Capítulo 23
Robin vio la fotografía de Maggie en el periódico de la mañana mientras tomaba el café. Leyó el titular: Maggie Stewart, la joven y nueva estrella de la Century, llega hoy a Nueva York para filmar escenas de «El flanco de tiro».
Su maquillaje era algo más pronunciado y su cabello más largo, pero estaba preciosa. De repente, experimentó una imperiosa necesidad de verla. Llamó al Plaza. Estaba en el registro del hotel, pero en su habitación no contestaba nadie. Dejó recado para que le dijeran que había llamado.
Estaba en una reunión cuando entró su secretaria y colocó una nota delante de él: «La señorita Stewart al teléfono». Le hizo una seña con la mano y siguió con la reunión. Eran las cinco cuando tuvo la oportunidad de volverla a llamar.
—¿Sí? —Su voz era impersonal y alegre.
—¿Qué tal está la gran estrella de cine?
—Estupendamente. Interpreto el papel de una modelo de alta costura cuya vida está en peligro. En la escena inicial, atentan contra mi vida mientras me están disparando fotos en Central Park. Como es natural, de acuerdo con el estilo de Hollywood, se filma al final. Por eso estoy aquí.
—Parece estupendo.
—Espero que lo sea. Tan pronto como terminemos estas escenas, empezarán a corregir y ultimar la película.
—¿Tienes contrato para alguna otra?
—He tenido varios ofrecimientos, pero mi agente quiere esperar a que se estrene esta. Es un juego. Si resulto bien, me darán mucho más dinero y los ofrecimientos serán mejores. En cambio, si fracaso, perderé las oportunidades que se me brindan en este momento.
—Parece ser una decisión terminante —dijo Robin.
—Soy un tahúr —dijo ella—. Esperaré.
—Buena chica. A propósito, ¿cuánto tiempo vas a quedarte en la ciudad?
—Sólo tres días.
—¿Te apetece tomar una hamburguesa conmigo en el P. J.? —se le escapó antes de que pudiera darse cuenta.
—¿Por qué no? El servicio de habitación es lentísimo. Dame tiempo para quitarme ocho capas de maquillaje y ducharme.
—¿Está bien a las siete?
—Estupendo. Nos encontraremos allí. —Colgó.
Robin se quedó mirando el teléfono pensativo. Ni siquiera le había dado la oportunidad de ir a recogerla. ¿Acaso se hacía deliberadamente la indiferente? En este caso, significaba que todavía tenía ideas... Llamó rápidamente a Jerry Moss.
A las siete y media todavía estaban esperando en el P.J.
—Tal vez quiere darme un plantón —dijo Robin con una sonrisa.
Jerry le miró con curiosidad.
—¿Qué te pasa con esta chica?
—Nada en absoluto. Somos simplemente amigos, casi viejos conocidos, puede decirse.
—Entonces, ¿por qué tienes miedo de encontrarte a solas con ella?
—¿Miedo?
—La última vez que vino hiciste que te acompañara a recibirla al aeropuerto.
Robin sorbió su cerveza.
—Mira, amigo, había sido la chica de Andy Patino. En aquella ocasión acababan de romper sus relaciones. No quise que él pensara que le estaba poniendo cuernos. Probablemente por eso te pedí que vinieras. No lo recuerdo.
—Oh, eso lo explica todo. ¿Y esta noche estoy aquí para protegerte de Adam Bergman?
La mirada de Robin era directa y mostraba curiosidad.
—¿Adam Bergman?
—El joven y nuevo director de la temporada —le explicó Jerry—. Hizo aquel espectáculo que ganó todos los premios de Broadway el año pasado. No recuerdo el título... era sobre una lesbiana y un afeminado. Mary y yo nos fuimos después del primer acto, pero constituyó un éxito.
Robin no contestó.
—Es curioso —prosiguió Jerry—, quizá soy anticuado, pero me gustan las obras que tienen argumento; ya sabes, principio, mitad y final. Pero en la actualidad...
Se interrumpió al escuchar el murmullo que se difundió por el local. La atención de todo el mundo estaba concentrada en Maggie, que se estaba acercando a ellos. Robin se levantó. Ella fingió recordar a Jerry, pero él estaba seguro de que no lo recordaba. No se excusó por llegar tarde. Pidió una escudilla de ají y buscó un cigarrillo en su bolso.
—Te ofrecería uno de los míos, pero he dejado de fumar —dijo Robin.
—Entonces tendrás que comprarme un paquete, he olvidado los míos.
Por una razón oculta, a Jerry le gustó ver a Robin levantarse de un salto y dirigirse a la máquina automática. Regresó con los cigarrillos, abrió el paquete y le encendió una cerilla.
—¿Desde cuándo has dejado de fumar? —preguntó ella.
