Capítulo 28
Robin regresó a Nueva York con tiempo para ver a Dip y Pauli en el Show de Christie Lane. Dip ofrecía un magnífico aspecto, pero cantó a destiempo y se movió sin soltura. En cambio, Pauli estaba muy fea, pero cantó muy bien y se movió como una bailarina. No podía creerlo. Había dejado de imitar a Lena, a la Garland y a la Streisand. Pauli se había en convertido en ella misma. Tenía un estilo encantador y un fraseo maravilloso. Robin se preguntó cuándo habría ocurrido la metamorfosis. Tal vez, al recorrer salas de fiesta con Dip, había perdido la esperanza de convertirse en alguien e inconscientemente había abandonado su afectación y así es como había nacido la verdadera Pauli. En cualquier caso, era un milagro. Incluso su ridícula nariz respingona y sus dientes prominentes resultaban graciosos. A las once de la mañana del día siguiente, Dip se presentó en su despacho. Se sentó en una silla y miró al aire con ojos inyectados en sangre. Después se inclinó hacia adelante.
—Voy a matarla.
Robin estaba desprevenido.
—¿Qué ha pasado?
—Mi agente me ha llamado hace una hora. Este maldito Ike Ryan. ¡No tiene buen gusto! No me quiere a mí. Ha escogido a Lon Rogers, ¡este barítono decrépito!
—Pero has dicho que ibas a matarla a ella. ¿Quién es ella?
—¡Pauli!
Los ojos de Dip se encendieron.
—Ike Ryan acaba de ofrecerle un contrato como auxiliar de Diana Williams. ¡Y esta estúpida perra va a aceptarlo! Después de todo lo que le he enseñado, de la clase que he procurado imprimirle, ¡va a convertirse en una auxiliar!
—Tal vez sea mejor —dijo Robin—. Por lo menos tendrás algún dinero.
—Ganará trescientos dólares por semana. ¡Yo daba propinas superiores a eso en el Hotel Beverly Hills! Además, ¿dónde me deja a mí? ¡Qué te parece la pequeña bastarda! Marchándose y dejándome a mí en la estacada.
La cólera le proporcionaba mayores arrestos. Se levantó de un salto y empezó a caminar a grandes zancadas.
—¿Sabes una cosa? —sus ojos estaban negros de cólera—. Voy a casa a hacer las maletas. No estaré aquí cuando la estrella vuelva de firmar su asqueroso contrato. Veamos cuánto puede durar sin el Gran Dipper. Y también echaré a su madre de la casa. ¡Pero primero voy a romperle a Pauli todos los huesos del cuerpo!
Salió apresuradamente del despacho.
Robin seguía pensando en Dip y Pauli cuando sonó el teléfono. Era Cliff Dorne. En aquel mismo momento, su secretaria le anunció que Danton Miller esperaba en el despacho exterior. Antes de que pudiera tener ocasión de hablar con uno de ellos. Dan penetró en el despacho.
—No vas a hacerme esperar fuera. ¿Has visto los informes sobre tus intérpretes? La chica estuvo bien, pero Dip Nelson fue el mayor aburrimiento que he visto en mi vida. Estropeó el show. ¡Espero que, de ahora en adelante, no vuelvas a intervenir en mi programa!
Robin le ignoró y volvió al teléfono.
—Sí, Cliff, perdóname la interrupción.
Dan observó que su expresión se alteraba.
—¿Cuándo ha sucedido? ¿Mount Sinai? Iré allí inmediatamente.
Colgó. Dan seguía allí, ardiendo de cólera. Robin le miró con asombro, como si, de repente, recordara su presencia.
—Gregory vuelve a estar enfermo.
Se dirigió hacia la puerta.
—Creía que estaba en Palm Beach.
El enojo de Dan se trocó en sorpresa.
—Regresó en avión hace una hora y ha ingresado en el Mount Sinai.
—¿Es grave?
—No lo saben. Cliff dice que se sintió mal esta última semana. Según parece le hicieron un examen en el hospital de Palm Beach, pero no se fía demasiado y por eso ha preferido someterse a observación aquí.
—¿Quieres que te acompañe?
Robin le miró con curiosidad.
—Desde luego que no.
Y una vez más dejó plantado a Dan en el centro de la habitación, mirándole.
Gregory estaba sentado en una silla del hospital, vistiendo una bata y un pijama de seda. Estaba moreno, pero su cara aparecía agotada a pesar del buen color. Judith también estaba morena, pero se veía que estaba cansada. Cliff Dorne parecía preocupado.
Robin esbozó una sonrisa para atenuar la tristeza del ambiente.
—No tiene cara de enfermo —dijo alegremente.
—Es el Gran C —dijo Gregory con aspereza—, lo sé.
—Greg, deja de hablar así —le suplicó Judith.
—Nadie tarda tanto en recobrarse de una operación de vesícula biliar, lo sé. Y siempre tengo un dolor constante.
—¿En el mismo sitio? —preguntó Robin.
—¡Qué sé yo! Me duele todo. Estoy acabado, lo sé. Y lo malo es que nadie me lo quiere decir. Me dijeron que eran trastornos de la próstata en Palm Beach. Pero sé que a Judith le han dicho la verdad: es cáncer.
Los ojos de Judith buscaron los de Robin suplicantes.
—Se lo he dicho y repetido: es de la próstata. No le oculto nada.
—Claro —gritó Gregory—. Aquí me someterán a análisis. Todos me enseñarán resultados negativos. Todos me sonreirán y después se sentarán a mi alrededor para verme morir pulgada a pulgada.
—Primero me enterrará a mí y pronto, si persiste en su actitud.
Era la voz quebrada del doctor Lesgarn que entraba en la habitación en aquel momento.
—Mire, Gregory, he estudiado los análisis que le han hecho en Palm Beach. Es próstata, de acuerdo, y tendremos que operar.
—¿Qué os dije? —el tono de voz de Gregory era triunfante—. ¡La próstata no se opera a menos que sea algo maligno.
—Ahora basta de hablar —dijo el doctor Lesgarn firmemente—. Quiero que salgan todos de aquí. Voy a administrarle un sedante, Gregory. El viaje ha sido cansado y quiero que esté usted en buenas condiciones para la operación de mañana.
—¿Va a cortar?
De repente, Gregory pareció asustado.
—Sí. Y entonces se encontrará usted bien.
—Y si es maligno, ¿entonces qué?
—Entonces hablaremos. Pero, Gregory, el cáncer no es una sentencia de muerte. Hay muchos hombres que viven sanos mucho tiempo, después de haber padecido un tumor maligno de próstata, si se coge a tiempo.
—He oído hablar de estos casos. Pierden los testículos, y a veces el miembro. Se van a trozos.
El doctor Lesgarn le indicó a Judith que saliera. Esta se dirigió al otro extremo de la habitación, junto a Robin y Cliff. El doctor Lesgarn tomó un poco de algodón y frotó el brazo de Gregory. Gregory lo apartó.
