Capítulo 9

En enero, fueron anunciados en la columna del New York Times dedicada a la televisión las novedades de febrero. Dan sonrió complacido al ver que el Show de Christie Lane era el tema principal. Le había costado sudar todo el verano y había conseguido hacer de Christie un buen presentador. Cuando Gregory lo vio y le dio vía libre. Dan prescindió de los tranquilizantes.

Aquella noche quería celebrarlo. Inconscientemente, sus pensamientos se dirigieron hacia Ethel. Tal vez había sido un error trasladarla al Show de Christie Lane. Pero, ¡demonios!, de alguna manera tenía que pagarle. No había nadie, nadie, que pudiera competir con ella en este aspecto. Su nueva misión la había entusiasmado. Él sabía que no era simplemente por los veinticinco dólares más, la mayor atracción para ella eran los grandes artistas invitados de Hollywood que conocería cada semana. Bien, era una muchacha de buen carácter y él no hubiera podido hacerle el amor más de dos veces por semana. Así que, si quería emplear su tiempo libre con algún nombre de Hollywood, es lo menos que podía hacer por esta perra. Y, de esta manera, quizás dejara de molestarle con el sonsonete de «Llévame al «21». Por extraño que pudiera parecer, Ethel no sentía inclinación amorosa alguna por Christie Lane. Decía que le causaba espanto. «Su piel es de una blancura tan pastosa, que me recuerda la barriga de un pollo». A partir de entonces, solía referirse a Christie como B.P.

Dan se reclinó en su asiento y su sonrisa irradió felicidad. Lo único que debía hacer era esperar hasta febrero. Entonces conseguiría una gran victoria. Incluso tenía patrocinador: los productos Alwayso. Para acompañar a Christie como «Señor Corriente», Dan había pensado en una cantante de aspecto sencillo, un anunciador de aspecto casero y un gran artista invitado que añadiera un poco de encanto cada semana. Había contratado a Artie Rylander, un importante productor que se había dado a conocer en los años cincuenta con espectáculos de variedades en directo. Y Alwayso iba progresando gracias a su publicidad. Una vez más, Dan se complació de su suerte. Una hermosa muchacha haciendo publicidad constituiría un contraste perfecto con el tono casero y familiar del Show de Christie Lane.

Ahora mismo, el despacho de Jerry debía estar repleto con las más bellas modelos de la ciudad. Jerry había decidido utilizar una voz masculina en off, al mismo tiempo que la modelo mostrara el producto. Pero, tal como Jerry decía, había que encontrar una muchacha y seguir siempre con la misma. Era un problema.

Dan sonrió. Había pasado meses y meses encerrado con Christie Lane, los «criados», Sig y Howie y Artie Rylander. Y Jerry tenía un despacho lleno de modelos preciosas. Sacudió la cabeza. Que se preocupara Jerry.

Pero Jerry tenía un problema. Amanda. Amanda con sus frías facciones nórdicas, sus pómulos salientes y su espeso cabello rubio era ideal para este producto; además, el año pasado había realizado la propaganda de Alwayso en las revistas. Jerry la hubiera querido para el show, pero ¿qué diría Robin si la contrataba?

Le diría «¿Qué demonios estáis haciendo? ¿Intentas chupar de mí?» o bien diría «Es muy amable por tu parte, Jerry. Te lo agradezco de veras».

De repente, se odió a sí mismo. ¡Demonios!, el problema consistía en quién resultaba más adecuada para el trabajo y no cómo se lo tomaría Robin. Se sentó y contempló una fotografía de Mary y los niños que tenía sobre la mesa. ¿Acaso no eran normales sus sentimientos hacia Robin? ¡Era ridículo! ¡Él no experimentaba deseo sexual por Robin Stone! Simplemente le gustaba, le gustaba estar con él. Pero ¿por qué le gustaba estar con él? A veces, Robin le trataba con la misma llaneza sin cumplidos con que se dirigía a Carmen, el tabernero del Lancer Bar. Había días en que Robin apenas le hablaba. También podía mostrarse solícito, casi contento de verle: «Tu bebida te está esperando Jerry». Y, sin embargo, tenía la sospecha de que si repentinamente dejara de llamar a Robin, dejara de acudir al Lancer Bar a las cinco, no se le echaría de menos.

Oprimió el zumbador y dijo a su secretaria que hiciera pasar a Amanda. A los pocos segundos, esta cruzó la puerta. ¡Cielo santo!, caminaba igual que su maldito gato. Lucía un abrigo de leopardo y su rubio cabello ondeaba sobre sus hombros. ¡Leopardo! Y, además, tenía un visón. Lo único que tenía su mujer era un abrigo de nutria.

Se sentó en la silla situada delante de él, impávida ante la luz del día que hería su rostro. Había observado que algunas modelos mayores siempre la evitaban cautelosamente. Pero el rostro de Amanda era perfecto y ella lo sabía.

—¿De veras quieres este trabajo?

—Mucho.

Se la quedó mirando. ¡Jesús, hasta hablaba como Robin! Directamente al grano.

Vio que daba una ojeada furtiva al reloj. Desde luego, su tiempo era oro. Después advirtió el reloj. ¡Santo Dios!, era el Vacheron más elegante que jamás hubiera visto. Mary lo había admirado en el escaparate de Cartier. Pero costaba más de dos mil con impuestos incluidos.

—Es un reloj muy bonito —dijo.

Ella sonrió.

—Gracias... Me lo regaló Robin por Navidad.

Permaneció en silencio. Le había mandado a Robin una caja de vodka de cien grados. Robin ni siquiera le había enviado una felicitación.

De repente, ella se inclinó hacia la mesa. Sus ojos denotaban urgencia.

—Quiero este trabajo, Jerry. Quiero que Robin se sienta orgulloso de mí.

Le dirigió una mirada suplicante.

—Jerry, yo le quiero. No puedo vivir sin él. Tú eres su mejor amigo. ¿Qué posibilidades crees que tengo con Robin? Hace casi un año que estamos juntos. Y a veces pienso que no estoy más cerca de él que el primer día que nos conocimos. Es tan imprevisible... ¿Qué crees, Jerry? Los hombres suelen confiar entre sí.