—Desde hace dos días.
—¿Por qué?
—Quería demostrarme que puedo prescindir de ellos.
Asintió como si le comprendiera. Cuando terminó el ají, dijo:
—Me gustaría una cerveza, me temo que tendré que marcharme. Tengo un compromiso mañana temprano.
Robin pidió la cerveza. Había un montón de gente haciendo cola junto a la puerta.
De repente, Robin se levantó.
—Perdonadme; veo a un amigo mío.
Le vieron dirigirse hacia la puerta y saludar a una pareja que estaba de pie en la cola. Regresó a los pocos minutos con ellos.
—Maggie Stewart, Jerry Moss; este es Dip Nelson y Pauli —se volvió hacia la muchacha—. Lo siento, Pauli. No recuerdo su apellido.
—Ahora es Nelson.
—Felicidades. —Robin les señaló unas sillas—. Creo que podemos apretujarnos un poco aquí.
—Sólo quiero comer y marcharme —dijo Pauli hundiéndose en el asiento—. Estoy cansada. Todo el día ensayando... sólo tenemos tres semanas antes de la fecha de la presentación.
—Actuaremos en una sala de fiestas —explicó Dip—. Nos presentamos en un club campestre de Baltimore. Poco dinero, sólo es para entrenarnos. Nuestra primera presentación importante será el cuatro de julio en el Concord. Nos dan cinco de los grandes por una noche.
—Es mucho dinero, ¿verdad? —preguntó Robin.
—Sí pero nuestra actuación nos costará más de veinticinco mil.
—¡Veinticinco mil! —el asombro de Robin era auténtico.
—¿Por qué cree usted que ensayamos ocho horas al día en los Estudios Nola? —preguntó Pauli—. Camarero, dos ajís, dos hamburguesas de queso y dos cokes.
—Mire, tenemos material especial —explicó Dip—. Coreografía y todo lo demás. Pauli es una buena bailarina y así no tiene que limitarse a cantar. Tenemos dos semanas de contrato en Las Vegas, a quince mil dólares por semana. Con eso aún ganamos. Después iremos a Reno y, en septiembre, nos presentaremos en el Salón Persa del Plaza. Esto es lo importante, las revistas de Nueva York.
—¿Y por qué tanto interés en actuar en una sala de fiesta? —preguntó Robin.
—¿Ha visto usted mis dos últimas películas?
—Desde luego.
—Entonces sabrá que fueron un fracaso.
Robin sonrió.
—No, puedo decirle muy bien lo que pasa en TV, pero voy al cine para descansar.
—Bueno, habrá visto las groserías que se dijeron en Variety —interrumpió Pauli.
—No leo las noticias referentes a cine.
—Mire, conozco bien el negocio del cine —dijo Dip—. De otra cosa no sabré, pero cuando viene mi agente y me dice que tengo un ofrecimiento de sólo cien mil dólares por una película, me digo: «Dip... ¡es hora de dejarlo!»
—Bueno, con todo este dinero no tiene usted que preocuparse.
Robin quería llevar la conversación a un plano más general, para incluir a Maggie y a Jerry.
—¡Usted bromea! —dijo Dip—. He comprado una casa para los padres de Pauli.
—Una casita modesta —dijo Pauli—. Una casa pequeña en Los Ángeles. No vayan a creer que los has instalado en Truesdale...
—Pero la compré en seguida, ¿no es cierto? Cuarenta y nueve mil dólares no son moco de pavo. Así, pase lo que pase, ellos estarán bien. Y también he comprado una casa para nosotros. Los muebles y el decorador me costaron cien mil. Justo en Bel Air. Me daba pena dejarlo. Pero es necesario marcharse antes de que se enfríe el ánimo de uno. Tendremos un gran éxito en nuestras actuaciones y Hollywood caerá de rodillas y el Gran Dipper volverá a estar en cabeza.
—Con Pauli a tu lado —dijo ella.
—A mi lado. Tal como dije cuando nos casamos. Formamos equipo, para siempre.
—Miren, no quiero someterme a una prueba cinematográfica —confió Pauli dirigiéndose a todos en general.
—Estoy de acuerdo.
Era la primera palabra que Maggie pronunciaba. Pauli la miró con curiosidad.
—¿Está usted en el mismo negocio?
—Actúa como oponente de Alfred Knight en la última película de este —explicó Robin.
—¡Oh!
Pauli miró a Maggie como si la viera por primera vez.
—¡Ah, claro, usted es la chica que está ligada con Adam Bergman!
La expresión de Maggie no se modificó. Fue Dip quien miró horrorizado.