—Antes de administrarme el calmante, dígame. ¿Es maligno?
—Nadie puede jurarlo con absoluta seguridad hasta verlo. Pero le diré una cosa: he operado tumores malignos de próstata y usted no presenta ninguno de los síntomas. Yo diría que hay un noventa y nueve coma nueve por ciento de probabilidades de que no lo sea.
—¿Pero hay una probabilidad de que sí lo sea?
Judith se acercó y lo besó en la mejilla.
—Vamos, eres el mayor jugador del mundo y nunca has tenido tantas ventajas a tu favor. ¿Por qué mostrarte cobarde ahora?
Él sonrió ligeramente y ella lo besó en la frente.
—Estaré aquí mañana por la mañana, antes de que entres en la sala de operaciones. Ahora haz lo que dice el doctor, descansa y relájate. Te quiero, Greg.
Después salió rápidamente de la habitación, con Robin y Cliff. Los tres caminaron en silencio por el pasillo. Ella no habló hasta que llegaron al ascensor.
—Cuando le miré a los ojos, descubrí la muerte en ellos. —Se encogió de hombros—. Cree de veras que va a morir. Está totalmente seguro.
Llegaron a la calle. El largo Lincoln estaba esperando. El chófer se irguió en posición de firmes.
—¿Quiere que la acompañe a casa? —preguntó Cliff.
—Necesito un trago —dijo ella.
—Creo que todos necesitamos uno —afirmó Robin.
—No puedo acompañarles —dijo Cliff—. Tengo que conducir un buen rato para llegar a Rye y mañana a primera hora también quiero estar aquí.
—Cuidaré de la señora Austin —dijo Robin.
Subieron al coche.
—Hay un bar que me gusta, a menos que usted prefiera el St. Regis, el Salón de Roble o algún sitio determinado.
Ella se reclinó en el asiento.
—No, basta que sea un sitio tranquilo.
Al entrar en el Lancer Bar, Judith miró a su alrededor con curiosidad. Conque aquí es donde venía él. Estaba poco iluminado; le gustó. La acompañó a un reservado del fondo y pidió un whisky para ella. Judith esperó a que él hubiera tomado un buen trago de su martini y después dijo:
—¿Qué cree usted que sucederá, Robin?
—Creo que todo irá bien.
—¿Lo cree de veras?
—Sí. Las personas que creen que van a morir difícilmente se mueren. Está demasiado asustado para morir.
—No le entiendo.
—Durante la guerra, cuando fui herido, me internaron en un hospital. Era una larga sala con hileras y más hileras de camas. A mi derecha había un tipo lleno de granada de metralla. Tenía que sufrir cinco operaciones. Cada vez estaba seguro de que era su último día de vida. En cambio, el sujeto del otro lado leía periódicos. Sonreía siempre y, al mismo tiempo, se iba desangrando hasta morir. Soy de la opinión de que, cuando la muerte se alberga en una persona, la llena de una extraña tranquilidad. Después de todo, no hay nada que no cree una resistencia y una inmunidad. Probablemente, la muerte lleva consigo una anestesia emocional.
—Hace usted que me sienta mucho mejor —dijo ella.
—No será fácil en ninguno de los dos casos —dijo él tranquilamente—. El verdadero problema empezará después de la operación.
—Se refiere usted a la falta de relaciones sexuales —ella se encogió de hombros—. Robin, nunca hubo nada excitante entre nosotros, ni siquiera al principio. La IBC ha sido siempre la gran pasión de Greg. Durante años y años, no ha sido fácil para mí.
—No pensaba en usted —dijo él—. Pensaba en Gregory, no creerá que no es maligno.
—¿Y yo qué? —preguntó ella—. Gregory no sabe cómo aceptar las contrariedades. La enfermedad le es ajena. ¿Qué cree usted que han sido estos últimos meses para mí? He estado viviendo con un inválido gimoteante. No quería jugar al golf, no hacía más que tomarse el pulso...
—¿Acaso el matrimonio no es para el bien y para el mal?
—¿Es eso lo que usted cree? —preguntó ella.
—Si estuviera casado, lo creería.
—Tal vez lo creería usted —dijo ella lentamente—. Pero el caso es que el matrimonio no me ha dado gran cosa.
—No es el momento de averiguarlo ahora.
—No me mire como si me odiara, Robin. Yo le he sacrificado una parte de mí misma a este matrimonio.
—¿Este matrimonio? ¿Así es cómo piensa una mujer? ¿No nuestro matrimonio?
—Ahora me está usted resultando un sentimental.
Él pidió otra ronda.
—Esto es lo último que soy. Pero creía que las mujeres lo eran.
—Lo fui, hace tiempo. Cuando me casé con Greg, pensé que sería maravilloso. Pero a él no le gustaba nada de lo que contribuye a formar un matrimonio. No le tenía un apego especial a los niños, quería una esposa. Para dirigir sus casas —a Gregory siempre le han gustado las propiedades—, la casa de la ciudad, la casa de Palm Beach, la casa de Quogue... Ha sido un trabajo de plena dedicación.
—Bien, dirigir una cadena no es precisamente un hobby.
—Lo sé. He respetado su trabajo y he aceptado sus amigos, los he convertido en amigos míos. Pero una mujer necesita algo más, aparte de la vida de sociedad y de interpretar el papel de la perfecta anfitriona. He echado de menos muchas cosas. Cuando miro hacia atrás, mi vida me parece hermosa pero vacía.
—Bueno, no es tiempo de hurgar en el pasado. En este momento, su principal preocupación debe consistir en que este hombre se recupere. La va a necesitar. Por consiguiente, deje de llorar pensando en que no ha sido usted más que una propiedad. De ahora en adelante, tendrá usted qué ser Florence Nightingale, Sigmund Freud y el mejor amigo que jamás haya tenido. Me gustó lo que le dijo, acerca de que era un jugador. Su instinto no la engaña, Judith. Tiene que saber cuándo mostrarse inflexible y cuándo ser condescendiente con un enfermo. Una quiebra emocional es más difícil de curar que una dolencia física. Tiene que procurar que no se desmorone. Porque, si lo hace sabrá usted en serio lo qué es una preocupación. He visto seguir este camino a muchos hombres. Pasean en albornoz y se dedican a hacer rompecabezas en hospitales de veteranos.
—Pero, ¿por qué? Hablo de Gregory. Hombres con menos fortaleza que él superan una operación de la vesícula biliar. E incluso una operación de próstata. No ha sido el mismo desde que pisó el hospital por primera vez.
Robin encendió un cigarrillo.
—A veces la enfermedad hiere más duramente a un hombre fuerte que a un hombre débil. Como usted misma ha dicho, la enfermedad le es ajena a Gregory. No sabe cómo tratarla. Siempre ha estado preparado ante cualquier situación de emergencia en los negocios. Pero nunca se le ha ocurrido pensar que su cuerpo también era vulnerable. Lo ha trastornado. Y a un hombre como Gregory, la enfermedad le roba la dignidad.
