Capítulo 26
Judith Austin salió de la bañera. Contempló su cuerpo en las paredes cubiertas de espejos... estudió todos sus ángulos. Estaba delgada como una caña, pero hacía régimen constantemente. A los cincuenta años, una no podía permitirse el lujo de engordar. Connie tenía suerte, practicaba el esquí, en los Alpes y en el agua, y era firme como una roca. Le había gustado que Connie pasara unos días con ella, pero ahora gracias a Dios había regresado a Italia para pasar las Navidades con el príncipe y los niños. Había sido una serie interminable de fiestas. Toda la gente se impresiona mucho ante un título. Sacudió la pierna delante del espejo. Sí, la carne de sus muslos estaba algo más blanda. Los muslos de Connie eran como una roca. Tal vez fuera conveniente que practicara algún deporte. Sin embargo, el sol y el viento habían provocado la aparición de unas finas arrugas en la piel de Connie. Judith se acercó más al espejo: sólo tenía unas líneas muy finas alrededor de los ojos. Bajo una buena iluminación podía pasar por treinta y ocho o incluso treinta y seis años. Seguía encabezando la lista de las mujeres mejor vestidas y era considerada una de las damas más hermosas de Nueva York. Y la última visita de Connie había desatado una nueva oleada de publicidad nacional: «las hermanas gemelas más guapas del mundo». Judith se preguntó si Connie seguiría estando enamorada de Vittorio. Se sentó en el taburete y se secó lentamente con la toalla. En aquel momento se le ocurrió pensar en un hecho. Habían pasado tres años sin un asomo de romance en su vida. Hacía tres años que había roto sus relaciones con Chuck.
Se habían conocido durante el verano en Quogue. Chuck era un profesional del golf, de veintiocho años, rubio. Todo empezó cuando ella decidió tomar lecciones de golf. Le rodeó la cintura con el brazo para evitar que girara sobre sí misma.
—Todo depende de las manos, señora Austin.
Sus ojos se encontraron y así es cómo empezó. Durante el verano, Gregory pasaba largos fines de semana junto a ella y Judith tenía planeado trasladar a Chuck al club de Palm Beach. Todo marchaba como sobre ruedas hasta que Chuck dijo:
—Judith, ¿no sería estupendo que hiciera comentarios sobre golf en TV como Jimmy Demaret o Cary Middlecoff?
Esto la había molestado, pero procuró olvidarlo.
Él había aceptado el trabajo de Palm Beach. Ella llegó el dos de enero y pasaron tres semanas maravillosas. Gregory estaba todavía en Nueva York y cada noche Chuck penetraba en su casa a través de una entrada lateral. Entonces le mencionó de nuevo la idea de la televisión. Ella se mostró deliberadamente vaga. Chuck se encogió de hombros.
—Bueno, entonces probaré a intervenir en algún torneo y saldré de gira.
¿En gira? Esto permitía toda clase de interesantes posibilidades. Podría reunirse con él ocasionalmente en algún lugar. Describió los torneos en los que deseaba participar; desde luego, tendría que practicar cada día durante un mes por lo menos, para poder conseguir buenos resultados.
—Necesito unos diez o quince mil —dijo.
Ella le miró.
—¿Diez o quince mil qué?
—Dólares. Cuesta mucho dinero preparar los torneos. Si gano alguna bolsa importante, te lo devolveré.
Este había sido el final de Chuck. Después de aquella noche, se negó a contestar a sus llamadas.
Era la primera vez que un hombre se había interesado por ella sin ningún motivo ulterior. De eso hacía tres años, tres años sin nada excitante en su vida. Nada excepto Gregory. En realidad, amaba a Gregory, pero no estaba enamorada de él. Y estar enamorado es lo único que hacía que la vida mereciera la pena vivirse. Nunca se hubiera casado con Gregory de no haber sido por Connie.
Las dos hermosas gemelas Logan: Judith y Consuelo. Hijas de Elizabeth y Cornelius Logan. Una hermosa pareja, hermosas hermanas gemelas, con una herencia magnífica. Lo tenían todo, excepto dinero. Nunca olvidaría su «pobreza». Los Logan siempre se las habían ingeniado para vivir en el apartamento «adecuado»; ella y Connie habían asistido a las escuelas «adecuadas» y a pesar de que se rumoreaba que Cornelius Logan lo había perdido todo con la quiebra, todos sabían que la abuela Logan era poseedora de una inmensa fortuna. La abuela Logan había pagado la gran fiesta de puesta de largo de las muchachas. También había pagado el primer viaje de ambas a Europa en su veintiún aniversario. Connie conoció a Vittorio. Judith regresó con las manos vacías.
Judith tenía veintiséis años cuando conoció a Gregory Austin. Había visto fotografías suyas publicadas en los periódicos y sabía que había salido con actrices de cine, damas de la alta sociedad y debutantes. Tenía treinta y seis años, era soltero y dueño de una cadena radiofónica. Se jactaba de su falta de instrucción: «No terminé el bachillerato, pero puedo leer las páginas del mercado de valores mejor que Bernard Baruch». Su primer trabajo había sido como corredor en Wall Street. Cuando el mercado quebró, ganó su primer millón vendiendo acciones que no tenía y que compró a bajo precio antes de efectuar la entrega. Con los beneficios, adquirió una pequeña emisora de radio en la parte alta del estado de Nueva York, siguió comprando valores en baja, los vendió cuando estaban en alza y con cada ganancia importante fue comprando nuevas emisoras de radio. A los treinta años, formó la cadena de la IBC. Su orgullo y su extravagante comportamiento le habían convertido en un personaje pintoresco. Sus frases solían publicarse en los periódicos. Le gustaban las mujeres, pero no pensaba en el matrimonio, hasta que conoció a Judith Logan. Tal vez fue la falta de interés de ella lo que le estimuló. Gregory siempre buscaba lo inalcanzable. Para él era como un reto.
Judith salió con él algunas veces por su insistencia y se asombró de haberse convertido de repente en «noticia». Se asombró más si cabe cuando sus mejores amigas quisieron dar pequeñas fiestas para «aquel fascinante y perverso pelirrojo». Y cuando Consuelo le escribió y le dijo que le había conocido en Londres y que le había parecido muy sexy y excitante, Judith empezó a mirar a Gregory Austin desde otro punto de vista. Advirtió también que le estaba ofreciendo un reino; no tenía escudo de armas, pero en determinados círculos el timbre de la IBC resultaba todavía más impresionante. Le abría la puerta a un mundo de gastos ilimitados. Vittorio tenía dinero, pero las joyas de Connie eran joyas de la «familia» que tenían que pasar a sus hijos y a los hijos de sus hijos. Gregory se presentó a Judith con un anillo de compromiso consistente en un brillante de veinticinco quilates; como regalo de boda le ofreció un collar de brillantes y cincuenta mil dólares para empezar su cuenta corriente. La boda de ambos se mencionó como acontecimiento tanto en las notas de sociedad como en las columnas dedicadas al espectáculo.
Gregory se asombró de comprobar que se había casado con una virgen. Le compró la finca de Palm Beach para celebrar su primer aniversario de boda. Para el segundo aniversario le regaló una pulsera de brillantes y, al llegar el tercer aniversario, ya no había nada que pudiera ofrecerle. Y, por aquel entonces, lo único que ella deseaba era un romance. Las relaciones sexuales con Gregory habían sido para ella una decepción. No tenía bases de comparación pero comprendía que llegaría a descubrir lo que es un idilio en el momento oportuno. Este se produjo cuando tenía treinta y dos años. Decidió ir a París para visitar a Connie. La guerra había terminado, todo el mundo estaba contento y Judith estaba deseosa de mostrarle a Connie sus joyas y sus pieles. Gregory no pudo acompañarla, pero la mandó con sus mejores deseos y con una enorme carta de crédito. Conoció al cantante de ópera en el barco. No fue a París y se marcharon juntos a Londres. No vio a Connie y a Gregory nunca se le ocurrió preguntar por qué sus cartas llevaban franqueo inglés.
