Capítulo 27

Sergio esperaba en el aeropuerto cuando Robin llegó.

—No te telegrafié antes —explicó el muchacho— porque pensamos que se trataba de otro ataque. Pero ayer el médico dijo que era necesario avisar a la familia. ¿Lo he hecho bien?

—Lo has hecho muy bien, Sergio —dijo Robin.

Sabía que los ojos del muchacho estaban llenos de lágrimas. Esperó hasta que estuvieron acomodados en el coche. Entonces preguntó:

—¿Cómo está ella?

Por el rabillo del ojo, vio que las lágrimas rodaban por el rostro de Sergio.

—Está en coma —dijo.

—¿Se lo has notificado a mi hermana? —preguntó Robin.

—Lisa y Richard están al llegar. Sus nombres estaban apuntados en la agenda de Kitty. Les telegrafié al mismo tiempo que a ti.

Eran las diez de la mañana cuando llegaron a la clínica. A Robin sólo se le permitió acercarse un momento al rostro de cera colocado bajo la tienda de oxígeno. Murió aquella noche a las once y media sin recobrar el conocimiento. Lisa y Richard llegaron una hora más tarde. A Lisa le dio un ataque de histeria y fue necesario administrarle un calmante. Richard permaneció a su lado, estoico e impotente.

Al día siguiente, Robin, Sergio y Richard se encontraron con el abogado de Kitty y hablaron del entierro. El testamento de Kitty se validaría en los Estados Unidos. La herencia tenía que dividirse en partes iguales entre Robin y Lisa, pero dejaba la villa, el coche y todas las joyas a Sergio. Lisa permaneció acostada todo el día. Al día siguiente, se presentó a la hora de desayunar, pálida y silenciosa, mientras Sergio y Robin tomaban su segunda taza de café.

—Kitty deseaba que su cadáver fuera sometido a cremación —dijo Robin—. Lo arreglamos todo ayer. Richard asistió en representación tuya.

Lisa no dijo nada. De repente, se dirigió a Sergio.

—¿Le importa tomar el café en la otra habitación? Deseo hablar con mi hermano.

Los ojos de Robin se contrajeron.

—Esta es su casa —dijo.

Pero Sergio ya había tomado su taza y se había marchado al salón.

—Es una grosería imperdonable —dijo Robin sin alterar el tono de la voz.

Lisa fingió no escucharle y se dirigió a su marido.

—Bueno, ¿vas a decírselo?

Por unos momentos, Richard pareció sentirse turbado. Después se irguió con honrada valentía.

—Vamos a impugnar el testamento.

—¿Qué es lo que vais a impugnar? —preguntó Robin cautamente.

—El que Sergio se quede con la villa y las joyas. No podemos perderlo.

—¿Por qué estáis tan seguros?

Richard sonrió.

—Cuando empecemos el proceso legal, esta herencia quedará inmovilizada. Sergio necesitará dinero para vivir. Es evidente que no tiene. Al cabo de algunos meses, estará encantado de conformarse con algunos pocos miles de dólares. Desde luego, también diremos que Kitty no estaba en pleno uso de sus facultades mentales cuando hizo el testamento, que el muchacho ejerció presión sobre ella para que lo extendiera.

—Lucharé contra vosotros —dijo Robin con voz tranquila.

—¿Vas a ponerte del lado de este pequeño afeminado? —preguntó Richard.

—Me pondré del lado de cualquiera que haya sido bueno con Kitty.

—Haré investigaciones —dijo Richard—. Probaré que jugó con las emociones de una mujer mayor enferma.

—¿Quién demonios eres tú para probar nada? ¿Acaso estuviste aquí alguna vez? ¿Los viste juntos en alguna ocasión? Yo sí. Y por este motivo, mi palabra valdrá más que la tuya.

—No, no valdrá —dijo Lisa con una voz extraña—. Tengo algunas cartas que pueden poner en entredicho el valor de tu palabra. Y la publicidad que de ello se derivará puede perjudicarte en la cadena. Por no hablar de tu vida privada.

Richard le dirigió una mirada de advertencia.

—Tenía que haberme esperado esto de ti —le gritó Lisa a Robin—. Después de todo, ¿qué eres tú? Simplemente un bastardo con suerte.

—¡Lisa!

La voz de Richard contenía una advertencia.

—¡No! ¿Por qué tendría yo que evitar hacerle daño? ¡Me gustaría ver por una vez que mi gran hermano pierde su aplomo! Eso demuestra que lo que cuenta al final es la clase. Es tan hermano mío como el trasgo de la otra habitación.

Se dirigió a Robin.

—¡Te adoptaron cuando tenías cinco años!

Se detuvo, esperando la reacción de Robin. Richard parecía el único afectado. Miraba hacia el patio para ocultar su turbación y desagrado.

La mirada de Robin era tranquila.

—Lisa, en este momento, nada me proporciona mayor satisfacción que comprobar que no somos parientes.

—¡Tu madre era una prostituta!

—¡Lisa!

Era Richard.

—Déjala —dijo Robin, tranquilamente.

