Capítulo 11

Jerry Moss también estaba enfurecido por la marcha de Robin. Se había encontrado con este a la hora de comer y Robin le había dicho: «En el Lancer Bar a las cinco».

Jerry había esperado hasta las siete y supo lo que había sucedido a través de Mary que había visto casualmente a Robin en el noticiario de las siete.

Tenía una sesión muy larga con el doctor Gold para el día siguiente. No, el doctor Gold no creía que Robin fuera intencionalmente sádico; pensaba que la mayoría de las acciones de Robin se debían a un esfuerzo inconsciente por evitar lazos demasiado estrechos con nadie. No pedía nada de sus amigos y, en compensación, no quería que tampoco le pidieran nada.

La conversación sostenida con Iván ayudó a Amanda. Cuando llegó para actuar en el segundo Show de Christie Lane había pasado de un estado de profunda depresión a un estado de cólera y vanagloria. Los ensayos se desarrollaban en medio de la misma frenética excitación, pero la tensión había desaparecido. Se respiraba una atmósfera de humor y buena voluntad, de confianza basada en la seguridad del éxito.

Esta vez, cuando Christie Lane pidió salir con ella después del show, aceptó. Fueron al Danny's Hideaway con sus «criados» y Agnes, una muchacha del Latin Quarter que, evidentemente, pertenecía a alguno de ellos. Amanda se sentó al lado de Christie pero, aparte de preguntarle «¿Qué quieres comer, muñeca?», no se registró más conversación entre ambos. Jack E. Leonard, Milton Berle y otros actores vinieron a saludar a Christie. Estaba excitado por las atenciones de que era objeto. Después, al ver que Milton Berle se dirigía al otro extremo del local hacia la mesa de delante, dijo a Eddie Flynn:

—Creo que no estamos sentados en el sitio apropiado.

La chica del conjunto dijo con voz de hojalata:

—No, Chris, de veras. Mientras estés en este salón, estarás bien. Lo llaman el Salón de los Cachorros. Los paletos con zapatos marrones y blancos toman asiento en los demás salones. Este es el salón apropiado.

—¿Y tú cómo lo sabes? —refunfuñó Christie.

—Lo sé —dijo ella poniendo mantequilla en una barrita de pan—. Vine aquí una vez con un paleto antes de conocerte, cariño —dijo dando unos cariñosos golpecitos tranquilizadores al brazo de Eddie—. Y nos llevaron en seguida al otro salón. Comprendí inmediatamente dónde se desarrollaba la acción cuando vi que todas las celebridades se situaban aquí. Pero el paleto de Minnesota no tenía ni idea. Recogió cerillas para llevárselas a casa y estaba más contento que unas pascuas.

—Sí, pero Berle tiene la mesa de delante. Y, mira, las hermanas McGuire están en la otra.

—Marty Alien está sentado en la parte lateral. El que hablaba era Kenny Ditto.

—Sí, pero en la parte de alante de al lado. Algún día me sentaré en esa mesa. Y algún día iré al Club «21».

Amanda se sorprendió.

—¿Nunca has estado allí?

—Una vez —dijo Christie—, estaba citado con una chica y lo único que quería era cenar en el «21». Llamé e hice reserva. Después, zas, nos subieron arriba, en un rincón. Y tal como ha dicho Agnes, la chica con quien estaba no vio la diferencia. Y también recogió cerillas. Pero yo sí la vi. —Se quedó pensativo—. Tengo que conseguir que mi nombre aparezca en las columnas de los periódicos. Esta Ethel Evans no sirve de nada. Eddie, mañana empezaremos a tener agente de prensa propio. Husmea y búscame alguien que quiera trabajar por cien dólares a la semana. Lo único que tiene que hacer es conseguirme tres citas semanales en las columnas de los periódicos. Nada más.

Siguieron con lo mismo a lo largo de toda la cena. Christie Lane y sus «criados» planeando su carrera. La chica del conjunto comió todo lo que había a la vista. Amanda se enteró de que el verdadero nombre de Kenny Ditto era Kenneth Kenneth. Christie le había añadido el Ditto y Kenny estaba pensando en legalizarlo. Kenny Ditto era un nombre más apropiado para un guionista, se destacaba más cuando se mencionaba al final del show.

Amanda estaba sentada con ellos y se sentía extrañamente aislada; no obstante, se alegró de que la dejaran estar consigo misma. Cuando la acompañaron hasta su casa, Christie permaneció en el taxi e hizo que Eddie la acompañara hasta la puerta. Después gritó:

—¿Qué tal mañana por la noche, muñeca? Hay un estreno en el Copa.

—Llámame —y penetró rápidamente en el edificio.

La llamó a la mañana siguiente y ella aceptó la cita. Era mejor que permanecer en casa y entristecerse pensando en Robin. Aquella noche, Christie se mostró más abierto. El Copa era su «casa». Tomaron una mesa junto al escenario. Estaba como embutida entre Christie, los «criados» y el nuevo agente de prensa, un muchacho delgado que trabajaba en una de las agencias de publicidad más importantes. Explicó que ningún agente de prensa decente querría encargarse de eso por esta cantidad pero si Christie pagaba al contado, se las ingeniaría para conseguir las tres citas semanales en las columnas de los periódicos.

Después del Copa, Christie quiso ir a la Brasserie pero Amanda declinó el ofrecimiento alegando una obligación de primera hora. A la mañana siguiente, Iván la llamó para felicitarla acerca de un párrafo de la columna de Ronnie Wolfe en el que se afirmaba que ella y Christie eran el nuevo gran idilio de la ciudad.

—Ahora te estás comportando con sensatez —le dijo.

Al principio se asustó pero, como pasaran tres días más sin recibir señales de Robin, decidió ver a Christie de nuevo. Fue la inauguración de otro night club, otra mesa con los «criados», el agente de prensa y un grupo de baile de segunda categoría que se había aproximado a ellos con la esperanza de conseguir una actuación en el show de Christie.

