Capítulo 18
A las dos de la madrugada, Maggie Stewart estaba todavía despierta. Había fumado una cajetilla entera de cigarrillos. Durante tres horas consecutivas, había estado paseando arriba y abajo, desde el salón hasta la pequeña terraza que daba a la bahía. Le gustaba mirar la bahía; el océano era enorme y vacío, pero la bahía rebosaba de vida. Estaba constelada de grandes yates y sus luces centelleantes enviaban débiles reflejos a las oscuras aguas. Envidiaba la satisfacción de las personas que dormían en ellos: debía ser como una enorme cuna con las olas rompiendo contra sus costados, el suave movimiento del barco. Agarró la barandilla de la terraza hasta que tus nudillos quedaron blancos.
¡Robin Stone estaba allí! En la misma ciudad. Mañana se encontrarían cara a cara. ¿Qué iba a decir ella? ¿Qué diría él? Lo curioso es que su pensamiento se acordara de nuevo de Hudson. Por primera vez en casi un año y medio por lo menos, se permitió pensar en él. Hacía algún tiempo o, mejor dicho, inmediatamente después de su boda con Hudson, había aprendido que era mejor ignorar la desdicha. Pensar en ella la alimentaba y la mantenía viva. Esta noche, por primera vez, permitió que la imagen de Hudson Stewart se presentara de nuevo. Vio su rostro, su sonrisa que gradualmente se había ido volviendo amarga, y después su aterradora y perversa sonrisa final. Esto era lo último que había visto de él, aquella terrible sonrisa antes de que ella se dedicara al teatro. Parecía tan lejano el tiempo en que había vivido en aquella enorme casa en calidad de señora de Hudson Stewart III. ¿Por qué sería que a los hombres se les perdonaba todo, y en cambio las mujeres tenían que atenerse a las reglas?
Había contraído matrimonio con Hudson a los veintiún años. Oficialmente, había durado tres años. Era difícil recordar lo que había sentido al principio. Quería ser actriz. Era un sueño que había empezado siendo ella niña, la primera vez que vio a Rita Hayworth en la pantalla. Cristalizó cuando contempló su primer auténtico espectáculo en el Teatro Forrest. Los actores vivientes del escenario hacían que todo lo de la pantalla pareciera pálido e irreal. Esto era lo que ella quería ser. Tomó esta decisión a los doce años y lo anunció a la hora de la cena. Sus padres sonrieron y lo rechazaron como una fase más de la adolescencia. Pero se incorporó a una compañía de teatro amateur y, en lugar de asistir a los bailes, pasaba los fines de semana estudiando a Chejov. La verdadera explosión se produjo cuando anunció que no tenía intención de asistir a la Universidad, su intención era trasladarse a Nueva York e intentar la aventura del teatro. Su madre empezó a sollozar convulsamente.
—¡Oh, Maggie! —sollozaba—, te han admitido en el Vassar. ¡Sabes los apuros que he pasado y cuánto he ahorrado para poder enviarte a la Universidad!
—¡No quiero ir a la Universidad, quiero ser actriz!
—Vivir en Nueva York cuesta dinero; podrías tardar un año o más en encontrar trabajo. ¿De qué vas a vivir?
—El dinero que has ahorrado para el Vassar. Dame la mitad.
—¡Oh, no! No te daré dinero para que vayas a Nueva York y duermas por ahí con actores y con sucios productores de espectáculos. Ninguna chica como es debido va a Nueva York.
—Grace Kelly fue a Nueva York, y era una chica como es debido.
Su madre se mostró inexorable.
—Fue una entre un millón. Y era rica. ¡Oh, Maggie, yo nunca tuve la oportunidad de asistir a la Universidad! Tu padre tuvo que trabajar para pagarse los estudios. Nuestro sueño era mandar a nuestra hija a la mejor escuela. Por favor, ve al Vassar; después, cuando te hayas graduado, si todavía quieres irte a Nueva York, sólo tendrás veintiún años.
Y así es cómo asistió al Vassar. Conoció a Hudson en el último año. Lo encontró bastante atractivo, pero su madre estaba loca de contento.
—Oh, Maggie... ¡Eso es lo que siempre había soñado! Una de las mejores familias de Filadelfia y con tanto dinero. Espero que los Stewart nos acepten. Después de todo, somos personas respetables y tu padre es médico.
—Sólo he salido dos veces con él, madre, y sigo queriendo ir a Nueva York.
—¡Nueva York! —La voz de su madre se hizo chillona—. Escucha, jovencita, sácate esta idea de la cabeza. He ahorrado para enviarte al Vassar. Tan pronto como supe que salías con Lucy Fenton comprendí que las cosas iban a salir bien. ¡Has encontrado al muchacho adecuado por medio de Lucy!
—Iré a Nueva York.
—¿Con qué dinero?
—Bueno, encontraré un trabajo para poder mantenerme y después intentaré actuar en el teatro.
—¿Y qué clase de trabajo crees que podrás encontrar, señorita? No sabes escribir a máquina. No estás preparada para hacer nada. Nunca debí permitirte incorporarte a la compañía de actores de la escuela superior, pero pensé que te olvidarías de ello. Y no creas que no me di cuenta de tu manera de mirar a aquel muchacho de aspecto extranjero.
—¡Adam ha nacido aquí en Filadelfia!
—¡Pues entonces necesitaba bañarse y cortarse el pelo!
Se asombró de que su madre recordara a Adam. Ella nunca se lo había mencionado. Era uno de los componentes del grupo de teatro de Letras al que ella había pertenecido durante el bachillerato. Había ido a Nueva York y precisamente aquella temporada había llegado a Filadelfia con un auténtico espectáculo de Broadway. Desde luego, se trataba de una compañía ambulante y él era simplemente director de escena auxiliar. Pero lo había conseguido. Era un verdadero profesional. La obra duró tres meses en cartel y ella le estuvo viendo todos los fines de semana. Incluso Lucy le encontraba divino. Y después, la noche antes de cerrar las actuaciones, Adam le había pedido que fuera al hotel con él. Ella había dudado...
Después le tomó del brazo:
—Pasaré la noche contigo porque comprendo que quiero pasar toda mi vida contigo. Pero no podremos casarnos antes de que yo termine la Universidad. A mi madre le dará un ataque. Ella nunca ha creído que yo iría a Nueva York e intentaría realmente afirmarme como actriz. Por lo menos, tengo que complacerla graduándome.
Él le tomó la cara entre sus manos.
—Maggie, estoy enamorado locamente de ti. Pero, mira, cariño, en Nueva York yo vivo en el Village con otros dos chicos. La mitad del tiempo lo paso viviendo del seguro de desempleo. Ni siquiera puedo permitirme un apartamento y dejar sola a una esposa.