Por unos momentos, hubo un silencio embarazoso, pero Pauli estaba completamente ocupada con su hamburguesa. Cuando se hubo introducido el último bocado en la boca, dijo:
—Pide la cuenta, Dip, tengo que dormir un poco. Mañana tenemos otra sesión de ensayo de ocho horas.
Robin sonrió.
—Permítame ofrecerle las hamburguesas. Figúrese que podré decir que tuve la ocasión de conocer a Pauli Nelson antes de que se convirtiera en estrella.
Ella se volvió y lo miró con dureza.
—¿Sabe una cosa? No necesito aceptar esta porquería de usted. ¿Quién demonios es usted en realidad? Dip me enseñó su programa de En Profundidad. ¡Menuda cosa! He observado que lo han sacado del mismo; ahora lo hace otro tipo.
—¡Pauli! —Dip le agarró el brazo—. Robin, lo siento. Y, escuche, siento que perdiera el programa de En Profundidad. ¿Ha encontrado algún otro trabajo?
Robin sonrió.
—Un nuevo programa en otoño, llamado Acontecimiento.
Dip pareció sinceramente aliviado.
—Me alegro, muchacho. Es usted como el Gran Dipper. No pueden doblegarnos, ¿verdad? ¿En la misma Cadena de Televisión?
Como Robin asintiera, Dip añadió:
—Bien, escuche, ¿conoce mucho a Andy Parino?
—Bastante.
—¡Aquí es donde usted puede ayudarme, viejo amigo mío! —Dip sonrió abiertamente—. Antes de que empecemos a actuar en el Plaza, podría conseguir usted que nos entrevistara, a Pauli y a mí, en el programa de En Profundidad.
—Si usted quiere, está hecho.
—¿No es una broma?
—Palabra que no.
Dip se levantó.
—Le llamaré cuando volvamos a la ciudad.
Al salir del restaurante, Robin tomó a Maggie del brazo.
—Vamos, te acompañaremos a casa andando.
—No quiero andar.
—Jerry, llama un taxi para la señorita —dijo Robin.
—Jerry, no llames un taxi para la señorita —dijo ella imitando su tono de voz—; la señorita tiene su propio coche.
De repente observaron la gran limousine que estaba aparcada.
—Gracias por la hamburguesa y la interesante conversación. Procuraré corresponder a tu hospitalidad si alguna vez vienes a California.
Jerry observó cómo el coche desaparecía por la Tercera Avenida.
—Le gustas de verdad —dijo tranquilamente.
—Desde luego, está loca por mí.
La voz de Robin era dura.
—No —de veras. Es una actriz, no lo olvides. Y probablemente muy buena, porque esta noche estaba interpretando un papel muy difícil.
—¿A qué te refieres?
—No era desde luego la misma chica que conocí en el aeropuerto en febrero último. Y ninguna chica cambia tanto en tres meses.
—Quizás este Adam no sé que, la haya cambiado.
—Quizá.
—Vamos al Lancer Bar a tomar un trago —dijo Robin.
—No, me voy a la estación; todavía podré alcanzar el último tren. Yo, en tu lugar, llamaría a Maggie Stewart y le pediría tomar un último trago solos en el Plaza.
—No, gracias.
Jerry se detuvo.
—Dime, Robin, ¿es como los cigarrillos?
—No te entiendo.
—¿Qué demonios estás intentando demostrar absteniéndote de Maggie Stewart?
Maggie dejó la ciudad y Robin se enfrascó en su trabajo. Escribió cuatro páginas de su libro todas las noches. Tina St. Claire estuvo una semana para promocionar otra película. Él la dejó entrar, y disfrutó acostándose cada noche con ella, pero cuando se fue se alegró de poder disponer de nuevo de su apartamento. Trabajó duramente en la serie de los Acontecimientos y perdió el sentido del tiempo y de los días. Y, de repente, miró su calendario de mesa y vio que se acercaba el cuatro de julio. Caía en jueves; significaba un fin de semana largo y vacío. Ni siquiera había ninguna mujer a quien deseara especialmente. Jerry Moss se alegró de que Robin accediera a ir a Greenwich. Robin comprendía que ello significaba una serie ininterrumpida de fiestas, pero tenían piscina y a lo mejor podría jugar algún partido de golf.
El telegrama de Maggie llegó el dos de julio:
Llego tres julio promocionar película televisión. ¿Crees que Elizabeth Taylor empezó de esta manera? Estaré en la ciudad unos días. Quizá puedas ayudarme a hacer la propaganda.
Maggie.
Llamó a Jerry y anuló el fin de semana. El miércoles dejó el despacho a las cinco. Al llegar a casa, llamó al Plaza. Le dijeron que había llamado dos horas antes, pero que se había marchado para grabar el Show de Johnny Carson. Bien, era una noche calurosa y tenía el fin de semana por delante. Tranquilo.