Cambió su estado de ánimo. De repente experimentó una extraña sensación de simpatía hacia ella. Dios mío, debía ser el infierno para una muchacha estar enamorada de Robin. Se alegró de ser un hombre. De ser simplemente un amigo de Robin.

—Jerry, quiero casarme con él —dijo ella—. Quiero tener hijos suyos.

Su rostro estaba tenso.

—¿Sabes lo que he hecho todas las noches de las semanas en que él está fuera? He seguido un curso de lectura en la New School. He acabado los Papeles de Pickwick y he empezado a leer a Chaucer. Y cuando traté de comentarlo con Robin, se rió y me dijo que no tenía ninguna intención de convertirse en el profesor Higgins. Pero lo sigo haciendo. ¡Oh, Jerry!, a veces desearía no amarle tanto. Incluso cuando ha pasado la noche conmigo, cuando se va a la mañana siguiente, me restriego contra la toalla que él ha usado. A veces, la doblo y la meto en la bolsa y la llevo conmigo todo el día. Y busco la toalla y la toco. Y casi conserva su olor... y me siento débil. Ya sé que parece estúpido, pero lo hago incluso cuando tengo que encontrarme con él en el Lancer Bar aquel mismo día. Y cada vez que entro allí, me siento morir porque pienso que podría no estar y, sin embargo, siempre está. Y, a veces, cuando estoy sentada a su lado y él me sonríe, pienso que puedo detener aquel momento, que puedo hacerlo durar eternamente. Y esto me asusta porque tal vez significa que temo perderle algún día.

Colocó las manos sobre sus ojos, como para eliminar este pensamiento.

Jerry sintió que sus propios ojos se humedecían de compasión.

—No lo perderás, Amanda, lo estás haciendo muy bien. Le has conservado casi un año. Esto ya constituye un record por sí mismo.

Después le entregó un contrato.

—Creo que serás maravillosa para nuestro producto. Y nos sentimos muy honrados teniéndote en el show.

Las lágrimas amenazaron con rodar por su rostro. Tomó una pluma y estampó rápidamente su nombre en el contrato. Cuando levantó la mano, había recobrado una vez más el control de sí misma.

La observó mientras abandonaba el despacho. ¿Quién podría suponer que esta súper chica, esta criatura perfecta, sufría una tortura de amor? Amar a Robin Stone debía ser un tormento. Porque cualquier mujer tenía que saber que no lo tenía realmente y presentir que un día lo perdería. Él sabía que las Amandas irían y vendrían, mientras que él siempre podría seguir encontrándose con Robin Stone en el Lancer Bar.

Dos semanas más tarde, Jerry visitó por primera vez a un psiquiatra. Le había hecho el amor a Mary con una poca frecuencia alarmante. Cuando ella lo trajo a colación por primera vez, había intentado darle alguna explicación:

—Tú, con tu trabajo y tu golf de los fines de semana, ¿te has olvidado de la mujer que amas?

Él pareció asombrarse. Como si se hubiera tratado de un descuido.

—Ni una sola vez en todo el verano —dijo ella sin acritud—. Y ahora estamos a mediados de septiembre. ¿Tendré que esperar a que haga demasiado frío para practicar el golf?

Él se había excusado, musitando lo agitado que era siempre el comienzo de una nueva estación. Septiembre era tiempo de prisas.

En noviembre lo atribuyó a los viajes de un sitio a otro. El tiempo no permitía sacar el coche y era mucho esfuerzo tomar el tren cada mañana y volverlo a tomar después para regresar a casa. No, no se debía a sus encuentros con Robin Stone en el Lancer Bar. ¡Trabajaba hasta tarde!

Durante la época de Navidad, adujo más excusas. Las cosas se presentaban difíciles. En enero, tenía que trabajar con Alwayso. Tenían que escribirse los anuncios publicitarios, había que seleccionar el primer producto que debía lanzarse en los anuncios, ¿laca para el cabello o el nuevo abrillantador de uñas iridiscente? Si bien estas excusas parecían tranquilizar a Mary, no conseguían acallar las dudas obsesivas que estaban empezando a producirse en su mente. Bien, estaba cansado, el tiempo era malo, y él estaba resfriado. En algunas ocasiones, incluso lo atribuía a los rulos de color de rosa que Mary se colocaba en el pelo. ¡Cómo podía un hombre sentirse inflamado de deseo al ver a su mujer con rulos gigantes de color de rosa y la cara llena de crema! Para evitar discusiones, no dijo nada. La atmósfera empezó a parecerse a una olla a presión. Y una noche explotó.

Sucedió un martes, una semana después de haber contratado a Amanda. Había pasado el día comprobando las copias publicitarias. Todo estaba conforme a los esquemas. Se sintió bien. Había sido uno de estos pocos días en que todo se produce sin perturbaciones. Incluso el tiempo era bueno. Había tomado el tren de las cinco y diez y, al caminar por el sendero que conducía a su casa, experimentó repentinamente una sensación de bienestar. Había nevado el día anterior. En Nueva York, la nieve había quedado reducida a pequeños bancos de lodo gris y opaco. Pero, en Greenwich, parecía una postal de Navidad, limpia e inmaculada. Las luces que brillaban en las ventanas le prometían calor y hospitalidad. Entró y se sintió invadido de felicidad. Los niños habían gritado con entusiasmo «¡Papá, papá!». Jugó con ellos, se divirtió con ellos y se sintió aliviado cuando la muchacha los llevó a la cama. Mezcló unos martinis y sirvió a Mary cuando esta penetró en la habitación. La felicitó por su peinado. Ella aceptó el trago sin sonreír.

—Es el mismo que llevo desde hace un año.

No permitió que su falta de entusiasmo turbara su sensación de tranquilidad.

—Bueno, pero esta noche está mejor que otras veces —dijo, levantando el vaso.

Ella se le quedó mirando con suspicacia.

—Has llegado a casa a buena hora. ¿Qué ha pasado? ¿Te ha dado un plantón Robin Stone?