—¡Oh! He conservado el secreto estos últimos años... No lo supe hasta entonces. Kitty me lo dijo cuando estaba enferma. Me dijo que si alguna vez me encontrara en dificultades, acudiera a ti. Que tú eras una persona fuerte. Que te amaba igual que si fueras su propio hijo. Te adoptó porque ya no creía poder tener hijos y quería uno. Papá tenía un amigo que se encargaba de asuntos criminales y este le contó el caso que tenía entre manos, un pequeño huérfano en estado de coma en el hospital orfelinato de Providence. Mamá insistió en adoptarlo. ¡A tu verdadera madre la estrangularon! No tenías padre. Pero mamá, mi madre, te adoraba, porque dos años más tarde, sucedió lo imposible, ¡me tuvo a mí! No puedo evitar que consigas tu parte de herencia; es legal, papá hizo este estúpido testamento. ¡Pero desde luego puedo impedir que este pequeño trasgo se quede con algo!

—Inténtalo. Me gustan las buenas luchas.

Ella se levantó y le tiró su café a la cara.

—¡Tú sabías que habías sido adoptado! Bastardo de sangre fría, ¡te odio!

Después salió corriendo de la habitación.

Richard estaba aturdido.

Robin se secó tranquilamente la cara y la camisa.

Richard se levantó.

—Lo siento, Robin. No cree lo que ha dicho. Se le pasará.

Hizo ademán de salir de la habitación.

—Robin, no te preocupes, no le permitiré que impugne el testamento.

Robin le dirigió una sonrisa.

—Jefe, tal vez te había juzgado mal.

El cuerpo de Kitty fue sometido a cremación. Lisa tomó silenciosamente posesión de la urna y al día siguiente salió en avión junto con Richard. Evidentemente, Richard ejercía cierta autoridad porque ella dejó de mencionar la cuestión de la impugnación del testamento. Cuando se hubieron marchado, Robin se preparó un trago fuerte.

Sergio le observó silenciosamente.

—Quiero darte las gracias, Robin. Estaba sentado en la otra habitación el día en que tu hermana reaccionó con tanta violencia. Por desgracia, no pude evitar escuchar algo. ¿Es cierto que fuiste adoptado?

Robin asintió. Después le dirigió una rápida sonrisa y dijo:

—Pero también es cierto que ahora eres un hombre rico.

El muchacho asintió.

—Me ha dejado muchas joyas. Perlas, y un diamante de veinte quilates tallado en forma de esmeralda. ¡Ahora podré ir a América!

Robin silbó.

—Has hecho un buen negocio, Sergio.

—¿Tal vez quieres el anillo o el collar para regalárselo a alguna señora que aprecies?

—No. Quédate con todo. Tú estuviste a su lado cuando ella te necesitó.

Sergio le miró fijamente.

—¿Qué vas a hacer, Robin?

—Bueno, de momento, voy a emborracharme como una cuba. ¿Sabes una cosa, Sergio? Salgamos juntos, busquémonos chicas. —Se detuvo—. ¿No vas nunca con mujeres? ¿En absoluto?

El muchacho sacudió la cabeza.

—Ni siquiera con Kitty. Era simplemente un buen amigo suyo.

—De acuerdo, esta noche serás mi amigo. Salgamos y emborrachémonos.

—Saldré contigo, pero no me emborracharé.

A las dos de la madrugada, Robin cantaba mientras paseaban por las calles empedradas. Robin era vagamente consciente de que Sergio le estaba sosteniendo. Tropezó varias veces y se hubiera caído de no haber sido por Sergio. Nunca se había emborrachado así. La última cosa que recordaba era haber caído sobre la cama, antes de desvanecerse. Al día siguiente, se despertó con la primera resaca de su vida. Se encontraba bajo las mantas y estaba desnudo. Sergio entró con un recipiente de café fuerte.

Robin lo tomó y le miró con curiosidad.

—Sergio, ¿cómo me quité la ropa?

—Yo te desnudé.

—Me lo figuraba. ¿Te divertiste?

Sergio le miró como si hubiera sido insultado.

—Robin, lo malo de la gente es que creen que los homosexuales se entusiasman por cualquier hombre. Si estuvieras con una chica y ella se desmayara, ¿la tomarías simplemente porque fuera una mujer?

Robin sonrió como disculpándose.

—Lo suponía. Perdóname.

Después, en un esfuerzo por romper aquella situación, sonrió y dijo:

—Sergio, yo debiera sentirme ofendido. Creía que yo te gustaba.

Por unos momentos, hubo un destello de esperanza en los ojos marrones del muchacho. Después, advirtió la sonrisa de Robin.

—Estás bromeando. Pero yo siempre llevaré esta pulsera.

Levantó el brazo.

—Sé que te gustan las mujeres, pero un día encontraré a un hombre que se interese por mí.

Robin sorbió el fuerte café. Sabía muy mal pero le aclaró la cabeza.

—¿Odias lo que soy, verdad, Robin?

—No, Sergio. Por lo menos, tú sabes lo que eres y lo que quieres de la vida.

—¿Te molesta no conocer a tu verdadera madre?

—Sí, me hace sentir como en el limbo —dijo Robin, lentamente.

—Entonces, entérate de quién era realmente.

—Ya escuchaste lo que dijo Lisa. Por desgracia, es verdad. Tengo un trozo de viejo periódico en mi cartera, que lo atestigua.

—Alemania no está lejos.

—¿Qué quieres decir?

—Conoces el nombre de tu madre, la ciudad de la que procedía. Puede tener parientes, amigos... podrías saber de ella.

—No te preocupes.

—¿Quieres decir que te fías de la palabra de Lisa y de lo que dice una noticia de periódico? Yo soy lo que ella llama un trasgo. Es cierto. Pero también soy una persona. Tal vez tu madre fuera una buena persona. Trata de saber cómo era.