La noche de la tercera retransmisión del show de Christie Lane estuvo cargada de excitación. Habían aparecido las clasificaciones Nielsen correspondientes a dos semanas. ¡Christie Lane había alcanzado el número veinte de la clasificación! Acudieron los patrocinadores, Danton Miller estrechaba la mano a todo el mundo, todos se felicitaban mutuamente. Alwayso concedió a Dan una inmediata renovación del contrato para la temporada siguiente. Treinta y nueve semanas seguidas. Aquella noche, Danton Miller ofreció una pequeña fiesta de celebración de la victoria en el «21», después del show. Christie se zafó de sus «criados» y fue con Amanda. Jerry Moss vino con su mujer. Les dieron una mesa abajo en la parte central y a pesar de que ninguno de los jefes conocía a Christie Lane, todos conocían a Danton Miller y algunos de ellos conocían incluso a Jerry Moss. En determinado momento de la velada, Danton Miller trató de conversar un poco con Amanda por educación. La felicitó y le dijo que estaba magnífica en los anuncios.

—Estoy acostumbrada a la cámara —contestó ella modestamente—. Mi única hazaña consistió en sostener el lápiz de labios sin que me temblara la mano.

—¿Ha actuado usted alguna vez? ¿En el cine? ¿En teatro?

—No, simplemente he actuado de modelo.

Pareció pensativo.

—Sin embargo, me parece haber oído hablar de usted.

—Quizás en las revistas.

De repente, chasqueó los dedos.

—¡Robin Stone! ¿No habré visto su nombre mencionado junto al suyo?

—He salido con él —contestó precavida.

—¿Dónde demonios está? ¿Y cuándo volverá? —preguntó Dan.

—Se ha ido al Brasil.

Sabía que Jerry había dejado de hablar y que les estaba prestando atención.

Dan hizo un movimiento con la mano.

—Esta grabación en video-tape desde el Brasil llegó hace una semana. Después nos ha mandado otra desde Francia. Habló con De Gaulle. —Sacudió la cabeza sorprendido—. Ahora me han dicho que está en Londres.

Ella sorbió su Coke y conservó una expresión tranquila.

—Me imagino que estará consiguiendo unas grabaciones estupendas por allí.

Danton sonrió.

—Las clasificaciones son muy buenas y para un programa de noticias es estupendo. ¡Pero su nuevo amigo es nuestro coloso!

Dan dirigió la mirada a Christie y sonrió.

¡Su nuevo amigo! De repente, sintió que iba a encontrarse mal, físicamente mal. Se alegró de que la velada no se prolongara. Dan tenía una limousine y primero la acompañaron a ella. Pero Iván tenía razón. Dos días más tarde, uno de los periódicos de la tarde reprodujo una semblanza de Christie Lane. El título rezaba EL HOMBRE QUE VIVE EN LA PUERTA DE AL LADO. La fotografía de Amanda aparecía reproducida cubriendo tres columnas: «El hombre que vive en la puerta de al lado no se cita con la chica de la puerta de al lado, ¡se cita con la cover girl más importante!». Se reproducía también una afirmación de Christie: «Salimos juntos desde hace pocas semanas, pero me interesa de veras». Tiró el periódico con repugnancia. Y también le colgó el teléfono a Iván cuando este le dijo:

—Lo estás haciendo muy bien ahora, nena.

Volvió a leer el artículo. ¡Era horrible, horrible! Miró el rostro ancho y estúpido de Christie Lane y sintió náuseas. Hasta ahora, habían estado rodeados de secuaces serviles, cómicos y aduladores. Pero ¿qué sucedería si alguna vez estuvieran solos?

Pocos minutos después sonó el teléfono y Christie gritó entusiasmado:

—Muñeca, ¿has visto el jaleo de los periódicos? Bien, esto es sólo el principio. Christie está subiendo, subiendo y subiendo. Y esta noche vamos a celebrarlo. Solos. Danton nos conseguirá una buena mesa en el «21» para el cóctel y después cenaremos en El Morocco. Danton lo arreglará para que nos sentemos en el mejor sitio y no en el de los paletos.

—Lo siento, Christie —contestó ella—. Tengo un trabajo muy tarde y un compromiso mañana temprano.

—Déjalo. Vas a salir con el nuevo Rey.

—No puedo cancelar mis compromisos. Gano demasiado dinero.

—Muñeca, pierdas lo que pierdas, yo te lo pago. ¿Cuánto es en total?

Pensó velozmente. No tenía ningún trabajo por la mañana temprano y su último compromiso era a las cinco.

—Bueno, tres horas esta noche y dos mañana por la mañana.

—Muy bien, ¿cuánto es la cuenta?

Podía escucharle mascar uno de aquellos puros pestilentes. Empezó a contar.

—Entre trescientos setenta y cinco y cuatrocientos dólares.

Él silbó.

—¿Ganas tanto dinero?

—Gano setenta y cinco dólares por hora.

—¡Eres muy lista!

Ella le colgó el teléfono.

Dos minutos más tarde, la volvió a llamar.

—Muñeca, perdóname. Es un decir. Me has dejado de piedra. La chica de Eddie, Aggie, posa para estas revistas especializadas, y gana diez dólares por hora. Quince si posa en traje de baño y veinte si enseña las tetas.

—Yo no poso para estas cosas.

—Tendré que decírselo a Aggie. Si se gana tanto posando ¿por qué demonios posa ella por esta miseria?

—Christie, tengo que dejarte, se me está haciendo tarde.

—Tienes razón. Escucha, muñeca, si ganas tanto dinero, necesitas dormir. Ya haremos tratos otra noche. Pero tenemos que ir al «21». Una señora de la revista Life va a venir a tomar una copa conmigo. Es lástima que no puedas venir, podrías aprovecharte de la publicidad, si Life decide incluirme en sus páginas.

—Lo siento, Christie.

Colgó y decidió no salir nunca más con él. Entonces llamó Iván.

—Me imagino que ya habrás leído todos los periódicos —dijo—. Bueno, por lo menos la historia de Christie Lane te salvará las apariencias, gatita.

—¿A qué te refieres?

—Creía que la mejor modelo de América lo primero que leía eran las notas de sociedad, ¿es que no las has visto?

—No.

Empezó a pasar rápidamente las hojas del periódico.

—Pagina veintisiete. Me quedaré aquí mientras tú te cortas las muñecas.

Dio inmediatamente con la familiar sonrisa de Robin. Tenía el brazo echado alrededor de alguien llamada Baronesa Ericka von Gratz.

—¿Estás aquí todavía, gatita?

—¿Te diviertes siendo sádico, Iván?