Se enojó tanto que se atragantó con el martini. Mary lo acusó de sentirse aturdido y él abandonó furiosamente la habitación. Un apretado nudo de culpa empezó a formarse en su garganta. Robin le había dado un plantón. No era eso exactamente, pero cuando Amanda estaba en su despacho esta se había excusado por no poder acudir a la cita de las cuatro y media, alegando que tenía una sesión de modelos a las cinco en punto. Se alegró secretamente: Robin estaría solo en el Lancer Bar. Llamó a Robin en cuanto ella hubo abandonado su despacho.

—¿En el Lancer Bar a las cinco? —preguntó.

Robin rió.

—Por el amor de Dios, Jerry, es el primer día que estoy de nuevo en la ciudad. Amanda va a guisar para mí. Hoy me saltaré el bar. Te veré mañana.

Su rostro ardió de cólera. Pero, al cabo de unos minutos, se le pasó. ¡Qué se le iba a hacer! Vería a Robin mañana. Y ya era hora de que, por una vez, sorprendiera a Mary y llegara a casa pronto.

Desde luego, se reconcilió con Mary. Ella penetró en el dormitorio sosteniendo un martini como comienzo de tregua. Aquella noche, no se dio crema ni utilizó los rulos gigantes de color de rosa, pero cuando se acostaron juntos, él no pudo conseguirlo. ¡Nunca le había sucedido antes! En su esporádica vida sexual del pasado año, los cinco minutos que habían estado juntos, había podido consumarlo por completo. Ella se separó de su lado y lloró. Él ocultó sus propios temores y se excusó con Mary. Lo atribuyó a sí mismo, a los martinis, a los agobios del nuevo show de Christie Lane. Incluso se sometió a un examen médico general y pidió un tratamiento de B12. El doctor Anderson le dijo que no necesitaba B12. Cuando, finalmente, le reveló cuál era su verdadero problema, el doctor Anderson le recomendó una visita al doctor Archie Gold.

Salió precipitadamente del despacho. ¡No necesitaba un psiquiatra! ¡Dios mío! Si Robin imaginara que había llegado a considerar esta posibilidad... bueno, seguramente no querría perder el tiempo con él. Robin le miraría con desprecio, le consideraría un alfeñique.

No le importaba lo que dijera el doctor Anderson. No le importaba que hubiera muchos hombres normales y sanos que fueran al psiquiatra cuando tropezaban con alguna dificultad. ¡No iría al psiquiatra!

Sin embargo, fue Mary la que rompió su resistencia. Le saludaba con una sonrisa todas las noches. Dejó de ponerse los rulos de color de rosa. Observó que lucía un nuevo maquillaje. Empezó a arrimarse a él en la cama; él lo había intentado dos veces, pero no había dado resultado. Ahora temía intentarlo. Cada noche fingía estar cansado. En el momento de acostarse, simulaba la respiración regular de un hombre dormido. Después permanecía despierto con los ojos abiertos en la oscuridad, mientras Mary se deslizaba hacia el cuarto de baño y se sacaba el diafragma. Podía escuchar sus sollozos contenidos.

El doctor Archie Gold era sorprendentemente joven. Sin saber por qué, había esperado encontrarse con un hombre de gruesas gafas, barba y acento alemán. Pero el doctor Gold estaba bien afeitado y presentaba un agradable aspecto. Consiguió muy poco la primera vez. Jerry fue inmediatamente al grano:

—No puedo cohabitar con mi mujer y, sin embargo, la amo y no hay otra muchacha. ¿Qué tengo que hacer?

Antes de que pudiera darse cuenta, habían pasado los cincuenta minutos. Se asombró de que el doctor Gold le sugiriera tres visitas por semana. Jerry estaba seguro de que fuera lo que fuera, podría solucionarlo en una hora. ¡Era ridículo! Pero pensó en Mary —en sus contenidos sollozos en el cuarto de baño... Muy bien, los lunes, miércoles y viernes.

En su tercera visita, la sesión versó totalmente sobre Robin Stone. Poco a poco, Amanda se insinuó también en las sesiones.

Al cabo de dos semanas, se sintió mejor. Después de profundos análisis freudianos y de reminiscencias de su infancia llegó a unas revelaciones perturbadoras. Tenía problema de personalidad pero no era un afeminado. Por lo menos, había eliminado esta mordiente duda de su subconsciente. Hablaron de su padre, un hombre de aspecto extremadamente viril que le había ignorado durante su infancia. Después, empezó a ir al rugby con él y su padre solía aclamar a Robin Stone hasta quedar afónico. «¡Este chico es estupendo!» —gritaba su padre—. ¡Eso es lo que yo llamo un hombre!» Recordó un incidente determinado, cuando Robin había arrollado a una muralla infranqueable de jugadores para marcar un tanto. Su padre había dado un brinco: «¡Qué gran muchacho! ¡Eso es, hijo!»

A través de los cuidadosos análisis del doctor Gold pudo recordar otros fragmentos de egolesiva evidencia. Cuando se comprobó finalmente que Jerry no crecería más allá del metro setenta y cinco, su padre había resoplado: «¿Cómo puedo haber producido este enano? Yo mido metro ochenta. Por Cristo, te pareces a la familia de tu madre. Los Baldwin son todos canijos.»

Muy bien. Por lo menos, ahora comprendía algo. Al intentar ganarse la amistad de Robin, buscaba todavía la aprobación de su padre. Se alegró de este descubrimiento.

—Mi diagnóstico es acertado, ¿verdad? —preguntó al doctor Gold.

Los fríos ojos grises se limitaron a sonreír.

—Es usted quien debe contestar a sus propias preguntas —fue su respuesta.

—¿Por qué demonios le pago si usted no me da las respuestas? —preguntó Jerry.

—Yo no tengo que dar respuestas —contestó el doctor Gold pausadamente—. Yo estoy aquí para estimularle a usted a elaborar las cosas y a conseguir por sí mismo las respuestas.

La semana antes de comenzar el show, aumentó las visitas a sesiones diarias. Prescindió de su hora de la comida. El doctor Gold hubiera preferido verle entre cinco y seis, pero Jerry se negó a prescindir del Lancer Bar. Adujo como excusa que era su único medio de escapar a la tensión: sentarse con Robin y tomar algo. Pero, cuando perdía el tren, experimentaba una sensación de culpabilidad hacia Mary y la cena que habría estropeado.