Ella le miró suplicante.
—Robin..., ayúdeme.
—Lo haré.
Ella se incorporó y le tomó las manos.
—Robin, yo lo procuraré. Pero no puedo hacerlo sola. He estado tanto tiempo encerrada en una torre de marfil. No tengo amigos íntimos. Las mujeres con quienes me reúno para comer me cuentan sus problemas. Nunca he confiado mis preocupaciones a ninguna de ellas. Me sentía por encima de todo eso. De repente, me encuentro con que no tengo a nadie en quien apoyarme y no quiero que nadie sepa lo de la operación de Gregory. Suena a castración. Robin..., ¿me permite llamarle, llorar sobre su hombro?
Él sonrió.
—Tengo unos hombros muy anchos, Judith.
Ella se reclinó de nuevo en su asiento y sorbió su bebida. Sus ojos miraron más allá de Robin.
—A Greg también le preocupa la cadena. Dan ha estado concediendo demasiadas entrevistas. A Gregory le da un ataque de úlcera cada vez que las lee. Es su cadena y no le gusta que nadie se tome libertades.
—A veces, es difícil evitar a la prensa —contestó él—. Yo la evito, por eso persiguen a Dan. Después de mi entrevista general, me he negado a conceder otras.
Ella sonrió.
—Dan debe estar furioso. Sin darse cuenta, usted ha sido más listo. Al negarse a conceder entrevistas, se ha convertido usted en un enigma, escriben y especulan sobre usted constantemente. Hasta me gusta el apodo que le han sacado: la Máquina del Amor.
Él frunció el ceño.
—Ya se cansarán. La publicidad es lo último que busco.
—Greg lo sabe y no le molesta su publicidad. Es natural que usted la consiga. Dan ha estado en este negocio toda la vida, pero a pesar de que a usted se le ha visto en TV, para la Avenida Madison sigue usted siendo un misterio. Usted les intriga, quieren saber, quieren averiguar el por qué de su éxito.
—Creo que sobrevalora usted su interés.
Ingirió su bebida.
—¿Quiere otra?
—No. Mañana tengo que levantarme de madrugada. ¿Vendrá usted?
Él sacudió la cabeza.
—Alguien tiene que cuidar de la tienda. Pero, por favor, llámeme en cuanto conozca el resultado.
—Lo haré. ¿Tiene una línea privada en la IBC?
Él extrajo su agenda y lo anotó.
—Ponga también el teléfono de su domicilio, por favor —añadió ella.
—En la IBC siempre pueden localizarme. Tengo línea directa en casa.
—Robin... ¿Recuerda lo que me ha dicho de sus hombros? Si me encuentro sola y si todo se derrumba a mi alrededor, tal vez necesite hablar con alguien...
Él anotó el número de su teléfono particular, que no figuraba en la guía.
—A cualquier hora.
Le entregó el trozo de papel.
Sentada en la cama, anotó los dos números en su agenda. Los anotó en la A. Sin nombre, sólo los números. «A» significaba Amor. Así es cómo siempre había llamado al hombre que le interesaba. Se estiró en la cama. La crema de noche era muy densa y ella llevaba una redecilla para evitar que la crema le ensuciara el pelo. Se sintió alborozada. Gregory no tenía cáncer. Y cuando terminara la operación, volvería a ser él mismo. Y, entre tanto, durante su convalecencia, ella podría ver a Robin cada día.
Gregory permaneció seis horas en la mesa de operaciones. Durante este tiempo, Judith llamó dos veces a Robin para tranquilizarse. Le pareció preocupado y le dijo que tenía dos reuniones, pero que vendría si lo necesitaba. Al final, acordaron que él pasaría por allí por la noche. Le repitió que todo iría bien.
El doctor Lesgarn salió a las tres de la tarde. Gregory estaba en la sala postoperatoria. Las noticias eran excelentes. No era maligno.
A Gregory le trasladaron a su habitación a las cinco. Estaba consciente, pero el tubo de la nariz y la aguja clavada en su brazo le hacían semejante a una planta. Una hora más tarde entró el doctor Lesgarn y le notificó el resultado. Gregory le volvió la cara con un gesto de desprecio.
Judith se acercó a la cama y le tomó la mano.
—Te estamos diciendo la verdad, Greg. Te lo juro.
El la apartó.
—¡Mentira! ¡Todo parece tan bien preparado! ¡Eres una pésima actriz, Judith!
Ella salió corriendo de la habitación y se apoyó temblando contra la pared del pasillo del hospital. Se acercó el doctor Lesgarn y sacudió la cabeza.
—Le he dado una inyección, pero será difícil librarle de esta obsesión de cáncer.
Ambos levantaron los ojos al acercarse Robin desde el hall. Su segura sonrisa y su saludable aspecto subrayaban más si cabe la decadencia de Gregory.
—Hablé con el doctor hace una hora —dijo, señalando al doctor Lesgarn—. Ya me ha dado la buena noticia.
—Gregory no nos cree —dijo ella.
Robin pareció preocupado.
—Cliff ha entregado una nota a los periódicos. Hemos dicho que se trataba de la misma dolencia: vesícula biliar.
—Ha tenido usted un día muy agitado, señora Austin —dijo el doctor Lesgarn—. Creo que debiera ir a casa.
Ella sonrió débilmente.
—En este momento, lo único que necesito es sentarme, beber algo y comer un poco. No he comido en todo el día.
Robin la acompañó al Lancer Bar. Esta vez, ella prescindió del chófer. Por lo menos, Robin la acompañaría a casa sin estar cohibido. Miró a su alrededor, cuando se sentaron en el mismo reservado. ¿Vendría siempre aquí?
Evidentemente leyó sus pensamientos porque le dijo:
—La habría llevado a otro sitio, pero, por desgracia, me había citado aquí previamente con otra persona. Sin embargo, los bistecs son buenos y las bebidas todavía mejores.
Ella sorbió su bebida con cuidado. Con el estómago vacío, podía hacerle efecto y no quería perder el control de sí misma, sobre todo esta noche.
—¿Le molesto en su cita?
—En absoluto.
De repente, él se levantó. Judith observó a una joven alta que se acercaba al reservado.
—Robin, llego tarde. Lo siento.
—No importa.
Le indicó a la muchacha que se sentara a su lado. Después dijo:
—Señora Austin, le presento a Ingrid. Trabaja en la TWA y hemos volado juntos muchas veces.
La muchacha se volvió hacia Robin dirigiéndole una cálida sonrisa de intimidad.
—Hemos tenido que sobrevolar media hora al aeropuerto Kennedy, el tráfico aéreo era muy intenso. Por eso me he retrasado.