—Demonio, no hablo alemán. Nunca he estado en Hamburgo.

—Yo hablo alemán y he estado en Hamburgo, conozco bien esta ciudad.

Robin sonrió.

—Sergio, eres un hombre de muchas habilidades.

—Podríamos estar en Alemania en pocas horas. Yo te acompañaría.

Robin echó abajo las mantas y saltó de la cama.

—¿Sabes una cosa, Sergio? Nunca he estado en Alemania y me gustaría verla. Especialmente Hamburgo. Una vez le tiré algunas bombas encima, pero sólo la vi desde el aire. También me gustan mucho las mujeres alemanas. Haz las reservas de avión. ¡Tal vez no podamos conseguir saber nada de mi madre, pero apuesto a que encontraremos algo!

Se alojaron en el hotel de las Cuatro Estaciones. La suite era de estilo Viejo Mundo en su encanto y en su mobiliario. Alfombras de estilo oriental, gruesas colchas en las camas. Sergio se dirigió inmediatamente al teléfono y empezó a llamar a todos los Boesches de la guía. Robin pidió una botella de vodka y se sentó junto a la ventana, sorbiendo su bebida y contemplando cómo oscurecía sobre la ciudad. La gente esperaba los autobuses. Las madres tiraban de sus hijos a lo largo de la calle y las tiendas empezaban a cerrar. El río Alster aparecía tranquilo y oscuro. Conque este era el enemigo que había bombardeado. La ciudad que los ingleses habían bombardeado. Era como cualquiera de las ciudades de América. Apenas escuchaba a Sergio mientras este efectuaba una llamada tras otra. A la octava llamada, Sergio le llamó con gran excitación. Estaba anotando un número y una dirección.

—Tenemos suerte —dijo al colgar—. Estos Boesches dicen que son primos lejanos de Herta. Podemos verles mañana.

—Sigue probando —dijo Robin—. Puede haber más de una Herta.

Al cabo de una hora, habían localizado a cinco Herta Boesches que habían ido a América. Una vivía todavía en Milwaukee, esto la descartaba. De las otras, no se había sabido nada más.

Sergio pareció abatido.

—No he tenido mucho éxito y parecía tan fácil. Lo siento mucho, Robin.

—¡Que lo sientes! ¿Vas a limitarte a quedarte sentado aquí llorando mientras te tomas una cerveza? Por lo menos, enséñame Hamburgo. ¿No hay vida nocturna en esta ciudad?

Sergio rió en voz alta.

—Robin, no hay ninguna ciudad del mundo que tenga la clase de vida nocturna que tiene Hamburgo.

—Debes estar bromeando. ¿Mejor que París?

—¡París! Son unos mojigatos. Sus clubs son para los turistas. Ven, te enseñaré la vida nocturna de aquí. Pero no llevaremos más de cien dólares y los cambiaremos en billetes pequeños en la recepción. Donde voy a llevarte, es fácil que nos roben.

Tomaron un taxi y Sergio le indicó al taxista un punto determinado, después se apearon y echaron a andar.

—Este es el barrio de St. Pauli —le explicó Sergio.

Echaron a andar por una calle brillantemente iluminada.

—Esta es la Reeperbahn.

Estaba más iluminada que Broadway. Había un rascacielos al lado de un bar llamado Wimpy's. Al otro lado de la calle, había una bolera. Pero lo que más le llamaba la atención a Robin era la gente. Masas de gente caminando ociosamente. Le recordaba a la gente yendo de compras por la Quinta Avenida antes de Navidad, pero con menos prisas. Esta gente avanzaba sin rumbo fijo. Robin y Sergio andaban silenciosamente, pasando por delante de un enorme conglomerado de tiendas —almonedas, tiendas de muebles— toda la calle era una confusión de luces de neón. Hombres con mercancías, gritando como los subastadores americanos y, por todas partes, aromas de salchichas. Como en un impulso, Robin se detuvo ante un tenderete.

—Dos Weisswurst, por favor.

Sergio lo miró.

—¿Qué es eso, Robin? Parece un perro caliente blanco.

Robin le hincó el diente y tomó un poco de sauerkraut.

—Weisswurst. No lo había comido desde entonces. —Se detuvo y se quedó de repente sin poder hablar—. ¡La acabo de ver, Sergio! Acabo de ver una pequeña mesa redonda y a una hermosa señora de cabello negro colocando un plato de esto delante de un niño pequeño. —Robin apartó el platillo de cartón a un lado—. Pero esto es una porquería comparado con lo que ella hacía.

Dejaron el tenderete y caminaron en silencio.

—He visto su cara —empezó a murmurar Robin—. Estoy empezando a verlo todo. Era hermosa... morena, con brillantes ojos negros, como una gitana.

—Me alegro —dijo Sergio.

—Era una prostituta. Pero por lo menos ahora lo recuerdo. Dios mío, era hermosa. Vamos a celebrarlo, Sergio. No vamos a pasar toda la noche caminando por una avenida alemana, ¿verdad? Tal vez esta sea tu idea de la vida nocturna, pero no es la mía.

Sergio le tomó del brazo y lo condujo al otro lado de la calle. Giraron a la derecha y caminaron una manzana.

—Ah, aquí está —dijo Sergio—, la Silbersackstrasse.

Robin se quedó mirando fijamente como si de repente hubieran penetrado en otro mundo. Las muchachas se acercaban a ellos abiertamente. «Amerikaner-Spiel?» Una de las más audaces los persiguió. «Tres maneras de diversión todos nosotros».