En estas ocasiones, Jerry se mostraba impaciente con el doctor Gold y le preguntaba por qué experimentaba esta sensación de culpabilidad. ¿Por qué tenía que ir cada día al Lancer Bar y sentarse junto a Robin, sabiendo que experimentaría una sensación de culpa en relación con Mary?

—No puedo seguir así, queriendo agradar a Mary y agradarme a mí mismo. ¿Por qué no puedo ser como Robin? No tener conciencia, ser libre.

—Por lo que usted dice de Robin Stone, yo no diría que es libre.

—Por lo menos, él es él mismo. Incluso Amanda presiente que no lo posee efectivamente.

Entonces Jerry le contó al doctor Gold la confesión de Amanda acerca de la toalla de Robin; el doctor Gold perdió su tranquila expresión habitual y sacudió la cabeza.

—Ella sí que necesita ayuda.

—¡Vamos! No es más que una muchacha enamorada muy sentimental.

El doctor Gold frunció el ceño.

—Eso no es amor, es un vicio. Si una muchacha posee aparentemente todas las cualidades que usted le atribuye, su relación con Robin Stone debería proporcionarle una sensación de satisfacción y no todas estas fantasías. Si alguna vez le cogiera aversión...

El doctor Gold meneó la cabeza.

—Usted no puede juzgar a la gente de esta manera. ¡No los conoce!

—¿Cuándo regresará Robin Stone? —preguntó el doctor Gold.

—Mañana. ¿Por qué?

—¿Y si nos encontráramos mañana en el Lancer Bar? De esta manera, podría presentarme a Robin y Amanda.

Jerry miró al techo.

—Pero, ¿cómo explicaría su presencia? No puedo decir: «Mira, Robin, mi psiquiatra quiere clasificarte».

El doctor Gold rió.

—Puede suponerse que somos amigos. Somos más o menos de la misma edad.

—¿Puedo decir que es usted simplemente médico, no psiquiatra?

—Algunos de mis mejores amigos también son personas —contestó el doctor Gold—. ¿Acaso no puede tener usted un amigo psiquiatra?

Jerry se puso nervioso cuando vio aparecer al doctor Gold en el Lancer Bar. Robin iba ya por el tercer martini y Amanda estaba trabajando, por lo que se encontraría más tarde con Robin en el restaurante italiano para cenar.

—Oh, olvidé decírtelo —dijo Jerry al acercarse el doctor Gold—. Va a venir un antiguo compañero mío de escuela.

Jerry pasó el brazo por los hombros del doctor.

—Archie —el nombre poco familiar casi se le pegó a la garganta—, este es Robin Stone. Robin, el doctor Archie Gold.

Robin miró al hombre con escaso interés. Robin pasaba por uno de sus estados de ánimo silenciosos. Se concentró en su bebida. El doctor Gold tampoco se mostraba precisamente locuaz. Sus fríos ojos grises valoraron tranquilamente a Robin. Jerry empezó a balbucir nerviosamente. ¡Alguien tenía que hablar!

En determinado momento, Robin se inclinó sobre la mesa y dijo:

—¿Eres cirujano, Archie?

—En cierto modo —contestó el doctor Gold.

—Corta complejos.

Jerry procuró que su voz sonara desenvuelta.

—No lo creerás, Robin, Archie es psiquiatra. Nos encontramos en una fiesta, reanudamos la antigua amistad y él me dijo...

—¿Freudiano? —interrumpió Robin, ignorando a Jerry.

El doctor Gold asintió.

—¿Eres psiquiatra o psicoanalista?

—Ambas cosas.

—Tuviste que seguir una preparación tremendamente larga y después tuviste que hacer dos años de análisis personal, ¿verdad?

El doctor Gold asintió.

—Eres un buen hombre —dijo Robin—. Habrás necesitado mucho valor para haber ido a la escuela con un nombre como Archibald. Debes sentirte muy seguro.

El doctor Gold rió.

—Tan inseguro como para haberlo dejado en Archie.

—¿Siempre te ha interesado este trabajo? —preguntó Robin.

—Al principio quería ser neurocirujano. Pero un neurólogo se enfrenta a menudo con enfermedades incurables. Lo único que puede hacer es recetar una medicina para atenuar la sintomatología. Pero con el análisis —los ojos del doctor Gold se hicieron súbitamente expresivos—, puede curar al enfermo. La mayor recompensa del mundo es ver recuperarse a un paciente, verle empezar a actuar, ocupar un puesto en la sociedad y utilizar todo su potencial. En el análisis siempre hay la esperanza de un mañana mejor.

Robin sonrió.

—Conozco su debilidad.

—¿Mi debilidad?

Robin asintió.

—A usted le gusta la gente.

Tiró un billete sobre la barra.

—¡Eh, Carmen!

El camarero acudió inmediatamente.

—Esto es por mi cuenta. Sirve a mis amigos otra ronda y quédate con el resto.

Después saludó con la mano al doctor Gold.

—Lo siento, tengo que marcharme; tengo una cita con mi chica.

Y salió del bar.

Jerry lo miró mientras salía. El camarero les trajo más bebida.

—Obsequio del señor Stone. Todo un señor, ¿verdad?

Jerry se volvió al doctor Gold.

—¿Y bien?

El doctor Gold sonrió.

—Como ha dicho el camarero; es todo un señor.

Jerry no pudo ocultar su orgullo.

—¿Qué le había dicho? A usted también le causado impacto, ¿no es cierto?

—Desde luego. He venido dispuesto a ello. Me encontraba en condiciones más que receptivas.

—¿Cree usted que tiene algún problema o... debilidad?

—No podría decirlo. Aparentemente posee un completo dominio de sí mismo y parece interesarse realmente por Amanda.

—¿Cómo lo sabe usted, doctor Gold? Ni siquiera ha hablado de ella.

—Al marcharse ha dicho: «Tengo una cita con mi chica». Posesivo. No dijo: «Tengo una cita con una chica», lo cual hubiera significado quitarle importancia, considerarla una de tantas.

—¿Cree usted que yo le gusto?

—No.