—¿Pretendes decirme que quieres dormir conmigo y luego marcharte?
Él rió.
—Me marcho a Detroit, después a Cleveland, después a St. Louis, después otra vez a Nueva York, y espero que mi agente me haya encontrado un trabajo para el repertorio de verano. Quiero intentar afirmarme como director. Esto significará una compañía de segunda categoría y nada de dinero. Sí, Maggie, me marcho. Un actor tiene que estar marchándose siempre. Pero no me escapo de ti. Esta es la diferencia. Siempre podrás encontrarme a través de Equity.
—¿Pero qué será de nosotros? ¿Qué tendremos en común?
—Todo lo que pueden tener dos personas que luchan en el teatro. Te aprecio y tal vez incluso te amo. Pero en este negocio no se pueden hacer proyectos. No es un trabajo de las nueve a las cinco, no se tienen unos ingresos fijos. No hay tiempo para tener hijos, ni para un bonito apartamento. Pero si quieres venir a Nueva York cuando termines la Universidad, estupendo. Te enseñaré los trucos y te presentaré a mi agente. Quizá podremos estar juntos.
—¿Y qué me dices del matrimonio?
Adam le había estado acariciando suavemente el pelo con la mano.
—No te vayas de Filadelfia, Maggie. No lo hagas si piensas así. O se es actriz o se es esposa.
—¿No puedo ser ambas cosas?
—No con un director que está luchando por afirmarse. No daría buen resultado. Los actores y las actrices están consagrados. Pasan hambre, trabajan, sueñan.
—¿No se enamoran? —preguntó ella.
—Siempre. Y cuando aman, se acuestan juntos; pero si un trabajo se interpone y los separa, pues eso es lo que sucede. Pero una actriz nunca se siente sola, porque esto que arde dentro de ella y que se llama talento la ayuda a vivir.
—Quiero acostarme contigo, Adam —dijo ella.
Él se detuvo.
—Maggie..., ¿te has acostado antes con algún otro muchacho?
Sus ojos lo retaron.
—Todavía no soy una de estas ardientes actrices. Todavía tengo un bonito y limpio dormitorio para mí sola.
—Entonces dejémoslo así. Si vas a Nueva York, búscame.
La entrada de Hudson en su vida, junto con su graduación en el Vassar hicieron que los seis meses que transcurrieron juntos fueran tan vertiginosos que apenas tuvo tiempo de analizar sus emociones. Procuró no dejarse influir por la patética avidez de su madre, pero lo acogió todo con entusiasmo y se dejó arrastrar por la excitación que Hudson llevó a su vida. El club campestre; su primera visita al hipódromo; las dos semanas de vacaciones en Ocean City como invitada del señor y de la señora Hudson Stewart II.
En septiembre fue anunciado su compromiso y Hudson le regaló un brillante de siete quilates tallado en forma de esmeralda. Su fotografía apareció en el Inquirer y en el Bulletin.
Seguía la corriente como si se tratara de una producción del Teatro de Letras y Hudson fuera el actor que le diera la réplica y, al final del tercer acto tuviera que caer el telón, escuchar los aplausos y todo terminara.
Pero, al acercarse la fecha de la boda, comprendió de repente qué, cuando bajara el telón, sería la señora de Hudson Stewart III. Es curioso, pero su estado de ánimo era de tranquila aceptación, hasta que un día fue a comer con Lucy, una semana antes de la boda.
Estaban sentadas en el Warwich, discutiendo acerca de los proyectos de la boda, cuando Lucy dijo como sin darle importancia:
—¿Has oído hablar de este actor, un tal Adam? Le vi el otro día en un anuncio de TV. No hablaba, se estaba afeitando, pero nunca podré olvidar sus ojos. Tiene un aspecto rudo. Se dice que los judíos son excitantes.
—¿Judío?
Nunca se le había ocurrido.
—Adam Bergman. —Lucy le recordó—. Recuerdo una noche en que estaba hablando, probablemente tú estabas demasiado extasiada para poder escucharle, y dijo que su agente le había sugerido que cambiara su nombre porque Bergman Sonaba demasiado judío. Y Adam dijo: «Lo conservaré; Ingrid lo hizo muy bien».
Al no contestar Maggie, Lucy añadió:
—Supongo que así es la vida. Nos enamoramos del hombre que no nos conviene. Y está bien, siempre y cuando nos casemos con el que nos conviene y tengamos niños. Tú sobre todo... te darán un millón cada vez que tengas uno. El padre de Hudson ya le ha dado a la hermana de Hudson dos millones. Por eso ha estado embarazada dos años seguidos. Bud y yo tendremos que esperar a que muera mi padre.
—Pero tú quieres a Bud, ¿verdad?
—No está mal.
—¿Que no está mal?
Maggie no pudo ocultar su asombro.
Lucy sonrió.
—No tengo tu aspecto, Maggie. Simplemente tengo un nombre y montones de dinero.
—Oh, Lucy, eres...
Maggie se detuvo.
Lucy la interrumpió con una sonrisa.
—No te atrevas a decir que «tengo personalidad» o que soy inteligente. Soy inteligente y no puedo hacer nada por mi aspecto porque no es lo suficientemente malo. Por eso te escogí por compañera, Maggie. Pensé, si comparto la habitación con la chica más guapa de la escuela, podré aprovecharme de algunos de sus éxitos. Y así fue como empecé a despertar un poco de interés. Este verano conocí a Harry. Era un administrativo de un hotel de Newport. ¿Te imaginas a mi madre dejándome casar con Harry Reilly que vive en el Bronx y va a la NYU? No es que Harry me lo pidiera. Pero, en otoño, conocí a Bud y mi madre está más contenta que unas pascuas. Creo que yo también... tendremos una vida cómoda. Pero, por lo menos, pasé dos meses maravillosos con Harry.
—Quieres decir que tú...
Maggie se detuvo.
—Desde luego que llegamos hasta el fondo. ¿No lo hiciste tú con Adam?
Maggie sacudió la cabeza.
—Por Dios, Maggie, eres idiota. ¿Por qué no? Una muchacha tendría que acostarse con el hombre de quien está enamorada por lo menos una vez en la vida.
—¿Pero cómo se lo explicarás a Bud? Quiero decir no ser...
—¿Quieres decir lo de sangrar y todo eso? Eso es muy anticuado. Me están tomando medidas para colocarme un diafragma; le diré a Bud que el médico me desfloró.
—¿Pero no se dará cuenta?
