Capítulo 8
Al día siguiente, Robin se despertó a las siete. Se sintió bien. No importaba el vodka que ingiriera, todavía no había conocido lo que es la resaca. Le estaba agradecido a la misteriosa fuerza de su metabolismo que era capaz de crear este fenómeno y decidió disfrutar del mismo mientras durara. Comprendió que un día despertaría sintiéndose igual que cualquier otro sujeto que hubiera bebido demasiado. Se dirigió al frigorífico y se sirvió un gran vaso de zumo de naranja. Después tomó un poco de pan y levantó la tela que cubría la jaula. El gorrión yacía a un lado, con los ojos abiertos y el cuerpecillo rígido de muerte. Lo tomó y lo mantuvo en la palma de la mano.
—Nunca te quejaste, pequeño bastardo —dijo—. Me gusta tu estilo.
Se puso unos pantalones y una camisa de estilo deportivo. Después introdujo el pequeño cuerpo en una bolsa de celofán. Abandonó el apartamento y se dirigió al río.
—Un entierro en el mar, Sam. No puedo ofrecerte otra cosa mejor.
Una deteriorada barcaza gris avanzaba poco a poco. Tiro la pequeña bolsa a las negras aguas y la observó girar en las ondas creadas por la barcaza.
—Siento que no pudieras conseguirlo, muchacho —dijo—. Pero, por lo menos, tienes a alguien que siente de veras tu muerte, lo cual es mucho más de lo que puede tener la mayoría de la gente.
Esperó hasta que desapareció la bolsa y regresó al apartamento.
Tomó una ducha fría y al cerrar el agua, oyó sonar el teléfono. Se anudó rápidamente una toalla alrededor de la cintura y goteando agua por la habitación, tomó el teléfono.
—¿Te he despertado, Robin? —Era Amanda—. Tengo una cita temprano. Quería encontrarte antes de salir.
Buscó un cigarrillo por la habitación.
—Robin, ¿estás aquí?
—Sí.
Estaba buscando cerillas en la mesilla. Las encontró en el suelo.
—Siento lo de anoche.
—¿Qué es lo de anoche?
—El haberme ido, pero es que odiaba a aquella chica y, además, me parece que estaba cansada y...
—Esto fue anoche. Olvídalo.
—¿Qué tal esta noche? —preguntó ella.
—Estupendo. ¿Quieres guisar para mí?
—Me encantaría —dijo ella.
—De acuerdo, pues. Haz un bistec y aquella ensalada que sabes.
—Robin, ¿cómo está el pájaro?
—Ha muerto.
—¡Pero anoche estaba vivo!
—¿Estaba?
—Bueno —pensó rápidamente—, supongo que debía estarlo porque de lo contrario me lo habrías dicho.
—Tienes razón. Debió morir entre las dos y las cinco de la madrugada. Cuando lo vi, ya estaba tieso.
—¿Qué has hecho con él?
—Lo he tirado al río.
—¡No!
—¿Qué querías que hiciera? ¿Querías enterrarlo en Campbell?
—No, pero resulta tan triste... ¡Oh!, Robin, ¿nunca sientes nada?
—Sí. Precisamente ahora me siento mojado.
—¿Sabes lo que eres? Eres un insensible hijo de perra.
Lo dijo no enojada, sino como una afirmación.
Él rió. Le oyó aspirar el cigarrillo.
Hubo un momento de silencio.
—Robin, ¿qué esperas de la vida?
—Bueno, ahora mismo quisiera tomar algunos huevos.
—¡Eres imposible! —Rió para suavizar su talante—. Entonces, estarás aquí a las siete. Bistec y ensalada. ¿Quieres alguna otra cosa?
—A ti.
Ella rió y volvió a recuperar un poco de su confianza.
—Robin, olvidaba decírtelo. La próxima semana estoy invitada a la fiesta de abril del Baile de París. Me han mandado dos pasajes gratis y cuestan cien dólares cada uno. ¿Querrás acompañarme?