—¿No? —la voz de Jerry revelaba pánico—. ¿Pretende decirme que no le gusto?

El doctor Gold meneó la cabeza.

—No sabe que existe usted.

La sala de control estaba abarrotada. Jerry encontró un asiento en un rincón. Dentro de quince minutos iba a saltar al aire el Show de Christie Lane ¡en directo! Todo el día había sido un desbarajuste. Incluso Amanda se había contagiado la tensión. En el último ensayo, había sostenido el spray para el cabello con la mano que no debía, ocultando la etiqueta de Alwayso.

Christie Lane y sus «criados» parecían ser las únicas personas no afectadas por la histeria preshow. Bromeaban juntos, Christie hacía parodias para el equipo de operadores, los «criados» iban a por sándwiches. En realidad, parecían divertirse con los frenéticos ensayos.

El auditorio ya casi había entrado. Amanda había dicho que Robin contemplaría el espectáculo desde su casa. Es curioso, Robin no había dicho ni una sola palabra sobre el anuncio de Amanda. En varias ocasiones había estado a punto de preguntarle a Amanda cuál había sido la reacción de Robin, pero no había podido hacerlo conservando un aire indiferente.

Entró Danton Miller, impecable como siempre con su traje negro. Harvey Phillips, el director de la agencia, entró apresuradamente.

—Todo está a punto, señor Moss. Amanda está arriba retocándose el maquillaje. Le he dicho que lleve el vestido azul para anunciar la laca y que se ponga el verde para el lápiz de labios.

Jerry asintió con la cabeza. No podía hacerse otra cosa más que esperar.

Dan pidió al director que encendiera el interruptor del audio. El anunciador había salido a escena para efectuar el precalentamiento habitual:

—¿Hay alguien de New Jersey?

Varias manos se levantaron.

—Bueno, el autobús está esperando fuera.

El auditorio rió complacido. Jerry miró el reloj. Faltaban cinco minutos para lanzar al aire el programa.

De repente, Jerry se preguntó si el show tendría éxito. Sería difícil decirlo, incluso tomando como base la reacción del auditorio. A los auditorios del estudio siempre les gustaban todos los shows. ¿Cómo no iba a ser así, siendo gratis? Mañana saldrían las reseñas, pero las reseñas no tenían importancia para la televisión. Lo único que importaba eran los malditos números. Tendría que sudarlo dos semanas. Tendría, desde luego, la clasificación de la noche, pero la segunda semana era la que contaba.

Faltaban tres minutos para la emisión. Se abrió la puerta y entró Ethel Evans. Dan la saludó con frialdad. Sig fue el único que se levantó y le ofreció su asiento, pero Ethel declinó su ofrecimiento con la mano.

—Tengo a un fotógrafo conmigo. Ahora mismo está tomándole unas instantáneas a Christie para que yo pueda entregarlas a los periódicos.

Se volvió hacia Jerry.

—Después del show, haré que tome algunas fotografías de Amanda y Christie.

Salió de la cabina y se dirigió a la parte trasera del escenario.

Faltaba un minuto para el comienzo de la emisión.

Repentinamente, se hizo un silencio completo en la sala de control. Artie Rylander permanecía de pie, sosteniendo un cronómetro. Bajó la mano, la orquesta empezó a tocar un tema y el anunciador gritó ¡El Show de Christie Lane! El show ya estaba en marcha.

Jerry decidió dirigirse a la parte trasera del escenario. No era necesario que permaneciera en la cabina. Su sitio estaba con Amanda, en caso de que se pusiera nerviosa en el último momento.

Ella estaba sentada en un pequeño vestuario, jugueteando con su cabello. Su fría sonrisa le devolvió la confianza.

—No te preocupes, Jerry, sostendré el spray para el cabello de manera que puedas ver la etiqueta. Siéntate y tranquilízate, pareces una madre nerviosa.

—No estoy preocupado por ti, cariño. Es por todo el show. No olvides que yo soy quien se lo recomendó al patrocinador. ¿Has visto algunos de los ensayos?

Ella arrugó la nariz.

—Durante cinco minutos... hasta que Christie Lane ha empezado a hacer imitaciones idiotas de gritos de celo de los animales.

Se estremeció. Pero, viendo su cara, añadió:

—No tomes en cuenta mi opinión. Como hombre es repulsivo, pero al auditorio le gustará probablemente.

Se abrió la puerta y entró Ethel Evans. Amanda la miró. Era evidente que no le prestaba atención. La mirada de Ethel abarcó toda la estancia. Pareció sorprenderse de encontrar a Jerry y Amanda. Sonrió fugazmente y levantó la mano.

—Buena suerte, Amanda.

—Soy Ethel Evans. Nos conocimos el año pasado en el P. J. Usted estaba con Jerry y Robin Stone.

—Ah, sí.

Amanda dio la vuelta y empezó a aplicarse laca al cabello.

Ethel se sentó en la punta de la mesa del vestuario, casi tapando a Amanda con sus anchas caderas.

—Parece que estamos destinadas a encontrarnos.

Amanda se echó hacia atrás y Jerry tocó el hombro de Ethel.

—Sal, Ethel; le estás quitando la luz a Amanda. Además, este no es el momento adecuado para reanudar una antigua amistad.

La sonrisa de Ethel era amistosa. Bajó de la mesa de maquillaje.

—Estarás muy bien, Amanda. La gente silbará hasta quedar afónica cuando salgas. —Se sacó el abrigo y, sin pedir permiso, lo colgó de la pared—. Tengo que dejarlo en algún sitio. Oye, he venido por dos razones: primera, para desearte suerte; segunda, porque me gustaría que te sacaras algunas fotos con Christie Lane después del show.

Amanda miró a Jerry y este asintió brevemente con la cabeza. Entonces dijo:

—Muy bien, pero no perderé mucho tiempo, ¿verdad?

—Tres o cuatro flashes simplemente.

Ethel se dirigió hacia la puerta.

—Voy a sentarme fuera a ver el show. Amanda, estarás sensacional. ¡Dios mío, si yo fuera como tú, me comería el mundo!

Amanda se sintió más amable. Había una honradez urgente en la voz de Ethel y vio envidia en sus ojos. Dijo:

—Mi tía me enseñó que la apariencia no basta para conseguir la felicidad.