Robin sonrió y siguieron avanzando. A cada paso, emergían muchachas de las callejas y portales. La propuesta no variaba nunca. Las muchachas de la Séptima Avenida y de la zona sur del Central Park parecían novatas a su lado. Éstas eran rudas frauleins, educadas para complacer a los marinos de camisetas a rayas y violentos apetitos. Atravesaron otra calle y Sergio se detuvo ante una puerta oscura, recubierta de madera. Unas letras blancas pintadas decían: VERBOTEN! Sergio abrió la puerta. Robin le siguió silencioso y asombrado.

—Esta es la Herbertstrasse —susurró Sergio.

Robin no podía dar crédito a sus ojos. La larga calle empedrada era estrecha y a ambos lados se alineaban pequeñas casetas de dos pisos. Las ventanas de las habitaciones de la planta llegaban desde el suelo hasta el techo. Y en cada una de las ventanas iluminadas se sentaba una muchacha. Algunas ventanas estaban oscuras.

Sergio le señaló la habitación superior.

—Significa que está trabajando.

La gente paseaba arriba y abajo de la calle, examinando a las muchachas. Para asombro de Robin, vio a mujeres paseando por allí junto con los hombres. Reconoció a una famosa actriz de cine con gafas ahumadas y un pañuelo; el representante alemán de su productora la estaba acompañando en su «recorrido» por la ciudad. Robin se quedó tan boquiabierto como la actriz. No podía creer que pudiera existir todavía algo así. Las muchachas de detrás de las ventanas parecían ignorar a la gente que paseaba por la calle. Permanecían sentadas, en sucintos sujetadores y portaligas, sorbiendo vasos de vino. Sus ojos intensamente maquillados parecían mirar más allá de los espectadores. De vez en cuando, alguna muchacha se dirigía a la compañera de la ventana contigua y hacía algún comentario. La otra reía. ¿Reír? ¿Cómo podía haber risas en un mundo así? ¿Qué sentían y pensaban estas chicas? ¿Cómo podían reír?

—Nochebuena es triste aquí —susurró Sergio—. Tienen pequeños árboles en las ventanas y se hacen regalos mutuamente. Después, a medianoche, lloran.

—¿Cómo sabes todo eso?

—Mi hermana trabajó aquí —dijo Sergio, lentamente.

—¡Tu hermana!

—Nací durante la guerra. A mi padre lo mataron en Túnez. Mi madre hizo todo lo que pudo para mantenernos a mí y a mis tres hermanos. Todos teníamos menos de diez años. Mi hermana tenía catorce. Empezó a trabajar por las calles para traernos comida de los americanos. Al final terminó aquí en la Herbertstrasse. Murió el año pasado a los treinta y cinco años. Y esto es vivir mucho para una chica de la Herbertstrasse. Ven, te enseñaré dónde van a parar cuando llegan a mayores.

Condujo a Robin a una calleja lateral que daba a la Herbertstrasse. Aquí las ventanas sólo estaban alineadas en uno de los lados de la calle. Correspondían a mujeres gordas y mayores. Robin contempló a una desaliñada mujer con el cabello teñido, un diente de oro y ojos turbios. Un hombre con cara de beber cerveza y nariz colorada llamó a su ventana. Ella la abrió. Permaneció allí con otros tres hombres. Empezaron a discutir en tono gutural. De repente, la mujer cerró la ventana. Los hombres se encogieron de hombros y llamaron a la siguiente ventana en la que se encontraba otra mujer de cabello estropajoso, vestida con un quimono que le cubría el pecho que le llegaba a la cintura. Hubo más conversación. Ella abrió la puerta y los hombres entraron. Se apagaron las luces y el grupo subió al segundo piso.

—¿De qué hablaban? —preguntó Robin.

—Era una cuestión de precio —le explicó Sergio—. Estaban dispuestos a pagar la cantidad de marcos estipulada para el hombre que fuera a actuar, pero los demás querían que les permitiera mirar por una pequeña cantidad de dinero.

Robin rió.

—Un plan en grupo.

Sergio asintió.

—La segunda mujer ha accedido, pero les ha hecho prometer que si se masturbaban mientras miran, les hará pagar para limpiar la alfombra.

Regresaron de nuevo a la Herbertstrasse. En una de las ventanas, Robin vio a una muchacha que le recordó a la prostituta que había golpeado. Estaba de pie, calzaba botas y sostenía un látigo.

—Hace propaganda de sus habilidades —murmuró Sergio. Volvieron a la Reeperbahn y penetraron en una discoteca de la que fueron echados inmediatamente. Robin pudo ver a mujeres bailando juntas o tomándose de la mano en la barra. Allí los hombres estaban verboten. Se detuvieron en un café en cuya puerta un hombre anunciaba a gritos «maravillosos desnudos». Robin se encogió de hombros y Sergio le acompañó al interior. El local estaba lleno de marinos y les indicaron una pequeña mesa al fondo. Había como un estrado y una muchacha aparecía completamente desnuda. Sonaron los aplausos y la muchacha desapareció. Entonces empezó a sonar la música. Apareció otra muchacha —parecía tener diecinueve años— con ojos alegres y vestida con un traje de chiffon rosa; su sonrisa poseía la candidez de una muchacha que acudiera a su primera cita.

«Esta canta, probablemente», pensó Robin.