—Imposible.
—Pero es que tendría que ir...
—Nena, la semana que viene pudiera incluso estar fuera de la ciudad.
—¿Dónde vas?
—Quizás a Miami, quiero empezar a formar un equipo con Andy Parino para cubrir las próximas convenciones. Él está allí en nuestra estación O&O.
—¿Qué es O&O?
—Owned y operated (poseer y explotar). Todas las cadenas pueden poseer y explotar cinco estaciones. ¿Quieres venir? ¿Has estado alguna vez en Miami?
—Robin, yo no tengo vacaciones. Trabajo todo el invierno y todo el verano.
—Lo cual me recuerda que yo también tengo que trabajar. Te veré en la cena, cariño. Y, por lo que más quieras, encierra a tu maldito gato en el cuarto de baño. La última vez, le tuve toda la cena sobre las rodillas.
Ella rió.
—Te adoro. Y, Robin... te quiero. Pero él ya había colgado.
Amanda tomó un taxi y se dirigió al Lancer Bar. Este último trabajo había durado treinta y cinco minutos más. Significaba mucho dinero pero significaba también que no tendría tiempo de ir a casa y cambiarse. Le hubiera gustado ponerse su nuevo vestido de seda azul pálido. Robin había regresado de Miami y esta era la última noche que pasaban juntos antes de que él se fuera a Los Ángeles donde iba a celebrarse la Convención demócrata.
¡Maldito Nick Longworth! Le hubiera gustado poder tomarse diez días e ir a Los Ángeles con Robin. Hubiera sido tan maravilloso. Desde luego, durante los cinco días que durara la convención, le hubiera podido ver muy poco. Pero, después, él y Andy Parino se tomarían unos días de vacaciones para ir a jugar al golf a Palm Springs. La invitación de Robin había sido una mera fórmula, pero ¡la había invitado!
Nick se había mostrado inflexible. Quería convertirla en una de las mejores modelos de la ciudad. En otoño pensaba aumentar de nuevo sus honorarios. Tenía demasiados contratos importantes para ella en julio. Cuando le explicó todo esto a Robin, hubiera deseado que este le dijera:
—Al diablo los contratos, yo soy tu futuro.
Pero él se limitó a decir:
—Desde luego, nena, olvidaba que se maneja mucho dinero en el negocio de los trapos.
Y lo creía.
Pero Nick tenía razón. Había trabajado muy duro hasta conseguir su actual categoría. Necesitaba el dinero y si prescindía de algunos trabajos importantes, ello significaba algo más que perder el dinero, ¡significaba darle a otra muchacha la oportunidad de destacar! Estaba lanzada hacia la cumbre.
Miró su reloj. Llevaba diez minutos de retraso y el taxi avanzaba lentamente. Se reclinó en el asiento y encendió un cigarrillo. No servía de nada preocuparse. Probablemente, Andy Parino debía estar con Robin. Había estado con ellos todas las noches desde que llegó de Miami. Le gustaba Andy. Era muy atractivo; en realidad, quizás fuera incluso más alto que Robin. Pero aceptaba su aspecto con la misma apatía que experimentaba por los modelos varones con quienes posaba en algunas ocasiones. Apuesto ¿y qué? El sólo pensar en Robin la aturdía. Hubiera deseado saltar de aquel taxi tan lento y echar a correr. Pero afuera hacía calor y humedad y su cabello se estropearía.
Su última noche juntos. No, no debía pensarlo siquiera. Sólo estaría ausente diez días. Pero, desde que era presidente del noticiario, siempre tenía que ir a algún sitio. Había estado en Europa dos veces. Se preguntaba si Andy se quedaría toda la noche con ellos. Las tres últimas noches, se habían encontrado en el Lancer Bar, después habían ido al local italiano y ella no había podido estar sola con Robin hasta la medianoche. Y las tres últimas noches, él había bebido tremendamente. Sin embargo, no importaba lo que bebiera, ello no parecía impedirle hacer el amor. De todos modos, a ella le gustaba más cuando estaba sereno; en este caso, sabía que quien le susurraba palabras cariñosas era el hombre y no el vodka.