—Eso decía también mi madre —contestó Ethel—. Tengo un cociente intelectual de uno treinta y seis pero lo cambiaría por medio cerebro y una bonita cara. Y apuesto cualquier cosa que tu amigo, con su gran cerebro, estaría de acuerdo. Por cierto, ¿vendrá a ver el show?

—¿Robin, venir aquí? —La idea de ver a Robin sentado entre el auditorio de un estudio era tan descabellada que Amanda rió—. No, lo verá desde su casa.

La frialdad de Amanda se desvaneció cuando Ethel abandonó la habitación. Se incorporó y agarró la mano de Jerry.

—Espero que esté orgulloso de mí. ¿Ha dicho algo?

—¿Qué te ha dicho a ti? —preguntó Jerry.

—Se rió y dijo que si quería mezclarme en esta carrera de ratas, era cosa mía. —Sus ojos miraron hacia el gran reloj que colgaba de la pared—. Es mejor que baje. Hace diez minutos que el show está en marcha.

—Tienes cinco minutos, quizás más.

—Lo sé, pero quiero llamar a Robin y recordarle que mire. Ya le conoces: puede haberse tomado algunos martinis, haberse echado y estar durmiendo.

El único teléfono del teatro se encontraba junto a la puerta del escenario. Jerry dio muestras de nerviosismo cuando ella se levantó y marcó el número, en el vestíbulo expuesto a la corriente de aire. La música era ensordecedora, los aplausos sonaron fuertes y el show parecía desarrollarse bien., Amanda colgó y la moneda cayó en el depósito de devolución.

—Está comunicando, Jerry. Y salgo dentro de cinco minutos.

—Vete ya. Tienes que cruzar detrás de la cortina para llegar a tu decorado.

—Espera, probaré otra vez.

—Sal corriendo —dijo él casi con rudeza—. Tienes que estar en tu sitio cuando la cámara se dirija hacia ti. Ve a por tus cosas. Yo le llamaré por ti.

Esperó hasta que desapareció detrás del telón de fondo y apareció en el pequeño decorado preparado para Alwayso. Entonces marcó el número de Robin. Seguía comunicando. Siguió marcando, hasta que llegó el momento del anuncio «Maldito Robin —dijo para sí misma—. Sabe que la chica va a salir, ¿por qué tiene que hacer esto?»

Se dirigió a los bastidores y llegó a tiempo para dirigirle a Amanda una sonrisa de confianza. Su rostro se iluminó y comprendió que Amanda lo interpretaba como una señal de que había conseguido hablar con Robin. Estaba serena y tranquila cuando la cámara la enfocó.

La contempló en el monitor. Parecía un ángel. No era extraño que ganara tanto dinero. Al terminar, los nervios la dejaron sin respiración.

—¿Estuve bien?

—Mejor que bien. Magnífico. Ahora, descansa cinco minutos, cámbiate, haz el spot de la barra de labios y, después, a casa.

—¿Qué dijo Robin?

—No pude hablar con él. La línea seguía estando ocupada.

Los ojos de Amanda brillaron siniestramente. Jerry la tomó por el hombro y la dirigió hacia la escalera.

—Sube y cámbiate. Y no te atrevas a llorar y estropearte el maquillaje.

—Pero, Jerry...

—¿Pero qué? Está en casa, por lo menos sabes esto. Y probablemente estaba mirando mientras hablaba por teléfono. Puede haberse tratado de una emergencia, incluso de una conferencia de ultramar. Podría haberse declarado la guerra. Tal vez han lanzado una bomba atómica en algún sitio. Tanto si lo crees como si no, el Show de Christie Lane no es el acontecimiento más importante del mundo. Nos estamos comportando como si estuviéramos descubriendo aquí un tratamiento para el cáncer.

Christie Lane se acercó. Bob Dixon se hallaba en el escenario haciendo un popurrí.

—¿Habéis oído los aplausos? ¡Y todo por mí! ¡Soy el más grande!

Apoyó la mano en el brazo de Amanda.

—Y tú eres la más guapa. Sí haces bien las cosas, el tío Christie te llevará a tomar un sándwich después del show.

—Calma —dijo Jerry, liberando el brazo de Amanda de la mano de Christie—. Todavía no has puesto fuera de combate a Berle o Gleason. ¿Y qué es eso del tío?

—¿No sabes lo que Dan ha venido diciendo durante todos estos meses? Que yo soy la imagen de la familia. Que les recuerdo a la gente a su tío o a su marido. —Dirigió sus acuosos ojos azules hacia Amanda—. Muñeca, ¿acaso te recuerdo a alguno de tus parientes? Espero que no, porque, con lo que yo estoy pensando, sería un incesto:

Antes de que Amanda pudiera responder, dijo:

—Bien, el astro de la pantalla ha terminado su número fuera de tono. Ahora, contemplad al verdadero profesional que sale y los mata a todos.

Después se dirigió precipitadamente al escenario. Amanda permaneció en silencio como si no comprendiera lo que sucedía. Se volvió y se dirigió hacia el teléfono.

Jerry la detuvo.

—No, no debes. Sólo tienes exactamente seis minutos para cambiarte de traje y. retocarte el maquillaje. Después del show, podrás llamarle. Y te apuesto una cena en el «21» a que te ha estado mirando. Mejor dicho, os llevaré allí a los dos para celebrarlo.

—No, Jerry. Esta noche quiero estar sola con él. Le llevaré unas hamburguesas. —Miró hacia el escenario en el que actuaba Christie Lane y se encogió de hombros—. Puede que esté loca, pero parece ser que les gusta.

Después subió corriendo las escaleras y se dirigió a su vestuario.

Amanda realizó el segundo anuncio con la misma facilidad. Cuando el show terminó, la reducida parte posterior del escenario se convirtió en una escena de tumulto. Todos se daban palmadas recíprocas en los hombros. Los patrocinadores, Danton Miller y los guionistas rodeaban a Christie Lane y le estrechaban la mano. El cámara estaba tomando fotografías. Ethel se acercó y tomó a Amanda del brazo.