Después, todo había sido ya más fácil. Hubo un actor de cine italiano; durante dos años mantuvo relaciones con un comediógrafo inglés, después con un diplomático francés... La querida Connie le había sido muy útil en tales ocasiones. Siempre podía ir a Europa a visitar a la hermana: se dice que los gemelos están muy unidos. Desde luego, Connie se lo había estado cobrando últimamente con todas estas visitas a los Estados Unidos. Pero en estos últimos tres años no había ido a «visitar a Connie». Ahora pensaba en esto: tres años de nada.
Terminó de maquillarse y contempló su cuerpo desnudo. Al principio, se había sentido desgraciada por no haber podido quedar embarazada. Lo había intentado con desesperación hasta los treinta años, incluso había considerado la posibilidad de adoptar un niño, pero Gregory tenía cuarenta años y en realidad no le importaba. «La cadena es nuestro hijo» le decía. Y un hijo significaba responsabilidad. Ahora, al contemplar su estómago liso, se alegró de que no presentara vestigios de estrías. Pero su pecho estaba un poco caído y sus muslos empezaban a ablandarse. Levantó los brazos por encima de la cabeza. Ahora estaba bien, y cuando estaba tendida en la cama volvía a su sitio. Pero su estómago era blando, a pesar de ser liso.
Se dirigió a su gabinete y buscó el traje de terciopelo púrpura, después, con un cambio de idea repentino, decidió ponerse el traje de azafata de lame rojo. Se pondría el collar de oro y rubíes. Por primera vez desde hacía mucho tiempo, experimentó una sensación de anticipación al escoger un vestido. Hacía tres días que en su interior latía una excitación subconsciente, desde que había llegado la nota de Robin Stone aceptando la invitación.
Hasta este momento, se había resistido a reconocerlo: se estaba vistiendo para Robin Stone. De repente, comprendió que le había querido desde el primer momento en que lo había visto. Sí, ¡quería a Robin Stone! Este sería su último romance y el más excitante. Pero sabía que tendría que dar ella el primer paso, darle a entender en forma sutil que se interesaba por él. Un hombre como Robin procedería a partir de aquel momento. Era una situación ideal. Ofrecía posibilidades ilimitadas. Viajaba tanto. Podría encontrarse fácilmente con él en el extranjero.
A las cuatro y media bajó para examinar el bar y los entremeses. A las cinco menos cuarto se presentó Gregory con su chaqueta de smoking. Parecía cansado... Bien, Palm Beach lo arreglaría. A las cinco en punto llegaron los primeros invitados. ¿Por qué llegaban siempre primero los aburridos? Como es natural, se trataba del senador y de su esposa. No había más remedio que hablar con ellos hasta que llegaran los restantes invitados. Pero cuando el mayordomo introdujo en el salón a aquella pareja de mediana edad, la sonrisa de Judith era radiante.
—¿Qué tal, senador? No, querido, no han llegado ustedes temprano. Simplemente son muy puntuales y eso me alegra. Nos dará tiempo para charlar.
Danton Miller llegó diez minutos más tarde. Iba solo. Por una vez, Judith se alegró de verle. Le dio una excusa para escapar del senador. El timbre de la puerta empezó a sonar constantemente. Al cabo de veinte minutos, los invitados habían llenado el salón y habían empezado a esparcirse por la biblioteca y el comedor. La fiesta estaba en marcha. Robin Stone llegó a las seis. Ella cruzó la sala como flotando y levantó las manos.
—Ha mantenido usted su palabra.
Su sonrisa era radiante y aceptó la presentación de Maggie como si nunca la hubiera visto. Después se alejó para saludar a otros invitados. ¡La maldita muchacha! ¡Era tan alta y hermosa! Judith se irguió. Se había sentido pequeña y regordeta junto a Maggie Stewart. Se movía con facilidad por el salón saludando a los invitados y hablando con ellos. Y en ningún momento dejó de observar a Robin Stone y a Maggie Stewart. Dios mío, aquí estaba Christie Lane con su horrible esposa. Gregory había insistido en que les invitara. La muchacha, Ethel, sí, así se llamaba, estaba hablando con Maggie Stewart. Chris permanecía de pie como un indio de madera. ¡Oh, estupendo! Robin se había apartado para conversar con el senador.
Esta era la ocasión. Se acercó a su lado. Después, con deliberada indiferencia, le tomó del brazo y dijo:
—Es la primera vez que viene. ¿Le gustaría hacer un tour?
—¿Un tour?
—Sí. —Le condujo desde el salón al vestíbulo exterior—. A muchos invitados les gusta ver casas. Y muy raramente ven más allá de la biblioteca, el salón y el comedor.
Se detuvo ante una pesada puerta de roble.
—Esto no está al alcance de los invitados, pero me gustaría que usted lo viera. Es el escondrijo de Gregory, su orgullo y alegría.
—La casa es engañosa —dijo Robin—. Es bastante grande, ¿verdad?
Ella rió alegremente.
—¿No sabe? En realidad son dos casas de piedra arenisca. Echamos abajo toda la pared que separaba las dos casas y conseguimos tener quince habitaciones grandes, en lugar de treinta pequeñas.
Robin miró el refugio de Gregory con evidente aprobación.
—Buena habitación para un hombre.
Ella mostró un rostro pensativo.
—Por desgracia, pasa demasiado tiempo aquí.
Él asintió.
—Supongo que aquí estudia sus problemas.
Él sonrió.
—Mis problemas son de menor envergadura. Yo sólo tengo un departamento de que preocuparme. Gregory tiene toda la cadena.
Ella levantó las manos, en ademán de irónica desesperación.
—¿Los negocios son la única clase de problemas que tienen los hombres? Les envidio.
La sonrisa de Robin fue evasiva.
—Los problemas de una mujer no pueden resolverse tomando un trago y meditando profundamente por espacio de una hora en un refugio —dijo ella.
—Tal vez no lo ha probado —contestó Robin.
—¿Cómo borra usted la soledad, Robin?
Él la miró con extrañeza. Por unos segundos, sus ojos se encontraron. La mirada de Judith era retadora, con una sugerencia de intimidad. Su voz era baja cuando empezó a hablar.
—Robin, amo a Gregory. Al principio de nuestro matrimonio, vivimos maravillosamente. Pero ahora está casado con la IBC. Es mucho mayor que yo... la excitación de la cadena le basta. Sus problemas se los trae a casa; a veces, experimento la sensación de no existir para él. Le veo cuando estamos junto con otras personas, en las fiestas, en las cenas. Sé que me ama, pero soy simplemente una parte de su imperio. Me siento muy sola y aislada. No soy la clase de mujer que se divierte jugando a las cartas o encontrándose con otras amigas para ir a comer.
—Cada uno tiene su propia clase de soledad —dijo Robin.
—Pero, ¿por qué? La vida es tan corta. Somos jóvenes tan poco tiempo. Creo que lo que importa es no hacerle daño a nadie. —Se encogió de hombros con desamparo—. Gregory era corredor de bolsa cuando joven y entonces decía: «Es el mejor juego de azar del mundo»; sin embargo, ya no juega a la bolsa. Ahora su mayor interés son los «números», como él dice. Pero una mujer no puede existir de esta manera. Necesita afecto. —Se miró las manos y giró el anillo—. Tal vez yo lo he encontrado una o dos veces. —Le miró—. Pero nunca le robó nada a Gregory. Nunca alteró mi amor por él. Era una clase de amor distinta. Simplemente le di a alguien algo que Gregory no tuvo tiempo o no tuvo la sensibilidad necesaria para aceptar. —Después, en voz baja, dijo—: No sé por qué le digo estas cosas. —Sonrió tímidamente—. Pero la amistad no es una cuestión de tiempo, sino una cuestión de entendimiento.
Él la tomó por los hombros y sonrió.
—Judith, usted es una mujer encantadora, pero quisiera aconsejarle que no se sincere así con cualquiera.
Sus ojos lo miraron suplicantes.
—Nunca me abro así. Nunca lo hice antes, no sé lo que me pasa, Robin.
Él la giró y la dirigió hacia la puerta.
—Demasiado ponche de huevo —le dijo con una sonrisa—. Ahora volvamos con sus invitados. Es una manera de no sentirse solo.
Ella le miró directamente.
—¿Es esta la única solución?
Él la tomó del brazo y la acompañó de nuevo al salón.
—Estoy con una señorita que pudiera sentirse muy sola entre tanta gente. Feliz Año Nuevo, Judith. Y cuidado con el ponche de huevo.
