión, había hecho diez programas radiofónicos, cuatro entrevistas periodísticas y había aparecido en un almacén para autografiar el álbum de la banda sonora. Había sufrido más su ego que sus pies: había permanecido esperando dos horas y no había venido nadie. Todo el asunto culminó con el estreno y con una fiesta dedicada al mismo en la que el agente de prensa le entregó un billete de vuelta (clase turística) a Los Ángeles, junto con las instrucciones según las cuales debía abandonar el hotel al día siguiente.

Se sintió acongojada. Después de dos bourbon y Cokes tomados en la fiesta, conoció a Robin y le contó su dolorosa historia.

—He trabajado toda mi vida para nada, y tengo que volver al principio. ¡Para qué! Simplemente para estar sentada y esperar a que me ofrezcan otro pequeño papel. ¡Es mi primer viaje a Nueva York y puedo afirmar que no he visto nada!

—Quédate —le ofreció Robin—. Te lo enseñaré.

—¿Cómo? No puedo pagarme este hotel. Sólo tengo diez dólares en efectivo y un billete de regreso en avión. ¡Sólo gano ciento veinticinco dólares a la semana! ¿Lo creería usted? Mi hermana es camarera en Chicago y gana más.

Dos bourbons y Cokes más tarde, ella salió del St. Regis y entró en el apartamento de Robin. Durante una semana, Robin vivió entre mascarillas, sombreadores de ojos y cremas. No podía creer que una muchacha que era encantadora al natural pudiera utilizar tanta porquería en su cara. Tenía más pinceles que un pintor. Se vio obligado a trasladar su manuscrito a su despacho. Según Tina, su escritorio tenía una luz estupenda para colocarse las pestañas postizas. De hecho, comprobó que le gustaba trabajar en el despacho. De las cinco hasta las siete, podía descolgar los teléfonos y trabajar mucho.

Sacó la página de la máquina y miró su reloj. Las siete menos cuarto. Tenía que dejarlo. Tina se marchaba dentro de cuatro días y ya podría trabajar de nuevo por las noches en su apartamento. Era una muchacha endiablada, pero no sintió que su estancia terminara. Era igual que él en todo. Insaciable en la cama, no hacía preguntas, no pedía nada.

Apartó el manuscrito y encendió un cigarrillo. No deseaba ir al Waldorf. Pero era una fiesta de beneficencia organizada por la señora Austin y tenía que hacer acto de presencia. Bien, llevaría a Tina y se marcharían después de los discursos. Había prometido llevarla a El Morocco. No era su ambiente, ¡pero tenía que hacerlo por la pequeña ninfa! Utilizó su maquinilla de afeitar eléctrica en el despacho porque Tina había establecido también un punto de avanzada en el cuarto de baño. Guardaba allí sus cremas de noche y su bolsa de ducha. Introdujo la navaja y encendió el aparato de televisión para contemplar el noticiario de las siete y media.

Acababa de afeitarse cuando apareció Andy Parino. Estaba hablando con entusiasmo de una nueva aparición de platillos volantes. Robin escuchaba sin demasiado interés, hasta que aparecieron las fotografías del platillo. Estaban algo borrosas, pero parecían auténticas. Le pareció descubrir portillas en el maldito aparato.

—El Pentágono afirma que se trata de un balón de medición del tiempo. —La voz de Andy sonaba burlona—. Si eso es cierto, ¿por qué han enviado a un hombre del Proyecto del Libro Azul para que investigue? ¿Acaso nos atrevemos a suponer que en el vasto Universo nuestro planeta es el único que alberga vida? Si incluso nuestro sol no es tan bueno como algunos de los restantes soles. Es un Cefeide, una estrella inferior de la galaxia. ¿Por qué no puede un planeta de otro sistema solar albergar vida humana tal vez veinte millones de años más avanzada que la nuestra? Ya era hora de que tuviéramos una verdadera investigación y de que se divulgaran los resultados de la misma.

Robin estaba fascinado. Tenía que hablar con Andy.