La luz amortiguada del bar la hizo pestañear.
—¡Aquí, nena!
Escucho la voz de Robin y se dirigió hacia ellos que se encontraban al fondo del local. Ambos hombres se levantaron. Andy sonrió en la forma abierta y amistosa que le era habitual. Pero la sonrisa de Robin y el rápido segundo en que sus ojos se encontraron y se mantuvieron fijos borraban a Andy, el bar, el ruido, ¡hasta los latidos de su corazón parecían suspenderse durante este maravilloso momento de intimidad que nadie más podía compartir! Después se sentó a su lado y él volvió a hablar de política con Andy. Y el local y el ruido volvieron a llamar su atención. Le observó mientras hablaba. Hubiera querido tocarle, pero permaneció sentada con su cara compuesta según el «estilo Nick Longworth»: ligera sonrisa ningún movimiento de facciones ninguna línea.
El camarero colocó un martini frente a ella.
—Lo he pedido —dijo Robin—, estoy seguro de que te irá bien. Debe ser terrible permanecer bajo los focos en un día como este.
A ella no le gustaba el sabor del alcohol. En otros tiempos (antes de Robin) hubiera pedido una Coke y contestado suavemente: «No bebo». Pero algo le había advertido instintivamente de que Robin no hubiera querido ir con una muchacha que no bebiera. La mayoría de las veces, jugueteaba con el vaso. En ocasiones, vertía la mitad en el vaso de él. Pero hoy el martini le pareció frío y suave. Tal vez le estaba empezando a gustar su sabor.
Robin y Andy volvieron a referirse al tema de la próxima nominación. Mientras proseguía la conversación, él extendió su mano y sostuvo la suya, lo cual era su manera de incluirla en una discusión que estuviera por encima de su inteligencia.
—Eleanor Roosevelt intervendrá en un esfuerzo desesperado por ayudar a Stevenson, pero este no tiene ninguna posibilidad —comentó Robin—. Es lástima, es un gran hombre.
—¿No te gusta Kennedy? —le preguntó Amanda. En realidad, le daba igual uno que otro pero pensaba que tenía que demostrar un poco de interés.
—Lo conocí en cierta ocasión. Tiene mucho magnetismo. Tengo intención de votar por él. Digo simplemente que es lástima que Stevenson pierda. No es frecuente que dos hombres capacitados aparezcan en escena al mismo tiempo. Sucedió con Wilkie, pero él se oponía a Roosevelt. ¡Quién sabe lo que habría sucedido si Wilkie llega a nacer diez años más tarde!
Después empezaron a discutir acerca de los nominados para la presidencia. Escuchó los nombres de Symington, Humphrey, Meyner... Sorbió su bebida y contempló el perfil de Robin.
A las nueve, se dirigieron al local italiano. Y cuando terminó la cena y Andy sugirió ir al P. J. para tomar un trago, para satisfacción de Amanda, Robin sacudió la cabeza:
—Tendré diez días para estar contigo, jovencito. Esta es mi última noche con mi chica.
Aquella noche, se mostró excepcionalmente cariñoso. Pasó la mano por su suave cabello y la miró dulcemente.
—Mi querida Amanda, eres tan limpia, tan suave y tan hermosa.
La abrazó y le acarició el cuello. Y le hizo el amor hasta que ambos se separaron exhaustos y satisfechos. Entonces él se incorporó de un salto y la empujó fuera de la cama.
—Vamos a tomar una ducha juntos.