Paseó, sonriendo a los marinos y saludándolos. Éstos gritaron enardecidos: evidentemente era una favorita. Sonó la música y ella empezó a desnudarse. Robin no podía creerlo. Era atractiva y graciosa, hubiera parecido más natural que fuera una joven secretaria de la cadena de la IBC y no una muchacha que se agitara en aquel estrado, charlando con los marinos. De repente, quedó completamente desnuda. Permaneció dando vueltas allí sin perder su alegre sonrisa. La perra disfrutaba con su trabajo. Después colocó una silla en el centro del estrado y se sentó con las piernas separadas, sin dejar de sonreír animadamente. Finalmente, se levantó de la silla y se paseó por la sala inclinándose junto a cada una de las mesas y permitiendo que los hombres le succionaran el pecho. Llegó a la mesa de ellos, miró a Robin y a Sergio, se echó a reír y sacudió la cabeza. Les guiñó el ojo como dándoles a entender que lo comprendía y prosiguió su alegre recorrido.

Robin tiró algún dinero sobre la mesa y salió del local.

Caminaron calle abajo en silencio.

—Esta muchacha —dijo Robin— no tendría más de veinte años. ¿Por qué? ¿Cómo?

—Robin, estas muchachas son producto de la guerra. Crecieron luchando por conseguir comida. Y los niños así crecen con una escala de valores distinta. Para ellos el sexo no es amor, el sexo ni siquiera sirve para el placer. Es una forma de sobrevivir.

Mientras andaban, las muchachas se les acercaban sin cesar.

—Mira, voy a casa —dijo Robin.

—Ven a otro sitio antes de regresar al hotel.

Entraron en un cabaret de la Grosse Freiheit Strasse. Era elegante y comedido. Personas elegantes se sentaban a las mesas conversando entre sí, mientras un trío de cuerda cantaba canciones de amor alemanas. Era un salón alargado con luz amortiguada y paredes adornadas con tapices austríacos. Habían grupos de hombres que levantaron las sospechas de Robin, hasta que observó varias parejas heterogéneas tomadas de las manos y escuchando la música.

—La comida es estupenda aquí en la Maison Bleue —dijo Sergio.

—Come tú. Yo quiero beber.

Sergio pidió un bistec y se lo comió con tanta vehemencia que Robin se sintió culpable; ahora recordaba que se habían saltado la comida del mediodía. Robin pidió una botella de vodka de cien grados. Bebió de un trago. Le pareció blanco terciopelo ardiente...

El conjunto de cuerda dejó de tocar. Redoblaron los tambores, sonaron los platillos, se escuchó una presentación con voz gutural y empezó el espectáculo. Robin miraba sin demasiado interés. Evidentemente, se trataba de un súper club de Categoría. Apareció una chanteuse francesa llamada Veronique. Era buena, una verdadera contralto. La aplaudieron cortésmente. Robin se vertió otro trago de vodka. Contrajo los ojos para observar mejor a la siguiente muchacha. Era una rubia bastante bonita y cantaba algo de Gypsy. Ethel Merman podía estar tranquila. Levantó los ojos turbios de bebida mientras la orquesta tocaba una charanga. El anunciador gritó: «¡Brazillia!». Y una delgada muchacha morena apareció bajo la luz del foco.

Robin se incorporó en su asiento. Merecía la charanga. Vestía una chaqueta de smoking de hombre encima de los leotardos. Llevaba el cabello negro recogido en un moño bajo un sombrero gacho ladeado. Lentamente, empezó a bailar una danza apache. La muchacha tenía muy buenos conocimientos de ballet clásico. Terminó con un baile frenético, se quitó el sombrero y dejó que el cabello negro le cayera por los hombros. Los aplausos sonaron fuertemente, pero ella no se marchó. Esperó a que terminaran los aplausos, después empezó a sonar la música. Ella se cimbreó graciosamente y se quitó la chaqueta. Lentamente cayó de rodillas y después, como una serpiente que se quitara la piel, se desprendió de los leotardos, dejando al descubierto un cuerpo blanco y suave, vestida con un pequeño bikini plateado.

La música aceleró el ritmo, las luces empezaron a relampaguear y Robin vio el cuerpo blanco y plata saltar al aire, rompiéndose en destellos. Las luces se apagaron un poco. Ella se quitó el bikini, las luces volvieron a encenderse permitiendo que el público pudiera observar breves momentos su fino cuerpo desnudo y su pecho pequeño y compacto. Las luces se pagaron y ella desapareció entre grandes aplausos. El show había terminado y Robin estaba bastante bebido.

—Quiero conocer a Brazillia —dijo.

—Iremos a Liesel's que está un poco más abajo en esta misma calle, donde van todos a desayunar. Allí verás a Brazillia.

Robin miró su reloj.

—¿Bromeas? Son las tres de la madrugada. Este sitio está a punto de cerrar. No habrá nada abierto.

—En Hamburgo, hay sitios que permanecen abiertos las veinticuatro horas del día.

Robin pagó la nota, pero insistió en enviar una nota a Brazillia, diciéndole que se encontrarían en el Liesel's. Sergio se la escribió pacientemente en alemán y se la entregó al camarero junto con un puñado de marcos. Regresó el camarero e intercambió algunas palabras con Sergio en alemán.

—Nos esperará allí —le dijo a Robin— vamos.

Robin le siguió obedientemente.