La dejó y fue directamente hacia Maggie Stewart.
Judith se encontraba en un estado de shock; sin embargo, siguió saludando a la gente y sonriendo.
La sonrisa de Maggie tampoco se alteró. Había visto que Robin había abandonado el salón junto con Judith Austin y sabía que habían permanecido apartados algún tiempo. Judith Austin era una mujer muy hermosa. Pero la figura del hombre alto y apuesto que cruzaba la habitación y se acercaba a ella disipó inmediatamente toda su inquietud.
La tomó del brazo con ademán posesivo para apartarla de Ethel y Christie Lane. De repente, su atención se concentró en la puerta. Todo el mundo dirigió la mirada hacia la frágil muchacha que entraba en aquel momento. Después se esparció un murmullo entre aquel grupo de gentes sofisticadas. No importaba que entrara silenciosamente, Diana Williams entraba en un salón. Permaneció allí vacilante y sola, casi como una niña. Gregory Austin corrió a saludarla y la rodeó protectoramente con el brazo. En pocos segundos, todos la rodearon. Diana aceptó todas las presentaciones con modestia.
—Muchacho, Ike Ryan no sabe lo que hace esta vez —dijo Ethel mientras contemplaba el revuelo que se había producido—. Diana está perdida. La van a hacer pedazos.
Finalmente, Diana pudo escabullirse y se dirigió hacia Robin. Gregory Austin seguía todavía tomándola del brazo posesivamente.
—Robin —le reprendió—, ¿por qué no nos dijo que había invitado a la señorita Williams a nuestra fiesta? No sabíamos que estuviera en la ciudad, de lo contrario le habríamos enviado una invitación personal.
—Me invitó usted el día de Navidad en el Voisin —dijo Diana acusadoramente—. Al no venir usted a recogerme, pensé que habría entendido mal y que me esperaba usted aquí.
—Permítame que me excuse por mi torpeza ofreciéndole un trago —dijo Robin.
Él y Gregory Austin la acompañaron al bar, dejando a Maggie con Ethel y Christie.
Ethel estaba hablando de su nueva suite en el Essex House.
—Nos trasladamos allí ayer justamente —le explicó a Maggie.
—Es estupendo —dijo Christie—. Salón, dos dormitorios y es tres veces más caro que el Astor.
—Bueno, en realidad no me imagino a mí misma empujando un cochecito de niño por Broadway —refunfuñó Ethel—. Por lo menos el Essex House está al otro lado del Parque. Será bueno para el niño.
—Oh, no lo sabía. Enhorabuena —dijo Maggie, esforzándose por mostrar un interés que no sentía.
Christie se mostraba radiante.
—El conejo murió la pasada semana. Cuando el médico me dio la noticia... bueno, estaba tan contento que hubiera hecho cualquier cosa.
—Excepto dejar el Astor —gritó Ethel—. Pero al final cedió.
—Sí, y me ha mandado a dormir al otro dormitorio. Hasta que nazca el niño, después lo convertiremos en su cuarto. Pero creo que tiene razón, una futura madre necesita dormir bien. Vosotras dos quedaros hablando aquí. Allí está Dan y quiero decirle una cosa.
Cruzó el salón y agarró el brazo de Danton Miller.
Maggie se sintió incómoda con Ethel. No la conocía y no era muy hábil en la conversación con mujeres.
—¿Para cuándo espera el niño? —le preguntó.
—Hacia finales de agosto o principios de septiembre. Llevo tres semanas de retraso, pero el test del conejo fue del todo positivo.
Hubo un momento de embarazoso silencio. Después dijo Maggie:
—Creo que tuvo usted muy buena idea al escoger un hotel junto al Parque. Será maravilloso para el niño.
—¿No creerá usted que pretendo quedarme allí? —le preguntó Ethel—. Christie todavía no lo sabe, pero la próxima temporada hará el show desde California.
—¿Ah, sí...?
Maggie no lo sabía pero tenía que decir algo.
—Lo conseguiré. Con Christie, la palabra mágica es «niño». Le diré que el Parque no es bueno para el chico, por los atracos y todo eso. Y una vez salgamos de aquí, estoy decidida a conseguir una clase de vida completamente distinta: una casa grande y alternar con la gente adecuada. Conseguiré que alquile los servicios de Cully y Hayes; tenemos que relacionarnos con la gente adecuada para que nuestro niño conozca a los niños apropiados. Le digo que Hollywood está esperando a Ethel Evans Lane.
—Tal vez le decepcione —dijo Maggie.
Recorrió la habitación con la mirada, preguntándose dónde estaría Robin.
—Está en el refugio con Diana —dijo Ethel.
—¿Cómo dice?
—Su amigo... Diana lo ha acaparado.
Maggie estaba demasiado aturdida para poder contestar. Por unos momentos, hubo un silencio embarazoso. Después Dan y Christie se acercaron a ellas.
—Hemos estado hablando de otro programa para dentro de dos años —dijo Christie—. No lo creerás, los patrocinadores me están esperando ya para las dos temporadas siguientes.
—¿Puedo ofrecerle otro trago de este pegajoso brebaje? —preguntó Dan dirigiéndole una sonrisa a Maggie.
Se escucharon unas risas procedentes del refugio. Evidentemente Diana era objeto de la corte de Robin. Dan sonrió y bajó la voz conspiradoramente.
—He observado que ha venido usted con Robin Stone. ¿Significa que tiene usted que marcharse con él?
—Es lo normal, ¿no cree? —preguntó ella.
—No me gusta. Quería invitarla a cenar. ¿Cuánto tiempo va a permanecer en la ciudad?
—Aproximadamente unas dos semanas.
—¿Puedo llamarla?
—Bueno.
Pensó rápidamente que no podía decirle simplemente que no, y por otra parte no quería decirle dónde estaba.
—Le llamaré yo —dijo ella—. Tengo intención de ir a visitar a mi familia a Filadelfia mañana. No sé cuántos días estaré fuera.
—¿Sabe dónde encontrarme?
—La IBC —sonrió ella—. Y ahora es mejor que busque a Robin.
Dejó a Dan y se dirigió hacia la biblioteca. Diana acaparaba la atención de todo el mundo hablando de sus hijos gemelos.
—Están creciendo tanto —decía— que no puedo ocultar su edad. Y como es natural los Beatles son sus ídolos. Ellos también llevan el pelo largo. Son absolutamente tipo Carnaby Street. El otro día estaba a punto de presentarlos como mis niños, y al ver a estos dos muchachos de diecisiete años y un metro ochenta, dije de repente: «Les presento a los cantantes gemelos».
Todos rieron con más entusiasmo del necesario. Robin no rió. La observó con cuidado, y cuando ella le entregó su vaso vacío; hizo una seña al camarero para que se lo llenara de nuevo.
Maggie se acercó a él y le deslizó el brazo por debajo del suyo.
—Son las siete —murmuró— y me muero de hambre.
—Hay una mesa llena de entremeses —dijo él, manteniendo los ojos fijos en Diana.
—Me gustaría marcharme.
—Estoy trabajando, nena.
Se tocó el bolsillo.
—Tengo una carta de aceptación ya preparada. La llevo encima desde hace dos semanas. Lo único que tiene que hacer ella es firmar. Y si eres buena chica, podrás ser testigo de ello.
—¿Cuánto tardaremos?
—Espero que pueda conseguirlo esta noche a la hora de cenar.
—¿Cenará con nosotros? —preguntó ella.
—Cenará conmigo. Y, si quieres, puedes venir.
Ella se volvió y abandonó la habitación. No miró hacia atrás, pero presintió que él no la miraba. Vio a Dan Miller en el momento en que se despedía de la señora Austin. Llevaba la chaqueta colgando del brazo. Cruzó la habitación y se acercó a él.
—¿Sigue manteniendo la invitación de la cena?
—Desde luego. ¿Le gusta el Pavillon?
—Es uno de mis restaurantes favoritos.