—Puedo fingir. Recuerdo mi primera noche con Harry. Me tenderé, permaneceré en silencio, gemiré un poco, me pondré tensa y dará resultado. ¿Quieres que te diga una cosa? Con Harry no sangré. Pero le fue difícil conseguirlo; supongo que en eso consiste la virginidad. El pobre Harry rompió dos gomas antes de lograrlo. Procuraré que a Hudson le resulte difícil, por lo menos la primera noche.
Maggie no había tenido que fingir nada con Hudson. Incluso el dolor fue auténtico. Hudson fue brusco. Procuró penetrarla inmediatamente. Le había dolido y lo odió todo. Y sucedió lo mismo la segunda noche y la tercera. Se encontraban en el Liberté, camino de París para su luna de miel. El camarote era lujoso, pero tomaba bonamine y se sentía amodorrada. Tal vez las cosas fueran mejor cuando abandonaran el barco. En el George V de París fue todavía peor. Hudson bebía mucho y la tomaba cada noche, sin asomo de ternura o afecto. Se satisfacía y caía inmediatamente en un sueño profundo.
Cuando regresaron a Filadelfia y se establecieron en su bonito hogar junto a Paoli, pensó que las cosas mejorarían. Hudson reanudó su trabajo, ella alquiló servidumbre, dio fiestas, fue al club para tomar lecciones de golf y formó parte de varios comités de beneficencia. Sus fotografías aparecían en todas las secciones de notas de sociedad de los periódicos. Se convirtió en la nueva joven líder de la sociedad de Filadelfia. Hudson era como un semental, tomándola metódicamente cada noche. Pero nunca se molestaba en besarla o en acariciarle el pecho. Al principio, pensó que tenía un defecto porque no alcanzaba el orgasmo, pero, con el paso de los meses, perdió las esperanzas. Sólo anhelaba un poco de afecto durante sus rituales nocturnos. Cuando intentó sonsacar a Lucy, esta le contestó encogiéndose de hombros.
—Algunas veces me sucede y otras no. Pero gimo y finjo que es maravilloso. ¿Y a ti qué tal con Hudson?
—Oh, estupendo —dijo Maggie rápidamente—. Pero, como tú dices, tampoco me pasa todas las veces.
—Mira, a nosotros hace tres meses que no nos sucede. Me refiero a mi orgasmo. Y, sin embargo, estoy embarazada de dos meses. Evidentemente no tiene nada que ver con tener niños. De todos modos, es mejor que procures que Hudson beba menos. Esto puede ser causa de una impotencia temporal en el hombre.
Maggie comprendió que un niño podría cambiar sus relaciones. Aparentemente, todo iba bien. Él se mostraba educado en público, la estrechaba cuando bailaban, pero no tenían nada en común cuando estaban solos.
Supo lo de Sherry al final de su primer año de matrimonio. En los dos últimos meses, Hudson había ido con bastante frecuencia a Nueva York, solo, por motivos de trabajo. Aquella noche, ella se encontraba en el dormitorio, peinándose para la cena. Hudson la esperaba abajo. Sonó el teléfono. Se estaba retrasando y siguió jugueteando con su cabello sabiendo que la muchacha tomaría el teléfono. El aparato siguió sonando. Entonces, por una extraña casualidad del destino, lo tomó en el momento justo en que Hudson tomaba el supletorio de abajo. Estaba a punto de colgar, cuando escuchó que una voz de mujer susurraba: «¿Huddie? He tenido que llamarte».
Se mantuvo extrañamente tranquila mientras escuchaba. La voz de Hudson también sonaba conspirante.
—¡Maldita sea, Sherry, te dije que nunca me llamaras a casa!
—Huddie, es urgente...
—¿No puedes esperar a mañana? Llámame al despacho.
—No puedo, porque estaré trabajando a aquella hora y no puedo poner una conferencia... aunque disimule, alguna de las compañeras podría oírlo. ¿Puede escucharme alguien? ¿Está por aquí tu mujer?
—Vendrá enseguida. ¿Qué quieres?
—Huddie, me han entregado el resultado del análisis. Estoy encinta.
—Por Dios ¡otra vez!
—No puedo evitar que el diafragma se deslice. Y tú no quieres ponerte nada.
—¿Es el mismo médico de Jersey?
—Sí, pero ha subido el precio a mil.
—Bien, hazlo.
—Huddie, lo quiere en metálico. Me ha citado para el lunes.
—De acuerdo, iré a Nueva York el domingo y te entregaré el dinero... no, es mejor que venga durante la semana. Maggie podría sospechar si viniera en domingo. Dejémoslo para el jueves. Estaré en tu casa a las ocho. Ojalá mi mujer fuera tan fértil como tú. Me cuesta mil dólares desprenderme de tu niño, el suyo me aportaría un millón.
Colgó el aparato. Maggie esperó a que la muchacha colgara también el teléfono. Después se levantó lentamente. Se sintió entumecida. Nunca se le hubiera podido ocurrir nada semejante. Había leído que le había sucedido a otras personas, pero no podía sucederle a ella. Sin embargo, si se enfrentaba con él ¿de qué le serviría? Tenía veintidós años y no estaba preparada para hacer nada. Una divorciada en Filadelfia, incluso con pensión por alimentos, era una mujer sola. Vaciló. No tenía dónde ir.
No dijo nada de Sherry pero se incorporó a una pequeña compañía teatral. Hudson no se opuso. Le encantó la avalancha de veladas libres que ello le aportaba. El director de programas de la estación local de la IBC acudió al teatro después de la segunda producción y le ofreció un puesto en la televisión como Muchacha del Tiempo. Su primer impulso fue rechazarlo, hasta que comprendió que esto le proporcionaría algo en qué ocuparse cada día.
Maggie se tomó en serio su trabajo. Empezó a ver televisión, sobre todo los programas de noticias. Tomó lecciones diarias de dicción y sus progresos fueron muy rápidos. Al cabo de seis meses, la trasladaron al departamento de noticias y le ofrecieron un programa propio de media hora de duración.
Se llamaba Maggie Alrededor de la Ciudad. Realizaba entrevistas con personajes famosos, locales y nacionales, abarcando todos los campos desde la moda hasta la política. En poco tiempo se convirtió en una personalidad por derecho propio. Cuando entraba en un restaurante o a un teatro con Hudson, la gente se volvía a mirarla. La actitud de este con respecto a sus éxitos era de divertido desdén.
Había sustituido a Sherry por una muchacha llamada Irma, que trabajaba en su despacho. Ya no se molestaba siquiera en inventar excusas para sus salidas nocturnas. No obstante, seguía haciéndole metódicamente el amor tres veces por semana. Ella se sometía con impasibilidad. Deseaba más que nunca un hijo.