—No, Amanda. —Su voz era grave y seria—. Simplemente quiero que te enfrentes con la verdad. Estaré en casa si me necesitas.

Ella colgó lentamente y se quedó mirando el periódico. La Baronesa Ericka von Gratz era atractiva. Robin aparecía tranquilo. Leyó el texto:

La Baronesa Ericka von Gratz no había sido vista por Londres desde la muerte de su marido, el Barón Kurt von Gratz. Quienes echábamos de menos a esta elegante pareja nos complacemos en saber que se ha recuperado de su aflicción con la llegada de Robin Stone, periodista americano de televisión. El barón falleció en las carreras de Montecarlo y, por algún tiempo, se temió que la encantadora baronesa no se recuperara de su depresión mental. Pero, en los diez últimos días, han acudido al teatro y a varias fiestas particulares en compañía del señor Stone. Ahora la pareja ha marchado a Suiza, y se atojarán en calidad de huéspedes en la residencia de los Ramey Blackton. Esquí o idilio —es difícil decirlo—, pero todos nos alegramos de que nuestra encantadora Ericka sonría otra vez.

Pasó las hojas de otro periódico. Había otra fotografía de Robin con la baronesa. Se tendió en la cama y empezó a sollozar. Aporreó la almohada como si estuviera azotando el rostro sonriente de Robin. Después, con un cambio repentino de humor, se sentó. Dios mío, ¡tenía una sesión a las tres en punto para Halston y sus sombreros de verano! Se levantó corriendo, tomó cubitos de hielo del frigorífico, los envolvió en una toalla y se los colocó sobre los ojos. Abrió el agua caliente para aplicarse compresas: si alternaba frío y calor durante un cuarto de hora, sus ojos estarían en condiciones. Tenía que cumplir con el compromiso; no iba a perder un trabajo por culpa de Robin. ¡Él no se enclaustraba por ella, desde luego!

Después, en otro cambio de humor repentino, marcó el número de Christie Lane. Este contestó inmediatamente.

—Muñeca, ya estaba a punto de salir para el Friars. Me has pillado de milagro.

—He anulado mi trabajo de última hora.

Pareció asustado.

—Mira, estaba bromeando cuando te he dicho que lo arreglaría; no puedo permitirme esta cantidad.

—No te pido que me pagues. De repente, pensé que trabajaba demasiado.

Su voz cambió inmediatamente.

—¡Estupendo! Todo queda en pie entonces. Te espero en el «21» a las seis y media. A esta hora vendrá la mujer del Life.

La velada transcurrió más fácilmente de lo que había pensado. Evidentemente, los camareros habían recibido una propina de Danton Miller. La mesa del «21» se encontraba abajo en el centro de la sala. Se esforzó en beber un whisky; tal vez consiguiera que la velada resultara más apetitosa. La muchacha de Life era extraordinariamente simpática. Explicó que la habían enviado para «hablar» con Christie acerca de una entrevista. Después ella tendría que escribir sus impresiones y los redactores más importantes decidirían si merecía la pena y designarían a alguien para que se encargara de la historia.

Christie consiguió soltar una ligera carcajada.

—Eso tiene gracia, ¡ser entrevistado para una entrevista! ¡La clase que puede tener una revista!

La inesperada humillación desinfló su ego. Amanda advirtió de repente que la mayoría de sus bravatas eran un simple pretexto para ocultar su terrible falta de seguridad. Su corazón sintió piedad por él. Alargó el brazo y tomó su mano.

La muchacha de Life también se mostró sensible a su estado de ánimo. Se esforzó en sonreír con naturalidad.

—Lo hacen con todo el mundo, señor Lane. Mire, la semana pasada hice un estudio sobre un importante senador y los redactores rechazaron el tema.

Renació parte de la autoseguridad de Christie. Insistió en que les acompañara a El Morocco. Amanda observó que deseaba desesperadamente que el reportaje se realizara. Le habló a la periodista de sus humildes orígenes, de la pobreza de sus primeros tiempos, de los night clubs de tercera categoría en los que había actuado. Para sorpresa de Amanda, la muchacha parecía realmente interesada. Cuando empezó a tomar notas, el entusiasmo de Christie fue en aumento. Pasó el brazo alrededor de Amanda y dirigió un guiño a la periodista: ¡Imagínese a un desgraciado como yo que acaba alcanzando a una elegante y refinada cover girl!

Al terminar la velada, Amanda pidió que la acompañaran primero. Cerró la puerta cansadamente al entrar en su apartamento. Estaba terriblemente agotada. Fue un esfuerzo despojarse de la ropa. Hubiera deseado tenderse en la cama y dormir inmediatamente. Se quitó el maquillaje y automáticamente empezó a cepillarse su rubio y pesado cabello. Miró el cepillo. Dios mío, estaba lleno de cabellos. Tendría que dejar de usar la laca de Always. Por mucho que Jerry lo alabara, este producto le estaba estropeando el cabello. Tiró el frasco al cubo de la basura. Cayó en la cama y se alegró de estar tan cansada —por lo menos no permanecería despierta pensando en Robin y la baronesa.

Pasó las cuatro veladas siguientes con Christie, acompañado por un periodista de Life y por su fotógrafo. Pero no podía olvidar a Robin Stone. A finales de semana, la historia de Life estaba terminada. Era casi seguro que la utilizarían. Pero, tal como dijo el periodista, no se podía estar seguro hasta que «estuviera encerrado». Las fotografías finales fueron tomadas mientras ella realizaba el anuncio en el show.

Christie permaneció con ella, en el fondo del escenario y les observó mientras se marchaban.

—¡Esto está hecho! —dijo, echándole el brazo alrededor—. Esta noche tenemos que celebrarlo. Y, además, tenemos que celebrar otra cosa incluso más importante: han llegado las nuevas clasificaciones. ¡Ahora estoy en el número diez! ¿Lo oyes, muñeca? Hace dos semanas, estaba en el diecinueve. ¡Esta semana soy el número ocho! ¡Sólo me falta ganar siete shows! Tenemos que celebrarlo. Y hay algo más: nunca hemos estado verdaderamente solos. Esta noche, tú y yo, iremos al Danny's Hideaway juntos, solos.