El Pavillon estaba empezando a quedarse vacío. Sentada y jugando con una copa de coñac, Maggie se preguntaba qué habría pensado Robin al descubrir que se había marchado. Eran casi las once. Probablemente estaba en casa, mirando el noticiario. Su cólera se disipó y de repente se sintió culpable por haber escapado de él. ¿Qué importaba que Diana hubiera cenado con ellos? ¡Robin necesitaba la firma de Diana para el Acontecimiento! Se había comportado como una niña y —peor todavía— abiertamente posesiva. Nunca se había comportado así con ningún hombre, ni con Adam ni con Andy, porque nunca ninguno le había importado tanto. Tal vez fuera este el secreto de su éxito. ¿Acaso era verdad eso? ¿Era necesario fingir indiferencia para conservar a un hombre? Pasaba esta aburrida velada con Dan para jugar con Robin. Pero era ridículo, tenía a Robin, lo amaba. ¿Por qué estaba sentada en el Pavillon escuchando la historia de la vida de aquel idiota?
—Me alegro de que no haya nada entre usted y Robin —dijo él de repente.
Ella le miró con curiosidad.
—¿Por qué lo dice?
—Porque él no me gusta.
—Es un buen amigo mío.
Su voz tenía un tono de advertencia.
Él sonrió.
—Sigue sin gustarme, y no es por nada personal.
Bueno, a ella no le gustaba nada de Danton Miller. Sobre todo su sonrisa relamida.
—Tal vez le teme usted —dijo ella fríamente.
—¿Temerle?
—Si su desagrado no tiene una base personal, supongo que tendrá algo que ver con el negocio. Sé que trabajan los dos en la IBC y conozco un poco lo que es la política de una Cadena. Indudablemente, Robin ha proporcionado mayor difusión al noticiario, por lo que debe existir alguna rivalidad entre ustedes.
Él echó la cabeza hacia atrás y rió. Cuando la miró, sus ojos eran casi como ranuras.
—No le tengo miedo al Gran Stone y, ¿sabe por qué? Porque tiene demasiado orgullo, y eso será su destrucción.
—Considero que el orgullo es una ventaja.
—No hay lugar para ello en este negocio. Le diré una cosa, Maggie. Cuando se llega a la lucha cuerpo a cuerpo, yo no tengo orgullo. Por eso sobreviviré. Llega un tiempo en que uno tiene que arrastrarse un poco, por alto y poderoso que sea. Pero Robin Stone nunca se arrastrará. Por eso no sobrevivirá. Y esta es la única palabra que cuenta en este negocio. Supervivencia.
Ella tomó su bolso, esperando indicarle así que daba por finalizada la velada.
Él lo observó y pidió la cuenta.
—La estoy aburriendo hablando de negocios. ¿Tomamos un último trago en algún sitio?
—Estoy muy cansada, Dan, y tengo que levantarme pronto mañana.
Cuando él llamó un taxi, le dijo que se alojaba en el Plaza. Él la dejó allí y esperó a que entrara. Cruzó el vestíbulo, se dirigió hacia la salida de la calle Cincuenta y ocho y tomó un taxi para dirigirse a casa de Robin.
No se veía luz por debajo de la puerta cuando metió la llave en la cerradura. Quizá se había acostado. Caminó de puntillas por el salón dirigiéndose al dormitorio. La habitación estaba a oscuras pero vio el borroso perfil de la cama, deshecha y desordenada por su tarde de amor. Estaba vacía. Regresó al salón y estaba a punto de encender la luz cuando vio luz por debajo de la puerta de su estudio. Sonrió; estaba trabajando en su libro. Caminó hacia la puerta, y cuando ya estaba a punto de abrirla, escuchó voces. Era Diana y parecía estar bebida.
—Esta alfombra no es muy blanda...
Robin rió.
—Bueno, ya te he dicho que hicieras la cama.
—¡Yo no me acuesto entre las sábanas de otra mujer!
Después hubo silencio.
Abrió la puerta silenciosamente. No podía creerlo. Ambos estaban totalmente desnudos. Robin estaba tendido en la butaca, con los brazos detrás de la cabeza. Diana estaba arrodillada y le hacía el amor. Ninguno de los dos se había dado cuenta de que ella estaba allí. Salió de la habitación y cerró la puerta con cuidado. Después volvió al dormitorio y encendió la luz. Sacó su maleta y, después, con un repentino cambio de idea, la dejó en el suelo. ¿Por qué preocuparse por algunos pares de pantalones y un vestido? No quería volver a ponerse nada de lo que se había puesto con él. Tomó sus electos de maquillaje y su monedero e hizo ademán de salir de la habitación. Se volvió y contempló la cama. La cama que había compartido con Robin algunas horas antes. La cama que había esperado compartir con él aquella noche y todas las noches. La cama que ya había considerado como parte de su futuro, la cama en la que Diana no quería acostarse a no ser con sábanas limpiase ¿Cuántas muchachas habrían dormido en ella? ¿Cuántas más dormirían todavía? Corrió hacia la cama y arrancó las sábanas, pero no pudo hacerlas jirones tal como hubiera deseado. ¡Nadie dormiría en aquellas sábanas ni en aquella camal Recordó que había una lata de líquido inflamable en el botiquín y corrió al cuarto de baño a buscarla. Lo vertió sobre las sabanas y el cabezal, encendió una cerilla, la acercó a la caja de cerillas hasta que esta ardió y entonces la tiró sobre la cama. Con un silbido, una llama de color anaranjado intenso prendió en las sábanas.
Salió corriendo del apartamento. Atravesó el vestíbulo y se detuvo en la puerta. Con voz tranquila dijo al conserje:
—Acabo de llamar a la puerta del señor Stone, no me han contestado, pero me ha parecido que olía a quemado...
Mientras el conserje corría hacia el ascensor, Maggie cruzó la calle y se quedó de pie bajo el porche de otro edificio de apartamentos, mirando. Sonrió levemente al observar un resplandor de luz en el dormitorio de Robin. Al cabo de pocos minutos, se oyeron las sirenas. Muy pronto se apagó el resplandor del fuego y por la ventana empezó a salir una oscura humareda. Vio a Robin salir a la calle junto con otros inquilinos. Se había echado encima una trinchera y llevaba unos pantalones cualquiera. Diana se cubría con su abrigo pero iba descalza, saltando alternativamente sobre uno y otro pie sobre el frío suelo. Maggie echó atrás la cabeza y rió.
—Espero que coja una pulmonía —dijo en voz alta.
Después echó a andar calle abajo.
Caminó cinco manzanas, antes de producirse en ella una reacción. Empezó a temblar y un sudor húmedo le empapaba la frente. Dios mío, ¡qué había hecho! Podía haberle matado. Podía haber matado a todos los ocupantes del edificio. Se sintió desfallecer al pensar en el horror de sus acciones. De repente comprendió que la gente pudiera matar en un momento de cólera, alegando después locura transitoria. Ni siquiera había pensado en el peligro de que el fuego se extendiera... ¡Gracias a Dios, no había sido grave! Vio pasar un taxi, lo llamó y murmuró: «Aeropuerto Kennedy». Después se reclinó en su asiento. Tendría que esperar varias horas para tomar el avión de Los Ángeles, pero no importaba. El coche cruzó por una calle flanqueada de árboles, dirigiéndose al East River Drive, la calle en que vivían los Austin. Contempló la maciza construcción de piedra arenisca. Cómo envidiaba a una mujer como Judith Austin, tan segura en su hermosa fortaleza de piedra arenisca...
En aquel momento, Judith Austin estaba de pie ante el espejo, valorándose a sí misma en silencio. Sonrió ante el espejo y estudió su sonrisa. Indudablemente era una sonrisa forzada. Bien, esta era la sonrisa que había exhibido hasta las nueve y media, hasta que se fue el último invitado. Le dolía la cabeza y hubiera deseado retirarse a su dormitorio, pero se obligó a tomar un pequeño refrigerio con Gregory en la intimidad de su dormitorio. Mordisqueó un poco de pavo frío y le escuchó refunfuñar. Las fiestas se estaban convirtiendo demasiado en un negocio-espectáculo. El próximo año controlaría personalmente la lista, si es que daban una fiesta de ponche de huevo el próximo año.
En otras circunstancias, ella hubiera hecho objeciones, le hubiera ablandado, pero aquella noche estaba demasiado ensimismada en sus propios pensamientos. Cuando le dejó y se encontró en la intimidad de su dormitorio, se echó completamente vestida sobre la cama y procuró ordenar en su mente los acontecimientos que se habían producido aquella noche.