Evidentemente, la dueña del Liesel's era la gruesa mujer que les saludó y les condujo a un sótano en el que habían pequeñas mesas con manteles fijos. Sergio pidió una cerveza. Robin miró a su alrededor mientras tomaba su vodka. Entró un hombre alto y bien parecido y se sentó a una mesa del otro lado del local. Muy pronto se le acercaron varios hombres afeminados. El hombre alto empezó a mirar a Sergio. Robin estaba bebido pero aún así pudo observar la corriente magnética que se cruzó entre Sergio y el hombre.

—¿Estás seguro de que es aquí donde viene Brazillia y que no es simplemente un lugar de reunión de sujetos raros?

—Es todo eso. Y también es el único sitio de la manzana que sirve desayunos.

Sergio seguía mirando al apuesto sujeto del otro lado de la sala.

Robin le dio unas palmadas en los hombros.

—Bueno, Sergy, reúnete con los muchachos.

—Me quedaré contigo. Quizás no venga Brazillia. No quiero que te quedes solo.

—Escucha, amigo, no necesito acompañante. Y no te preocupes, ya vendrá.

—Robin, no me gusta eso. ¿Ya sabes qué clase de muchacha es Brazillia, no?

—Vete ya, de lo contrario el musculoso sujeto del otro lado perderá el interés. Probablemente, piensa que soy tu acompañante.

—Pero, Robin...

—¿Es que voy a tener que echarte yo?

En aquel momento, se abrió la puerta y entró ella. Miró a su alrededor, vacilante. Robin se levantó y la saludó con la mano. Ella caminó directamente hacia su mesa.

—Vete, amigo —murmuró a Sergio en voz baja.

Sergio se encogió de hombros y se dirigió hacia la mesa del otro lado. La propietaria del establecimiento trajo a la muchacha un coñac.

—Hablo inglés —dijo ella con voz baja y gutural.

—No hace falta que hables, nena.

Levantó la mirada en el momento en que Sergio se marchaba con el sujeto alto. Sergio le saludó con la mano y Robin hizo con sus dedos una señal de victoria. La muchacha permaneció sentada en silencio sorbiendo su coñac. Robin le pidió otro. Se incorporó y le tomó la mano. Ella correspondió a la presión de sus dedos. Un joven afeminado rubio entró en el salón y se aproximó a su mesa. Habló unas palabras en francés con Brazillia. Ella asintió y el hombre se sentó.

—Este es Vernon. No habla inglés. Está esperando a un amigo y no le gusta estar solo en la barra.

Robin pidió bebida para Vernon. Para asombro suyo, la mujer gorda le trajo un vaso de leche.

—Vernon no bebe —dijo Brazillia.

En aquel momento entró un hombre alto y ceñudo. Vernon ingirió la leche de un trago y corrió a su encuentro.

—Pobre Vernon —dijo Brazillia—. No sabe lo que quiere ser.

—Es bastante evidente —contestó Robin.

Brazillia suspiró.

—De día, intenta vivir como un hombre. Pero de noche es una mujer. Es triste.

Después se volvió hacia Robin.

—¿Ha venido para vivir emociones fuertes?

—Me gustan toda clase de emociones.

—Si espera cosas salvajes y locas de mí, váyase.

Pareció melancólica.

—Es usted apuesto. Me gustaría mucho acostarme con usted. Pero quisiera una noche de amor, de relaciones sexuales hermosas... Nada de cosas extrañas. ¿Me entiende?

—De acuerdo.

—¿Será así?

Casi lo imploraba.

—Será como usted quiera, nena.

—Perdóneme un momento.

Se dirigió a la barra y le murmuró algo a Vernon. Este asintió con una ligera sonrisa. Después ella regresó a la mesa.

—Vamos.

Mientras pagaba la cuenta, se preguntó qué negocio se llevaría entre manos con Vernon. Pero, muchas muchachas tenían a hombres afeminados por confidentes y amigos íntimos. Amanda decía incluso que una modelo amiga suya vivía con un sujeto afeminado. Y no había más que verle a él con Sergio.

Fuera había un taxi estacionado pero ella hizo un gesto de denegación con la cabeza.

—Vivo aquí cerca.

Lo condujo a través de oscuras calles empedradas hasta que llegaron a un gran edificio. A través de una puerta de madera, pasaron a un patio. De repente, aquel lugar se le antojó París. Geranios en las ventanas, un gato errante maullando, aire de clase media. Subieron al segundo piso. Ella se inclinó y recogió una barra de pan, al tiempo que sacaba la llave y abría la puerta.

—Siempre hago que me traigan pan, por si bebo demasiado coñac. Si como pan, no despierto con resaca.

El apartamento era pequeño, pero totalmente femenino. Maravillosamente limpio y casi virginal con los blancos cobertores fruncidos y las muñecas sobre la cama. Había un retrato de Brazillia en la mesa del tocador. Y en la repisa de la chimenea había un retrato de una de las chicas del show, la llamada Veronique.

—Es demasiado buena para abrir el show —comentó Robin—. Podría actuar en Nueva York.

Después levantó los brazos y la tomó de la cintura.

—Y tú eres demasiado buena bailarina para hacer striptease. Eres francamente buena.

Brazillia se encogió de hombros.

—Me proporciona más dinero y me convierte en la estrella principal. Pero, ¿qué más da? Ninguna de nosotras irá a ninguna parte por mucho que lo deseemos. Una vez se ha vivido y trabajado en la Reeperbahn, ya es demasiado tarde. Pero yo estuve una vez en América. Actué en Las Vegas.