De esta manera, el matrimonio se prolongó casi tres largos y vacíos años. Pero no quedó encinta a pesar de que todos los análisis habían demostrado que estaba perfectamente en condiciones de ser madre. A veces se preguntaba si podrían seguir así. Algo tendría que acabar con esta relación absurda.
Sucedió por casualidad. Hacía meses que se estaba planeando con todo detalle la cena del Hombre del Año. Estaba programada para el primer domingo de marzo. En calidad de celebridad local, Maggie formaba parte del comité y se sentó en el estrado. Asistiría también el alcalde e iba a rendirse un homenaje al juez Oakes que estaba a punto de retirarse. Habían contratado a Robin Stone como conferenciante invitado.
Maggie había leído las columnas de Robin Stone. En su pequeña experiencia con sus entrevistas en Filadelfia, había aprendido que muy raramente se parecían las personas a la imagen que se desprendía de sus trabajos. Sin embargo, la fotografía de Robin Stone correspondía a la imagen que dejaban traslucir sus artículos: fuerte, cortante, viril, duro. Se preguntaba cómo sería el hombre.
A las seis en punto estaba vestida esperando. Hudson no había ido a casa. Siempre pasaba el domingo en el club campestre. Llamó y le dijeron que no había estado por allí en todo el día. Tenía que haberlo supuesto: se trataba de otra excusa para estar con su chica del momento.
Bueno, no iba a perder el cóctel. Podría ser su única oportunidad de conocer a Robin Stone. Habitualmente, los invitados de honor escapaban corriendo después de la cena para tomar el tren. Miró su reloj. Si salía inmediatamente, podría conseguirlo. Esto significaba que Hudson tendría que ir por su cuenta.
Cuando llegó al hotel, se dirigió directamente al Salón Dorado. Robin Stone estaba rodeado de gente. Sostenía un martini y sonreía con amabilidad.
Maggie aceptó un whisky tibio con soda de una de las bandejas. El juez Oakes se acercó a ella.
—Venga conmigo, le presentaré a nuestro conferenciante invitado. Todos hemos perdido nuestras esposas con él.
Cuando el juez Oakes la presentó, Robin sonrió:
—¿Una periodista? Vamos, es usted demasiado bonita para ser una mala persona.
Después, sin previa advertencia, la alejó del grupo y la tomó del brazo.
—No hay hielo en su bebida.
—Es bastante mala —contestó ella.
Ingirió el resto de su martini.
—Ya está.
Dejó su vaso en la mano del juez.
—Guárdemelo. Venga, periodista, le pondremos un poco de hielo. —La acompañó y cruzaron el salón—. No mire hacia atrás —murmuró.
—¿Nos están siguiendo? —preguntó Maggie.
—Lo dudo, simplemente se habrán quedado asombrados.
Pasó a la parte trasera del bar y dijo al sorprendido barman.
—¿Le importa que lo haga yo?
Antes de que el hombre pudiera contestar, Robin vertió una buena cantidad de vodka en el jarro. Miró a Maggie y dijo:
—¿Quiere que refuerce su whisky o prefiere probar un Stone especial?
—El Stone especial.
Sabía que se estaba comportando estúpidamente. Odiaba los martinis. También sabía que le estaba mirando como una idiota. «Disfruta de este momento —pensó—. Mañana estarás de nuevo sentada junto a Hudson, volverás a tu melancólico mundo y Robin Stone estará en otro hotel, en otra ciudad, mezclando otro martini.»
Él le entregó un vaso.
—Aquí lo tiene, periodista.
La tomó del brazo, cruzaron el salón y se sentaron en un pequeño sofá.
Sabía que todas las mujeres del salón la estaban mirando fijamente. Una vez más, experimentó una extraña sensación de temeraria libertad. ¡Que miren! Pero no podía limitarse simplemente a permanecer sentada y mirarle. Tenía que decir algo.
—He leído que ha dejado usted su columna y que se dedica a dar conferencias. Pero yo echo de menos la columna.
Comprendió que sonaba forzado y poco natural.
Él se encogió de hombros.
—Probablemente estaban reducidas a picadillo cuando llegaban aquí.
—No, algunas veces eran bastante largas. Pero supongo que usted prefiere hacer esto.
Él tragó su bebida, después se incorporó y tomó el martini intacto de ella.
—No, señorita periodista, no es que prefiera esto. Lo hago simplemente por dinero.
Le ofreció un cigarrillo y lo encendió.
—¿Y qué hace usted en la pequeña pantalla?
—Noticias... la mayoría de ellas desde un punto de vista femenino.
—Y apuesto a que la miran y la escuchan a usted.
—¿Acaso es tan increíble? —preguntó ella.
—No, es televisión. Es una maravilla esta pequeña caja —dijo él—. Ha creado una raza de gente hermosa.
—¿No cree usted que ver a la gente lo hace más personal, crea un mejor entendimiento?
Él se encogió de hombros.
—Crea simpatía hacia determinadas personas. A todo el mundo le gusta Lucy, Ed Sullivan y Bob Hope. De momento. Pero el público es voluble, ¿recuerda usted cómo gustaba el Tío Miltie? Dígame, periodista, ¿quién le gusta a usted de televisión?
—Me gustaría usted.
Se detuvo, horrorizada.
Él sonrió.
—Usted es la primera muchacha sensata que he conocido. Va inmediatamente al grano.
—Quiero decir que me gusta su manera de pensar, sus puntos de vista.
Él terminó su bebida.
—No lo modifique, periodista, porque de lo contrario va a estropearlo todo entre nosotros. El mundo está lleno de mujeres hipócritas. Me gusta su estilo. Venga, tomemos otro trago.
Le siguió mientras llevaba los vasos vacíos hacia el bar y se asombró de la facilidad con que había vaciado ambos vasos.
Bebió dos más y le entregó uno a ella. Tomó un sorbo y procuró disimular una mueca. Casi era vodka puro. Se agregaron otras personas y la mayoría de las mujeres se fueron retirando gradualmente; una vez más, se encontró rodeado de gente. Se mostró amable, contestó a sus preguntas, pero la siguió tomando del brazo y no se apartó de su lado. Sus ojos se dirigían hacia la puerta. De repente, rogó para que Hudson no se presentara.
Se produjo un suave tintineo. El presidente del comité dio unas palmadas.
—¿Dónde se sienta usted, periodista? —preguntó Robin.
—Supongo que al otro extremo. —Escuchó su nombre—. Ésa soy yo.
Se escabulló y se dirigió a su asiento.
Robin le dio unas palmadas al presidente que se encontraba de pie a su lado.