—Quiero una fotografía tuya con Christie.

Amanda se zafó y corrió hacia el teléfono.

Ethel la siguió.

—¿No puedes esperar? Es importante.

Amanda la ignoró mientras marcaba el número. Sabía que Ethel estaba de pie junto a ella y que la miraba amenazante. Jerry se acercó y permaneció cerca en actitud protectora. Ahora no hacía señal de ocupado. Sonó una, dos, tres veces. A la décima llamada, colgó. Salió la moneda. Marcó de nuevo. La misma llamada monótona y Jerry y Ethel la estaban observando. Pudo ver el asomo de una sonrisa de burla en los labios de Ethel. Se irguió. ¡Era la chica de Robin Stone! ¡No permitiría que vieran que la chica de Robin Stone se arrugaba! A él no le gustaría. La noche anterior, cuando la tenía en sus brazos y sus cuerpos estaban juntos, le había acariciado la cabeza y le había dicho: «Eres exactamente como yo, nena, tienes presencia de ánimo. No importa lo que nos hagan a ninguno de los dos; si nos hace daño, nos hace daño por dentro y nadie se entera. No lloramos apoyados en los hombros de nadie y ni siquiera para nosotros mismos. Por eso nos pertenecemos». Se esforzó en pensar en ello ahora, mientras el teléfono seguía sonando inútilmente. Colgó y sin darle importancia tomó la moneda del depósito. Miró a Ethel y Jerry con una sonrisa.

—Soy una idiota, estaba tan nerviosa con el show que se me había olvidado.

Se detuvo, tratando de encontrar una explicación.

—¿Estaba comunicando todavía? —preguntó Jerry con solicitud.

—Sí. ¿Y sabéis por qué? Me dijo que iba a descolgar el teléfono para que nadie le molestara. ¡Y me había olvidado! —Se dirigió a Ethel—: Tomemos las fotografías y después me iré corriendo a su casa, tal como habíamos planeado. Jerry, ¿quieres llamar por favor a Cadi-Cars? Diles que me manden una limousine.

Después se dirigió hacia Christie Lane y se colocó entre este y Bob Dixon, sonrió con la más brillante de sus sonrisas y se escabulló rápidamente de sus brazos tan pronto como se hubo tomado la fotografía. Afortunadamente, Christie estaba tan ocupado con los de las agencias que no se dio cuenta de que se escapaba.

Jerry llamó el coche. Pensó en la historia del teléfono y le pareció extraño que ella lo hubiera olvidado. Pero su sonrisa era demasiado auténtica. Ella estaba radiante.

Ethel también había observado la actitud de seguridad de Amanda. ¡Cielo santo, ir a casa de Robin Stone!

Pero cuando Amanda se encontró en la oscuridad protectora de la limousine, su sonrisa se desvaneció. Dio al conductor la dirección de su propio domicilio. Bueno... ¡ocho dólares gastados en la limousine! ¡Y había tantos taxis rodando! Pero esto era lo único que debía hacer. Se había ido con la cabeza muy alta. Era la chica de Robin y así es como a él le gustaba.

Robin la llamó muy temprano a la mañana siguiente. Su voz era suave:

—Hola, estrella.

Ella había permanecido despierta media noche, vacilando entre odiarle, renunciar a él, buscarle justificaciones y, sobre todo, queriéndole. Y se había prometido a sí misma tomárselo con calma cuando y en caso de que él la llamara. Pero la temprana llamada la sorprendió desprevenida.

—¿Dónde estuviste anoche? —le preguntó. (Señor, no es así como había pensado actuar).

—Mirándote —dijo él, con el tono burlón que le era habitual.

—¡No es verdad!

Estaba rompiendo todos sus propósitos, pero no podía evitarlo.

—Robin, te llamé inmediatamente antes del anuncio y la línea estaba ocupada. Te llamé después del show y no contestaste.

—Tienes razón. El teléfono empezó a sonar precisamente en el momento de empezar el show. No es que me importara; era Andy Parino y prefería hablar con él antes que escuchar a Christie Lane. Pero cuando terminé de hablar con Andy, llamó alguien más. Yo quería contemplar tu gran actuación sin que me distrajeran, así es que cuando saliste, descolgué el teléfono.

—Pero sabías que iba a llamarte después del show.

—En realidad, me olvidé de que lo había descolgado.

—Bueno —balbució ella—, ¿entonces por qué no me llamaste? Me refiero a que, aunque te hubieras olvidado de que el teléfono estaba descolgado, hubieras podido llamarme. ¿No podías imaginar que desearía estar contigo después del show?

—Yo sé lo que pasa después de haberse presentado un nuevo show. Es un escenario de locos. Estaba seguro de que serías el centro de la atención, con tus patrocinadores. Pensé que probablemente saldrías a celebrarlo con ellos.

—¡Robin! —gimió ella en absoluto desamparo—. Yo quería estar contigo. ¿Eres mi chico, no?

—Desde luego que lo soy. —Su voz todavía sonaba alegre—. Pero esto no significa compromiso por ninguna parte. Yo no te poseo, ni poseo tu tiempo.

—¿No lo quieres? —preguntó ella. Era un movimiento en falso, pero tenía que dar un puntazo.

—No. Porque nunca podría dar por finalizado el pacto.

—Robin. Quiero pertenecerte a ti, totalmente. Quiero entregarte todo mi tiempo. Tú eres todo lo que me importa. Te quiero. Ya sé que no quieres casarte —prosiguió—, pero esto no significa que no pueda pertenecerte en todos los sentidos.

—Quiero que seas mi chica, pero no quiero poseerte.

—Pero si soy tu chica, tienes que saber que yo deseo compartirlo todo contigo. Quiero estar contigo en todo, y cuando tú no puedas estar conmigo, quiero quedarme en casa esperando a que vengas. Quiero pertenecerte a ti.

—No quiero lastimarte. —Su voz era grave.

—No quiero que me lastimes. Y no quiero echar sermones. Lo juro.

—Considerémoslo así entonces: no quiero que me lastimen.

Después de una pausa, ella dijo:

—¿Quién te ha lastimado, Robin?

—¿Qué quieres decir?