Robin pidió una bebida para Ingrid. Judith observó que el camarero le traía automáticamente vodka con tónica. Ello significaba que ya había estado aquí antes con Robin. Tenía un ligero acento, sueco o de otra lengua escandinava. Era alta y casi demasiado delgada, con una larga melena rubia y un flequillo que le llegaba hasta las cejas. Sus ojos estaban muy maquillados, pero no llevaba carmín en los labios. Y cuando su fina mano se deslizó posesivamente en la de Robin, Judith hubiera querido levantarse y apuñalarla. ¡Dios mío, la vibración de la juventud! Ingrid, con su blusa de seda blanca y su sencilla falda, la hacía sentirse rechoncha y pesada con su vestido de Chanel. La muchacha quizás no tuviera más de veintidós años, ¡ella tenía edad suficiente para ser su madre! Era demasiado joven para Robin, pero ella le miraba con adoración. Así era el mundo de los hombres. Dentro de diez años, Robin quizá tuviera todavía a una azafata de veintidós años mirándole así. Abrió su bolso y sacó una pitillera de oro. Robin le acercó inmediatamente el mechero; por lo menos se acordaba de que estaba en la mesa. Bien, no se daría por vencida sin luchar. No ante esta muchacha insignificante —una muchacha que la serviría en el avión: ¡una camarera!
Judith observó a Robin con cuidado. ¿Cómo podía permitirle a una azafata de aviación compartir siquiera una parte de su vida? ¿A cuántas muchachas sencillas como esta les habría dado su cuerpo, mientras que ella tenía que permanecer sentada deseándole, trazando planes y esquemas, imaginando mil locuras?
Robin pidió otra ronda de bebidas. Judith hubiera deseado comer algo; notó que el primer whisky le estaba haciendo efecto. Robin levantó su vaso y brindó por la salud de Gregory. Después tuvo que explicarle a Ingrid quién era Gregory Austin.
—Lo siento —Ingrid era sincera al dirigirse a Judith—. Le deseo que se reponga pronto. ¿Era grave?
—Un simple reconocimiento general, nena —dijo Robin—. Ha venido desde Florida porque le gustan los médicos de Nueva York.
—¿Vuelan ustedes con nuestra compañía? —preguntó Ingrid.
—Tenemos avión propio —contestó Judith.
—¡Oh, qué estupendo!
Ingrid no pareció haberse impresionado mucho.
—Judith, es necesario que consiga usted que Gregory se siga interesando por la cadena, mientras dure el reconocimiento en el hospital.
Robin la miró con seriedad, procurando acentuar la palabra reconocimiento.
—Quiero que le obligue usted a interesarse. ¿Entiende?
Ella asintió.
Ingrid los miró a ambos.
—Bueno, yo... —dijo ella—; pobre señor Adlen, él...
—Austin —dijo Robin.
—De acuerdo, señor Austin. Una vez tuvieron que hacerle un reconocimiento general a mi padre y dijo que era horrible. Tragando yeso, los rayos X. Es mejor que descanse y se olvide del trabajo, creo yo.
Robin sonrió.
—Nena, ¿le dices al piloto lo que tiene que hacer cuando hace mal tiempo?
—Desde luego que no. Se lo dicen la torre de control y el segundo piloto.
—Pues bien, yo soy la torre de control y Judith es el segundo piloto.
—Sigo creyendo que se debiera dejar tranquilo al pobre hombre mientras dure el reconocimiento —dijo ella.
Judith la admiró. No se sintió cohibida por la negativa de Robin. Pero es que ella se había acostado con Robin y era consciente de su poder. ¿Por qué? Porque era joven. Dios mío, cuando ella era joven también había dado por descontada su juventud.
—Tengo apetito —dijo Ingrid de repente.
Robin llamó al camarero.
—Tráigale un bistec a la señorita. Y a mí tráigame un vodka doble.
Después se dirigió a Judith.
—¿Qué prefiere usted? Le aconsejo un bistec y una ensalada variada.
—¿Qué va usted a tomar?
Él le señaló el vaso.
—Entonces tomaré otro whisky —dijo ella, tranquilamente.
—¿No quiere bistec?
—No.
En los ojos de Robin se dibujó una leve sonrisa.
—Bien, bien, Judith, me gusta su estilo. Hacen falta muchos golpes para hacerle perder a usted un combate, al sonar el gong, vuelve usted a atacar. Supongo que es por eso que resulta usted siempre vencedora.
—¿De veras? —le preguntó desafiante.
—¡Desde luego!
Robin levantó su vaso en señal de saludo. Ingrid lo observaba todo asombrada. De repente se levantó.
—Creo que es mejor que anules mi bistec. De repente, se me antoja que soy un estorbo aquí.
Robin permaneció mirando su vaso.
—Como quieras, nena.
Ingrid tomó la chaqueta y se dirigió hacia la puerta. Judith trató de fingir preocupación.
—Robin, ¿tal vez debiera marcharme yo? Usted y esta chica...
Él se incorporó y le tomó la mano.
—No finja, Judith. No es su estilo. Eso es lo que quería, ¿no es cierto?
Por el rabillo del ojo, ella observó que Ingrid dudaba en la puerta, esperando que Robin fuera tras ella. Judith esperó a que se alejara. Después dijo:
—No quiero lastimar a nadie.
—Ingrid no sufrirá, por lo menos no sufrirá mucho tiempo —dijo él.
Anuló el bistec y pidió la cuenta. Terminaron de beber en silencio y después salieron del restaurante.
—Vivo al final de esta calle —dijo él.
Ella le deslizó el brazo por debajo del suyo y echaron a andar. No era esta la manera en que lo había planeado, tan seca y cortante. Así no era posible ningún idilio. Tenía que darle a entender que él significaba algo para ella.
—Robin, le aprecio a usted desde hace mucho tiempo.
Él no contestó, pero apartó su brazo del suyo y le tomó la mano.
—Usted es una vencedora, Judith. No intente explicar las cosas.
Cuando penetraron en su apartamento, se sintió de repente insegura, como una muchacha en su primera experiencia. Y, de repente, sintió sudor en el pecho y en la frente. ¡Pequeños detalles que le recordaban que no era una joven y despreocupada azafata de aviación!
Robin le preparó un whisky ligero y se preparó a sí mismo un largo trago de vodka. Bebió de pie en el centro de la habitación. Ella estaba sentada en el amplio sofá y esperaba que él se acercara. Había una chimenea y un poco de leña. Si la encendiera y se sentaran los dos en la oscuridad a la luz de la lumbre, escuchando alguno de los discos que estaban colocados junto al tocadiscos. Quería que la tomara en sus brazos...
De repente, él se acercó a ella, le tomó el vaso y la condujo al dormitorio. Sintió pánico. ¿Tendría que desnudarse delante de él? Probablemente, Ingrid permitía que él la desnudara..., mostrándole su desnudez y su cuerpo joven y firme. Llevaba una faja. No había nada menos sexy... a pesar de su esbeltez, era lógico que se formara alguna arruga por encima de la misma.