La llamó el jueves. Había salido. Dejó un recado y salió a jugar un poco al golf.
El viernes le dejó dos recados. El sábado no se molestó en llamar.
El domingo por la mañana sonó el teléfono a las nueve. ¡Al diablo con ella! Que pasara el día sola. Esperó hasta que la central lo tomó a la tercera llamada. Tomó una ducha y después marcó el número de la central para saber quién había llamado.
El señor Jerry Moss había llamado desde Greenwich.
Se sintió extrañamente abatido. ¿Pero qué quería Jerry a las nueve de la mañana del domingo? Le llamó.
—¿Te estás divirtiendo en el caluroso y soleado Nueva York? —preguntó Jerry.
—He hecho un montón de trabajo.
—Te has perdido un montón de fiestas estupendas. Rick Russell ofreció una la noche última. Ya sabes quién es, un gran empresario que posee muchas sociedades. Incluso tiene avión propio.
—Ya me lo imagino —dijo Robin—. Al aire libre, con tiendas, farolillos chinos, borrachos y mosquitos.
Jerry rió.
—Todo eso más una amiga tuya que era la invitada de honor: Maggie Stewart.
—¿Qué hacía?
—Beber, bailar y espantar mosquitos como todos los demás. Rick Russell celebra su quinto divorcio. No tiene mal aspecto, sobre todo si se tienen en cuenta todos sus millones. Parece que se encontraron en el avión viniendo de Los Ángeles y desde entonces está con ella. Hoy la mandará a Chicago en su avión particular.
—Me gusta ver a una mujer viajando a lo grande. A propósito, Jerry, ¿por qué me has llamado?
Hubo una pausa.
—Pues, yo..., yo pensé que te interesaría saber lo de Maggie.
—¿Por qué?
—Bueno, pues...
Jerry se sentía violento.
—Si pensabas que ella me importaba, sería una mala jugada por tu parte. ¿Intentabas darme un disgusto, Jerry?
—No, ya sé que no te importa la chica —dijo Jerry rápidamente.
—¿Entonces a qué viene hacerme perder el tiempo con esta llamada?
Y Robin colgó el teléfono.
Por la tarde acudió a un cine de doble sesión. Al salir, había oscurecido. Las calles estaban vacías. Mañana, el rumor de la circulación llenaría el aire. Pero, en aquel momento, la ciudad le pertenecía. Se paró en un Nedick's de la Tercera Avenida y comió un bocadillo caliente. Después caminó por la ciudad sin rumbo fijo. Llegó a la Quinta Avenida y se encontró frente al Plaza.
—¿Quiere un poco de diversión, señor?
La voz procedía de una mujer de más de cuarenta años, gorda, baja y con el pelo decolorado. Asía del brazo a una delgada muchacha pelirroja que no tendría más de diecinueve años. Evidentemente, la muchacha era una principiante. La mujer mayor la empujó hacia Robin.
—Cincuenta dólares y tiene habitación.
La muchacha vestía un traje de tela fina. Su piel aparecía cubierta de acné debajo del espeso maquillaje. Robin hizo ademán de alejarse. La dama rubia lo agarró por el brazo.
—Cuarenta, ¿qué le parece? Vamos, da la sensación de un hombre que necesita un poco de descanso.
—Estoy demasiado descansado —dijo Robin y se apartó. No había llegado a media manzana más arriba, cuando se le acercó otra chica. No era fea.
—¿Cincuenta dólares para un viaje al cielo, señor?
Rió y siguió andando. Evidentemente, cincuenta dólares era la tarifa corriente. Y la parte sur del Central Park debía ser su campo de acción. Pasó por delante de Hampshire House. Se le acercó otra muchacha, pero él aceleró el paso. De repente, recordó una librería de la Séptima Avenida, que permanecía abierta toda la noche. Compraría alguna lectura ligera, tomaría un sandwich y se iría a casa a leer.
—¿Quiere pasarlo bien, señor?
Se encontró cara a cara con una amazona.
Era una mujer de aspecto mediocre; tendría como un metro ochenta de estatura. Su cabello negro teñido estaba peinado de tal manera que parecía un enorme enjambre de abejas. La noche era cálida, pero ella llevaba una estola de visón. Sus ojos negros parecían abalorios, su nariz era larga y fina. Una mujerona... de pecho voluminoso... De repente, mil luces parecieron estallar en su cerebro. Sonrió ligeramente.
Ella también sonrió.
—Cincuenta dólares y tengo habitación.
—Más abajo me han hecho un ofrecimiento mejor.
Ella se encogió de hombros.
—Elsie tiene una nueva. Sólo ha tenido tres planes desde que está aquí. Y por lo que me han dicho, únicamente resulta adecuada para los mineros de Scranton, de donde procede. Yo puedo ofrecerle de veras una buena diversión.