—No puedes tener miedo de que te lastimen a menos que ya te hayan lastimado. Por eso has levantado una puerta de acero para interponerla entre nosotros de vez en cuando.

—Nunca me han lastimado —contestó—. De veras, Amanda, me gustaría poder decirte que alguna mujer fatal rompió mi corazón durante la guerra cuando era un muchacho. Pero nunca sucedió nada de eso. He tenido chicas, muchas. Me gustan las chicas y creo que me intereso por ti más de lo que nunca me haya podido interesar por ninguna otra.

—Entonces, ¿por qué ocultas una parte de ti mismo y me obligas a que yo haga otro tanto?

—No lo sé, de veras no lo sé. Tal vez poseo un extraño sentido de auto preservación. Un instinto que me dice que si no tuviera esta puerta, como tú la llamas, se me podría vaciar la cabeza. —Entonces se rió—. Demonio, es muy pronto para los análisis anímicos. O quizás es que no tengo alma. Si abriera esta puerta de acero, quizá viera que no hay nadie en casa.

—Robin, yo nunca te lastimaré. Te querré siempre.

—Nena, nada es para siempre.

—¿Quieres decir que vas a dejarme?

—Podría sufrir un accidente de aviación, podría alcanzarme la bala de algún tirador apostado.

Ella rió.

—La bala se doblaría si te alcanzara.

—Amanda. —Su voz sonaba alegre, pero ella supo que hablaba en serio—. Quiéreme, nena, pero no me conviertas en tu vida. No puedes agarrarte a la gente. Aunque te quieran, tienen que dejarte.

—¿Qué estás intentando decirme? —Estaba peligrosamente a punto de llorar.

—Estoy intentando explicarte lo que siento. Hay algunos hechos que todos conocemos: uno, que uno no puede agarrarse a la gente; dos, que un día hay que morir. Todos tenemos que morir; lo sabemos, pero fingimos ignorarlo. Tal vez creemos que si no pensamos en ello, podría no suceder. Pero, en el fondo, sabemos qué sucederá. Siento lo mismo con respecto a la puerta de acero. Mientras permanezca cerrada, no podrán lastimarme.

—¿Has intentado abrirla alguna vez?

—Lo estoy intentando en este momento, contigo. —Su voz sonaba tranquila—. La he desgoznado porque te estimo lo suficiente como para desear que comprendas. Pero ahora mismo la estoy cerrando otra vez.

—¡Robin, por favor, no lo hagas! Quiéreme siempre. Yo sé lo qué es la puerta: se cierra de golpe ante los sentimientos. Has cerrado esta parte de tu cerebro. Tú sientes amor... pero te niegas a pensar en ello.

—Puede ser. Al igual que me niego a pensar en la muerte. No importa cuándo suceda, aunque tenga noventa años, me sentiré muy decepcionado cuando tenga que marcharme. Pero puesto que nada me importa demasiado, es posible que no sienta mucho tener que irme.

Ella permaneció en silencio. Nunca se le había confiado tanto. Comprendió que estaba intentando decirle algo más.

—Amanda, tú me importas. Y te admiro porque creo que también tienes tu propia puerta de acero. Eres hermosa y ambiciosa y eres independiente. No podría amar o respetar a una muchacha si yo fuera su única razón de ser. Tengo una curiosa manera de pensar: las rocas de tu cabeza se adaptan a los agujeros de la mía. ¿Nos hemos sincerado lo bastante?

Ella se esforzó en reír alegremente.

—Todo está bien. A menos que no me lleves a cenar esta noche. Entonces romperé aquellas rocas contra tu cabeza y las convertiré en guijarros.

Su risa se mezcló con la de ella.

—Bueno no puedo exponerme a esto. Tengo entendido que vosotras, las beldades del Sur, no gastáis bromas.

—¿Del Sur? Yo nunca te he dicho que fuera del Sur.

—Tú nunca me dices nada, mi bella Amanda. Quizás es parte de tu encanto. Pero cuando hablas, sale de vez en cuando algo de Georgia o Alabama.

—Te equivocas de Estado. —Después de una pausa, dijo—: Nunca te he dicho nada de mí, porque nunca me lo has preguntado. Pero quiero que me conozcas, que lo sepas todo.

—Nena, no hay nada tan soso como una mujer sin pasado. Y, una vez se conocen todos los detalles, ya no hay pasado. Todo se convierte en una larga y monótona confesión.

—Pero, en realidad, no sabes nada de mí, ¿no sientes curiosidad?

—Bueno, sé que tenías bastantes horas de vuelo cuando nos conocimos.

—¡Robin!

—Lo digo en el mejor sentido. Soy demasiado viejo para empezar con una virgen.

—No han habido tantos hombres como te figuras, Robin.

—Cuidado. No me desilusiones. Siempre me han seducido las mujeres como María Antonieta, Madame Pompadour, incluso Lucrecia Borgia. Si ahora me dices que sólo hubo aquel chico tan bien plantado que conociste en la escuela, vas a estropearlo todo.

—Muy bien. Entonces no te contaré lo del dictador sudamericano que intentó quitarse la vida por mí o lo del rey que quiso renunciar al trono. Entretanto, ¿preparo bistec y ensalada para esta noche?

Él rió. Se había roto la tensión y ella comprendió que había recobrado su naturalidad.

—De acuerdo, nena. Bistec y ensalada, y yo traeré un poco de vino. Te veré a las siete.

Ella se tendió en la cama y acunó el teléfono con la mano. Dios mío, no podía seguir jugando esta clase de juegos. Pero sabía que lo haría, que tenía que hacerlo hasta que consiguiera ganarse toda la confianza de Robin. Entonces aflojaría su guardia y... Saltó de la cama y se dirigió al baño. Se sintió estupendamente. Aunque tuviera dos sesiones agotadoras, hoy era un día maravilloso. El día más grande de su vida. Porque sabía que tenía la llave de Robin Stone. Tenía que tomárselo con calma y no pedir nada. Cuanto menos pidiera tanto más él le daría. Y pronto comprendería que le pertenecía a ella; sucedería tan gradualmente que ni siquiera se daría cuenta.

Por primera vez, se sintió confiada. Sabía que todo iba a resultar bien.