Él le señaló el cuarto de baño, mientras se aflojaba la corbata.
—No hay vestidor, pero puede servirse de esto.
Ella penetró tropezando en el cuarto de baño y se desnudó lentamente. Vio una bata de seda de color marrón colgada de la puerta. Se la puso y se anudó el cinturón de la misma. Cuando abrió la puerta, Robin estaba de pie, mirando a través de la ventana. Sólo llevaba shorts. La habitación estaba a oscuras, pero la luz del cuarto de baño permitía ver sus anchas espaldas. No le sobraba ni un gramo de carne. No se había dado cuenta de lo bien construido que estaba. Se acercó por detrás de él. Él se volvió al verla y la tomó de la con mucha delicadeza, la condujo a la cama. La miró y sonrió.
—Bueno, dicen que una mujer con experiencia es lo mejor que hay. Demuéstremelo, querida señora, tiéndase aquí y hágame el amor.
Estaba aturdida, pero le quería tanto que obedeció. Al cabo de unos momentos, la puso de espaldas y la penetró con furia. Terminó en menos de un minuto. Después permaneció tendido y buscó un cigarrillo.
—Siento no haberle puesto un poco más de adorno —dijo él con una sonrisa de excusa—. Pero nunca soy muy bueno después de beber.
—Me ha gustado, Robin.
—¿De veras? —la miró asombrado—. ¿Por qué?
—Porque he estado con usted. En esto estriba la diferencia.
Él bostezó.
—Si despierto por la noche, procuraré satisfacerla más.
Después la besó suavemente y se volvió del otro lado. Al cabo de pocos minutos, su respiración regular le dio a entender que se había dormido. Ella lo contempló. Conque esta era la Máquina del Amor. Esperaba que ella se durmiera. Ingrid lo hacía probablemente. Y las demás muchachas también. Bueno, ¿por qué no? Gregory estaba en el hospital. No tenía que darle explicaciones a nadie. Pero, ¿y si sudaba en medio de la noche o roncaba? En Palm Beach, Gregory la había obligado a dormir en su misma habitación y le había dicho que roncaba. Bromeó con ella a este respecto, pero en el fondo pareció alegrarse; otro de los detalles que le recordaban su edad.
Permaneció tendida mirando al techo. La edad lo cambiaba todo. No podía pasar la noche entre los brazos de un hombre por culpa de los sudores y los ronquidos. Y si se dormía en alguna posición inadecuada, sus pechos colgarían. De repente, contempló la bata de color marrón que todavía llevaba. Ni siquiera se había molestado en quitársela. No le había visto el cuerpo ni la había tocado: se había limitado a satisfacerse a si mismo.
Se levantó sigilosamente de la cama, se dirigió al cuarto de baño y se vistió rápidamente. Cuando regresó al dormitorio, Robin estaba sentado. Pareció habérsele pasado por completo el efecto de la bebida.
—Judith, ¿tan de prisa me he dormido? ¿Qué hora es?
—Medianoche.
Con su vestido de Chanel volvía a sentirse tranquila y segura.
—¿Por qué se ha vestido?
—Creo que tendría que ir a casa, por si me llaman del hospital.
El saltó de la cama y se puso los shorts.
—Claro. Me vestiré y la acompañaré a casa. No tardaré ni un segundo.
—No, Robin.
Se acercó a él y lo rodeó con sus brazos. Sólo era medianoche; si se levantaba y vestía, podría llamar a Ingrid. Además, la odiaría si, por su culpa, tuviera que vestirse y salir.
—Robin, puedo tomar un taxi. Por favor, vuelva a la cama. Mañana tendrá un día de mucho trabajo.
Él le rodeó la cintura con sus brazos y la acompañó a la puerta.
—¿Le veré mañana? —preguntó ella.
—No, voy a estar en Filadelfia unos días. Quiero grabar el programa de Diana Williams.
—¿Cuándo regresará?
—Dentro de dos o tres días, depende.
Ella le rodeó con sus brazos.
—Robin, no me ha besado.
Él le besó la frente sumiso.
—Me refiero a besarme de verdad.
Él sonrió.
—Junto a una puerta expuesta a la corriente de aire, no.
La miró con curiosidad y después dijo:
—Venga.
La tomó en sus brazos y la besó con fuerza.
—Así —dijo al dejarla—. No puedo dejar que se vaya insatisfecha, después del riesgo que ha corrido viniendo aquí.
Cuando él hubo cerrado la puerta, ella se dirigió hacia el ascensor, preguntándose el motivo de su pesadumbre. Había estado con Robin y estaría otras veces. Pero, la próxima vez, no le permitiría beber tanto.
Sin embargo, en las dos semanas siguientes, el rápido derrumbamiento de la moral de Gregory, le impidió pensar en la próxima vez. Se estaba recuperando físicamente, pero su estado emocional la aterraba. Robin le visitó pero Gregory se negó a hablar de planes con respecto a la IBC. Estaba sentado, vistiendo un albornoz y mirando distraídamente por la ventana.
Cuando fue dado de alta del hospital, en su casa quiso seguir permaneciendo en cama, tendido y mirando al techo. Se negaba a creer los resultados de laboratorio. Afirmaba que sentía dolores en el cuello, en las caderas.
—Lo tengo extendido por todo el cuerpo, lo sé —gemía.
Y una mañana se despertó y comprobó que estaba paralizado de cintura para abajo. No podía mover las piernas ni sentarse. Se llamó inmediatamente al doctor Lesgarn. Este pinchó la pierna de Gregory y, al no observar reacción alguna, mandó llamar una ambulancia. Gregory fue sometido a toda clase de pruebas. No era un ataque, tal como Judith había temido: todos los análisis resultaron negativos. Se llamó a un neurólogo.
El doctor Chase, un importante psiquiatra, habló con Gregory. Intervino también un médico internista. Su opinión fue unánime. La parálisis de Gregory no se debía a ninguna causa física.
Hablaron con Judith y le explicaron las conclusiones a que habían llegado. Quedó aterrada. Se sentó mirándolos fijamente e implorando en silencio una explicación.
—Sugiero que se le interne en un hospital —dijo el psiquiatra.
—¿Se refiere a que permanezca aquí? —preguntó Judith.
El psiquiatra sacudió la cabeza.
—No, me refiero a un hospital psiquiátrico. La sucursal en Nueva York del Payne Whitney o el Instituto Hartford.
Judith se cubrió la cara con las manos.
—No, no, Greg, no..., ¡no podría estar junto con un rebaño de idiotas!
El psiquiatra se irguió.
—Señora Austin, la mayoría de los pacientes son hombres de elevada inteligencia y sensibilidad. Una persona insensible raramente sufre una depresión.