Cuando les acompañaron a la primera mesa, Christie parecía un niño contento. A Amanda le daba la sensación de que las clasificaciones se habían publicado en la primera página del New York Times. Todo el restaurante parecía estar al corriente de ello. Todo el mundo, incluyendo a Cliff, el encargado de relaciones públicas, se detenía para felicitarle. Christie brillaba en su nueva gloria. Llamó a gritos a otros actores y la dejó sola varias veces mientras iba de una mesa a otra. Después pidió bistecs para los dos. Ella se sentó rígidamente y mordisqueó su comida, mientras él comía con avidez, manteniendo los codos sobre la mesa y la cabeza inclinada hacia la comida. Cuando terminó, con dos dedos extrajo un fragmento de comida que se había alojado entre sus muelas.

Contempló su bistec a medio comer.

—¿Le pasa algo a la carne?

—No, ya tengo bastante. Pediré una bolsa para el perro.

—¿Tienes un perro?

—Un gato.

—Odio los gatos. —Después sonrió—. ¿Salta sobre tu cama per la noche?

—Sí. Se arrima contra mí.

—Entonces esta noche iremos a mi casa.

Miró su vestido. Era un vestido estrecho de pedrería que había lucido en el show.

—Iremos primero a tu casa, podrás dar de comer al gato y cambiarte.

—¿Por qué tengo que cambiarme?

Él sonrió torpemente.

—Mira muñeca, ¿qué parecerás mañana cuando cruces el vestíbulo del Astor con este traje?

—No tengo intención de cruzar el vestíbulo del Astor. Mañana por la mañana estaré en mi propia cama.

—Oh, ¿te refieres a que lo harás y te irás a casa?

—Quiero ir a casa. Ahora.

—¿Y acostarnos qué?

Ella se ruborizó visiblemente.

—Chris, no quiero levantarme y marcharme. Pero si vuelves a utilizar de nuevo esta clase de lenguaje, te aseguro que lo haré.

—Vamos, muñeca, ya sabes que no quiero decir nada cuando digo estas cosas. Pero tendré cuidado. Me crié en la miseria y aprendí estas palabras cuando la mayoría de los niños recitaban versos de parvulario. Voy a decirte una cosa: ceda vez que diga alguna de estas palabras te daré un dólar. No, mejor dicho, un cuarto. Con un dólar por cada palabra y mi vocabulario, podrías retirarte.

Ella procuró sonreír. El pobre intentaba ser agradable. No tenía la culpa de que ella experimentara tanta repugnancia física por él, pero ella deseaba dejarle.

—Chris, quisiera ir a casa, sola. Me duele la cabeza, ha sido un día muy largo.

—Desde luego, has estado de pie sosteniendo aquella barra de labios tan pesada. Yo no he hecho más que cantar, bailar e interpretar sketches.

—Pero tú eres inteligente. Tú lo has hecho toda la vida. Yo siento pánico cada vez que las cámaras me enfocan. Y mirar al auditorio, me resulta muy difícil. Tú has nacido para eso.

—Es posible. Muy bien, dejaremos el amor para mañana por la noche. No, mañana tengo una actuación benéfica, quizás la noche siguiente. ¿Es una cita?

—No lo sé.

—¿Qué quieres decir?

—Estas cosas no me entusiasman.

—Llevamos juntos bastante tiempo.

—Tres semanas y cuatro días. (Habían transcurrido cuatro semanas y cuatro días desde que Robin se había marchado).

—Oye, debe importarte cuando cuentas los días así. Bien, pues, ¿cuándo? ¿o es que todavía te acuerdas de Robin Stone?

Comprendió que había reaccionado visiblemente. La pregunta la había pillado desprevenida.

Él pareció satisfecho.

—He investigado por mi cuenta.

—No es ningún secreto que haya salido con Robin Stone. Es un buen amigo. Hace más de un año que le conozco.

—¿Entonces no estás enamorada?

—¿Quién te lo ha dicho?

—Ethel Evans.

Permaneció en silencio. No sabía que Ethel fuera tan perspicaz. Incluso aquella noche, mientras Ethel estaba en la parte posterior del escenario, se había comportado como si no pensara más que en Christie Lane.

Christie confundió su silencio con azoramiento.

—Ya recuerdas a Ethel Evans, la chica de la publicidad que habla tanto. Se ha acostado con todos los hombres de una a otra costa y blasona de ello. Dios mío, ¿la viste anoche? Sin apartarse del actor invitado. Vive en conformidad con su apodo: La Amante de las Celebridades.

—Tal vez hombres como tú le han atribuido esta fama —contestó ella.

—¿Qué quieres decir?

—Atribuirle este título y esparcir el chisme. Después de todo ¿has tenido tú algo que ver con ella alguna vez?

—No, pero todos los que conozco sí; todos los importantes quiero decir.

Entonces hablas de algo que sólo te han dicho.

—¿Por qué defiendes tanto a esta bestia? Tendrías que oírla hablar mal de ti.

—Llévame a casa —dijo ella con sequedad.

—Por Dios, muñeca, lo siento.

Tomó su mano y la miró fijamente. Colocó la mano de ella sobre su pecho.

—Estoy enamorado de ti, Mandy, es la primera vez que lo digo y que lo siento. Estoy enamorado de verdad. Y pudiera ser para siempre.

Vio sus grandes ojos azules implorantes. Su cara ancha y vulgar era vulnerable y ella comprendió que estaba diciendo la verdad. Aquella noche, había cantado deliberadamente «Mandy», la canción que Al Jolson hizo famosa. Cuando llegó a la estrofa «Mandy, tenemos un cura a mano», dio la vuelta y miró directamente hacia los bastidores donde ella se encontraba. Los operadores de la cámara se vieron negros para cambiar las tomas. No quería lastimarle, ella sabía qué era sentirse lastimado, había vivido tanto tiempo así. Ella le dio unos golpecitos cariñosos en la mano.

—Mira, Chris, vas a convertirte en una gran estrella, te espera lo mejor. Tendrás millones de chicas, chicas bonitas, chicas guapas.

—No las quiero, te quiero a ti.

—Chris, hemos salido muy pocas veces. No puedes quererme, no me conoces.