—Tal vez tendría usted que pagarme a mí —dijo él—. Dicen que soy un buen elemento.
—Para mí, las mujeres son para el placer y los hombres para el negocio —dijo ella.
—¿Lesbiana? Por lo menos es honrada en esto.
—Y usted es un bastardo bastante apuesto. De acuerdo, lo dejaremos en cuarenta dólares.
—No quiero favores. Pagaré la tarifa entera. ¿Dónde está su habitación?
—Ven conmigo, cariño.
Le pasó el brazo por debajo del suyo y se dirigieron hacia la Séptima Avenida. Tenía una habitación en un oscuro edificio de la calle Cincuenta y cinco. Era evidente que no vivía allí. Por la oscuridad del edificio, era evidente también que la mayoría de las habitaciones se alquilaban con el mismo fin. El vestíbulo de entrada estaba vacío, el ascensor subió dificultosamente hasta el tercer piso. Había humedad en el rellano y la pintura estaba desprendiéndose de la pequeña puerta que ella abrió.
—No es un palacio. Yo la llamo mi habitación de trabajo.
Penetró en un estrecho dormitorio. Un visillo negro cubría una ventana sin cortinas. Había una cama, una pila y un pequeño cuarto de baño con una ducha y un retrete. La luz del cabezal de la cama parecía extrañamente brillante. Ella sonrió y empezó a desnudarse metódicamente. Todo lo que llevaba era propio de su profesión. El sujetador de encaje negro con orificios que dejaban al descubierto sus grandes pezones oscuros. No llevaba bragas, sólo un portaligas de encaje negro que le dejaba una fea señal roja en el enorme estómago blanco.
—¿Le gusta con las medias negras o sin ellas? —preguntó ella.
—Todo fuera.
A duras penas reconoció aquella voz como propia, mientras se desnudaba rápidamente.
Ella tomó una sucia toalla y se sacó el carmín brillante de los labios. Su cuerpo macizo estaba asombrosamente bien proporcionado.
—Dame los cincuenta, cariño, son las reglas del juego.
Él se acercó a sus pantalones y le entregó dos billetes de veinte y uno de diez. Ella los introdujo en su bolso.
—De acuerdo, cariño, haré todo lo que quieras. Pero procura no estropearme el pelo o las pestañas. La noche es joven y espero poder encontrar más planes.
Él la agarró y la tiró sobre la cama. Sus movimientos eran fuertes y directos.
Ella gimió ligeramente.
—Oye, cariño, tómatelo con calma. ¿Qué estás intentando demostrar?
Al alcanzar el orgasmo se apartó.
—No hacía falta que lo hicieras. Llevo algo —dijo ella con tono amable.
—No me gustaría que un pequeño bastardo fuera concebido así —murmuró él.
Ella miró el reloj.
—Lo has hecho en tres minutos. Tienes derecho a una segunda vez.
Se inclinó y empezó a recorrerle el cuerpo con la lengua. Él la apartó, la giró de cara y empezó a hacerle de nuevo el amor.
La atacó con una furia que no conocía. Cuando finalmente la dejó, ella saltó de la cama y se dirigió hacia la pila. Rezongó mientras se lavaba el estómago.
—Para ser un tipo elegante, eres muy rudo.
Él permanecía tendido en la cama mirando ociosamente el espacio. Ella estaba de pie junto a la pila, una masa de desnudez blanca, aplicándose carmín en los labios.
—De acuerdo, señor; empieza a moverte. Es hora de que vayas a casa con tu mujer. Apuesto a que no te atreves a probar todo eso con ella, ¿eh? Te limitas a hacerle el amor sin más.
—No tengo esposa —dijo con voz impersonal.
—Bueno, ve con tu madre entonces, apuesto a que vives con ella. Los tipos como tú siempre lo hacen.
Él saltó de la cama y la agarró por el cabello.
—Tranquilo, cariño. Ten cuidado con mi peinado. Ya te lo he dicho, aún tengo trabajo que hacer. Ahora ve a casa con mamá.
Su puño se estrelló contra la mandíbula de ella. Por unos momentos, antes de que pudiera advertir el dolor, ella se lo quedó mirando con asombro casi infantil. Después, cuando el dolor llegó a su conciencia, su boca se abrió en un gemido y corrió hacia el cuarto de baño. Él la agarró por el brazo.
—Por favor —gimió ella—. Sabes que no puedo meter ruido, vendría la policía. Por favor, déjame.
Agarró sus enormes pechos con las manos y acercó la boca a ellos.
—Me estás mordiendo —gimió ella, luchando por escapar.
—¡Te he pagado cincuenta dólares!