Pero ahora, vestida con su camisón, tenía que admitir que Robin Stone no había mordido el anzuelo. De repente, se derrumbó su entereza y las lágrimas rodaron por su rostro. Las contuvo toda la noche. No se permitió a sí misma pensar en su desprecio. No podía permitírselo ni ante toda aquella gente, ni ante Gregory. Pero ahora podía dar rienda suelta a sus emociones. De repente se sonó la nariz. ¡No quería llorar! Las lágrimas eran un lujo que no podía permitirse. Unas pocas lágrimas como gotas de diamante al presenciar una comedia triste o al conocer la noticia de la muerte de un amigo, de acuerdo; lágrimas que rodaban suavemente desde el borde de los ojos, sin estropear el maquillaje de las pestañas inferiores. Pero nada de lágrimas interminables, nada de sollozos: esto significaba párpados hinchados al día siguiente y bolsas debajo de los ojos. Y tenía una comida en el Colony y una cena de etiqueta por la noche.
Pero Robin la había rechazado. No, no precisamente rechazado... se había limitado a ignorar su velado ofrecimiento. ¡Velado! Nunca se había atrevido a tanto con nadie en toda su vida. En el pasado, se había tratado simplemente de una mirada, de una ligera sonrisa y así había conseguido una respuesta inmediata. Dios mío... ¡le quería tanto! Necesitaba que alguien estuviera junto a ella y le dijera que era encantadora. Necesitaba amor. ¡Quería a Robin! Quería mantener relaciones sexuales con alguien que la hiciera sentir joven y deseable. Hacía meses que Gregory no lo había intentado. Dios mío, poder ser joven de nuevo, y tener a un hombre como Robin, sentarse en bares oscuros y tomarse de las manos, caminar por la arena, por los Hampton y contemplar la luna... El amor de Judith empezaba en su corazón y en su cabeza; el orgasmo era secundario. Para ella, mientras se sintiera emocionalmente atraída, la experiencia era satisfactoria. Si pudieran rodearla los brazos de Robin, si pudiera sentir su cuerpo desnudo junto al suyo, ya nada le importaría.
Gregory nunca la había excitado como hombre. Incluso cuando era joven, fuerte y vigoroso, carecía de la chispa que enciende el idilio. Ya desde el principio, las cuestiones sexuales no habían sido importantes para él. No conocía ninguna variación del amor. Nunca decía las cosas apropiadas en el momento oportuno, nunca la había llenado por completo en toda su vida. Tal vez tuviera ella la culpa. Quizás le había dado a entender que estaba por encima de todo ello. Pero nunca había conseguido experimentar con Gregory ni un asomo de la excitación que había sentido con sus amantes «de fuera». Él no hubiera podido dar crédito a sus ojos si hubiera visto el abandono que ponía de manifiesto con ellos, el abandono que nacía del estremecimiento del romance. Sin embargo, admiraba muchas cosas de Gregory. Le amaba con la misma veneración con que amaba a su padre y a su madre. Se sentiría perdida sin él. La vida que llevaban juntos era maravillosa. Nunca se aburría con Gregory, pero no había romance y nunca lo había habido. Tal vez un hombre que era como una dínamo era incapaz de expresar las pequeñeces sentimentales que significan tanto para una mujer. Pero Robin Stone era tan fuerte como Gregory, o quizás más, Sin embargo, se comprendía que estaba completamente encerrado en sí mismo. Y está noche se había marchado con aquella actriz acabada, Diana Williams. ¿Cómo podía un hombre tan inasequible para ella estar a la disposición de estrellas de segunda categoría y de actrices en decadencia? ¡No había derecho! Tener a Robin sería la suprema conquista. No sería simplemente un amante extraoficial. Tenía la misma vitalidad que admiraba en Gregory, pero Robin era apuesto, excitante: ¡Dios mío, poder ser amada por un hombre así!
Pero la había rechazado. ¿Pensó tal vez que era demasiado peligroso? Claro, ¡tenía que ser eso! Si tuvieran relaciones amorosas y estas terminaran mal, podría temer que de ello saliera perjudicada su carrera. Tenía que hacerle comprender que si pasaban un mes juntos, un año juntos, no importaba la forma en que terminaran, ello no afectaría en modo alguno su empleo en la IBC.
Se dirigió hacia el espejo y se contempló la cara. Dios mío, tenía más de dos centímetros de piel fláccida. Había sucedido tan gradualmente. Se tensó la piel. ¡Ahora estaba preciosa! Bueno, lo había decidido: mañana empezaría a buscar el médico adecuado. Y tendría que tomar algunas pastillas. Hacía cinco meses que no tenía la regla, y los sudores nocturnos eran terribles. No se podía dormir con un hombre como Robin Stone y despertarse en medio de la noche bañada en sudor.
Se puso un vestido. Era extraño que Gregory no hubiera entrado a darle las buenas noches y a amenazarla con que aquélla sería la última fiesta de ponche de huevo que daban. Iría ella, le besaría en la frente y le desearía feliz Año Nuevo si todavía estaba despierto. Ahora que ya había tomado una decisión con respecto a su cara y al plan para conseguir a Robin, se sentía alborozada. Tendría que explicarle a Gregory lo de la operación facial y decirle que era simplemente por su propia vanidad. No habría problemas con respecto a su desaparición de la escena, fingiría que había ido a visitar a Connie a Roma.
Su sonrisa cesó en cuanto entró en la habitación.
Estaba tendido sobre la cama, completamente vestido. La alarma y el remordimiento le oprimieron la garganta.
—Greg —murmuró suavemente.
—Este ponche de huevo me ha formado como una roca en la tripa —se quejó. Ella suspiró aliviada.
—Lo dices cada año, pero bebes más que nadie. No hay ninguna regla que diga que tienes que beberlo. Podrías beber whisky. Vamos, desnúdate.
—No puedo moverme, Judith. Cada vez que lo intento, me duele.
—¿Quieres un Alkie?
—Ya he tomado dos.
—Gregory no puedes quedarte así, tendido en la cama. Vamos.
Intentó sentarse, pero se dobló. Su cara aparecía pálida y la miró con preocupación.
—Judith, eso es algo distinto.
Ella se acercó inmediatamente.
—¿Dónde te duele?
—El vientre.
—Entonces es una simple indigestión, Greg. Procura desnudarte y después podrás descansar.
Intentó moverse y gritó de dolor. Judith corrió al teléfono y llamó al médico. Observó que Gregory no se lo impedía. Permanecía sentado en la cama, doblado sobre sí mismo, balanceándose hacia adelante y hacia atrás.
El doctor Spineck llegó a los veinte minutos. Judith estaba abajo, esperándole.
—David, me alegro de que haya podido venir.
—Me alegro de haberme puesto en contacto con mi servicio de llamadas. Por lo que usted me dice, no parece nada del corazón.
—Supongo que se trata de una simple y anticuada indigestión. Siento haberle tenido que llamar, pero nunca le había sucedido.
Esperó fuera de la habitación mientras el médico lo examinaba. Cuando la llamó este, Gregory estaba sentado en una silla completamente vestido y tranquilo.
—Le he dado una inyección de Demerol para calmarle el dolor —dijo el doctor Spineck—. Creo que es de la vesícula biliar.
—No es grave.
Era más una afirmación que una pregunta.
—Tendremos que hacerle algunos análisis —le contestó—. Pero tiene usted razón. No es grave. Simplemente molesto.
Se dirigieron al hospital en el mismo coche del médico. A Gregory lo instalaron en una habitación de esquina. Se llamaron las enfermeras. Se le hicieron análisis de sangre. Judith se encontraba en un salón y fumaba sin descanso. Al cabo de media hora, se le acercó el doctor Spineck.
—No va a ser tan sencillo como creíamos. Tiene un cálculo alojado en el conducto y es necesario operarle inmediatamente. He llamado al doctor Lesgarn. Vendrá en el acto.
A la una en punto sacaron a Gregory en camilla de su habitación. La enfermera del piso le trajo a Judith un poco de café. Debía haberse dormido porque el doctor Spineck le tocó suavemente la mejilla. Se levantó y miró asombrada a su alrededor. Inmediatamente se orientó y miró su reloj: eran las cuatro de la madrugada. Sus ojos se dirigieron hacia la cama en que Gregory debía haberse encontrado. Alarmada, miró al doctor Spineck.