—Muñeca, conozco muchas cosas. He visto la gentuza, night clubs de mala nota, chicas de baja condición. Toda mi vida he deseado algo mejor. Por eso he permanecido soltero tanto tiempo. Tomo una fulana cuando lo necesito, pero nunca me he sentido atraído emocionalmente, ¿Comprendes lo que quiero decir? Y ahora, ¡zas, me encuentro con este show y contigo! Las dos cosas juntas. Por primera vez, he conseguido lo mejor, un show que es un éxito y una mujer a mi lado. Oh, ya había conocido antes a algunas señoras, mujeres de clase que he tenido ocasión de conocer en algunos festivales benéficos en que he intervenido, o sea que conozco bien el asunto. Pero las que he conocido todas tenían dientes de cabra y pecho liso. Pero tú lo tienes todo y yo te quiero.

Ella palideció pensando en su pecho diminuto. Pero ¿qué más daba? Él nunca lo sabría. Le miró con candor.

—Me gustas, Chris. Pero no estoy enamorada de ti.

—Esto me basta —dijo él—. Estoy dispuesto a esperar. Pero prométeme una cosa: dame una oportunidad. Sal conmigo, citémonos y quizás quieras eventualmente acostarte conmigo. Y si resulta bien será para siempre. Quizás incluso haya boda. —Él frenó sus objeciones—. Espera. Espera, es lo único que pido.

Ella sabía lo que él estaba sintiendo. Si dejarle esperar le hacía feliz ¿qué mal había en ello? Por lo menos, aquella noche se acostaría con un sueño. Quizás se convirtiera en un personaje importante, cuanto más importante fuera, tanto menos le importaría ella.

Le dio un beso de buenas noches en la puerta de su apartamento. Cuando entró, vio que habían deslizado un telegrama por debajo de la puerta. Lo recogió y lo abrió con desgana —probablemente una invitación para una nueva discoteca.

LLEGO A IDLEWILD A LAS 2 DE LA MADRUGADA HORA LOCAL, VUELVO TWA 3. SI ERES DE VERDAD MI CHICA ALQUILARÁS UN COCHE Y VENDRÁS A RECIBIRME. ROBIN.

Miró su reloj. Las once cuarenta y cinco. ¡Gracias a Dios podía hacerlo! Corrió al teléfono y pidió un coche. Nunca llegaría a conocer a Robin. No gastaba una moneda para llamarla y decirle adiós y, en cambio, mandaba un telegrama anunciando su llegada. Tendría tiempo de cambiarse el maquillaje y el vestido; tenía que presentar el mejor aspecto cuando se encontraran. Cantó mientras se pasaba crema por la cara. Y por primera vez en cuatro semanas y cuatro días no se sintió cansada en absoluto.

Permaneció de pie ante la puerta 7. El avión acababa de llegar. Los pasajeros empezaron a descender. Vio a Robin inmediatamente. Era distinto a los demás hombres. Los demás hombres caminaban. Robin surcaba casi entre la gente como un barco. Dejó caer su maletín y le echó los brazos alrededor.

—¿Cómo está la nueva estrella de televisión? —preguntó.

—Encantada de ver al periodista más importante del mundo.

Procuró imitar su tono de voz y se prometió a sí misma no mencionar a la baronesa.

Le echó el brazo alrededor y caminó hacia el coche.

—No lo entiendo —dijo ella—. Creía que estabas en Londres. Pero tu telegrama ha venido de Los Ángeles.

—He seguido la ruta del Polo y me he detenido en Los Ángeles unos días. —Se metió la mano en el bolsillo y le entregó un pequeño paquete—. Un regalo para ti: he olvidado declararlo. Soy un contrabandista.

En el coche, se estrechó contra él y abrió el paquete.

Era una bonita caja de cigarrillos Wedgwood, antigua. Sabía que era cara pero hubiera preferido algo que costara la mitad y que fuera más personal.

—Supongo que aún fumas.

Rió, buscó una cajetilla aplastada de cigarrillos ingleses y le ofreció uno a ella.

Ella aspiró y el fuerte tabaco casi la asfixió. Él se lo quitó y la besó suavemente en los labios.

—¿Me has echado de menos?

—Bueno, te fuiste dejándome con dos bistecs. No sabía si echarte de menos o matarte.

La miró con aire ausente, como tratando de recordar.

—Podías haberme llamado y dicho: Mira, nena, saca los bistecs del horno, no podré venir.

—¿Y no lo hice? Pareció realmente sorprendido.

—Olvídalo. E1 gato tuvo una comida maravillosa.

—Pero tú sabías que me había ido. Pareció vagamente turbado.

—Bueno, te lo escuché decir a ti en la televisión. Pero, Robin, te fuiste por tanto tiempo.

La rodeó con el brazo y la acercó a sí.

—Bueno, ahora he vuelto. ¿Estás cansada?

Ella se le acercó más.

—Nunca para ti.

Su beso fue largo y profundo. Sus ojos eran dulces y le acarició la cara con las manos casi como un ciego que intentara ver.

—Mi encantadora Amanda. Eres hermosa.

—Robin, mientras estuviste fuera he salido con Christie Lane. —Pareció como si intentara recordar este nombre. Ella añadió—: La estrella del show.

—Ah sí. Me han dicho que está pegando fuerte. He visto las clasificaciones.

—Mi nombre ha aparecido junto al suyo en las columnas de los periódicos.

—¿Has conseguido con ello algún aumento de tus honorarios como modelo?

Ella se encogió de hombros.

—Son bastante elevados.

—Bien.

Ella le miró.

—La gente —mejor dicho, algunas personas— creen que soy su chica. Quiero que sepas que son simplemente habladurías. No lo hice para molestarte.

—¿Por qué iba a molestarme?

—Pensé que podría...

Él encendió otro cigarrillo.

—Creo que fui tonta al preocuparme —dijo ella.

Él rió.

—Tú eres una celebridad. Y los nombres de las celebridades se mencionan en las columnas de los periódicos.

—¿Y a ti no te importa que haya salido con Christie?

—¿Por qué iba a importarme? No me he comportado exactamente como un ermitaño en Londres.

Se apartó de él y miró hacia la ventanilla. Permaneció mirando la oscuridad de la noche y los coches que pasaban deslumbrando en dirección contraria.

Él se incorporó y le tomó la mano.

Ella la retiró.

—Robin ¿intentas lastimarme?

—No.

La estaba mirando con honradez.

—Y tú tampoco intentas lastimarme a mí.

—Pero yo soy tu chica, ¿no es cierto?