Con un supremo esfuerzo, empujó su rodilla contra la ingle de él y se desprendió. Él la persiguió. Por primera vez, se reflejó el terror en sus ojos.
—Mire, señor —gritó—. ¡Le devolveré el dinero! ¡Ve a casa con tu madre! ¡Chúpale a ella el pecho!
—¿Qué has dicho?
Comprendiendo que había encontrado su punto débil, perdió el miedo. Mostró su cuerpo desnudo en toda su altura.
—Ya os conozco a vosotros los niños de mamá; sois reinas de gabinete, ¡pero queréis a Mamá! ¿Me parezco a tu mamá, hijito? Bueno, ve a casa con ella. Esta mamá tiene trabajo ahora.
Una vez más estrelló su puño contra la mandíbula de ella. Pero esta vez no se detuvo. Siguió golpeándola. La sangre manaba de su boca y de su nariz. Un puente dental roto cayó al suelo. Sintió que su mandíbula crujía y la siguió golpeando hasta que le dolieron los nudillos. Se detuvo a contemplarlos con curiosidad y ella cayó al suelo. Se miró la mano como si no le perteneciera. Estaba cubierta de sangre. Observó la figura de la mujer tendida con laxitud en el suelo. Se dirigió hacia la cama, se tendió en ella y se desmayó.
Cuando abrió los ojos, vio la luz del techo y los cuerpos borrosos de tres polillas muertas que habían quedado atrapadas detrás del cristal. Después observó las sábanas manchadas de sangre. Dios mío, esta vez no había sido simplemente una pesadilla. Había sucedido de verdad. Se levantó de la cama y se acercó al enorme cuerpo tendido en el suelo. Sus labios estaban grotescamente hinchados, un hilillo de sangre manaba de su boca; la sangre que había manado de su nariz se había pegado a su labio superior. Se inclinó sobre ella. ¡Dios mío...! ¡Qué había hecho! Se vistió rápidamente. Después se metió la mano en el bolsillo: sólo llevaba treinta dólares. No era suficiente. La muchacha tenía que ir al hospital. Y no podía dejarla así. Miró por la habitación. No había teléfono. Salió al rellano; no había nada. Tenía que conseguirle un médico. Habría una cabina telefónica en la calle.
El vestíbulo de entrada todavía estaba vacío. Salió del edificio y la oscuridad de la calle Cincuenta y ocho lo envolvió. Se dirigió al drugstore de la esquina. Tenía que llamar para pedir ayuda.
—Hola, amigo, ¿qué haces por aquí?
Era Dip Nelson desde un descapotable.
Robin se acercó al coche:
—Estoy en un apuro —le dijo sin expresión en la voz.
—¿Acaso no lo estamos todos? —rió Dip—. Actuamos anoche en el Concord y fue un fracaso.
—Dip..., ¿llevas algún dinero encima?
—Como siempre, diez de cien y un talón. ¿Por qué?
—Dip, dame los mil, te firmaré un talón.
—Sube al coche y cuéntame qué te pasa.
Atravesaron el parque mientras Dip escuchaba en silencio. Al terminar Robin, dijo Dip:
—Consideremos lo primero. Uno, ¿crees que ella te reconocerá? Supongamos que te haya visto en la TV, entonces ¿qué?
Robin se encogió de hombros.
—Entonces será mi ruina.
Dip sacudió la cabeza asombrado.
—Muchacho, no sé cómo te dejan cruzar las calles solo. Si quieres hacer las cosas bien, tienes que procurar que en ningún modo esto pueda ser tu ruina. Mira..., sería tu palabra contra la de ella. ¿Creería alguien en la palabra de una prostituta contra la de un ciudadano honrado? —Miró el reloj del coche—. Son las diez y media. ¿A qué hora crees que sucedió?
Robin se encogió de hombros.
—Fui al cine; no llevaba reloj pero había anochecido cuando salí.
—Entonces debían ser las ocho y media o quizá las nueve. Prepararemos la coartada para las ocho, para estar más seguros.
—¿Coartada?
—Yo, encanto. El Gran Dipper será tu coartada. Si es que necesitas alguna. Diré que vine a tu apartamento a las siete y media. Que estuvimos sentados hablando de nuestras cosas y que salimos a dar un paseo en coche. Cuando lleve el coche «al garaje procuraré que alguien nos vea.
—Pero, ¿y la chica? —preguntó Robin—. Está inconsciente.
—Las prostitutas nunca mueren. Mañana saldrá a la calle tan campante.
Robin sacudió la cabeza.
—La golpeé mucho. No puedo dejarla tendida ahí.
—¿Por qué fuiste con ella? Si en el P. J. te vi con la chica más guapa del mundo.
—No lo sé, recuerdo que la vi y después estalló algo como un cohete en mi cabeza y lo demás ya es como un sueño.