Este sonrió.
—Gregory está bien. Se encuentra en la sala postoperatoria. Estará varias horas allí. Tendrá enfermeras constantemente.
—¿Estará bien? —preguntó ella.
El médico asintió.
—Debe hacer mucho tiempo que tenía cálculos biliares. Ha sido una operación más difícil de lo que suponíamos. No puede saltar de la cama y volver al despacho dentro de dos semanas, tiene que tomarse lo que resta del invierno para recuperarse.
—No lo hará —dijo Judith.
—Tiene que hacerlo, Judith. Ya no es muy joven. Ninguno de nosotros lo somos. Esta operación ha sido un shock para su sistema. Dudo que se encuentre con fuerzas para trabajar durante algunos meses.
—¿Cuándo despertará?
—No antes de las diez o las once de la mañana. Le acompañaré a casa.
Era casi el alba cuando se acostó. Pobre Gregory, no le gustaría tener que hacer las cosas con calma. Y ella tendría que permanecer en Palm Beach todo el invierno y... de repente, se odió a sí misma. ¿Cómo se atrevía a pensar en Robin? Las lágrimas asomaron a sus ojos. «¡Oh, Gregory, te amo! —murmuró contra la almohada—. Te amo mucho. Por favor, ponte bueno». Y se prometió a sí misma que, a partir de aquel momento, no volvería a pensar siquiera en Robin Stone, pero aunque hiciera esta promesa, sabía que no iba a cumplirla. Se odiaba a sí misma porque, en la oscuridad de su habitación, se preguntaba con quién estaría acostado Robin Stone...
Robin estaba acostado en una cama estrecha de una pequeña habitación del Harvard Club, solo.
Sonrió por primera vez aquella noche. Por lo menos, Maggie había tenido la buena idea de avisar al portero después de prender fuego a la casa. Sabía que había sido Maggie porque vio su maleta en el suelo y las cerillas chamuscadas del Pavillon sobre la cama. Rió en voz alta al pensar en cómo Maggie había entrado y lo había encontrado haciéndose el amor con Diana. Y lo peor era que él no había sentido nada. En cierto modo, le agradecía a Dios el incendio; nunca hubiera podido librarse de aquella loca. Ni siquiera sabía cómo hacerle el amor a un hombre: sus dientes habían sido como cuchillas. Sí, el fuego había sido muy oportuno. A Diana le había pasado la borrachera de golpe y se alegró de que la acompañara a su hotel. ¿Pero por qué la había llevado a casa? Le había firmado el contrato en el Jilly's. Y, si creía que tenía que pagarle de alguna manera, hubiera podido ir a su hotel. Archie diría que había querido ser sorprendido, para librarse de Maggie. Bueno, todo era para bien, y lo único que le había costado era un dormitorio. También le había costado Maggie Stewart. Entre sus ojos se dibujó una ligera sombra, después sonrió.
—No, Conrad, tú has perdido a Maggie. No yo. Estás muerto, pequeño bastardo, muerto.
Como en un impulso, tomó el teléfono y pidió la Western Union. ¿Dónde vivía? Bueno, lo enviaría a la Century Pictures. Ya se lo darían.
Entregaron el telegrama a Maggie en el Melton Towers después de haber estado rodando tres días por el departamento de correspondencia del estudio. Ella lo leyó y después compró un pequeño marco y lo colgó en la pared del cuarto de baño. Rezaba así:
RETIRO LO DICHO. SERÁS UNA ESTRELLA. ¡ESTÁS CHIFLADA! ROBIN.
Judith se sentaba cada día junto al lecho de Gregory. Por primera vez, comprobó que se teñía el pelo. Nunca se le había ocurrido pensar que su cabello rojo con mechones grises no fuera natural. Pero después de permanecer una semana en el hospital, observó que su cabello era más blanco que rojizo y en la nuca era totalmente blanco. Su cara sin afeitar presentaba una pelusa blanca y de repente le pareció un anciano cansado. Pero comprendió que estaba mejor cuando le vio interesarse por lo que ocurría a su alrededor. Al terminar la segunda semana, ya empezó a examinar las clasificaciones Nielsen. Mandó llamar a su barbero y le dijo a ella que saliera de compras o a lo que quisiera. Cuando Judith regresó a las cinco, su cabello había recobrado su habitual tono rojizo, había cambiado el pijama del hospital por otro de seda, estaba leyendo la revista Time y de nuevo parecía en todo el presidente de la IBC. Pero había perdido mucho peso y, por primera vez, aparentaba los años que tenía. Tembló y se preguntó qué aspecto tendría ella si hubiera sufrido un ataque semejante. Hacía quince años que André le teñía el cabello. Dios mío, quizás lo tuviera completamente gris. ¡Y sin maquillaje!
Gregory dejó la revista, tomó el teléfono y solicitó la IBC.
—Por favor, cariño, tanto el doctor Spineck como el doctor Lesgarn dicen que nada de trabajar. En realidad, insisten en que, cuando salgas de aquí, te tomes un prolongado período de descanso.
—Tengo intenciones de hacerlo —dijo él—. Iremos a Palm Beach todo el invierno. Serán las primeras vacaciones que me tomo desde hace muchos años.
Se incorporó y le tomó la mano.
—Judith, me alegro mucho de que sólo fuera la vesícula biliar. Hace algún tiempo que sentía estos dolores, pero normalmente me pasaban. No me importa decírtelo, tenía miedo de que me examinara el médico. Estaba seguro de que era cáncer. Si hubiera tenido fuerzas, hubiera gritado de alegría cuando me dijeron que se trataba simplemente de la vesícula biliar. Y este invierno disfrutaré jugando al golf y estando contigo. Llamo por teléfono precisamente para arreglar las cosas.
Su primera llamada fue para Cliff Dome, jefe del departamento legal.
—Cliff, quiero que vengas aquí lo más tarde dentro de media hora. Ahora ponme con Robin Stone.
A las cinco y media llegaron Robin Stone y Cliff Dome.
Judith estaba sentada en un sillón.
—¿Quieres que salga fuera mientras habláis? —preguntó ella.
—No, quédate, Judith —dijo Gregory—. Es una decisión importante. Quiero que la escuches. Robin, ¿le gustaría ser el presidente de la IBC?
Robin no contestó. Fue Cliff Dorne quien reaccionó.
—¿Presidente de la IBC? —repitió Cliff—. ¿Qué es Danton Miller?
Gregory se encogió de hombros.
—Dan es presidente de la Cadena.
—¿Y qué es exactamente presidente de la IBC? —preguntó Cliff.
—Un nuevo título que acabo de inventarme. Significa simplemente una división de poderes mientras yo esté fuera.
—¿Pero cree que Dan no dirá nada si se coloca a Robin junto a él? —preguntó Cliff.
—No, porque Dan sigue conservando el mismo poder. Siempre ha tenido que informarme a mí. Ahora tendrá que hacerlo a través de Robin. Y Robin me lo notificará todo a mí.
Cliff asintió. Después, por primera vez, ambos miraron a Robin.
Robin se levantó.
—Lo siento, pero me niego.
—¿Está usted loco? —gritó Gregory.
—Estaría loco si aceptara un cargo así. Por lo que veo, tendré que luchar cuerpo a cuerpo con Dan durante dos meses y, en realidad, no seré más que un perro guardián glorificado y un chico de recados. Después regresará usted de Palm Beach con un precioso bronceado y yo volveré a ser presidente del Noticiario, con un montón de enemigos y una úlcera como la de Dan.
—¿Quién ha dicho que volverá usted al departamento de noticias? —preguntó Gregory.
—Supongo que se trata de un cargo temporal. Todos los títulos creados lo son.
Robin se rascó la barbilla pensativo.
—Tal vez lo fuera en su idea primitiva, pero cuanto más lo pienso, tanto más sensato me parece convertirlo en permanente.
—Pero, esencialmente, yo soy un periodista —dijo Robin.
—¡Tonterías! —gritó Gregory—. El programa del Acontecimiento lo ha convertido usted en un verdadero programa de diversión. Sin darse cuenta, Robin, se ha apartado inconscientemente de las noticias. Si no le conociera mejor, pensaría que está usted perdiendo facultades.