—¿Le importaría cambiar su asiento con el de mi periodista? Tanto usted como el juez Oakes son muy atractivos pero no he viajado noventa millas para sentarme entre ustedes dos, teniendo la oportunidad de sentarme junto a una dama encantadora.
Al entrar en el salón de baile, Robin la empujó hacia el asiento situado junto al suyo, en el estrado. Maggie presintió que todo el auditorio la estaba mirando fijamente. Robin pidió más martinis. Su capacidad parecía ilimitada. Tres martinis y Hudson se borraría de su memoria. Robin aparecía completamente sereno. Pero nadie podía ingerir tantos martinis sin sentir nada.
Vio entrar a Hudson y tomar asiento en el extremo del estrado. Al mismo tiempo, comprendió que el hombre que estaba sentado a su lado trataba de explicarle el inesperado cambio de asientos. Y no pudo evitar alegrarse al ver la sorpresa que se reflejaba en él rostro de su marido.
Escuchó que el presidente presentaba a Robin. En el momento en que Robin estaba a punto de levantarse, se inclinó y le murmuró:
—Escuche, periodista, voy a terminar esto tan pronto como me sea posible. Tengo una suite aquí, si quiero. Su organización de Filadelfia ha sido más que generosa. Si usted quiere escabullirse de aquí y encontrarse conmigo, me quedaré. En caso contrario, tomaré el tren de las once y media cuando todo esto termine.
Se levantó y esperó que se atenuaran los aplausos. Después se inclinó y le dijo al oído:
—Vamos, periodista, lleguemos al fondo de la cuestión.
—Allí estaré.
—Buena chica, suite 178. Espere un tiempo prudencial después de marcharme yo y luego suba.
Hizo su discurso y finalmente le fue ofrecido el premio al juez Oakes. Los invitados del salón de baile felicitaron al juez. Los periodistas le pidieron que posara con Robin y las mujeres le rodearon. Les firmó algunos menús, miró su reloj y dijo que estaba esperando una conferencia de ultramar. Le dio la mano al juez Oakes, saludó con la mano a todo el mundo y se marchó.
Eran las once. Hudson descendió de su asiento del estrado y se sentó en la silla vacía de Robin.
—¿Ha sido interesante el cóctel?
—Me he divertido —dijo ella.
—Vámonos.
De repente, se sintió furiosa. ¿Cómo había podido prometerle aquello a Robin Stone? Ni siquiera podía atribuirlo al martini... apenas lo había sorbido. ¡No tenía intención alguna de ir a su habitación!
—Es la última cena a la que asisto —dijo Hudson—. Y tú te quejas de las noches del sábado en el country club. Por lo menos, nos reímos un poco allí. Y nos mezclamos con gentes de nuestra clase.
—Es parte de mi trabajo —dijo ella.
—¿Trabajo? —dijo él con expresión de desprecio—. Lo cual me recuerda que tenemos que decidir algo al respecto. Demasiadas personas hablan de ello. Papá dice que algunos de sus amigos consideran con malos ojos verte sentada al otro lado del micrófono entrevistando a todos aquellos sujetos. Este escritor con quien hablaste la pasada semana parecía un verdadero Commie.
Ella no contestó. Hudson hablaba así de vez en cuando y después todo pasaba. Era mejor dejarle gritar. Hudson vació el vaso y lo volvió a llenar deliberadamente.
—¿No te importo demasiado, verdad Hudson?
Se sirvió otro trago y suspiró pesadamente.
—No se trata de ti... Somos nosotros... Nuestras familias... A veces me parece como si todo hubiera terminado... Pero no te preocupes, no te dejaré. ¿Dónde podría ir? Nadie puede disfrutar de una auténtica libertad hasta haber sido golpeado varias veces. Es lo menos que podrías hacer.
Ella se levantó.
—Hudson, me pones mala.
—¡Déjate de tonterías! Vi a tu madre el día de nuestra boda, tan satisfecha. Y a tu padre, todo apretones de manos y cigarros puros. ¿De qué estaban tan contentos? ¿Por los jóvenes enamorados? ¡De ningún modo! Era el dinero de los Stewart. Pero no vas a quedarte con la mitad de la ganga. Tienes que tener hijos. —Él la miró fijamente—. Tal vez tendríamos que ir a casa y probar esta noche.
—Tal vez si no bebieras tanto —dijo ella.
—Tal vez necesito beber para excitarme contigo. Soy un hombre, no puedo fingir.
Ella empezó a andar. Él la siguió malhumorado. En el guardarropa tropezaron con Bud y Lucy. Lucy estaba encinta otra vez. Además, estaba ligeramente bebida.
—Vamos al Embassy. ¿Venís?
Hudson miró con envidia el vientre de Lucy.
—Claro ¿por qué no?
Tomó a Maggie del brazo y penetraron todos en el ascensor.
El chófer de Bud estaba esperando.
—Dejad vuestros coches —sugirió Lucy—. Volveremos a buscarlos.
El Embassy estaba abarrotado de público. Tomaron asiento en el salón lleno de humo, apretujados alrededor de una pequeña mesa. En la mesa contigua había algunos miembros del club campestre. Decidieron juntar las dos mesas. Se cruzaron algunos chistes entre los hombres, pusieron una botella de whisky sobre la mesa y Maggie pensó en el hombre de la suite 178, mientras permanecía sentada.
Tenía que llamarle. Le diría la verdad, que había aceptado en un momento de loco impulso, que estaba casada. No estaba bien hacer que Robin Stone permaneciera esperando. Trabajaba demasiado.
De repente, se levantó.
—Voy a empolvarme la nariz.
Tenía que haber un teléfono en el lavabo de señoras.
—Iré contigo —dijo Lucy, dando traspiés—. Me muero por saber lo que te ha dicho Robin Stone. Le he visto inclinarse y hablarte varias veces. ¿Vienes, Edna? —llamó a una de las chicas.
El grupo se dirigió al lavabo. Había un teléfono sin cabina. Una empleada estaba sentada junto al mismo. Era inútil. Se arregló el maquillaje y se mostró evasiva con respecto a Robin Stone. Habían hablado de televisión, dijo. Procuró rezagarse, pero Lucy y Edna la esperaron. Cuando regresaron a la mesa, Hudson había desaparecido. Después lo vio al otro lado del salón, sentado a una mesa junto a un grupo de gente, rodeando con su brazo a una muchacha. Reconoció a la chica, una nueva miembro del club, recién casada. El brazo de Hudson le acariciaba suavemente la espalda desnuda. Su marido estaba sentado frente a ella y no lo veía. De repente, Maggie se levantó.