—¿De veras?

Robin se sorprendió.

—Sí, pero no haciendo lo que hago ahora. Formaba parte de un coro. Éramos seis. Bailábamos haciendo de acompañamiento de un viejo cantante americano en decadencia. Apenas le salían las notas y le ayudábamos con nuestras voces. Fue hace diez años. Yo tenía dieciocho y esperaba poder estudiar ballet en serio. Pero, cuando terminaron nuestras actuaciones, lo único que me quedó fue un pasaje de regreso a casa. Así es que regresé.

—¿Dónde está tu casa?

—Estaba en Milán. Estuve allí algún tiempo.

Ella le ofreció un coñac.

—Después comprendí que intentar servir mesas y vivir la vida burguesa que se esperaba de mí era tan deshonroso como... —Volvió a encogerse de hombros—. Pero, bueno, ¿es que eres igual que los demás?, ¿es que la historia de mi vida tiene que ser parte de la velada?

—No, no tienes que decirme nada, Brazillia. Pero eres joven y atractiva. No pierdas tus esperanzas.

Ella lo empujó al sofá y se sentó en sus rodillas.

—Esta noche se realiza uno de mis sueños.

Le acarició el perfil con los dedos y le acarició la oreja con la lengua.

—Que un hombre apuesto como tú quiera hacerme el amor.

—Ansioso de hacerte el amor —dijo él.

La besó suavemente, ella lo abrazó... Después lo condujo hasta el dormitorio. En cuanto estuvieron en la cama, ella se convirtió en agresor. De repente, pareció estar en todas partes. Su lengua era como alas de mariposa sobre sus párpados, su pecho joven y firme se apoyaba contra su tórax, sus largos cabellos negros le caían sobre la cara. Le hizo el amor y él permaneció tendido sin poder hacer otra cosa más que aceptar su amor. Cuando terminó, quedó exhausto de placer. En la penumbra, se incorporó y le acarició el cabello.

—Brazillia, nunca olvidaré esta noche. Es la primera vez en mi vida que una muchacha me hace el amor.

—Me ha gustado, Robin.

—Ahora me toca a mí.

—No es necesario...

—Pequeña idiota. Lo quiero.

Le acarició la cara y el cuerpo. Cuando penetró en ella, se movió rítmicamente y se contuvo. Quería satisfacerla. Se movió más profunda y rápidamente. Ella estaba adherida a él, pero comprendió que no estaba preparada. Siguió manteniendo el mismo ritmo durante un tiempo que le pareció una eternidad. Sus sienes latían con fuerza, se esforzaba con todos los medios por contenerse. Y sintió que ella todavía no estaba preparada. Nunca le había sucedido antes. Y nunca se había contenido tanto sin satisfacer a una mujer. Rechinó los dientes y siguió moviéndose. ¡Tenía que satisfacerla! Después sintió una irresistible y al mismo tiempo maravillosa sensación de debilidad recorrerle la ingle al alcanzar el clímax. La abandonó exhausto, en la conciencia de no haberla satisfecho. Ella se incorporó y le rozó la mejilla. Después se acurrucó junto a él y le besó la frente, la nariz y la nuca.

—Robin, eres un amante maravilloso.

—No finjas, nena.

Se levantó y se dirigió al cuarto de baño. Este era coquetón, como todo el apartamento, y disponía de bidet. Se duchó y regresó ya en shorts. Ella sostenía un cigarrillo encendido y se lo ofreció, indicándole que se acercara a la cama. Él contempló su maravilloso cuerpo. Se adivinaba su pecho firme debajo del ligero camisón que acababa de ponerse.

Ella le sonrió.

—Ven, fúmate el cigarrillo.

Él sonrió tristemente.

—Brazillia, en mi tierra dicen que soy bastante bueno haciendo el amor. Pero no me apetece otra sesión.

Tomó el cigarrillo y empezó a vestirse. Ella saltó de la cama y le rodeó con los brazos.

—Por favor, quédate conmigo toda la noche. Quiero dormir en tus brazos. Mañana te prepararé el desayuno. Y si el tiempo es bueno, podremos salir a pasear. Te enseñaré St. Pauli a la luz del día y, a lo mejor, por la tarde podremos hacernos el amor otra vez. ¡Oh, Robin, ha sido tan maravilloso... por favor, quédate!

Él empezó a anudarse la corbata.

—¿No te he gustado? —le preguntó ella.

—Me has gustado mucho, nena.

Después se volvió hacia ella y buscó en su bolsillo.

—¿Cuánto?

Ella se volvió y se sentó en la cama. Él se le acercó y le rozó el hombro.

—Vamos, Brazillia, ¿cuánto? Dímelo.

Ella bajó la cabeza.

—No cobro.

Él se sentó a su lado y le levantó la cabeza. Las lágrimas rodaban por su rostro.

—Cariño, ¿qué pasa?

—No te gusto —sollozó ella.

—¿Qué? —Estaba asombrado—. Mira, no es que vayamos a confraternizar para siempre, si te refieres a eso. Pero me has gustado mucho. Lo único que siento es no haberte podido satisfacer.

Ella le rodeó el cuello con sus brazos.

—Ha sido la noche más maravillosa de mi vida, Robin; eres completamente normal.

—¿Normal?

—Cuando te vi con el muchacho, pensé que los dos erais de la misma clase. Pero eres un hombre y es maravilloso.