—Oye..., ¿quieres un consejo? Déjala. ¿Qué más da una prostituta más o menos?
De repente, Robin agarró la portezuela.
Dip lo miró con extrañeza.
—¿Te pasa algo, amigo?
—Dip, ¿has experimentado alguna vez el extraño sentimiento de haber vivido lo mismo antes y escuchado las mismas palabras, aunque acabe de suceder?
—Sí, tiene un nombre eso. Algo relacionado con la mente... que capta algo más tarde. Le sucede a todo el mundo. Incluso hay una canción que se llama «Dónde o Cuándo».
—Quizá —dijo Robin lentamente.
—Apártala del pensamiento. Haz como si nunca hubiera sucedido —dijo Dip.
—No, no puedo. Es un ser humano..., incluso puede tener un hijo.
—Creí que me habías dicho que te había confesado ser lesbiana.
—Sí, es verdad. Tienes razón.
Dip condujo el coche por la calle Cincuenta y seis y penetró en un garaje profusamente iluminado.
El empleado se acercó a saludarle.
—¿Qué tal se ha portado el coche, señor Nelson?
—Como un ángel —dijo Dip—. En realidad, mi amigo y yo hemos estado rodando con él, desde las siete y media. Le reconoce, ¿verdad? Robin Stone... ¿Recuerda el programa de En Profundidad?
El empleado asintió para complacer a Dip. Después dijo:
—Señor Nelson, ¿se ha acordado de traerme la fotografía autografiada que me prometió, para mi hija Betty?
—Claro que sí.
Dip abrió el compartimiento de los guantes y le entregó un sobre de papel manila.
—Firmado con amor y besos.
Dejaron el garaje y Robin hizo ademán de dirigirse otra vez a la calle Cincuenta y ocho. Dip corrió tras él e intentó disuadirle.
—Escucha... Puede que a estas horas ya esté acostada con otro cliente.
—Ruego a Dios que así sea —murmuró Robin.
Se detuvieron ante el oscuro edificio. Dip miró a su alrededor con precaución.
—Bueno, puede que esté tan chiflado como tú, pero voy a subir contigo. Vamos.
Una vez más, el ascensor subió con dificultad hasta el tercer piso. La puerta estaba entreabierta, tal como Robin la había dejado. Ambos contemplaron a la mujer que se hallaba tendida en el suelo, en estado inconsciente. Dip lanzó un silbido.
—Es enorme.
—Dame los mil —dijo Robin—. Se los pondré en el bolso. Después llamaremos a un médico desde afuera.
—Claro, y el médico la llevará al hospital, ella volverá en sí y te delatará.
—No me reconoció.
—Amigo, si le encuentran mil dólares a una prostituta, le van a hacer un montón de preguntas. Ella te describirá y así es cómo empezará el jaleo.
—Pero, ¿qué otra cosa puedo hacer?
—Tú quédate aquí, amigo, el Gran Dipper tiene una idea. Cierra la puerta. Cuando vuelva, llamaré suavemente dos veces. No abras por ningún otro motivo.
Antes de que Robin pudiera contestar, se había marchado.
Robin se sentó en la cama y contempló el enorme cuerpo blanco tendido en el suelo. Se tomó la cabeza entre las manos. La pobre. ¿Qué le habría sucedido? Era la primera vez que probaba con una morena, estando sereno. ¡Y la última! Dios mío, ¿y si hubiera sido Maggie?
Ella se movió y gimió. Él se levantó de la cama y colocó una almohada debajo de su cabeza. Después tomó el pañuelo, lo puso debajo del grifo de agua fría e intentó limpiar la sangre que se había secado en su labio. Le apartó el cabello de la cara.
—Lo siento —murmuró.
Ella abrió los ojos a medias, gimió y volvió a sumirse en la inconsciencia.
—Lo siento, estúpida prostituta, lo siento. Dios mío, lo siento.
Abrió la puerta al escuchar los dos golpes. Dip blandía un frasco que contenía lustrosas píldoras de color rojo.
—Tengo una idea.
—¿Seconal?
Dip asintió.
—Lo único que tenemos que hacer es hacérselas tragar a Brunilda.
—La matará.
—Sólo tengo ocho. No puede morir con ocho. Un ser humano tal vez..., pero haría falta dinamita para matar a esta ballena.
—Pero, ¿por qué las píldoras?