—Siéntate —susurró Lucy—. Maggie, sabes que no significa nada. Hud siempre tiene que ensayar su encanto con todas las nuevas miembros.
—Me voy...
Bud la tomó por el brazo.
—Maggie, no tienes que preocuparte. Esta es June Tolland. Está loca por su marido.
Ella se escabulló y echó a correr. No dejó de correr hasta que alcanzó la calle. Caminó hacia la esquina, llamó un taxi e indicó al taxista que la llevara al Bellevue Stratfort Hotel.
Tocó el timbre de la suite 178. Fue un timbrazo fuerte y vacío. Miró el reloj. Las doce y cuarto. Quizás había salido o se había acostado. Llamó otra vez, después dio la vuelta y empezó a bajar hacia el hall. De repente se abrió la puerta. Robin sostenía un vaso en la mano.
—Entre, periodista, estaba hablando por teléfono.
Maggie penetró en el salón de la suite. Él le indicó la botella de vodka y se dirigió hacia el teléfono. Evidentemente, estaba hablando de negocios, algo acerca de las cláusulas de un contrato. Ella se preparó un trago. Robin se había quitado la chaqueta. Su camisa era muy entallada y ella observó las pequeñas iniciales R. S. a la altura de su pecho. Se había aflojado la corbata y hablaba con seriedad y precisión. Maggie observó que la botella de vodka estaba medio vacía y una vez más se asombró de su capacidad. Finalmente, colgó el teléfono.
—Siento haberla hecho esperar; de todos modos, no es que usted se haya apresurado mucho en venir aquí que digamos.
—¿Dónde irá usted mañana?
De repente, se sintió tímida y nerviosa.
—A Nueva York. Ya no daré más conferencias.
—¿Por qué las llama conferencias? —preguntó ella—. Quiero decir, que esta noche, estuvo maravilloso, habló de todo. Sus aventuras en ultramar, la gente.
—Supongo que se remonta a cuando un tipo salió y sacó diapositivas y... pero ¿a quién le importa eso? —Dejó su vaso y levantó los brazos—. Ven, periodista, ¿no vas a darme un beso?
Ella se sintió como una colegiala.
—Me llamo Maggie Stewart —dijo.
Poco después estaba en sus brazos.
Él le hizo el amor tres veces aquella noche. La estrechó y murmuró palabras cariñosas. La acarició. La trató como una virgen. Y, por primera vez, supo qué se sentía cuando un hombre hacía el amor con el solo propósito de intentar hacer feliz a una mujer. Alcanzó el clímax la primera vez. Y después sucedió otra vez. Y después otra. Y la tercera vez cayó exhausta y satisfecha. Él la estrechó en sus brazos y la besó suavemente. Después, cuando empezó de nuevo a acariciarla, ella se retiró.
Robin hundió su rostro en el pecho de ella.
—Ha sido distinto esta noche. Estoy muy bebido, mañana tal vez no recuerde nada de esto... Pero quiero que sepas que es distinto...
Maggie permaneció tendida, en silencio. En cierto modo, presentía que estaba diciendo la verdad. Temía moverse, romper el hechizo. El frío y vigoroso Robin Stone pareció de repente ser tan vulnerable... En la penumbra, contempló su cara apoyada contra su pecho; quería recordar cada segundo, siempre se acordaría, sobre todo de la palabra que había gritado cada vez al alcanzar el climax.
De repente, él se apartó, la besó, se incorporó y encendió dos cigarrillos, entregándole uno a ella.
—Son las dos y media. —Él le indicó el teléfono—. Si tienes que levantarte a alguna hora determinada, haz que te llamen. Yo no tengo otra cosa que hacer más que tomar el tren de Nueva York. ¿A qué hora tienes que estar en el trabajo?
—A las once.
—¿Qué tal las nueve y media? Me levantaré contigo y desayunaremos juntos.
—No, tengo... que irme ahora.
—¡No!
Era una orden. Pero sus ojos casi suplicaban.
—¡No me dejes! —le dijo.
—Tengo que hacerlo, Robin.
Saltó de la cama y se dirigió al cuarto de baño. Se vistió rápidamente y, cuando regresó al dormitorio, él estaba tendido apoyado contra las almohadas. Parecía completamente tranquilo. Encendió un cigarrillo y la miró con extrañeza.
—¿Hacia quién corres? ¿Marido o amante?
—Marido —dijo ella, procurando encontrar sus ojos. Eran tan asombrosamente azules y fríos.
Él aspiró el cigarrillo profundamente y dirigió el humo hacia el techo.
—¿Has arriesgado algo viniendo aquí esta noche?
—Nada, excepto mi matrimonio.
—Periodista, ven aquí.
Él levantó la mano. Ella se le acercó y la miró como intentando leer en su cerebro.
—Quiero que sepas una cosa. No sabía que estuvieras casada.
—No te sientas culpable —dijo ella amablemente. Su risa sonó extraña.
—¡Culpable de qué! Me parece divertido... Adiós, periodista.
—Me llamo Maggie Stewart.
—Nena, hay otro nombre para las chicas como tú.
Él se incorporó y apagó el cigarrillo apretándolo contra el cenicero.
Ella permaneció de pie junto a su cama unos momentos.
—Robin, esta noche también ha sido distinta para mí, ha significado muchísimo. Quiero que lo creas.
De repente, él le rodeó la cintura con sus brazos y ocultó la cara en su vestido. Su voz era baja y urgente.
—¡Entonces no me dejes! ¡Dices que me quieres, pero me dejas!
¡No le había dicho que lo quería! Maggie se separó con delicadeza y lo miró asombrada. Sus ojos se encontraron pero pareció como si él mirara lejos, en una especie de trance autoprovocado. Ella pensó que el vodka debía haberle hecho efecto al final. Parecía no saber o no querer decir lo que estaba diciendo.
—Robin, tengo que dejarte, pero nunca te olvidaré.
Él parpadeó y después se la quedó mirando como si la viera por primera vez.
—Tengo sueño. Buenas noches, periodista.
Después apagó la luz, se volvió de un lado y se durmió inmediatamente. Ella permaneció allí incapaz de creerlo. No estaba fingiendo. Se había dormido.
Se dirigió a casa con una mezcla de sentimientos confusos. Todo había sido una locura. Robin era como dos hombres en uno, que parecían fusionarse al hacerle el amor. Bien, él mismo lo había dicho: mañana ni siquiera se acordaría, ella sería simplemente una muchacha de tantas. ¿Pero haría lo mismo con todas las demás? ¡Qué importa! Lo único que importaba era esta noche.
Penetró en la casa sigilosamente. Eran las cuatro.