—Sergio es un amigo, un buen amigo. Nada más.

Ella asintió.

—Comprendo. Y te ha llevado por los barrios bajos.

—Deja de humillarte. Me ha enseñado la vida nocturna de Hamburgo. Y nada más.

—¿Has disfrutado conmigo? —le preguntó ella.

—Ha sido maravilloso. Pero siento que no te sucediera nada a ti al final.

Ella lo miró y sonrió.

—Robin: es todo lo que puede sucederme. —Se puso la mano sobre el pecho—. Tenerte y amarte es mi emoción.

Él le acarició el cabello suavemente.

—¿No te sucede nunca?

—Ya no puedo.

—¿Por qué no?

—Algunas cosas que se eliminan ya no pueden sustituirse.

Él la miró atónito.

De repente, ella pareció asustarse.

—Robin, ¡no lo sabías! Dios mío...

Saltó de la cama y corrió a la otra habitación. Él la siguió. Ella se apoyó contra la pared y le miró fijamente. Estaba verdaderamente asustada.

—Brazillia.

Él se acercó. Ella trató de escapar como si temiera que fuera a golpearla.

—Brazillia, ¿qué sucede?

—Por favor, Robin, vete.

Cruzó corriendo la habitación y le entregó su abrigo. Él lo tiró sobre el sofá y la agarró: temblaba de miedo.

—Ahora me dirás qué sucede. Nadie va a hacerte daño.

Sus ojos negros le miraron a la cara. Temblaba.

—Pensé que sabías la clase de sitio que era la Maison Bleue.

—No, no lo sé.

Pero una terrible sospecha empezó a corroerlo.

—Vernon... es la primera que abrió el espectáculo, la que te gustó. Cuando lleva peluca, se llama Veronique. Es mi compañera de habitación.

Él le soltó el brazo.

—Y tú. ¿Cuál es tu nombre verdadero?

—Me llamaba Anthony Brannari... antes de someterme a la operación.

—Eres un...

Ella se apartó de él.

—Ahora soy una chica, ¡soy una chica! —gritó.

—Pero una vez tuviste testículos —dijo él lentamente.

Ella asintió y las lágrimas rodaron por su rostro.

—Ahora soy una chica. ¡No me pegues, no te enfades! Dios mío, si supieras lo que sufrí por convertirme en chica. ¿Sabes lo que es ser una chica y estar atrapada en un cuerpo de hombre? ¿Sentir como una chica, pensar como una chica, amar como una chica? Siempre fui una mujer por dentro.

—Pero, ¿y el pecho?

—Silicona. También tomé hormonas. Mira, toca mi cara, no me afeito nunca. Y mis brazos y piernas son suaves. Soy una chica ahora.

Él se hundió en el sofá. Un travestido. Se había acostado con un maldito travestido. No era extraño que el pobre bastardo no pudiera conseguirlo. Contempló a aquella criatura acobardada.

—Ven aquí, Brazillia. No voy a pegarte. Tienes razón, eres una chica.

Ella corrió hacia el sofá y empezó a acurrucarse junto a él.

Él apartó suavemente sus brazos.

—Pero ahora que sé lo que fuiste, hablemos de hombre a hombre.

Ella se alejó a una distancia prudencial.

—Todas estas mujeres del show... ¿son hombres?

Como ella asintiera, dijo:

—¿A todos les hicieron la misma operación?

—Menos a Vernon. Todavía no está decidido. Le parece que no podrá utilizar su pasaporte y regresar a París, si le hacen la operación. A pesar de que quiere... es muy triste para él. Está enamorado de Rick, el hombre con quien se ha encontrado esta noche. Vernon ingirió yodo hace tres meses, por su culpa. Por eso no puede beber. Rick es... ¿cómo te lo diría?... un amigo de corriente alterna. A veces va con verdaderas chicas y otras veces busca a sujetos operados. El pobre Vernon no es ni una cosa ni otra.

—En Las Vegas, ¿también pasaste por mujer?

—Oh, no. Entonces era un bailarín.

Robin se levantó y buscó en sus bolsillos. No tenía muchos marcos. Pero llevaba más de cien dólares en moneda americana.

—Toma, Brazillia, cómprate un vestido nuevo.

—No lo quiero.

Él tiró el dinero sobre el sofá y salió del apartamento. La escuchó sollozar mientras cerraba la puerta. Sintió un nudo en la garganta. No estaba triste por lo que le había sucedido a él. Estaba apenado por la pobre criatura perdida de allí dentro. Bajó las desvencijadas escaleras. El cielo empezaba a mostrar los primeros atisbos del alba. Los noctámbulos de la Reeperbahn iban a dormir. Algunas parejas caminaban abrazadas. Marinos con practicantes de striptease, hombres con hombres, hombres con muchachas que, de repente, se le antojaban sospechosamente masculinas. Esta gente, todos sus sueños se habían convertido en serrín. El mundo no era para los vencidos. Brazillia era un vencido.

De repente, sus propios problemas le parecieron insignificantes y se sintió invadido por la cólera. Gregory Austin temía a Dan. Pero no temía a Robin Stone. Gregory pensaba que era un vencido. Bien, de ahora en adelante, le enseñaría quién era. Súbitamente, sintió deseos de regresar a Nueva York. También sintió deseos de ver a aquella chiflada de Maggie Stewart que estaba en California, pero ella podía esperar, ¡podía esperar hasta que él se convirtiera en el vencedor de todos ellos!