Se estaba haciendo tarde pero, qué demonios, llegarían al Waldorf a las ocho y media. Habló con Andy a través del hilo directo y le felicitó por la fotografía del platillo y después le pidió más detalles.

—Es tal como lo he dicho en televisión —dijo Andy.

—Lo dijiste bien, muchacho. ¿Quién lo ha escrito?

Hubo un momento de silencio. Después Andy dijo:

—Maggie Stewart. —Cuando Robin respondió, añadió—: ¿Recuerdas que te hablé de ella?

—Parece una chica inteligente.

—Todavía no he conseguido convencerla de que se case conmigo.

—Bien, como decía, parece inteligente. ¿Qué tal está el tiempo por ahí?

—Veintidós grados, y claro como un cascabel.

—Aquí tenemos diez y está lluvioso.

—¿Sabes una cosa, Robin? Si yo fuera director del Noticiario, procuraría encontrar buenas noticias en lugares cálidos en invierno y fríos en verano.

—Ojalá pudiera.

—Bien, tengo que dejarte. Probablemente Maggie me estará esperando en el bar del Gold Coast. Está justamente en la bahía. Pueden verse deslizar los yates. Chico, es estupendo. Te sientas en la ventana contemplando la luna y el agua.

—Os lo dan todo hecho. —La voz de Robin estaba llena de envidia—. ¡Yo, en cambio, tengo que lucir corbata negra y frecuentar el Waldorf!

—Estás loco, sólo se vive una vez. ¿Por qué no vienes aquí unos días y te desenrrollas?

—Ojalá pudiera.

—Bien, tengo que conseguirlo. El tipo que vio el platillo va a cenar con nosotros. No es un excéntrico. Enseña matemáticas superiores, por lo que incluso estuvo en condiciones de calcular su velocidad. Me imagino que podría ser el tema de un buen programa; quizás un domingo por la tarde.

—¡Espera! —dijo Robin—. Podría ser un programa En Profundidad estupendo. Suponte que reunimos a tu profesor de matemáticas y a otros descubridores de platillos volantes, dignos de crédito, procedentes de todas las partes de la nación, con fotografías. Y que reunimos por otro lado a algunos, sujetos del Pentágono y que les dirigimos preguntas directas.

—¿Quieres que te mande el material de que dispongo? —preguntó Andy.

—No, iré yo. Quiero hablar con este profesor.

—¿Cuándo vendrás?

—Esta noche.

Hubo una pausa. Entonces Andy dijo:

—¿Esta noche?

Robin rió.

—Estoy siguiendo tu consejo. Necesito algunos días de sol.

—De acuerdo, te reservaré una suite en el Diplomat. Está cerca de mi apartamento y tiene un campo de golf estupendo. Mandaré una limousine a esperarte.

—Te veré a las doce y media entonces.

—No, Robin; verás una gran limousine negra vacía. Ya te he dicho que tengo una cita con Maggie.

Robin rió.

—¡Hijo de perra! ¡Conque haciendo manitas juntos!

—Cuando veas a Maggie, sabrás que hay otras cosas mejores que preguntar. Ni siquiera vivimos en el mismo edificio.

—De acuerdo, Andy. Te veré mañana por la mañana.

Eran las ocho y cuarto cuando Robin llegó a su apartamento. Tina estaba de pie con un traje de noche y su largo cabello rojo peinado al estilo griego.

—Cariño —bailó a su alrededor—, ¿sabes una cosa? El estudio me ha dicho que tengo una semana más, antes de presentarme, ¿no es divino? Pero, cariño, es tarde, he exhibido todos tus trajes de ceremonia. El coche está esperando.

Fue al dormitorio y sacó una maleta. Tina le siguió.

—Tengo que ir a Miami —le dijo.

—¿Cuándo?

—Esta noche. ¿Quieres venir? —Ella hizo pucheros.

—Cariño, yo vivo en Los Ángeles. Los Ángeles es igual que Miami pero con bruma.

Ella lo miró con asombro mientras se dirigía al teléfono y reservaba el billete.

—Robin, no puedes escabullirte así. ¿Qué pasará con la cena de tu jefe?