—Desde luego que sí. —(Esta maldita sonrisa suya)—. Pero, Amanda, yo nunca he dicho que quisiera tenerte atada.

—¿Quieres decir que no te importa que haya salido con él y que no te importaría que siguiera viéndole?

—Desde luego que no me importaría.

—¿Y si me acostara con él?

—Eso es cosa tuya.

—¿Te importaría?

—Si me lo dijeras... sí, me importaría.

—¿Querrías que te lo ocultara?

—Muy bien, Amanda: ¿te acuestas con él?

—No. Pero él lo quiere. Incluso habla de boda.

—Como gustes...

—Robin, dile al chófer que me deje en casa primero.

—¿Por qué?

—Quiero ir a Casa, sola.

La atrajo de nuevo hacia sus brazos.

—Nena, has venido hasta Idlewild para recibirme. ¿Por qué este cambio?

—Robin, no ves que...

De repente él la besó y ella dejó de hablar.

Pasaron la noche juntos, abrazados el uno al otro. No se habló más de Christie Lane. Fue como si Robin no se hubiera marchado nunca, fue como había sido al principio. Igual que siempre que estaban solos, en la cama. Urgente, excitante y tierno.

Más tarde, mientras yacían juntos fumando y relajados en una tranquila contigüidad, ella dijo: «¿Quién es la baronesa?» Se le había escapado. Lo lamentó en seguida.

Su expresión no se modificó.

—Una mujer cualquiera.

—Bueno, Robin, he leído algo sobre ella, es una baronesa.

—Sí, su título es auténtico, pero es una mujer cualquiera. Una de estas chiquillas producto de la guerra. A los doce años lo hacía con los GI a cambio de barritas de caramelos. Después contrajo matrimonio con el barón, era afeminado y, al mismo tiempo, voyeur. Ericka conocía todos los trucos. No es una mala chica, posee un título auténtico, dinero, para los primeros tiempos y le gusta menearse. La conocí en una orgía.

Ella se sentó en la oscuridad.

—¡Una orgía!

—Son muy liberales en Londres. Tengo entendido que hasta superan a Los Ángeles.

—¿Y a ti te gustan estas cosas?

Él sonrió.

—¿Por qué no iban a gustarme? Es mejor que la televisión de aquí. Sólo tienen dos canales, sabes.

—Robin, no bromees.

—Hablo en serio. ¿Conoces a Ike Ryan?

El nombre le sonaba. De repente, recordó. Era un productor cinematográfico americano desplazado a Italia y Francia, que se estaba haciendo bastante famoso.

—Te gustará. Nos conocimos en Londres. Yo me encontraba muy decaído. El tiempo me ponía de mal humor y él me invitó a una de sus fiestas. Había tres actrices cinematográficas italianas, la baronesa, Ike y yo. Era la noche de las señoras en un baño turco.

—¿Y tú participaste?

—Claro, ¿por qué no? Primero contemplé a las chicas entre ellas, después Ike y yo nos tendimos y el harén se encargó de nosotros. Ericka fue la mejor: confía en los alemanes para las cosas bien hechas. Así es que la reservé para mí. Pero Ike es un tipo estupendo. Va a ir a Los Ángeles para montar su propia compañía. Dará nuevo impulso a la ciudad.

—¿Con las orgías?

—No, con películas. Es un tahúr y tiene mucho estilo. Además, es bien parecido. A las mujeres les gusta.

—Creo que es repugnante.

—¿Por qué?

—Porque, no sé, ¡hacer estas cosas!

Él rió.

—¿Yo también soy repugnante?

—No, creo que eres un chiquillo malo que se considera muy atrevido. Pero este Ike Ryan es el culpable.

—Nena, esto empezó hace mucho tiempo con los griegos.

—¿Y quieres que conozca a un hombre como este? ¿Que me vean en público con él? Si me vieran en público con él y contigo, todo el mundo pensaría que soy una chica de esta clase. ¿Te gustaría?

Él se volvió hacia ella y la miró gravemente.

—No, Amanda, te lo prometo: nunca te llevaré con Ike Ryan.

Después se levantó y tomó una pastilla para dormir junto con una cerveza.

—Aún sigo el horario europeo. Estoy muy cansado. ¿Quieres una?

—No, tengo que estar levantada a las diez.

Regresó a la cama y la tomó en sus brazos.

—Mi bella Amanda, es bueno estar contigo. No me despiertes cuando te vayas por la mañana. Tengo una tarde muy ocupada por delante, montones de correspondencia atrasada, compromisos, necesito dormir un poco.

Por la mañana ella se levantó y abandonó el apartamento de Robin rápidamente. Aquel día estaba cansada y no trabajó muy bien. Y su cabello le seguía cayendo. Llamó a Nick y le preguntó por un dermatólogo. Él rió.

—Estás mudando la pluma, querida. Son nervios nada más.

—Quizás —contestó ella—. Robin ha regresado.

—Llama a tu médico y dile que te dé un tratamiento de B12 o algo así, y por el amor de Dios, no pierdas todas las noches haciendo el amor.

—No tengo médico. —Ella rió—. Nunca necesité ninguno. ¿Conoces a alguno que sea bueno?

—Amanda, amor mío, eres tan joven y sana que resultas odiosa. Tengo seis médicos. Uno para la garganta y el oído, uno para la próstata y otro para la hernia discal. ¿Quieres un consejo? Apártate de ellos. Duerme bien una noche y cuando aparezca este reportaje del Life te olvidarás de todas tus preocupaciones.

Probablemente tenía razón. Terminó su trabajo hacia las tres. Fue a casa para echar una siesta. Slugger saltó sobre la cama y se acurrucó en sus brazos. Ella besó su cabeza leonada.

—No estamos a la noche, cariño. Sólo vamos a descansar un poco. —Ronroneó satisfecho—. Querido, eres el único macho en quien puede confiarse, pero Robin ha vuelto y, cuando venga esta noche, no me odies por exilarte a la sala.

Supo que había dormido. Se sentó de un salto. Era oscuro, intentó orientarse. ¿Qué día era? De repente, recordó. Encendió la luz. Las nueve. Slugger saltó de la cama y gruñó, pidiendo comida.