Permanecieron bajo el agua caliente. No le importaba mojarse el pelo ni pensar que tenía un trabajo a las diez de la mañana. Ella abrazó estrechamente su cuerpo porque, en aquel momento, todo tenía importancia. Y cuando él cambió por agua fría, Amanda gritó y Robin rió abrazándola. Pasados unos momentos, su cuerpo se acostumbró y fue maravilloso. Él la besó mientras el agua rodaba por sus mejillas. Después salieron de la ducha y se envolvieron los dos en una toalla. Ella permaneció de pie, mirándole fijamente a los ojos.
—Te quiero, Robin.
Él se inclinó y la besó. Después le besó el cuello y su pecho pequeño y liso. Miró hacia arriba.
—Me gusta tu cuerpo, Amanda. Es limpio y fuerte y maravilloso.
La llevó de nuevo al dormitorio y le hizo de nuevo el amor. Después, ambos cayeron dormidos unidos en un abrazo.
Amanda se despertó porque Robin estaba apoyado sobre su brazo. Estaba oscuro y su brazo estaba entumecido. Lo sacó de debajo de él. Se movió ligeramente pero no se despertó. Vio relucir en la oscuridad los brillantes ojos de su gato siamés. ¡Dios mío, había conseguido empujar la puerta! El gato avanzó lentamente y saltó sobre la cama. Ella lo sostuvo dulcemente y lo acarició. El gato ronroneó de placer.
—Tengo que llevarte al salón, Sluggs —susurró—. A Robin no le gusta despertar y encontrarte alrededor de su cuello.
Se deslizó fuera de la cama, sosteniendo el gato. Robin se agitó y su mano rozó la almohada vacía de Amanda.
—¡No me dejes! —gritó—. Por favor, ¡no me dejes!
Ella soltó al asustado gato y corrió a su lado.
—Estoy aquí, Robin.
Le apretó entre sus brazos. Él estaba temblando, mirando fijamente en la oscuridad.
—Robin... —sus dedos rozaron la fría humedad de su frente—, estoy aquí. Te quiero.
Sacudió la cabeza como un hombre que saliera del agua. Entonces la miró y pestañeó como si acabara de despertar. Sonrió y la inclinó hacia sí.
—¿Qué ha pasado?
Ella le miró fijamente.
—Me pregunto qué estamos haciendo sentados así en medio de la noche.
—Estaba sacando el gato y tenía sed y entonces tú gritaste.
—¿Yo he gritado?
—Has dicho «¡No me dejes!»
Por unos momentos, se reflejó en sus ojos algo semejante al miedo.
De repente, sonrió.
—Bueno, no vuelvas a escabullirte otra vez.
Se asió a él. Era la primera vez que le veía vulnerable.
—Nunca te dejaré, Robin, nunca. Te quiero.
Él la separó y se rió. Era totalmente dueño de sí mismo otra vez.
—Déjame cuando quieras, nena. Pero no en medio de la noche.
Ella le miró con extrañeza.
—Pero, ¿por qué?
Robin miró en la oscuridad.
—No lo sé. De veras no lo sé.
Entonces volvió a sonreír tranquilamente.
—Pero me has dado una idea. Yo también tengo sed. —Le dio unas palmadas en las nalgas—. Vamos, ven a la cocina y tomemos una cerveza.
Bebieron la cerveza y le volvió a hacer el amor.
Las estaciones se fundían entre sí para Amanda. La primavera incipiente había llevado a Robin a su vida. En verano, sus relaciones se convirtieron en una llamarada constante de excitación. Él había estado en Los Ángeles y en Chicago para las convenciones. Y, cada vez que regresaba, le parecía quererle más que nunca. Su amor por Robin se negaba a encontrar un límite. Se remontaba más y más hasta un infinito febril. Y se asustaba porque sabía que Robin ni siquiera podía empezar a sentir esta clase de emoción. Y las felicitaciones que recibió por sus informaciones acerca de las convenciones no añadieron nada a su seguridad interior. Su nueva importancia se le aparecía simplemente como una amenaza; todo lo que lo apartaba de ella era una amenaza. Si alguna vez lo perdía, no podría continuar. Deseó ardientemente que volviera a dedicarse a las noticias locales.