—Enviaré un telegrama mañana con la correspondiente disculpa. —Tomó su bolsa y su abrigo y se dirigió hacia la puerta. Tiró algunos billetes sobre la mesa. ¡Hay aproximadamente unos cien dólares!

—¿Cuándo regresarás?

—Dentro de cuatro o cinco días.

Ella sonrió.

—Oh, entonces todavía estaré aquí.

Él la miró.

—No estés.

Ella le miró asombrada.

—Creía que yo te gustaba.

—Nena, considerémoslo así: nos conocimos en el transcurso de un crucero de placer por el Caribe. Este es el primer puerto de escala y tú bajas.

—¿Qué harías si yo decidiera quedarme en el barco?

—Tirarte por la borda.

—¡No lo harías!

Él sonrió.

—Claro que sí. Es mi barco. —La besó en la frente—. Cuatro días, ¡y fuera! —Ella todavía le estaba mirando cuando abandonó el apartamento.

La limousine estaba esperando en el aeropuerto de Florida. La suite del hotel estaba bien; incluso había hielo y una botella de vodka. La nota decía: «Te llamaré mañana por la mañana. Que descanses. Andy».

Mandó que le trajeran los periódicos de Miami. Se desnudó, se sirvió una bebida ligera y se acomodó confortablemente en la cama. La fotografía de la sonriente muchacha de la página dos le pareció conocida. ¡Amanda! Era una de sus fotografías de modas, con la cabeza echada hacia atrás y una máquina de viento sacudiendo su cabello. El titular decía BELLEZA LOCAL ENFERMA. Leyó el texto rápidamente y llamó a Ike a Los Ángeles.

—¿Es serio? —preguntó Robin, cuando Ike se puso al aparato.

—Para ella, cada maldito segundo es serio. Ha estado viviendo de prestado desde mayo último.

—Pero me refiero... —Robin se detuvo.

—No, no es el final. Mira, he aprendido a vivir con la muerte, he estado muriendo un poco cada día. Ya sabes lo que es, Robin, ver a una muchacha preciosa..., la maldita enfermedad la hace más hermosa si cabe. Le hace la piel de porcelana. La miro y puedo ver cuándo está cansada y finge no estarlo. Puedo ver también algo semejante al temor en sus ojos. Ella sabe que no es natural sentirse tan cansada. Yo bromeo y finjo estar cansado también. Lo atribuyo a California, al cambio de clima, a la niebla, a todo. ¡Qué demonio! Gracias a Dios se ha recuperado. Le han dado un litro de sangre. Mañana empezarán un tratamiento con un nuevo medicamento. El médico dice que dará resultado y que, con un poco de suerte, tendrá unos meses más de vida.

—Ike, ha vivido así desde abril —son ocho meses más de lo que predijeron al principio.

—Lo sé y me digo a mí mismo que tendrá otro período de remisión. Pero las malditas células de la leucemia forman una resistencia al medicamento. Llega un día en que se han ensayado todos los medicamentos... y esto es el fin.

—Ike, ella no lo sabe, ¿verdad?

—Sí y no. Lo sospecha. Sería idiota si no sospechara con un análisis de sangre cada semana. Y un examen de la médula espinal cada mes. ¡Dios mío, vi una vez como se lo hacían y casi me desmayé! Introducen una aguja directamente en el hueso. Y ella nunca parpadea. Más tarde le pregunté si dolía y, no lo creerás, esta muchacha se limita a sonreír y hace un movimiento afirmativo con la cabeza. Cuando me pregunta por qué tienen que hacerle el análisis cada semana, procuro quitarle importancia a la cosa y le digo que quiero una chica fuerte y un trabajo bien hecho. Pero ella sigue haciendo preguntas curiosas. Y la sorprendo leyendo los artículos médicos de los periódicos. En el fondo, sabe que hay algo que anda muy mal, pero no quiere creerlo. Y siempre sonríe, siempre se preocupa por mí. Te digo, Robin, que he aprendido mucho de esta chica. Tiene mucha más valentía que cualquier otra que haya podido conocer. En realidad, no conocía el significado de esta palabra hasta que tropecé con Amanda. Está terriblemente asustada y nunca lo demuestra. ¿Sabes qué ha dicho esta noche? Me ha mirado y me ha dicho «Oh, mi pobre Ike, qué rémora soy para ti. Tú querías ir a Palm Springs».