¡Las nueve! ¡Y Robin no había llamado! Se puso en contacto con su servicio. No había llamadas. Marcó el número de Robin. Después de diez vacías llamadas, colgó el teléfono. No pudo dormir el resto de la noche. Slugger, comprendiendo que algo andaba mal, se acurrucó muy junto a ella.

Al día siguiente, esperó hasta las seis y luego lo llamó. Después de todo, podría estar enfermo. Él contestó y estuvo amable. Tenía mucho trabajo atrasado. Le dijo que llamaría al día siguiente.

Al día siguiente, vio su nombre al hojear la columna de un periódico:

Ike Ryan y Robin Stone estuvieron en El Morocco con dos bellas actrices italianas. Sus nombres eran demasiado largos para que este periodista pueda recordarlos, pero en cambio nunca olvidará sus caras y sus «¡Oh!»

Tiró el periódico al suelo. La había sondeado sabiendo que Ike Ryan iba a venir a la ciudad. Dios mío, ¿por qué le habría dicho que no quería ser vista con él?

Aquella noche salió con Christie. Fueron al Danny's. Estaba muy silenciosa y Christie estaba de mal humor: les habían colocado en una pequeña mesa junto a la pared. Una de las mesas delanteras estaba ocupada por un grupo de famosos de Hollywood. La otra estaba vacía con un cartel de RESERVADO bien a la vista.

—Probablemente algún otro tipo de Hollywood —dijo él, contemplando la mesa con envidia—. ¿Por qué les impresionan tanto a la gente los astros de Hollywood?

Ella intentó consolarle; no servía de nada que ambos se sintieran tristes.

—Christie, es una mesa estupenda. Me gusta estar en el centro de una sala, se puede ver a todo el mundo.

—¡Me corresponde la mejor mesa en todas partes!

—Cualquier sitio en que te sientes se convierte automáticamente en la mejor mesa —dijo ella.

Él la miró fijamente.

—¿Lo crees así?

—Es más importante que lo creas tú.

Él sonrió y pidió la cena. Al cabo de un rato, recuperó su buen humor.

—El reportaje de Life ya está decidido —dijo. La miró ansiosamente—. Mandy, en este momento, hay algo que me interesa mucho más que Life. ¿Qué tengo que hacer para demostrártelo? Te quiero. Me siento como un muchacho tembloroso que estuviera simplemente sentado junto a ti y te tomara la mano. He estado pensando mucho. ¿Cómo puedes amarme si no duermes conmigo? Sé que no hay nadie más. Eddie ha estado intentando decirme que se murmuraba que estabas perdidamente enamorada de Robin Stone. Pero hoy he leído el periódico...

—Chris, puesto que has empezado a hablar de ello, creo que tengo que decirte...

Se detuvo, dirigiendo repentinamente su atención hacia cuatro personas que en aquel momento se dirigían hacia la mesa reservada. Les acompañaba Danny en persona. Dos bellas muchachas y dos hombres. ¡Y uno de los hombres era Robin!

Sintió el extraño aturdimiento que se experimenta durante un shock. Robin le estaba encendiendo un cigarrillo a la chica y dirigiéndole su sonrisa tan personal. El otro hombre debía ser Ike Ryan.

—¿Decirme qué, muñeca?

Chris la estaba mirando. Sabía que tenía que decir algo, pero no podía apartar los ojos de Robin. Le vio inclinarse y besarle a la chica la punta de la nariz. Después rió.

—Oh, mira quién tiene mi mesa —dijo Chris—. Le vi una noche; te digo que no pude resistirlo más de diez minutos. Estaba hablando de Cuba y de todo este jaleo y un sujeto le daba la razón. Vaya cosa. ¿Has comparado sus clasificaciones con las mías?

—Está en el número veinticinco, lo cual es estupendo para un programa de noticias. —Se preguntaba por qué le estaría defendiendo.

—Voy a ser el número uno, vas a ver. Y todos me tratan ya como el número uno, menos tú.

—Me... me gustas mucho.

—Pues entonces, demuéstralo o cállate.

—Quiero ir a casa. —Se sentía realmente enferma. Robin estaba escuchando a la muchacha, con la cabeza inclinada hacia ella.

—Muñeca, no discutamos. Te quiero, pero tenemos que hacerlo juntos.

—Llévame a casa...

La miró con extrañeza.

—Te llevaré a casa, eso es. Comprendo cuándo gusto o no.

Pidió la cuenta. Tendrían que pasar junto a la mesa de Robin. Chris se detuvo en casi todas las mesas, saludando a la gente en voz alta. Sabía que Robin tendría que verla. Cuando pasaron junto a su mesa, él se levantó. No estaba violento en absoluto. En realidad, pareció alegrarse de verla. Felicitó a Chris por su show y presentó a todos los presentes. Las dos chicas se llamaban Francesca no sé qué —starlets italianas— y el hombre era Ike Ryan. Quedó sorprendida cuando Ike se levantó. Medía un metro ochenta y tres, con pelo negro y ojos azules. Estaba moreno, era fuerte y apuesto; nada de lo que se había imaginado.

—¿Así que esta es la Amanda? —Se volvió hacia las dos chicas y empezó a hablar en italiano. Las muchachas movieron la cabeza y le sonrieron. Entonces Ike dijo—: Les he dicho lo importante que es usted, Amanda.

—Hábleles de mí —dijo Christie.

Ike se echó a reír.

—No es necesario. Saben quién es usted. Han estado pegadas al aparato de televisión desde que llegaron.

Pareció una eternidad, pero al final pudieron irse. Amanda dirigió una última mirada a Robin, esperando hallar algún mensaje en sus ojos, pero estaba hablando y la muchacha sonreía. Evidentemente, entendía algo de inglés.

Christie Lane estaba de muy mal humor cuando hizo señas a un taxi.

De repente, ella le tomó del brazo.

—Iré a tu casa, Christie.

Él se mostró patéticamente exuberante.

—Muñeca, ¿qué harás con el traje de noche? ¿No quieres ir primero a tu casa y cambiarte?

—No, te dejaré después... después de haberlo hecho.

—No, soportaré el gato. Iremos a tu casa. No tengo que ir á ningún sitio mañana. Podré quedarme allí y tú te podrás levantar cuando quieras.

Su carne empezó a hormiguearle.