Robin sonrió tranquilamente pero sus ojos eran como el acero.
—Tal vez las estoy perdiendo.
Gregory sonrió.
—No juzgo sin conocimiento de causa. Tengo informes acerca de usted.
Alcanzó un fajo de papeles que se encontraba en la mesilla de noche.
—¿Lo duda? De acuerdo: usted es de Boston. Algún día heredará dinero. Su padre era uno de los mejores abogados de allí. Su madre vive en Roma. No se encuentra bien, lo siento. Tiene usted una hermana en San Francisco, cuyo marido es rico por sus propios medios. Bien, un hombre con estos antecedentes gusta de hacer bien su trabajo. Posee seguridad, no está hambriento de poder. Míreme a mí, Robin: me crié en la Décima Avenida, uno de los chicos con quien yo jugaba fue a la silla eléctrica. Parece una película de Bogart pero así fue. Algunos de los chicos de mi manzana se convirtieron también en buenos abogados, políticos y médicos. Porque los muchachos de aquel barrio necesitaban el poder. Si escogían el camino del delito, no se dedicaban a hacer el tonto por ahí robando. Se convertían en asesinos. Y, si se dedicaban a los negocios, se convertían también en asesinos. Yo soy un asesino. Dan es un asesino. Usted no lo es. No le dejaría manejar a usted las cuestiones financieras de la cadena ni cinco minutos. El programa En Profundidad nos costó siempre más de lo previsto. Lo convirtió usted en un programa de prestigio. Ahora que lo dirige Andy Parino y que Cliff lo vigila, este programa nos está proporcionando dinero por primera vez.
—Tampoco está bien —dijo Robin—. Había pensado hablar con Andy el lunes. Estamos haciendo demasiados programas sobre Nueva York. Necesitamos un poco de sabor europeo.
—No hablará con él —gritó Gregory—. A eso me refiero cuando hablo de usted y las cuestiones económicas. El programa tiene unas clasificaciones aceptables. Podemos seguir otra temporada con lo mismo. Afortunadamente, el programa del Acontecimiento nos reporta bastante dinero aunque usted lo dirija.
Gregory sonrió para amortiguar el efecto de sus palabras.
—Pero no le he pedido que viniera aquí para hablarle de la economía en televisión. Dan sabe mucho de eso y Cliff mucho más. Dan tiene una cualidad: que nunca recomienda un programa que no permita conseguir beneficios.
—¿Y qué me dice de la calidad? —preguntó Robin.
—El público no quiere calidad. Tenemos algunos programas de calidad y los conservamos. Y en ellos perdemos dinero. Usted sabe lo que el público quiere. Porquería, eso es lo que quiere. Las elevadas clasificaciones de las películas antiguas nos lo demuestran. Sin embargo, no seguiré este camino por ahora. Mientras pueda, procuraré crear nuevos programas para el primer tiempo. Pero, al mismo tiempo, podemos ser comerciales. Y eso es Dan. Ahora bien, si combinamos su gusto con el instinto comercial de Dan, tenemos asegurado el éxito.
Robin formó una pirámide con los dedos de ambas manos. La estudió. Después levantó los ojos.
—¿Y quién será el presidente del Noticiario?
—Haga usted una sugerencia.
—Andy Parino.
—No creo que tenga suficiente habilidad —dijo Gregory.
—Le vigilaré. Haré que me informe de todo directamente a mí.
Gregory asintió.
—De acuerdo, yo le apoyaré.
—¿Y qué me dice del contrato? —dijo Robin.
—Dan no tiene contrato.
—Yo quiero uno.
—¿Por cuánto tiempo?
—Por un año.
A Robin no se le escapó la expresión de alivio del rostro de Gregory.
—Gregory, esto puede no dar resultado. Pero quiero que sepa una cosa. No voy a limitarme a ser su informador por teléfono. Voy a ser presidente de la IBC. Tendré nuevas ideas, se las expondré a usted, lucharé por ellas si considero que son justas. Necesito la seguridad de un año. Nadie puede decir nada en seis semanas. Pero, al cabo de un año, o da resultado o regreso de nuevo al departamento de noticias y abandono el cargo.
Gregory asintió.
—Está bien. ¿Qué le parece sesenta mil al año más gastos?
—Creo que es ridículo.
—Dan empezó con cincuenta.
—¿Y qué gana ahora Dan?
—Setenta y cinco, más gastos y opción a las acciones.
Robin asintió.
—Eso ya me parece mejor.
Gregory permaneció en silencio unos momentos. Después sonrió.
—Admiro su valentía. Me gusta también la idea de que quiera usted cargar con toda la responsabilidad. De acuerdo, Cliff, redactaremos un contrato.
Después levantó la mano en dirección a Robin.
—Buena suerte al presidente de la IBC.
Robin sonrió.
—Y que el presidente de la empresa tenga unas felices vacaciones.
Después miró a Judith con un asomo de intimidad en su sonrisa.
—Cuídele, señora Austin.
La noticia se extendió por Madison Avenue como un tornado.
Dan Miller se encontraba en un estado de shock, pero fingió que el nuevo título se le había ocurrido a él. Se enfrentó con la prensa luciendo su habitual sonrisa y afirmó:
—Es un hombre estupendo y necesito a alguien que me ayude mientras Gregory no esté.
Pero pasó varias horas contemplando el horizonte desde su ventana y preguntándose qué pensaría la gente de la empresa. Tomó tranquilizantes y evitó el «21» y los restaurantes en los que pudiera tropezar con gentes de agencias. Regresó a casa por la noche y cuando leyó que Robin estaba grabando un Acontecimiento sobre Diana Williams, rogó para que Diana incurriera en uno de sus célebres fallos, así Robin tendría un fracaso.
Pero, transcurrido enero, los temores de Dan empezaron a disminuir. Las cancelaciones se habían hecho algunos meses antes. Los nuevos programas habían sido seleccionados por el propio Gregory en noviembre: algunos parecían tener éxito, otros habían sido un fracaso peor que los anteriores.
En febrero, había recobrado toda la confianza. Después le hablaron de los nuevos despachos de Robin. ¡Una suite en el último piso! Dan corrió al despacho de Cliff Dome.
Cliff intentó quitarle importancia.
—¿Dónde podíamos meterlo? Dímelo. Andy Parino ha heredado el despacho de Robin. No hay sitio. Gregory tenía allá arriba unos mil pies de superficie. Siempre había pensado convertir aquello en un gimnasio y una sauna. Pero, puesto que no hay sitio, lo ha convertido en despachos para Robin.
—¿Y yo cómo quedo? ¡Robin compartiendo el último piso con Gregory!
Cliff suspiró.
—De acuerdo, dime dónde se le puede meter y estaré encantado de poderte complacer.
—Tenían que haberme puesto a mí allí —gritó Dan—. Y darle a Robin mi despacho.
Cliff sonrió.
—No es una buena manera de pensar para un hombre que anda diciendo a todo el mundo que a Robin se le ha enviado arriba a patadas. Si le metes en tu despacho. Dan, será como si te sustituyera a ti. Entonces será verdad que a ti te habrán mandado arriba a patadas.
Dan no tuvo más remedio que permanecer en silencio. En todos los periódicos se comentaba ampliamente la noticia del nuevo cargo de Robin. Al principio, Robin se había negado a hacer ningún comentario. Pero, al final, capituló y concedió una entrevista general el día en que tomó posesión de su nueva suite de despachos.
Permaneció sentado detrás del enorme escritorio mientras lo acribillaban a preguntas. Sus respuestas fueron correctas pero evasivas. La prensa observó su reticencia y, comprendiendo que se trataba de un tema importante, lo atacaron con más ahínco. Como ex periodista, Robin los comprendía. Su trabajo consistía en conseguir noticias.
—Hablemos de televisión y no de mi nuevo cargo —dijo con una sonrisa.
—¿Qué nos dice usted de la televisión? —preguntó un joven periodista.
—Es como un pulpo. Ya ha dejado de ser una pequeña caja, se ha convertido en la Máquina del Amor.
—¿Por qué la Máquina del Amor? —preguntó un reportero.