La voz de Ike se rompió.

—La quiero, Robin. No me metí en este asunto estando enamorado de ella. Lo hice por motivos asquerosos y egoístas. Creí que tendría seis meses de vida y que después yacería serenamente y moriría. Pensé proporcionarle placeres mientras viviera, ofrecerle una gran despedida y después decirle adiós. Lo consideraba igual que si estuviera contratando un show por un período limitado. ¿No te produce náuseas? Muchacho, todas estas pequeñas fulanas que he tenido pueden reírse de mí ahora. Por primera vez en mi cochina vida, estoy verdaderamente enamorado. Robin, daría toda mi fortuna si pudieran curarla.

Ike estaba sollozando abiertamente.

—¿Hay algo que pueda hacer yo? —Robin se sintió impotente al escuchar llorar a un hombre, a un hombre como Ike. Sin embargo, no sabía qué decir.

—Dios mío —dijo Ike—. No había llorado desde que murió mi madre. Siento que me haya sucedido contigo. Es que esta es la primera vez que tengo ocasión de hablar de ello. No lo sabe nadie más que tú y yo, Jerry y el médico. Y tengo que seguir fingiendo por Amanda. Lo tenía encerrado dentro de mí. Lo siento.

—Ike, estoy en el Hotel Diplomat de Miami Beach. Llámame cada noche, si quieres. Hablaremos.

—No. Esta noche ha sido útil, pero basta. Puedo soportarlo todo, excepto cuando me pide que le dé un hijo. Desea enormemente un hijo. Tendrías que verla con el gato. Le habla, le trata como un bebé.

—Este gato tiene mucha clase —dijo Robin.

Hubo una pausa. La voz de Ike sonaba baja.

—Robin, dime una cosa. Tú y yo hemos conocido a fulanas, montones de ellas, auténticas perras. ¿Apuestas a que viven cien años? ¿Y esta chiquilla que nunca ha obrado mal, que nunca le ha hecho daño a nadie..., por qué? ¿Cuál es la respuesta?

—Supongo que es como los dados que ruedan —dijo Robin lentamente—. El sujeto hambriento con todos los ahorros de su vida se presenta con ojos de serpiente. Si alguna vez Paul Getty tomara los dados conseguiría probablemente diez pases buenos.

—No, tiene que haber algo más. No soy un hombre religioso, pero te digo que estos últimos ocho meses me han hecho detener y pensar. No te digo que vaya a correr a una iglesia o una sinagoga, pero tiene que haber algún motivo en las cosas. Sólo tiene veinticinco años, Robin, ¡sólo veinticinco! Tengo veinte años más que ella. ¿Qué diablos he hecho yo para conseguir doble distancia? No puedo creer que tal vez dentro de un año se habrá ido sin dejar otra cosa que algunas fotografías en brillo, de tamaño ocho por diez, para demostrar que vivió. ¿Por qué tiene que irse cuando hay tanta belleza en ella, tanta vida para ser vivida, tanto amor que tiene que ofrecer?

—Tal vez lo que ha hecho por ti en estos últimos meses es razón suficiente para su existencia. Muchas personas pasan por el mundo y no dejan huella.

—Sé una cosa —dijo Ike—. Haré que estas Navidades sean las mejores que jamás haya disfrutado. Robin..., quiero que vengas. ¡Tienes que venir! Quiero que sean unas Navidades sonadas.

Robin permaneció en silencio. Odiaba la enfermedad y ver a Amanda y saber...

Ike presintió su vacilación.

—Tal vez soy egoísta —dijo—. Probablemente tendrás tu propia familia con quien estar. Pero es que quiero proporcionarle todas las sorpresas posibles, hacer que cada segundo sea importante para ella.

—Iré —dijo Robin.