En octubre, sentados en el apartamento de Robin, vieron juntos el primer programa de En Profundidad. Gregory Austin le llamó para felicitarle. Desde Miami le llamó también Andy Parino para felicitarle. Andy acababa de conocer a una joven divorciada y estaba enamorado.
Robin rió.
—¡Vamos! Con todas las chicas que hay en Miami, un chico católico tan estupendo como tú no tenía más remedio que enamorarse de una divorciada.
—¡Maggie Stewart es distinta! —insistió Andy. Admitió que su religión le creaba algunos obstáculos, pero el mayor impedimento parecía ser la señora. Ella no quería casarse. Andy la había contratado para presentar un espacio de cinco minutos en su noticiario local y así por lo menos podrían trabajar juntos.
Amanda escuchaba atentamente. Tal vez entonces empezó a formarse una primera idea de su plan. Este cristalizó en acción cinco noches más tarde cuando se burló ante la sosa aparición en la pantalla de una muchacha haciendo publicidad en el Late Show.
—No lo critiques —dijo Robin—. No es fácil aparecer natural cuando te está enfocando el rojo ojo de la cámara.
—¿Y qué crees que hago yo? —preguntó ella.
La atrajo hacia sí y dijo:
—Tú, querida mía, posas cincuenta veces para una misma fotografía hasta que consiguen captarte con el aspecto de ángel que tienes. Y si ni aún así lo consiguen, siempre queda el recurso del pulverizador de aire o del retoque.
Amanda lo pensó. Si consiguiera realizar un buen espacio de publicidad, tal vez Robin la respetara. Habló de ello con Nick Longworth. Este se rió.
—Querida muchacha, es una buena idea, es una idea brillante. Excepto por: primero, no sabes hablar. Esto es una cualidad en sí misma. Segundo: tú no puedes ser una chica entre muchas en la escena de una fiesta. Para esto sólo utilizamos modelos noveles. Tengo contratadas a tres para el anuncio de una cerveza. Lo único que podrías hacer es presentar un producto de gran sugestión y esta clase de anuncios no te llueven del cielo tan fácilmente. Generalmente, se busca a una presentadora tipo Hollywood, una mujer que posea encanto y que, al mismo tiempo, venda el producto.
La víspera de Navidad arreglaron un árbol en el apartamento de Amanda. Robin le regaló un reloj de pulsera. Era muy pequeño y elegante, pero sin asomo de diamantes. Ocultó su decepción. Ella le había regalado una pitillera, una delgada capa de oro con un facsímil de su escritura. Jerry pasó para beber con ellos un trago de pre-Navidad y salió corriendo para su casa de Greenwich. Trajo champán y un juguete de goma rechinante para Slugger.
Aquella noche, al ir a acostarse, Slugger saltó sobre la cama con su nuevo juguete. Amanda fue a coger el gato para llevarlo al salón.
—Déjale, estamos en vísperas de Navidad —dijo Robin. Después añadió—: ¡Oh, me olvidaba de una cosa!
Se dirigió hacia la chaqueta que estaba colgada de una silla y sacó de ella una caja plana.
—Felices Navidades, Slugger.
Tiró la caja en dirección a la cama. Amanda la abrió. Sus ojos se llenaron de lágrimas al contemplar un suave collar de cuero negro. Tenía cascabeles de plata y una pequeña placa de plata con el nombre grabado.
Echó los brazos alrededor del cuello de Robin y lo abrazó:
—¿Te gusta Slugger...?
Él rió.
—Desde luego. Lo único que no me gusta es que se restriegue contra mí. De esta manera, los malditos cascabeles me advertirán su presencia.
Después la tomó en sus brazos y la besó y ni siquiera oyeron los cascabeles de plata cuando Slugger saltó desdeñosamente de la cama y abandonó la habitación.