—No, mañana temprano tiene que venir un cámara. Ahora, sólo son las diez y media, así es que si vengo a tu casa y me marcho dentro de unas horas, estará bien.

—Pero quiero estar contigo toda la noche, tenerte en mis brazos.

Reprimió su sensación de náusea. Había escogido deliberadamente el Astor como el menor de los males. Por lo menos, podría levantarse y marcharse cuando todo hubiera terminado.

—Tiene que ser así —dijo ella tranquilamente.

—Muñeca, haré lo que quieras. ¡Muchacho, qué feliz vas a ser! Soy el mejor... espera a ver.

Estaba segura de que todas las personas que se encontraban en el vestíbulo del Astor conocían sus planes, al entrar ella en el ascensor. Incluso le parecía que el taxista la había mirado con desprecio al salir del taxi. Pero cuántas veces había atravesado el vestíbulo de la casa de Robin e incluso le había dado alegremente los buenos días al conserje, y todo había parecido tan natural y maravilloso... No. No debía pensar en Robin, ahora no.

Se dirigió al cuarto de baño de la suite de Christie y se quitó toda la ropa. Contempló su pecho liso y después se dirigió a la alcoba, desafiante. Él estaba tendido en la cama en shorts, contemplando la elegante figura. Su mandíbula cayó de desilusión.

—¡No tienes pecho! —Los ojos de ella eran fríos: lo retaban. Él rió y levantó los brazos—. ¡Bien! Supongo que eso demuestra que todas las damas de clase son delgadas. Por lo menos, no tienes dientes de cabra. Pero acércate... no va a decepcionarte el tamaño de mi empalme. Mira qué tiene para ti el viejo Chris...

Se sometió a su abrazo en la oscuridad. Permaneció tendida mientras él palpitaba y giraba a través de ella. Sabía que estaba intentando agradarle. Dios mío, aunque durara varias horas, no sucedería nada. Nunca podría excitarla, nunca. Rezó para que terminara. De repente, él huyó de ella y cayó a su lado, gimiendo. Al cabo de unos minutos, dijo:

—No te preocupes, muñeca, me he retirado a tiempo. No quiero perjudicarte.

Ella yacía silenciosamente. La tomó en sus brazos. Su cuerpo estaba viscoso de sudor.

—No he conseguido despertarte, ¿verdad? —dijo.

—Chris, yo... —Se detuvo.

—No te preocupes, déjame recuperar la respiración y volveré otra vez a ti.

—No, Chris. ¡Ha sido maravilloso! Yo estaba nerviosa, eso es todo. La próxima vez llevaré algo, no te preocupes.

—Escucha, lo he decidido. Vamos a casarnos. Al terminar la temporada. Tengo un contrato de seis semanas en Las Vegas este verano; pagan mucho dinero. Nos casaremos allí. Te divertirás mucho, será nuestra luna de miel. Así es que no te pongas nada: si quedas embarazada, mejor, nos casaremos antes.

—No, no quiero tener un niño hasta que estemos casados. No quisiera que la gente pensara que este era el motivo.

—Escucha, muñeca, tengo cuarenta y siete años. Estoy bastante igualado contigo. Todo el mundo cree que tengo unos cuarenta. Incluso Eddie y Kenny no lo saben. Pero puesto que vas a ser mi mujer, quiero que sepas la verdad. He tenido mucho cuidado con el dinero toda mi vida. En los últimos quince años he venido ganando siempre cuarenta o cincuenta mil. E hiciera lo que hiciera, siempre he guardado la mitad. Cuando tenga sesenta años, tendré un millón de renta. Hace veinte años, conocí a este sujeto en Chicago, es un experto en impuestos. Saqué a su hijo de un apuro, nada serio, un leve accidente de tráfico. Pero yo tenía amistades y arreglé un poco el asunto y el padre del muchacho, Lou Goldberg, se mostró tan agradecido que se convirtió en mi padre, mi madre, mi abogado, mi hombre de impuestos y todo. Me dijo en aquella ocasión que yo era un talento de segunda clase, pero que, si le escuchaba, me convertiría en un ciudadano de primera categoría. Y empezó a tomarme la mitad de lo que ganaba —a veces sólo ganaba doscientos dólares por semana—, pero Lou lo invertía. Ahora tengo una buena cartera, cosas como la IBM que no hacen más que duplicar su valor. Ahora que ya tengo una buena cantidad, Lou sigue apartándome la mitad. Y si esto sigue, me refiero a mi nuevo éxito, en pocos años, tendré no uno, sino dos millones. Y, tal como él lo invierte, tendré más de seis mil al mes exentos de impuestos, y sin tocar lo principal. Eso lo dejaremos para nuestro hijo. Ahora que te tengo, todo será perfecto. Y quiero que empecemos teniendo un niño enseguida, así a los sesenta años, por lo menos podré ir al partido con él y verle ir al colegio cosa que yo nunca pude hacer. No se lo digas a nadie, pero nunca pasé del sexto grado. A los doce años, vendía golosinas por la calle. ¡Pero nuestro chico tendrá de todo!

Ella estaba tendida y permanecía muy callada. ¡Qué había hecho! Este pobre idiota...

De repente se levantó, fue al cuarto de baño y se vistió. Chris se estaba vistiendo cuando salió.

—No te preocupes —le rogó ella—. Puedo tomar un taxi. —Estaba deseando marcharse. No podía soportar sus ojos enamorados.

—No, es pronto todavía. Te llevaré a casa y después pasaré por el Stage Deli. Eddie y Kenny estarán allí probablemente. Tomaré con ellos un café y kibitz. Soy tan feliz que no puedo dormir; quiero proclamarlo al mundo.

Permitió que le tomara la mano mientras la acompañaba a casa. Le dio un beso de buenas noches junto al ascensor. Entró en su apartamento, corrió al cuarto de baño y vomitó.

Robin llamó al día siguiente. No mencionó en ningún momento a las muchachas italianas. Por la tarde se iba a Los Ángeles con Ike Ryan. Quería hacer un programa En Profundidad dedicado a Ike. Le parecía que sería más interesante si se filmaba en el mismo sitio. En el despacho de Ike, en su ambiente. De allí volaría de nuevo a Londres siguiendo la ruta del Polo y no sabía cuándo iba a volver. Ella no mencionó a la baronesa ni a la starlet italiana y él tampoco mencionó a Christie Lane.