—No me importa. Gregory no querría vivir si se corriera la voz de que había estado allí. Arruinaría su vida. Y los accionistas de la IBC se asustarían... No, no podemos correr este riesgo.
El doctor Lesgarn pareció pensativo. Se dirigió al doctor Chase.
—¿Qué opina de aquel sitio de Suiza? Gregory podría ir bajo nombre supuesto. Tienen bungalows en los que las esposas pueden vivir con sus maridos mientras estos son sometidos a tratamiento. Gregory sería sometido a un magnífico tratamiento y nadie lo sabría. Judith podría informar a los periódicos que se trataba de un viaje de placer por Europa.
La miró y le dirigió una sonrisa.
—Incluso podría usted hacer una escapada a París o Londres y enviar postales a sus amigos para corroborar este hecho.
—Es ridículo —afirmó el doctor Chase—. No es una deshonra que un hombre necesite tratamiento psiquiátrico. Aquí en los Estados Unidos hay sitios estupendos. Y no veo la necesidad de este ridículo secreto.
El doctor Lesgarn sacudió la cabeza.
—Comprendo el punto de vista de la señora Austin. La publicidad sería perjudicial para los intereses de la IBC, que se considera obra de un solo hombre; si este hombre, deja de actuar, los accionistas podrían asustarse. Suiza es lo mejor.
Se volvió a Judith.
—Pero esto puede significar de seis meses a un año o incluso más.
—Lo probaré —contestó ella con firmeza.
Pidió al doctor Lesgarn que se encargara de arreglarlo inmediatamente. Después fue a casa e hizo dos llamadas telefónicas. Una a Cliff Dorne y otra a Robin Stone. Pidió a ambos que fueran a verla inmediatamente.
Llegaron a las seis en punto. Judith no les ofreció ninguna bebida. Los recibió en el refugio de Gregory y les contó la situación. Después dijo:
—Si llega a saberse una palabra de esto, yo lo negaré y, como esposa suya, les despediré a ambos. Puesto que no está en condiciones de tomar ninguna decisión, yo tengo plenos poderes para ello.
—Nadie se lo discute —dijo Cliff tranquilamente—. Creo que su decisión es apropiada. Las acciones perderían diez enteros en un día si llegara a saberse algo. Y, si bien en menor medida, yo soy también un accionista.
—Entonces estamos completamente de acuerdo.
Ambos hombres asintieron y ella prosiguió:
—Quiero que a Robin Stone se le den plenos poderes. Cliff, mañana quiero que informe a Dan de ello. Deberá decirle que Gregory va a tomarse unas vacaciones por tiempo indefinido y que él deberá informar de todas sus decisiones a Robin. Las decisiones de Robin serán definitivas.
Se negó a enfrentarse con la expresión de incredulidad que se dibujó en los ojos de Cliff. Se levantó, dando a entender así que daba por terminada la entrevista.
—Robin, si puede quedarse, quisiera hablar con usted —dijo ella.
—Entonces esperaré afuera. Hay algo que quiero discutir con usted, señora Austin.
—¿No puede esperar a mañana? Estoy muy cansada.
—Me temo que no. Se irá usted mañana por la noche y hay algunas cuestiones urgentes que requieren su atención.
Robin se encaminó hacia la puerta.
—Hablaré con usted mañana, señora Austin. ¿Le parece bien que comamos juntos?
—Sí. ¿Vendrá usted aquí? Voy a estar muy ocupada con las maletas.
—¿A la una?
Ella asintió y él abandonó la estancia. Cuando se hubo cerrado la puerta, ella se dirigió a Cliff. No se molestó en disimular su desagrado.
—¿Qué es eso tan urgente?
—¿Sabe Gregory lo de este cambio?
—¡Gregory apenas recuerda su propio nombre! ¿Es que no lo entiende? Está paralizado. ¡Es como una planta!
—Señora Austin, ¿se da usted cuenta de lo que está haciendo?
—Estoy haciendo lo que Gregory habría hecho.
—No estoy de acuerdo. Puso a Robin para controlar el poder de Dan. Ahora usted no sólo le confiere el poder a un solo hombre, sino que lo convierte en autónomo.
—Si dividiera el poder, la cadena se derrumbaría. Dan está celoso de Robin, se opondría a todas sus decisiones y, al final, no se llegaría a ningún acuerdo. Tiene que haber un jefe.
—¿Por qué no Danton?
—Porque Gregory no se fía de él.
—¿Y qué le hace pensar a usted que se fía de Robin?
—Hice investigaciones sobre él. Robin es millonario. Esto significa que no pueden subírsele los humos a la cabeza.
Cliff sacudió la cabeza.
—El poder es un gusto adquirido. A uno le gusta, una vez lo posee. Además, considero que Dan está mejor calificado para esta clase de trabajo.
—Dan es un estúpido.
—Pero no en el trabajo. Ha creado programas muy buenos para la IBC. Sabe también cómo dirigir una cadena. ¿Y cómo cree usted que le sentará a Dan la noticia de que Robin está por encima de él?
Ella se encogió de hombros.
—Eso es cosa suya.
—Su posición será inadmisible —dijo Cliff—. Tendrá que marcharse por dignidad.
—¿Acaso será más fácil para él quedarse sin empleo? —preguntó ella.
—Cuando alguien toma una decisión de carácter emocional, difícilmente piensa con lógica. La cólera suele engendrar falso valor.
—Bueno, eso es cosa suya —dijo ella con determinación.
Cliff Dorne dio la noticia a las nueve de la mañana del día siguiente, en el transcurso de una reunión general. A las nueve y media, Danton Miller entregó su dimisión. Cliff intentó disuadirle:
—Déjalo, Dan. Esto pasará. Gregory regresará. Te creía un hombre nacido para sobrevivir.
Dan procuró sonreír según le era habitual.
—A veces, para sobrevivir, uno tiene que retirarse. No te preocupes por mí, Cliff. Entre tanto, ¿a quién has pensado colocar en mi lugar?
Cliff se encogió de hombros.
—George Anderson sería la elección más lógica, pero Robin ya ha mandado llamar a Sammy Tabet.
—¡Oponte! —afirmó Dan—. Sammy es un buen sujeto, pero está cortado según el mismo patrón que Robin. Harvard, un fondo de buena sociedad... estará de acuerdo con todo lo que diga Robin.
Cliff sonrió.
—Yo también tengo que sobrevivir. Y mi idea de lo que es la supervivencia es permanecer en escena y vigilar la tienda. De momento, no puedo luchar contra Robin. Sólo puedo observarle.
Robin era consciente de la hostilidad de Cliff Dome. Pero no estaba allí para ganar ningún concurso de popularidad. Trabajaba bien con Sammy Tabet y, al cabo de unas semanas, la mayoría del personal de la IBC se había olvidado de que había existido un hombre llamado Danton Miller. Los vice-presidentes empezaron a guardar sus trajes y sus corbatas negras, imitando el gris Oxford de Robin.