—La ponemos en la cama, con el frasco vacío junto a ella; no tiene etiqueta, no podrán saber qué es. Después saldremos y yo llamaré a la policía. Simularé la voz, diré que tenía una cita para acostarme con ella y que la he encontrado así. Diré que siempre amenazaba con suicidarse. De todos modos, así es cómo terminan la mayoría de las prostitutas, a menos que no las mate un sujeto como tú. Después vendrá una ambulancia y la llevarán al Bellevue, le lavarán el estómago y, cuando vuelva en sí, nadie creerá lo que diga y ni siquiera les importará. Y, al mismo tiempo, la curarán de lo que tú le hayas hecho. Ahora, lo único que tenemos que hacer es trasladar a Primo Camera a la cama.
Era un peso muerto. Estaban sin respiración cuando consiguieron acomodarla. Dip le introdujo las píldoras en la boca con un poco de agua. Ella regurgitó y las píldoras y el agua se deslizaron por la cara. Dip se las introdujo de nuevo en la boca, junto con más agua. Robin le sostenía la cabeza para que no se atragantara. Tenía la camisa empapada y miró con angustia, hasta que Dip consiguió introducirle las píldoras en la boca.
—Ya está, ahora vámonos —dijo Dip—. Espera.
Sacó un pañuelo y empezó a eliminar las huellas digitales. Dirigió un guiño a Robin.
—Esas películas del detective B que hago me sirven de algo. Conozco todos los trucos. ¿Has tocado algo, amigo?
Dip extrajo un pequeño estuche de cuero de su bolsillo. Contenía un pequeño peine de oro, una lima y unas tijeras de uñas. Robin observó, fascinado y horrorizado, cómo Dip le recortaba las largas uñas pintadas de rojo. Después se las limó cuidadosamente.
—Es por si había algún cabello tuyo.
Miró toda la habitación.
—Creo que ya está todo.
Después, sirviéndose de un pañuelo, Dip abrió su bolso y sacó una cartera.
—Se llama Anna-Marie Woods. Vive en Bleecker Street.
—Dame esta dirección.
Robin tomó su carnet de conducir y apuntó su nombre y dirección, después se lo devolvió a Dipper que lo metió de nuevo en el bolso.
—Tiene casi cien dólares..., tómalos.
—¡Estás loco! —Robin se apartó.
—No creo que escribieras su dirección para salir un día a bailar con ella, ¿verdad? Quieres mandarle dinero, ¿no es cierto? Bueno, entonces puedes añadirle este. De lo contrario, lo más seguro es que algún asistente del hospital o algún paciente se lo roben en el Bellevue.
Robin tomó el dinero y asintió en silencio. Comprendió por qué Dip había tenido éxito en ciertas películas. Constantemente estaba adivinando las intenciones del prójimo. Tal vez uno se veía obligado a ello cuando la vida era dura.
Abandonaron la habitación con cautela. Tuvieron suerte y llegaron a la calle sin ser vistos por nadie. Dip hizo la llamada, pero Robin se negó a marcharse hasta no estar seguro de que venían a por ella. Dip se mostró contrario, pero permanecieron de pie en el portal de una casa de enfrente. Dos minutos más tarde, llegó una ambulancia. Sin saber cómo, empezó a congregarse una gran muchedumbre; a Robin le pareció como si hubiera emergido del suelo.
—Tengo que acercarme y ver si está viva —murmuró.
Dip empezó a caminar a su lado, pero Robin le empujó.
—¿Ahora quién es el que no piensa? Con tu cabello rubio y tu bronceado de Hollywood, la gente se olvidará de la ambulancia y empezará a pedirte autógrafos. A mí nadie me reconocerá.
—No estés tan seguro —murmuró Dip.
—Por el aspecto que tienen, puedo estar seguro. Y también estoy seguro de que han visto todas tus películas del detective B.
Robin cruzó la calle y se mezcló con los curiosos mirones. Pocos minutos después, los empleados bajaron con una camilla. Respiró aliviado. Su cabeza no estaba cubierta: eso significaba que vivía.
Regresó junto a Dip mientras la ambulancia tocaba la sirena y cruzaba la calle, estando el semáforo rojo. La muchedumbre se dispersó. Dip lo tomó del brazo.
—Muy bien, muchacho, creo que has tenido una noche terrible. Ahora es mejor que te acuestes, solo.
Robin le miró.
—Dip, ¿qué puedo hacer por ti? Dímelo.
—No te preocupes.
Le dio un golpe en el brazo.
—Pauli y yo lo tenemos previsto. En septiembre, puedes conseguir que salgamos en el programa de En Profundidad antes de que nos presentemos en el Salón Persa. Tomemos taxis separados algunas manzanas más abajo. Seguiremos el ejemplo de las películas B hasta el final.
Robin llegó a casa y tomó una píldora para dormir. Una hora más tarde, tomó otra junto con un trago de vodka. En pocos momentos, cayó en un profundo sueño. Al despertar al día siguiente, llamó al doctor Archie Gold.
—Soy Robin Stone. Creo que estoy dispuesto a seguir un curso completo.