Se deslizó en el dormitorio. Estaba oscuro; en la penumbra, observó la cama vacía de Hudson. Había tenido suerte. Todavía no había llegado a casa. Se desnudó rápidamente. Acababa de apagar la luz cuando escuchó crujir la grava del camino que conducía al garaje. Se fingió dormida cuando él entró en la habitación. Su cautela le hizo gracia. Su manera de tambalearse por la habitación, procurando no despertarla. Muy pronto le escuchó roncar en un profundo sueño de borrachera.
En las dos semanas siguientes, ella se sumergió en su trabajo procurando apartar a Robin Stone de su pensamiento. Lo había conseguido hasta el día en que abrió su diario para buscar una cita y vio «período». ¡Ya llevaba cuatro días de retraso! Y Hudson no se le había acercado hacía tres semanas. ¡Robin Stone! No había tomado ninguna clase de precauciones con él. Hudson le había lavado el cerebro hasta el extremo de creer que no podía quedar embarazada.
Ocultó el rostro entre las manos. ¡No quería librarse de él! El niño de Robin sería un niño concebido con amor... Y Hudson quería un niño. ¡Oh, no! ¡Era un pensamiento ultrajante!
Pero ¿por qué no? ¿Qué ganaría con decirle a Hudson la verdad? Perjudicaría a Hudson y al niño. Se levantó con una repentina decisión. ¡Lo tendría!
Al pasar una semana y no producirse el período, pensó en la conveniencia de lograr que él le hiciera el amor. Nunca había permanecido apartado de ella tanto tiempo. La modelo debía estarlo agotando o quizás tenía algún otro interés. Cuando Hudson se sumergía en un nuevo idilio, nunca se acercaba a ella.
Aquella noche, ella se estrujó contra él en la cama, pero él la rechazó.
Se mordió los labios en la oscuridad.
—Quiero un niño, Hudson.
Lo rodeó con sus brazos e intentó besarle. Él volvió la cabeza.
—De acuerdo; pero deja la comedia del amor. Estamos trabajando para tener un niño ahora, ¡con que a hacerlo!
Al no presentarse su segundo período, acudió al médico. Al día siguiente, este la llamó y la felicitó. Estaba encinta de seis semanas. Decidió esperar algunas semanas, antes de comunicarle la noticia a Hudson.
Unas noches más tarde, pasaron una de las pocas veladas que pasaban solos en casa. Permaneció en silencio en el transcurso de toda la cena. Pero no daba muestras del mal genio que se había convertido en parte de su personalidad. Se mostraba tranquilo, pensativo. Casi fue amable al sugerirle subir al salón y tomar un trago juntos. Se sentó en el sofá y la observó mientras vertía el coñac. Tomó su vaso, lo sorbió pensativo y dijo:
—¿Podrías dejar tu pequeño trabajo en la televisión dentro de tres meses?
—Podría conseguir un permiso, pero, ¿por qué?
—Le he dicho a papá que estás embarazada.
Ella lo miró asombrada. Después pensó que probablemente el doctor Blazer se lo habría dicho. Le había dicho al médico que quería mantenerlo en secreto por su trabajo pero él no debió suponer que no quería decírselo a Hudson. A eso se debía su buen humor Su sonrisa estaba llena de alivio. Su instinto no la había engañado. Un niño cambiaría las cosas.
—Hudson, no es necesario que nos marchemos. Puedo trabajar casi hasta la fecha del nacimiento, si la cámara se limita a enfocarme la cara.
Él la miró con curiosidad.
—¿Y cómo explicaremos a papá y a todo el mundo tu precioso estómago liso?
—Pero yo...
—No podemos fingir. Todo el mundo tiene que creer que es de veras. Incluso Bud y Lucy. Un fallo y papá lo descubrirá. Lo tengo todo planeado. Le diremos que queremos realizar un viaje alrededor del mundo como regalo de embarazo. Porque, cuando haya nacido el niño, ya no tendremos libertad de marcharnos. Después diremos que ha sido prematuro y que ha nacido en Paris.
—No lo entiendo, Hudson. Yo quiero que mi niño nazca aquí.
Asomó de nuevo su desprecio.
—No vayas a dejarte llevar por el juego. Le he dicho simplemente que estabas embarazada. Esto no significa que lo estés.
Se levantó y se vertió otro trago de coñac.
—Lo he preparado todo. Podemos conseguir un niño en París. El médico con quien he hablado tiene enlaces allí. Incluso se procura que reúnan el aspecto de ambos progenitores. Hay tres niños para adoptar que nacerán dentro de siete meses. Nos limitaremos a pagar la hospitalización de la madre, de primera categoría. La madre entrega al niño inmediatamente, no lo llega a ver y no sabe de qué sexo es o quién se queda con él. He pedido un niño. Después conseguimos un nuevo certificado de nacimiento y aparece como hijo nuestro. Y este pequeño y afortunado bastardo no. sólo nos proporciona un millón, sino que puede poseer doble nacionalidad si así lo desea. Después regresamos a América triunfantes.
Ella rió aliviada. Se levantó del sofá y se acercó a él.
—Hudson, ahora soy yo quien va a darte una sorpresa. Todos estos planes que has preparado, no los necesitas.
—¿Qué quieres decir?
—Estoy embarazada de verdad.
—Repítelo —gritó él.
—Estoy embarazada.
No le gustó su manera de mirarla. Su mano le cruzó la cara.
—¡Perra! ¿De quién es?
—Es mío, nuestro.
Sintió que su labio se hinchaba y notó sabor de sangre en la boca. Él se acercó, la tomó por los hombros y la sacudió.
—Dime, prostituta, ¿de quién es el bastardo que tratas de endosarme? —Su mano le cruzó de nuevo la cara—. ¡Dímelo o te privaré de él!
Ella logró escabullirse y salió corriendo de la habitación. Él la persiguió y le dio alcance en el hall.
—¡Dímelo! ¿De quién es el bastardo que llevas?
—¿Qué más te da? —sollozó ella—. Estabas decidido a tomar al de otra en París; por lo menos este es mío.
De repente, la cólera desapareció de su rostro. Una lenta sonrisa se dibujó en sus labios. La empujó de nuevo a la habitación.
—Tienes razón. Tienes mucha razón. Puedes estar segura de que te dejaré tenerlo. Es más, vas a tener uno cada año, en los diez años siguientes. Después, si eres buena chica, te concederé el divorcio con una sustanciosa pensión por alimentos.
—No.
Se sentó en el sofá y le miró con una serenidad que no sentía.
—No vamos a hacerlo. No quiero educar a mi niño en una atmósfera de odio entre nosotros. Quiero el divorcio ahora.