Robin trabajaba duro. Miraba la televisión todas las noches y frecuentaba en contadas ocasiones el Lancer Bar. Gradualmente fue perdiendo el contacto con el mundo exterior. Para él, no existía más que la IBC y los programas de la competencia. Leía todos los esquemas de los programas y tenía una docena de pruebas para ver en la Costa.
Estaba a punto de salir hacia el aeropuerto, cuando le llamó Dip. Con la frenética actividad de las últimas semanas, se había olvidado de Dip.
—¿Qué tal está mi amigo, el gran ejecutivo? —la alegre voz de Dip sonó a través del hilo—. Iba a venir a felicitarte, pero he estado muy ocupando ayudando a Pauli.
Robin sonrió.
—Creo que la última vez que hablamos estabas a punto de matarla.
—Ya me conoces, amigo; me enfado mucho, pero después me pasa. Además, ella no puede seguir sin mí. Estoy seguro de que tal como Diana Williams está actuando, Pauli tendrá ocasión de interpretar su papel cuando se estrene en Broadway. ¿Te apetece ir a Filadelfia conmigo esta noche para ver el espectáculo?
—Estoy a punto de salir para la Costa, Dip. Tengo que ver algunas pruebas destinadas a las sustituciones de febrero.
—De acuerdo, y mientras estés allí, cuéntales que tengo un gran proyecto en cartera.
—¿Es verdad?
—No, pero dilo de todos modos. Allí se lo creen todo.
El viaje a la Costa fue aburrido. Empezó a pensar en Judith Austin. Su última comida juntos había sido totalmente de negocios, excepto al final. Entonces ella le había mirado a los ojos y le había dicho: «Ciao... por ahora». Su primer impulso había sido ignorar la urgencia de su mirada, pero viéndola tan desamparada y vulnerable en aquella enorme casa, se sintió conmovido. Por alguna extraña razón pensó en Kitty, le tomó la mano, se esforzó por sonreír con naturalidad y le dijo: «Sí, ciao, por ahora».
Bueno, Gregory estaría fuera una larga temporada y probablemente Judith encontraría montones de compañeros en Europa. La apartó de su pensamiento y procuró mirar la película. Al terminar esta, estudió las presentaciones de las pruebas que iba a ver. Estaba ansioso de que aterrizara el maldito avión, ansioso de estirar las piernas, pero sobre todo ansioso de ver a Maggie Stewart.
La llamó al llegar al Hotel Beverly Hills. Ella se sorprendió de escuchar su voz y accedió a verle a las seis en el Salón del Polo.
Al entrar ella en el bar, Robin comprobó que se había olvidado de lo hermosa que era. Ella le sonrió y se acomodó en el reservado.
—Creía que nunca volverías a hablarme, después del incendio.
Él se incorporó y le oprimió la mano entre la suya.
—¿Bromeas? Lo encontré muy divertido.
—¿Qué tal siguen las relaciones con Diana? —preguntó ella.
—No puedo decirlo. No he visto a esta dama más que por cuestiones de trabajo. Según parece, alguien convirtió en cenizas nuestro incipiente idilio. A propósito, ¿qué tal es tu nueva película?
Ella esbozó una mueca.
—Vi una parte de ella la última semana.
Terminó su whisky y pidió otro.
Él la miró con curiosidad.
—¿Tan mala es?
—Es pésima. Si no tuviera un contrato firmado para otras tres películas, dejaría este trabajo. Ni siquiera tendrá una sesión de estreno especial; se estrenará en cines de segunda categoría.
—Cualquiera puede hacer una mala película.
Ella asintió.
—Tengo ocasión de desquitarme con la próxima. La dirigirá Adam Bergman.
—Es estupendo.
—Desde luego.
—Pero, ¿hay algún problema?
—No me permitirá actuar en esta película si no me caso con él.
Él permaneció en silencio.
—Voy a rechazarlo. Oh, no te sientas culpable. Le rechacé antes de Navidad.
Pero después sus ojos brillaron y se volvió hacia él.
—Sí, tal vez tendrías que sentirte culpable. ¡Hijo de perra! Tú has hecho que no sean posibles mis relaciones con ningún hombre.
Él sonrió tranquilamente.
—Vamos, ni que fuera tan maravilloso.
—Tienes razón, no lo eres. Soy yo... tal como tú dijiste, estoy chiflada. De todos modos, he estado visitando a un psiquiatra y he sabido que me gusto a mí misma.
—¿Un psiquiatra? ¿Y qué tiene que ver el hecho de que te gustes a ti misma con el matrimonio con Adam?
—Me niego a que mi matrimonio sea al estilo de Hollywood, por lo menos al estilo que le gusta a Adam. Cuando viví con él junto a la playa, hice cosas que nunca hubiera imaginado. Es gracioso, ¿verdad? Cuando estoy tendida en el sofá, me pregunto: «¿Dónde han ido a parar todos? ¿Dónde está la Maggie que vivía en Filadelfia, que amaba y esperaba? Esta chica que hace locuras no soy yo».
—¿Qué te impulsó a acudir a un psiquiatra?
—El fuego. Cuando comprendí que hubiera podido matar a alguien, me horroricé.
—Bueno, yo me he comprado una cama nueva —dijo él—, con un cubrecamas de amianto.
La llevó a cenar al Dominick y después regresaron al Melton Towers. Pasó tres días viendo grabaciones y tres noches haciéndole el amor a Maggie. El día en que iba a marcharse se encontraron en el Salón del Polo para tomar un trago juntos. Ella le entregó una cajita.
—Ábrela —le dijo—, es un regalo.
Él observó el pequeño anillo de oro que contenía la caja de terciopelo.
—¿Qué es? Parece una pequeña raqueta de tenis de oro.
Ella echó la cabeza hacia atrás y se rió.
—Es un ankh.
—¿Un qué?
—Es un símbolo tau egipcio; Cleopatra llevaba uno. Significa vida y generación eternas. ¡Y eso eres tú! Tú perduras... Ninguna muchacha puede olvidarte, y creo que seguirás siempre igual. Para mí, es un símbolo del sexo, del sexo eterno.
Ella se lo metió en el dedo meñique.
—Fino, brillante y hermoso, ¿verdad? Exactamente igual que usted, señor Stone. Y quiero que lo lleves. En cierto modo, es como si te marcara con fuego. Desde luego, te lo vas a quitar en cuanto te vayas, pero yo quiero creer que lo llevarás y que todas las muchachas lo verán y te preguntarán qué es. Quizá tendrás el valor de decírselo.
—Nunca llevo joyas —dijo él lentamente—. La mayoría de las veces, ni siquiera llevo reloj. Pero llevaré eso, de veras.
—¿Sabes una cosa? —dijo ella lentamente—. Había oído hablar de relaciones de amor y odio, pero nunca supe qué significaban hasta que te conocí.