—Porque vende amor. Crea amor. A los presidentes se les escoge por la atracción que ejercen en la pequeña caja. Ha convertido a los políticos en actores de cine y a los actores de cine en políticos. Puede conseguir que se encuentre novio usando un determinado colutorio. Afirma que las mujeres estarán pendientes de uno si se utiliza una determinada crema para el cabello. Les dice a los chicos que coman cereales si quieren ser como sus ídolos del baseball. Pero, como todos los grandes enamorados, la Máquina del Amor es un veleidoso bastardo. Tiene un gran magnetismo, pero carece de corazón, late una clasificación Nielsen. Y cuando la clasificación Nielsen vacila, el programa muere. Es el pulso y el corazón del siglo veinte... la Máquina del Amor.
Todos los periódicos reprodujeron la historia. Dan la leyó y se le ensombreció la mirada. Sobre todo, cuando los periodistas empezaron a mencionar a Robin con el apodo de Máquina del Amor.
—Tal vez el señor Stone compara la pequeña pantalla consigo mismo —escribió Ronnie Wolfe—. Su manera de comportarse con las muchachas hermosas es de todos conocida. Y al igual que la máquina de que habla, el señor Stone puede apagarse también con la misma facilidad.
Dan tiró el periódico al otro lado de la habitación. ¡Maldita sea! Sólo le faltaba eso a la figura de Robin: di que un hombre tiene un éxito fabuloso con las mujeres y, de repente, le convertirás en un ser carismático. Buscó otro tranquilizante, se lo tragó y se preguntó qué estaría haciendo aquel hijo de perra en su precioso despacho nuevo. ¿Qué otro esquema estaría preparando? Los ensayos del programa de Diana Williams habían sido retrasados dos semanas. Los periódicos decían que Byron Withers, el protagonista principal, se había negado a actuar, porque su papel se apartaba del concepto original, con ventaja para Diana. ¡Byron Withers! ¿De dónde sacaban ánimos estos actores en decadencia, pensando que podían presentarse en Broadway después de tres películas e igualarse a Diana Williams? A pesar de que estaba furioso por el nuevo cargo de Robin, Dan respetaba el talento de Diana. Dejó el periódico y esperó que se tratara de una noticia falsa y que fuera la misma Diana la causa de la perturbación.
Robin se preguntaba también si no sería la misma Diana la que se encontrara en dificultades. ¿Estaría tomando píldoras y emborrachándose? Ike Ryan aseguraba que estaba bien y ansiosa de empezar los ensayos.
—Tan pronto como encontremos al oponente adecuado —decía Ike—. No es necesario que cante muy bien, basta que resulte apropiado para el papel.
Estaba a punto de salir hacia la sala de proyecciones, cuando entró su secretaria.
—El señor Nelson le espera fuera para verle.
Por un momento, Robin quedó confuso. Al mirarla, su secretaria añadió:
—Es Dip Nelson, el actor de cine.
Robin sonrió.
—Ah, claro, hágale pasar.
Dip entró dirigiéndole a la secretaría una radiante sonrisa. Ella se aturdió y salió de la habitación tropezando.
Robin rió.
—Es una virgen de cuarenta años, ya nunca será la misma.
Dip se encogió de hombros.
—En este caso, hasta puedo hacerle el amor cuando salga de aquí, por lo menos que muera feliz la pobre mujer.
Silbó al observar el despacho.
—Bueno, amigo, es algo fantástico.
—¿Qué tal te ha ido, Dip?
El apuesto hombre rubio se sentó en una silla y echó sus largas piernas a un lado.
—Entre nosotros, me ha ido fatal hasta hoy.
—¿Qué ha pasado con tu contrato del Salón Persa? Estuve esperando que lo anunciaran.
Dip se encogió de hombros.
—Nuestras actuaciones fueron un fracaso. Hemos estado en gira más de un año sacando lo que podíamos, pero no me he atrevido a venir a Nueva York. Mira, estuve pensándolo un poco. Pauli y yo no nos compenetramos.
—¿Quieres decir que vuestro matrimonio ha fracasado?
—¡Fracasado! Nunca ha sido más sólido, muchacho. Simplemente, nuestras personalidades no se compenetran en las actuaciones. Mira, cuando hace comedia o canta sola, es estupenda. Y cuando yo canto y bailo, estoy magnífico. Los mato con mis imitaciones. Cuando imito a Godfrey, muchacho, nadie puede ver la diferencia. Ted Lewis sabe que se está escuchando a sí mismo cuando digo «¿Están todos contentos?». Pero el hecho es que yo tengo un estilo y ella tiene otro. Pero escucha, amigo, mi agente me ha dicho que Ike Ryan está buscando a un protagonista masculino para actuar de oponente de Diana Williams, y el Gran Dipper es adecuado para este trabajo. Una vez me dijiste que me debías algo. Bien. ¿Qué te parece un contrato para Pauli y para mí en el Show de Christie Lane? Podría servirme para que me conociera Ike Ryan y también podríamos utilizar algunos de los temas. Me han dicho que pagan cinco mil a los actores invitados. Y también le servirá de propaganda a Pauli. Se va a enfurecer si consigo ser el oponente de Diana Williams y dejo de actuar junto a ella, pero si lo consigo después de actuar en el show de Christie Lane, no parecerá que yo lo haya buscado.
—Me encargaré de eso. ¿Cuándo quieres empezar?
—¡Ojalá fuera ayer!
Robin tomó el teléfono y llamó a Jerry Moss.
—Jerry, ¿quién es el actor invitado del próximo show de Christie Lane? ¿Lon Rogers? Bien, anúlalo. Me importa un bledo que lo haya escogido Artie Rylander, la IBC le pagará. Quiero que se contrate en su lugar a Pauli y Dip Nelson. Y si surge alguna dificultad, di que lo he decidido yo... De acuerdo, di que no me gusta Lon Rogers, que yo quiero que lo sustituyan... Claro que no, considero que Lon es tan bueno como cualquier otro barítono de los que andan por ahí, pero quiero que actúen en este programa Dip y Pauli. Estupendo.
Colgó y le sonrió a Dip.
—Ya está hecho.
Dip sacudió la cabeza asombrado.
—Muchacho, has recorrido un camino muy largo mientras nosotros estábamos en gira.
A la mañana siguiente, la secretaria de Robin anunció que Danton Miller estaba esperando en el despacho exterior. Robin estaba al teléfono, hablando con Gregory que se encontraba en Palm Beach.
—Que espere —le dijo Robin.
La cólera de Dan fue en aumento mientras permanecía sentado en el despacho exterior. Cuando finalmente se le hizo entrar, empezó a gritar antes de llegar a la puerta.
—No sólo te entremetes en mis programas sino que, además, te las das de listo y te permites hacerme esperar.
—¿Qué es eso tan importante para que vengas aquí en persona? —preguntó Robin con una sonrisa.
Dan permaneció de pie delante de él, con los puños cerrados.
—Ahora te permites intervenir en los contratos. ¿Cómo te atreves a pasar por encima de Artie Rylander y a incluir una pareja a todas luces de segunda categoría en mi programa más importante?
—Es el programa más importante de la IBC —contestó Robin.
—¿Qué excusas tienes? —preguntó Dan.
La mirada de Robin era fría.
—Dejé de pedir excusas cuando tenía cinco años.
—¿Por qué los has incluido en el programa? —le preguntó Dan con rabia contenida.
—Porque, por casualidad, me gustan. Son una pareja nueva. Nunca han actuado en televisión. Esto constituye de por sí una novedad. Estoy cansado de ver siempre los mismos nombres de Hollywood, que cobran cinco mil dólares, y verlos con Johnny Carson, Merry Griffin o Mike Douglas unos días más tarde haciendo publicidad. De ahora en adelante, no se permitirá propaganda de películas en ninguno de nuestros programas.
—Escucha, hijo de perra...
Llamó la secretaria. Robin abrió el conmutador del aparato. Se escuchó la voz.
—Ya está confirmada su reserva para Roma, señor Stone.
—¡Roma! —Pareció que a Dan iba a darle un ataque—. ¿A qué demonios vas a Roma?
Robin se levantó.
—Porque mi madre está muriendo.
Pasó por delante de Dan y después se detuvo en la puerta.
—Y tengo permiso de Gregory para quedarme todo el tiempo que sea necesario. Creo que podrás arreglártelas sin mí algunos días.
Cuando salió del despacho, Dan seguía inmóvil en el centro de la habitación mirándole.