—No te daré ni un céntimo.
—No tienes que darme nada —dijo ella con hastío—. Viviré con mi familia. Ganaré lo suficiente en la televisión para poder mantener a mi hijo.
—No será asi cuando yo termine contigo.
—¿A qué te refieres?
—Este niño significa un millón de dólares para mí. O lo tienes y me lo dejas o nunca volverás a trabajar. Haré que se hable de ti en todos los periódicos. No podrás trabajar en televisión y tu familia no podrá mirar a nadie en la cara en esta ciudad.
Ella apoyó la cabeza en las manos.
—Oh, Hudson, ¿por qué? ¿Por qué tiene que ser así? Cometí un error, una noche, con un hombre. Nunca había sucedido antes. Y nunca volverá a suceder. Hubiera querido que se hubiera producido entre nosotros. Pero tú me hacías tan desgraciada, contigo ni siquiera me sentía mujer. Tal vez lo que hice está mal. No voy a sacar a lucir las cosas que sé de ti. —Su voz se quebró—. Pensé que todavía teníamos una oportunidad. Supongo que estaba loca, pero pensé que te haría feliz tener un hijo. Pensé que podría unirnos. Y, que una vez se hubiera eliminado la tensión, podríamos tener más niños, niños nuestros.
—¡Idiota! ¡Soy estéril! —gritó él—. Me hicieron un análisis la pasada semana, ¡soy estéril, nunca podré tener hijos!
—Pero ¿y los abortos que pagaste?
—¿Cómo lo sabes?
—Lo sé.
La levantó del sofá.
—¡Con que pagando detectives para que me siguieran!
Le golpeó la cara.
—¡Bien, me engañaron! ¡Todas las mujeres a quienes pagué y que decían que las había perjudicado, me engañaron! Como tú intentaste hacer. Pero ahora lo sé: soy estéril.
Ella se apartó de él. Las lágrimas rodaron por su rostro y comprendió que tenía un labio cortado. Pero sintió pena por él. Hizo ademán de abandonar la habitación. Él la cogió con rudeza.
—¿Dónde vas?
—A hacer las maletas —dijo ella tranquilamente—. No puedo quedarme contigo en esta casa.
—¿Por qué? —dijo él con tono ofensivo—. Te quedaste: mientras supiste a qué nivel me encontraba, ahora somos iguales. Dos de la misma clase. Incluso puede resultar mejor así. Cada uno irá por su lado, siempre y cuando mi padre no se entere.
—No quiero vivir así.
—¿Entonces cómo se explica el pequeño bastardo que llevas en el vientre?
—Lo sabía todo de ti... y de tus chicas. Entonces encontré a alguien. No sé cómo sucedió. Creo que necesitaba a alguien que se preocupara por mí, aunque sólo fuera por una noche. Saber que yo le importaba... que sabía que yo existía... aunque sólo fuera por unas horas.
Él la golpeó de nuevo.
—¿Esto es lo que necesitas?
Su mano le cruzó de nuevo la cara. Su cabeza se inclinó hacia atrás con dolor. Con un movimiento rápido se desprendió de él y salió corriendo de la habitación. Él la persiguió.
—Te libraré de los malos espíritus, ¿es eso lo que quieres? A Sherry la golpeaba con una correa y a ella le gustaba.
Empezó a desabrocharse el cinturón. Ella gritó, esperando que la oyera la servidumbre. Bajó corriendo al hall. Él sostenía el cinturón en la mano, el cinturón de cocodrilo que ella le había regalado por Navidad. Lo dirigió hacia ella y la alcanzó en el cuello. Vio odio y perversión en su rostro y sintió verdadero terror. Retrocedió ante él y gritó. ¿Dónde estaba la servidumbre? ¡Estaba loco! El cinturón le alcanzó la cara casi junto al ojo. ¡Hubiera podido dejarla ciega! Retrocedió aterrorizada y cayó de espaldas por las escaleras. En aquellos instantes, espero romperse el cuello, morir inmediatamente y no tener que volver a ver su cara otra vez. Después quedó tendida al pie de la escalera. Hudson le miraba las piernas. Sintió una primera punzada de dolor. Se dobló sobre el estómago. Sintió que la sangre corría por sus piernas. Después sintió que le golpeaba de nuevo la cara.
—¡Cochina perra...! ¡Acabas de tirar un millón de dólares!
De repente sintió frío en la terraza. Penetró en el salón y se tomó un trago de whisky. Todo parecía haber sucedido en otro mundo y, sin embargo, sólo habían pasado dos años. Recordaba vagamente el sonido de la sirena de la ambulancia, la semana transcurrida en el hospital, la manera en que todos habían ignorado las contusiones de su cara y de su cuello, la educada manera del médico de fingir creer que se debían a la misma caída accidental, y la resistencia que todos le opusieron a su decisión de solicitar el divorcio inmediato. Todos menos Hudson. Su madre creía que estaba sufriendo una crisis nerviosa. La pérdida de un niño suele producirla. Incluso Lucy le rogó que lo pensara.
Decidió ir a Florida para el divorcio. Tardaría tres meses en conseguirlo y quería sol y tiempo para descansar, tiempo para curar el daño que sentía, para ayudarla a planear un nuevo comienzo. Consiguió un permiso de la estación de televisión.
A pesar de que los abogados de Hudson habían accedido a pagar todas las costas del divorcio, incluyendo su estancia en Florida, ella alquiló un pequeño apartamento y vivió con modestia. Al cabo de dos meses, dejó de sentir tristeza: Hudson ya no existía; pero ella era joven y recuperó sus fuerzas, el ocio empezaba a aburrirla.
Pidió un empleo en la estación local de TV. Andy Parino la contrató inmediatamente. Le gustaba Andy. Quería interesarse. Interesarse significa estar vivo. Surgió entre ellos una tranquila relación amorosa. Andy la hacía sentirse segura, la hacía sentirse feliz de ser mujer. Pero Hudson había matado o destruido una parte de ella. La parte que la hacía interesarse por las cosas.
Al cabo de unos meses, se sintió más segura. Andy se preocupaba por ella y a ella le gustaba su trabajo. Ya era hora de eliminar su letargo autoprovocado. Ya era hora de sentir, de soñar y esperar; lo había intentado pero no había conseguido nada. Era como si Hudson hubiera paralizado todas sus emociones. Cuando Andy la pidió en matrimonio, se negó.
Y esta noche, por primera vez, había sentido la excitación de la vida. Iba a ver de nuevo a Robin Stone. No podía esperar a ver la expresión de sus ojos cuando se encontraron...