—Tú no me odias. Y tampoco me amas.
—Te amo —dijo ella tranquilamente—. Pero te odio parque haces que te ame.
—¿De cuánto tiempo dispones hasta empezar tu nueva película?
—De diez días.
—Regresa a Nueva York conmigo.
Por unos momentos, sus ojos brillaron de alegría.
—¿Lo dices en serio? ¿De veras quieres que vaya?
—Claro. Hasta tengo un jet particular, por deferencia de la IBC. Incluso dispone de cama... Podemos acostarnos juntos mientras atravesamos el país.
Ella permaneció en silencio.
—Vamos, Maggie. Iremos a todos los espectáculos, incluso iremos a los Hamptons, si el tiempo es bueno. ¿No puedes dejarlo?
—Robin, echaría por la borda toda mi carrera, si pensara que me necesitas. Ni siquiera hablo de matrimonio. Estoy hablando de necesidad. Dios mío, te seguiría donde fuera.
Él la miró con extrañeza.
—¿Quién ha hablado de necesitar? Te he pedido que vengas a Nueva York. He creído que un cambio de ambiente te sentaría bien.
—Ah, ¿una pequeña gira de placer?
—De eso se trata en la vida, nena.
Ella se levantó con tal fuerza que la bebida se vertió sobre la mesa.
—Creo que ya conozco eso contigo. No digo que no responda a tu llamada cuando vuelvas. Probablemente me acostaré contigo. Porque estoy enferma. Pero el psiquiatra me ayudará a reponerme y un día me necesitarás. ¡Pero yo no estaré!
Los ojos de Robin la miraron fríamente.
—Creo que te equivocas. Yo no necesito a nadie. Quizá tú necesites a Adam Bergman. No cabe duda de que le necesitas para que te ayude a hacer una buena película.
Ella se inclinó y le miró a los ojos.
—Para usar una frase de mi recién adquirido vocabulario del mundo del espectáculo, señor Stone, me encantas, no sabes cuánto..., ¡pero eres el sujeto más asqueroso que conozco!
Después salió. Robin terminó lentamente su bebida y se dirigió al aeropuerto. Estaba a punto de tirar el anillo a una papelera, pero le estaba estrecho y se resistía a salir. Sonrió. Después de todo, tal vez fuera cierto que lo había marcado con fuego.
Cuando regresó a Nueva York se enteró de que Diana Willipms se había retirado del espectáculo, que Pauli la había sustituido en Filadelfia y que ésta había recibido tan clamorosas ovaciones que Ike Ryan estaba pensando en la posibilidad de presentarla en Broadway.
Dip se había trasladado a Filadelfia y asediaba a Robin con informes diarios. En un esfuerzo por salvar el Acontecimiento dedicado a Diana Williams, Robin envió un equipo a Filadelfia para grabar las actuaciones de Pauli. Cuando contempló la grabación, se asombró de comprobar el tremendo impacto de la misma. En la primera mitad, se presentaban los ensayos de Diana, a Diana hablando acerca de su reaparición y después los titulares de los periódicos hablando de su «enfermedad». La segunda mitad mostraba a Pauli al tomar posesión del camerino de estrella, sometiéndose a una entrevista. Era una estupidez sentimental, pero sabía que lograría clasificaciones elevadas.
El espectáculo se estrenó en Nueva York y los comentarios críticos dedicados a Pauli fueron muy elogiosos. Sin embargo, no se le hizo ningún ofrecimiento cinematográfico. Dip estaba furioso y no quiso aceptar las explicaciones del agente en el sentido de que Pauli era una personalidad de la escena y se convertiría en una superestrella de Broadway. Le dolió mucho saber que en Hollywood habían contratado a una actriz de la pantalla para interpretar su papel en la película.
Robin presentó el Acontecimiento en mayo. Todo sucedió tal como él había previsto y el éxito fue superior al de cualquier otro programa del momento.
Fue un buen verano para él. Las sustitucioues también tuvieron éxito. Salió con algunas muchachas del espectáculo de Pauli. Incluso intentó mostrarse amable con Pauli, pero esta lo rechazó en todo momento. Él fingió ignorar su hostil actitud y solía acudir al Sardi's con cualquier muchacha que Dip le presentara. Le estaba gustando el Sardi's, pero, al crecer la leyenda de su poder, dejó de frecuentarlo y se ocultó más que nunca en el Lancer Bar. Para evitar el contacto con los agentes, con los ejecutivos de agencias y con los actores, se mantuvo alejado del «21» y del Colony. Aprendió rápidamente el valor de un «no» rotundo, acompañado de una resuelta sonrisa, al rechazar un programa. Se prometió a sí mismo no enfadarse nunca ni perder el control. Nunca decía «Lo pensaré». Siempre contestaba con un rotundo «Sí» o «No». Muy pronto empezó a correr el rumor de que era un hijo de perra de sangre fría que, con un gesto, podía hacer o destruir a un hombre. Las pocas veces que fue al «21» se asombró de comprobar la atmósfera de terror que causaba su presencia.
Sin embargo, comprobó que su nueva fama traía consigo un curioso fenómeno. Por primera vez en su vida, le era difícil conseguir a las muchachas. Las estrellas de segunda categoría estaban descartadas, no podía permitirse concederles algún contrato a cambio de su compañía. Tenía que limitarse a las azafatas de aviación, pero estas no le duraban mucho. Llegaban vestidas con sus mejores galas, esperando que las llevara a El Morocco o el Voisin, pero pronto se daban cuenta de que su vida social se limitaba al Lancer Bar, a alguna película y a su apartamento.
De no haber sido por Dip, su vida sexual se hubiera reducido a cero. Dip disponía siempre de un buen número de muchachas. A pesar de que el trabajo le ocupaba casi todo su tiempo, mientras pudiera acostarse con alguna chica dos o tres veces por semana, ya se daba por satisfecho. Y seguía llevando el anillo ankh. Cuando alguna muchacha le preguntaba qué era, solía contestar:
—Significa que estoy enamorado de todas las mujeres: es el símbolo de la vida imperecedera, del sexo eterno.
Recibía postales de Judith dos veces por semana. Cliff Dorne se encargó de que en las distintas columnas de los periódicos se fueran mencionando las distintas etapas del viaje de los Austin.
La víspera del Día del Trabajo, Dip Nelson penetró como una furia en su despacho diciendo que estaba seguro de que Pauli se entendía con el protagonista masculino, Lon Rogers. En aquel mismo momento, llamó Cliff Dorne anunciándole que Ethel y Christie Lane eran padres de un precioso varón de cuatro kilos.
Le dijo a Dip que debía tratarse de «chismorreos de Broadway» y llamó a Tiffany's para que enviaran al niño de Christie un vaso de plata. Aquella noche se fue a Broadway, solo, y vio una horrible película interpretada por Maggie Stewart.